Los escritores han perdido tanto espacio en la vida pública contemporánea que para que alguien se fije en ellos tienen que hacerse hueco recurriendo a pequeños escándalos y desplantes de salón, en forma de ataques contra la mojigatería intelectual dominante o exhibiciones de músculo conservador y rancio. Esa es prácticamente la única oportunidad que el escritor actual tiene de que se le preste atención, lo que también significa que se le compre, claro. Javier Marías y Pérez Reverte llevan ya tiempo en esto de las provocaciones y las salidas de tono, y no se puede decir que les vaya mal. No pongo en duda lo que ambos valen como escritores, que es mucho, pero tampoco dejo de pensar que salen a odiador por comprador, de manera que al final les salen las cuentas.
Eso ya lo descubrió hace años Francisco Umbral. Se dio cuenta de muchas cosas, pero la primera y más importante es que llegó a entender que en España ser odiado interesa. La técnica le funcionó en vida, y a lo largo de su trayectoria creó una especie de escuela de germanía para escritores, a la que ahora intenta subirse todo el que puede.
Sin embargo la técnica de Umbral tiene un grave problema, y es que, fallecido el escritor y pasado un tiempo, esa estrategia de vida puede perjudicar al recuerdo de tu legado. Se cumplen diez años de la muerte de Umbral, y me aterra calcular cuántas personas siguen leyéndole. Ya hay distancia suficiente para que busquemos las grandes luces de su producción, que son muchas, y hablemos de él como del gran escritor que fue. Es tiempo de encontrar la excelencia en sus más de cien novelas y cien mil artículos de prensa.
El de Umbral es sin duda un caso más del riesgo —tan contemporáneo— que corren los escritores de personalidad de que el anecdotario de sus peripecias vitales acabe por sepultar su obra. Digo esto porque si es grave que un conocimiento superficial y no lector se quede exclusivamente con el recuerdo de Umbral como el de aquel personaje excéntrico y malhumorado que se enfrentó a una diosa de la televisión trash como Mercedes Milá, preocupa que pueda contaminar también la estimación de su legado, y por tanto alejar a futuros lectores de su obra. Dicho con otras palabras: hay que gritar al mundo que el autor de Amado siglo XX es mucho más que el tipo de la voz profunda que dijo aquello de «Yo he venido aquí a hablar de mi libro».
La fecha exacta de la muerte de este enfermo perpetuo que fue Francisco Umbral es el 28 de agosto. Ese día de 2007 se extinguió su voz de autor sin que se hubiera agotado lo que uno podía saber de él. Muchos de los que reían con la terrible tempestad de su carácter no conocían hasta que punto su biografía fue desgraciada. Vivió dos de las circunstancias más dolorosas que uno pueda imaginar en una persona: la orfandad y la muerte de un hijo. Ausencia por arriba y muerte por abajo.
Si uno lee en cualquier manual de literatura la entrada dedicada a Francisco Umbral, encuentra que se le define como un escritor memorialista, biográfico, un redactor de memorias de corte poético. Lo que no se suele decir en las biografías rápidas es que esa memoria supuestamente autobiográfica, en su mayor parte, es pura ficción. Cuando habla de su madre no habla de su madre, sino de la madre que hubiera querido tener. Tituló uno de sus mejores libros El hijo de Greta Garbo, en el que nos grita que se siente más hijo de cualquiera que aparece en una pantalla que de una madre verdadera. Cuando cuenta su infancia, habla de un niño que no es él mismo, sino quien él hubiera podido ser. Si habla de su padre no habla de nadie, directamente, sino que el autor lucha en cada frase por definir una ausencia. Cuando habla de su hijo, entonces relata la mayor de las pérdidas de su vida y con su llanto cimienta ese Mortal y rosa que constituye una de las joyas literarias en español del siglo XX.
He dicho antes que murió sin que su biografía fuese totalmente conocida. Eso, para alguien que fallece en el 2007 de la furia de lo digital y la información permanente, es bastante inusual. A su muerte, ni siquiera se tenía muy claro cuál era su verdadero nombre. Francisco Umbral era en realidad Francisco Alejandro Pérez Martínez, un nombre sin poética alguna, gris y seco, como las circunstancias en las que nació. Manuel Jabois, en un artículo de 2015 para El País cuya lectura les recomiendo, completó parte de una historia con la que Umbral, sus seguidores y biógrafos andábamos jugando a gato y ratón desde hacía muchos años. Los datos añadidos a su biografía ofrecen ese argumento electrizante y lleno de peripecia que uno espera encontrar en las buenas novelas.
Umbral pasó los primeros años de su vida pensando que era huérfano, recibiendo de cuando en cuando las visitas de la tía May, sin saber que aquello de la tía May constituía el primer y quizá más doloroso fingimiento de su vida, pues aquella señora era en realidad su madre, Ana María Pérez Martínez. Se trataba de una chica de provincias que se refugió en 1932 en el anonimato de una gran ciudad como Madrid para dar a luz al hijo de un hombre casado. Como en una de esas fábulas familiares profundamente grotescas que Dickens adoraba, cuando encontró el momento apropiado entregó el niño al cuidado de una familia y volvió a Valladolid a continuar su vida sin el hijo.
