viernes, 23 de diciembre de 2016

"Abre la boca y cierra los ojos" por Josep Lapidario


Leyendo la novela Pasos, de Jerzy Kosinski, me topé con esta descripción sencilla, poética y precisa de una felación: “Tenerlo en la boca es una sensación extraña. Es como si de pronto todo el cuerpo del hombre, todo, se hubiera encogido y reducido a esa única cosa. Y entonces crece y te llena la boca. Se convierte en algo rebosante de fuerza, pero a la vez sigue siendo frágil y vulnerable. Podría asfixiarme. O yo podría arrancarlo de un bocado. Y cuando crece, soy yo quien le da vida; mi aliento lo mantiene, y se desenrosca como una lengua enorme. Me ha gustado lo que ha salido de ti: como cera caliente, se fundía de pronto sobre mí, en mi cuello y mis pechos y mi abdomen. Me sentía como si me bautizaran: era tan blanco y puro”.
Ahí tenemos resumida la filosofía de la fellatio: la mezcla de fuerza y vulnerabilidad extremas, la concentración sensorial en un solo punto, el cumshot bautismal. Dándole vueltas a ese párrafo y a otros similares me fueron viniendo a la cabeza muchas preguntas sobre el sexo oral: ¿Por qué hay mayor prevalencia de felaciones respecto a cunnilingus? ¿Es cierto que el esperma es nutritivo? ¿Qué diferencia hay entre fellatio e irrumatio?
Este artículo dará respuesta a estas preguntas sin pretender ser una guía práctica, aunque si eso es lo que buscáis, la educadora sexual Violet Blue ha escrito todo lo que hay que saber sobre cómo hacer cunnilingus y felaciones. Pretendo más bien un somero repaso cultural y sociológico a la afición humana por acercar la boca a los genitales; un hobby que, como tantos otros, empieza por uno mismo.

1. El consuelo del forever alone
“Si tuviera un clon de mí mismo, consideraría establecer una relación seria con él. Salir con tu propio clon no puede considerarse gay”. Jarod Kintz
Sentado sobre un montículo en las aguas primordiales de Nu, el dios egipcio Atum, “el completo”, el Sol del Atardecer, único ser existente en el universo, se aburre. La solución que encuentra es curiosamente parecida a la mía en estos casos: masturbarse. No le basta con utilizar la mano en su sagrado miembro, así que se da placer con la boca, formando un círculo sobre sí mismo (pensad en esa perturbadora imagen la próxima vez que veáis un ourobouros, la imagen de la serpiente que se muerde la cola). Al sentir el semen en su boca, Atum no lo engulle, a pesar de sus divinas proteínas, sino que lo escupe, y de esa mezcla de esperma y saliva surgen Shu (dios del aire) y Tefnut (diosa de la humedad y el rocío).
Este ejemplo mitológico de autarquía sexual lleva inevitablemente a pensar en las posibilidades del sexo oral autónomo. Aparentemente, menos de un 1% de hombres puede alcanzarse el propio pene, y solo un 0,2% tiene la flexibilidad suficiente para realizar una autofelación completa y tratar de engendrar dioses al escupir después su propio esperma. Me pregunto qué divinidades habrán surgido de Ron Jeremy, uno de los pocos actores porno de cuya capacidad autofeladora ha quedado constancia. Las mujeres lo tienen a priori más difícil para autosatisfacerse oralmente: tienen que avanzar unos centímetros extra. Y para cualquier género es una actividad proclive a contracturas y peligros: me viene a la cabeza el famoso diálogo de Clerks sobre el tipo que se rompió la espalda intentando llegar hasta su propio pene y logró la victoria después de muerto, como el Cid campeador.
Otra forma de acceder al sexo oral sin partenaire ni peligro de muerte es mediante soluciones mecánicas. En el caso masculino, más allá de las muñecas hinchables a lo Wilt con lo que en catalán se llama boqueta petonera, existen aparatos parecidos a latas aterciopeladas que con muy poca fortuna (o eso dicen, ejem) tratan de imitar la sensación de una fellatio. El utensilio femenino equivalente sería el Sqweel, nombre comercial de un invento delirante formado por pequeñas lenguas giratorias. En la entrada del Sex Machine Museum de Praga hay expuesto uno bastante antiguo y de aspecto más amenazador que otra cosa. Y en webs especializadas en bricosexo puede encontrarse una sierra mecánica simuladora de cunnilingus llamada Lick-a-chick.

