Estos últimos años no me han faltado dificultades para encontrar libros de Francisco Umbral en las librerías. El que dedicó a Cela, tras la muerte del amigo y valedor, a quien no me parece a mí que Umbral vituperase tanto como se ha dicho, lo encontré tras larga búsqueda en una librería de lance. Tampoco me acompañó la suerte en visitas sucesivas a la sección de libros de las grandes superficies. El hijo de Greta Garbo lo tuve que encargar. Se diría que Umbral está actualmente un tanto desaparecido del debate cultural. Su fama, que fue mucha y cotidiana y del litoral español hacia dentro, se me antoja hoy un cadáver arrumbado en el pudridero a la espera de obtener un hueco en el panteón de los clásicos. Una Fundación, presidida por María España Suárez, su viuda, vela por la vigencia del nombre de Paco, como ella lo llama.
Este hombre consistía en dos, cosa nada insólita. En ambos invirtió las grandes reservas de talento de que disponía, no siempre sustentado en conocimientos procedentes del estudio concienzudo. Con el primero de dichos hombres (que no tienen por qué coincidir con dos personalidades distintas, sino con dos máscaras o dos atuendos), Umbral acudía a la fiesta social, a la polémica y el éxito, donde se manejó con variable destreza. Es la figura pública, familiar entonces incluso para quienes se abstenían de cultivar el hábito de la lectura, con la que se me hace a mí que los jóvenes actuales quizá no tengan modo adecuado de vincularse.
Es la figura del escritor que mastica una manzana y bebe leche en el transcurso de una entrevista televisada, el que le monta un pollo de niño maleducado y con canas a Mercedes Milá, el que se hace fotografiar desnudo y piloso o intercambia requiebros con Lola Flores ante las cámaras. Es, en definitiva, el hombre marcado por sus orígenes humildes que reclama un sitio en la parte soleada de la sociedad, aun a costa de dejar tras sí un reguero de enemistades. Lo consigue con holgura, sin preparación académica y sin estudios en el extranjero, y exhibe el botín de celebridad con un ojo puesto en Valladolid y en la España triste y gris de posguerra.
En el área pública opera el personaje de la bufanda y los botines, el de la voz engolada de quien a fuerza de mundanidad y de trabajo desmedido ("escribe como mea", dijo de él Miguel Delibes) se protege del frío sempiterno de la infancia. Umbral se refugió en Madrid y en la escritura para salvarse de la provincia, sin percatarse tal vez de que Madrid es otra provincia y la escritura, la suya asentada en una firme voluntad de estilo, también, lo cual no entraña demérito alguno. Tengo entendido que en privado era un hombre tierno. Por lo visto, algunos escándalos son directamente debidos a su timidez. En la esgrima dialéctica se le veía inseguro o en todo caso incómodo, sin los puños que suelen inclinar en favor propio las riñas de café. Alguno de sus incontables damnificados estuvo a dos dedos de partirle la cara. Pérez Reverte le amagó verbalmente años después. Sentado a la máquina, en la soledad de su casa, Umbral ignoraba la compasión, si no es que el torrente continuo de su escritura rebasara a cada instante las esclusas de la cautela y la diplomacia.
Luego está el otro hombre, el friolero de por vida, el que compone en el espacio privado su mejor literatura, con frecuencia nacida de recuerdos penosos y de heridas internas que nunca logró curar, sobre las que aplicó la guata incesante de su prosa. Este Umbral maltrecho de biografía, perseguido por pesadillas reales (la antigua pobreza, el padre incógnito, el temor a enfermar, la vejez, la vecindad de la muerte), asoma en las mejores páginas de sus libros. A ellas nos convoca el lírico meditativo que deja a un lado la frivolidad y la ocurrencia cínica, y hunde en su dolor personal la mano del buen poeta a rachas que había en él. Así, por ejemplo, en Mortal y rosa, su libro más celebrado. Un libro de mero lucimiento literario hasta la página en que el autor declara la muerte de Pincho, su hijo de seis años. Lo que sigue merece figurar entre lo más grande que se ha escrito nunca en lengua española.
Me es imposible leer una línea de Umbral sin escuchar el eco de una máquina de escribir. El tac tac de las teclas se me figura un ruido de viejos tiempos, como tantas páginas de Umbral atadas a la actualidad de la época, hoy apenas interesantes ni comprensibles. En el invierno del tiempo se le han caído mucha hojas al tupido bosque de su literatura; pero algunas quedan adheridas a las ramas por las que este autor prolífico ocupará, en mi opinión, un lugar en la memoria colectiva, lo mismo que Baroja, otro llegado de provincias a Madrid, al que tanto se parecía y al cual, reiteradamente, negó.
El reconocimiento expreso de un ingrediente de placer, incluso de placer físico, en el ejercicio de la escritura, suscita en mí una vibración identificativa. Umbral fue un desfavorecido social que se abrió camino en la vida escribiendo. En otro de sus grandes libros, Un ser de lejanías, donde llora en párrafos de intensa melancolía el ingreso en la vejez, se pregunta si la ingente tarea que despachó no le habrá impedido vivir. Pues es posible; pero este es el típico problema humano del que no se conoce la solución.
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