Umbral, en sus inolvidables columnas, se rio mucho de aquella España de ponerle un piso a la querida en Chamberí, esa España rancia y paticorta del amor oculto y el café con leche. Ignoro si cuando escribía esas cosas conocía la historia completa de su familia, y también en qué momento Umbral supo quién era su padre, porque aquí viene la sorpresa más novelesca de esa biografía que no quiso compartir con nadie quien escribió miles de páginas sobre sí mismo, según dicen los que no le han entendido.
El giro sorprendente es que su padre era escritor, un poeta. Imagínense qué ironía, paradoja, predestinación, o como quieran llamarlo. Su padre era Alejandro Urrutia, cordobés afincado en Valladolid, para quien su madre ejerció de secretaria. También era escritor su medio hermano, porque ser hijo de Alejandro Urrutia suponía ser hermanastro de Leopoldo de Luis (*), poeta de trayectoria con el que Umbral entabló cierta amistad en sus años de formación literaria en Madrid. Leopoldo de Luis está retratado en su obra La noche que llegué al Café Gijón como un habitante más de ese friso de artistas que componen la primera familia real de Francisco Umbral, porque al final él consiguió rellenar todos los huecos vacíos de su biografía con lo que su escritura le iba aproximando. La técnica de Umbral para escapar de ese universo de ausencia y muerte que era su vida fue crearse una existencia paralela, la de la literatura.
Umbral siempre quiso ser poeta, pero sabía que de eso no se podía vivir. Él necesitaba dinero y un nombre, porque tenía demasiado odio dentro como para ser pobre. Entendió bien que hasta para odiar hace falta dinero, así que se pegó al calor de la novela y el columnismo porque se dio cuenta de que los novelistas comen y los poetas no. Después creó novelas sin argumento que eran pura poesía, y columnas de periódico que tenían poco de periodismo y mucho de aliento lírico. Destrozó los géneros como venganza y para vivir mejor, y yo se lo aplaudo. Es posible que se labrara toda una carrera literaria como ejecución de una venganza privada, íntima, una apuesta negra contra su biografía, contra esa gente que le había abandonado cuando era niño.
Ganó todos los premios que le dejaron y estuvo en todas partes, con todo el mundo. Hubo una época en la que sus columnas tenían tanto eco social que mucha gente del espectáculo se hacía la encontradiza con Umbral en los saraos que compartían o forzaba una frase ingeniosa delante de él con la esperanza de convertirse en uno de los nombres que aparecían en negrita en su próxima columna. Llegó a ser el Dios de su universo privado, el universo Umbral.
Mi artículo es, por encima de todo, una invitación a que vuelvan a leerle. Muy al contrario de lo que se piensa, la prosa de Umbral es generosa, abierta al mundo y permeable al resto del arte. Su producción es antes que nada una celebración entusiasta del poder de la literatura en el individuo. La leyenda del César visionario es la mejor novela-parodia que se ha escrito sobre la figura de Franco. Los helechos arborescentes plantea unos juegos de tiempo y espacio que hacen palidecer a los jefes del realismo mágico.
Él era consciente de que la literatura le había salvado de la pobreza y quizá la locura, y comparte ese sentimiento con el mundo en cada texto. Amó la literatura por encima de todas las cosas y, lo que era más importante para él, se sentía querido por ella. Como todo niño abandonado, solía mostrar en público su perpetua necesidad por sentirse querido, y si uno lee bien sus artículos de prensa, especialmente los de la última época, verá que da las gracias en cada artículo, en cada frase, reitera sus gracias a la literatura por lo que le ha dado. Habla continuamente de los clásicos, de los lectores, de los amigos artistas. Quiere estar siempre rodeado de nombres porque uno intuye que tiempo atrás pasó mucho tiempo solo. Incluso se podría decir que agradecía la compañía de los escritores que odiaba, que eran legión y también tenían espacio en sus textos, quizá porque le permitían seguir vivo intelectualmente, ofreciéndole motivos para estar plácidamente enfadado.
La mayor (y quizá única) humildad de Umbral era que tenía un respeto profundo por el oficio de escritor, por la dificultad de este arte, por la complejidad del hecho literario. Desplantaba, sí. Tenía mal humor, sí. Hablaba mucho de sí mismo, sí. Pero reverenciaba la palabra escrita, era consciente de lo difícil que resulta el oficio de las letras. Por eso lo que más odiaba en este mundo era a los escritores que, porque tuvieran en la calle una novelita que funcionaba medianamente, fuesen por ahí pensando que ya conocían el principio y fin de ese arte extraño que es la literatura.
Umbral, en su universo de libros y artículos, se sentía dueño de su destino, y eso le tranquilizaba. Cuando le hacían una pregunta incómoda, normalmente dirigida a esclarecer sus primeros años, solía contestar con un «Eso yo ya lo he escrito». Al menos fue feliz en la letra impresa. Otra cosa es lo que sintiera fuera del mundo aterciopelado de las letras.
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(*) Leopoldo de Luis no utilizó su verdadero nombre, Leopoldo Urrutia, por temor a represalias durante la dictadura a cuenta del pasado político de su padre.