2. Breve historia del congreso bucal
“Clinton mintió. Un hombre puede olvidar dónde aparcó el coche o dónde vive, pero nunca olvida el sexo oral, por malo que sea”. Barbara Bush
Pero volvamos al Antiguo Egipto, tierra de pirámides y sexo oral. Tras una pequeña diferencia de opinión, el dios Seth primero entierra vivo y más tarde descuartiza en catorce pedazos a su hermano Osiris. La viuda Isis se lanza a la búsqueda de los fragmentos y los encuentra todos menos uno, el pene, que ha sido devorado por los peces. Frustrada, Isis fabrica un falo de barro cocido (quién sabe si del mismo tamaño que el original), lo une al cadáver y lo besa, “soplando” la vida en su interior y resucitando a su marido. Thierry Leguay, autor de Histoire raisonnée de la fellation, fija en este mito la mención más antigua al sexo oral.
No es la única. Como expliqué en el Jot Down número 3, una leyenda atribuye a Cleopatra la invención del vibrador empleando un tubo de cobre relleno de abejas. Y otra historia apócrifa la sitúa como experta feladora, probablemente por su nombre griego Merichane, que significa “la boquiabierta”, “la de boca grande” o “Julia Roberts”, pero que en un alarde de imaginación se ha traducido a veces como “la boca de los diez mil hombres”. Una improbable leyenda similar atribuye a la emperatriz china Wu Zetian un decreto por el que los embajadores de otras tierras debían rendirle pleitesía mediante un cunnilingus. Y en una lectura atenta del Cantar de los Cantares de la Biblia resulta sospechoso el versículo “Tu ombligo es un cántaro en el que no falta el vino aromático”, que tiene más sentido, como defienden ciertos lingüistas, traduciendo “vulva” en lugar de “ombligo”. En el Kama Sutra, escrito alrededor del s. III a. C., existen referencias ilustradas al “congreso bucal” o auparishtaka. Y más explícitas y hasta cómicas resultan las piezas pornográficas de cerámica de la cultura moche, que floreció en Perú entre el 200 y el 700 d. C.
Podemos seguir el rastro histórico del cunnilingus a través de expresiones populares camufladas. Por ejemplo, tipping the velvet, expresión extraída del porno victoriano y usada por Sarah Waters como título de una lésbica novela traducida aquí como El lustre de la perla. O la frase moustache ride (“cabalgada de bigote”), orgulloso eufemismo cowboy originado en Texas en el siglo XIX para describir a la mujer sentada sobre la cara del hombre. En cuanto a su representación gráfica, ya comenté que es complicado encontrar en el arte imágenes explícitas de vulvas. En los frescos eróticos conservados en Pompeya podemos ver varias escenas de cunnilingus, pero a los romanos les dedicaré una sección entera más adelante. Alguna de las representaciones pictóricas más precisas y ponedoras de cunnilingus las realizó Édouard Henri-Avril, que bajo el pseudónimo de Paul Avril pintó a finales del siglo XIX escenas eróticas de todo tipo con habilidad y elegancia.
Pero la gran explosión del sexo oral, y en particular de la fellatio, en el imaginario popular llegó en 1972 con la película Deep Throat (Garganta profunda) y su lisérgico argumento: una chica descubre que su clítoris está alojado en la garganta, por lo que las felaciones profundas (y, supongo, los ataques de tos) le producen arrebatadores orgasmos. Existe constancia histórica del clítoris movedizo de Marie Bonaparte, pero todo tiene un límite.
Reconozco la importancia de Deep Throat como icono liberador de masas, pero nunca me ha gustado la película en sí. Su actriz protagonista, Linda Lovelace, aparentemente rodaba porno bajo la amenaza constante de un marido alcohólico y maltratador. Años más tarde Linda se convertiría en ferviente activista antiporno, aunque afirmó amargamente en una ocasión que se sentía explotada por las abolicionistas. Desde mi punto de vista, erradicar la pornografía porque existan abusos en su seno es como querer eliminar las zapatillas deportivas por los talleres ilegales de Camboya. Sin embargo, cierto es que el porno necesita una renovación a fondo, y dejar de santificar Deep Throat sería un buen comienzo.
En películas recientes se muestran felaciones y cunnilingus no simulados en un contexto no pornográfico: The Brown Bunny, con Chloë Sevigny (como ya comenté), Baise-moi, Intimacy, Shortbus, Nine songs… O el tórrido cunnilingus de James Bullard en Ken Park, que llegó al cartel de la película. Pero la apoteosis sociológica de la fellatio llegó con la no ficción: Monica Lewinsky y su “relación impropia” con el presidente Clinton. Semanas de discusiones sobre si podían o no considerarse adulterio una mamada y la inserción de un habano. Y, como colofón, una mancha en un vestido que bien podría haber exhibido Andy Warhol como pop art.

3. La sutil diferencia entre fellatio irrumatio
“Pedicabo ego vos et irrumabo”. Gayo Valerio Catulo, Carmen 16
En el fantástico ensayo El sexo y el espanto, de Pascal Quignard, se analiza la sexualidad grecorromana desde todos los ángulos posibles. Su moral sexual no distinguía especialmente entre homosexualidad y heterosexualidad (conceptos que no utilizaban), sino entre actividad y pasividad. La sodomía activa no representaba ningún problema, pero un homosexual pasivo no podía participar en política ni tenía derechos ciudadanos. Un dominus que sodomizara a uno de sus esclavos no tendría problema, pero uno que se hiciera sodomizar por un esclavo cometería una infamia.
Con el sexo oral ocurría algo parecido. En una fellatio la parte activa se introduce el miembro en la boca mientras que el dueño del pene “se deja hacer”. Para un ciudadano romano ese chupar espontáneamente (fellare significa “chupar”) sería incomprensible. La irrumatio la realizaban penetrando activa y repetidamente la boca del receptor pasivo: lo que en argot actual se llama face fucking. Para un romano la sodomía activa (pedicare) y la irrumación eran virtuosas; la felación y la pasividad anal, infames.
La boca es el órgano de la oratoria y la política: silenciar a un ciudadano irrumándole, es decir, metiéndole el miembro en la boca, era un insulto, una demostración de poder. De ahí la amenaza de Catulo en Carmen 16: ante un par de amigos que le consideran impúdico o sensiblero, el poeta responde “pedicabo ego vos et irrumabo”, es decir, “os follaré el culo y la boca”, reafirmaré mi hombría (virtus).
El cunnilingus tenía tan mala fama como la fellatio. Se le atribuía a las mujeres griegas de Lesbos (el verbo lesbiázein significaba “lamer”), y según Quignard, “esta práctica, tolerable en los gineceos, en el caso del hombre libre era considerada una infamia a partir del momento en que le crecía la barba”. Y no precisamente porque los pelos fueran a resultarle rasposos en la vulva a la mujer. Sin embargo, el cunnilingus tuvo un insospechado defensor: al emperador Tiberio le apasionaba lamer la vulva de las matronas. Y es que los Princeps (emperadores) tenían poder y autoridad para realizar lo prohibido, aunque eso no les librase de una cierta chirigota popular. Cuando una dama noble llamada Malonia prefirió suicidarse antes que dejarse lamer por Tiberio, una sátira inmortalizó la frase Hircum vetulum capreis naturam ligurire (“el chivo viejo lame las partes naturales de las cabras”).
Aunque hoy en día la centralidad de la irrumatio haya sido sustituida por la fellatio, su carga de dominio y sumisión se mantiene. Vemos un buen ejemplo en este fragmento de El animal moribundo, de Phillip Roth, donde una irrumatio provoca una cruenta batalla de sexos, sin prisioneros y a cara de perro:

Cierta noche, cuando ella estaba tendida en la cama, pasivamente boca arriba, a la espera de que le separase las piernas y me deslizara adentro, en lugar de hacer eso le apoyé la cabeza en ángulo contra la cabecera de la cama, y con mis rodillas a uno y otro lado de su cuerpo, me incliné hacia su cara y rítmicamente, sin interrupción, la follé por la boca. (…) Con la intención de conmocionarla la mantuve allí inmóvil tomando un mechón de su cabello y rodeándome el puño con él, como una tralla, como una correa, como las riendas que se fijan al bocado de la brida. (…) Ese acto de dominio le permite pensar: ‘Esto es precisamente lo que yo imaginaba que era el sexo. Es bestial… este tío no es un bestia pero se encamina hacia la bestialidad’. Después de correrme, cuando me retiré, Consuelo no solo parecía horrorizada, sino también enfurecida. (…) Todavía me encontraba encima de ella (arrodillando y goteando sobre ella), y nos mirábamos fríamente a los ojos cuando, después de tragar con dificultad, dentelló. De improviso. Cruelmente. A mí. No lo fingía. Era instintivo. Dentelló empleando toda la fuerza de los músculos masticatorios para alzar con violencia la mandíbula inferior. Era como si me estuviera diciendo: ‘esto es lo que podría haber hecho, esto es lo que quería hacer y esto es lo que no he hecho’. Por fin la respuesta directa, incisiva y elemental de la reservada belleza clásica. (…) Ese fue el verdadero comienzo de su dominio, el dominio en el que mi dominio la había iniciado. Soy el autor de su dominio sobre mí.

No se bromea con la vagina dentata. Aunque ya que hablamos de mordiscos: hace poco me hablaron de una escena clave de La muerte de Mikel, película de Imanol Uribe de 1984, en la que un criptohomosexual Imanol Arias pone a prueba su matrimonio mordiéndole por sorpresa la vulva a su esposa en pleno cunnilingus.
Pero busquemos un reposo momentáneo a tanta lucha de poder con un interludio gastronómico.

4. Cocinar con ingredientes naturales
“Una cucharadita de semen contiene la misma cantidad de proteínas que la clara de un huevo. Sin embargo, su obtención puede ser mucho más divertida”. Miriam Stoppard
Hace tiempo, mientras buscaba argumentos para convencer a posibles partenaires de la riqueza de proteínas, vitaminas y minerales de mi esperma, topé con un libro que recomiendo calurosamente: Cosecha natural. No solo elogia las propiedades organolépticas del semen (sabor dinámico dependiente de la dieta del proveedor, olor agradable, textura suave), sino que proporciona trucos y recetas para cocinarlo. Platos de nouvelle cuisine como “Caviar ligeramente más salado”, “Ostras artesanas”, “Batido de fresa rico en proteínas” o cócteles como el lebowskiano “Ruso casi Blanco”. En algún caso el libro recomienda añadir el ingrediente clave ante los comensales, justo antes de servir el plato, para que tenga la mayor frescura posible.
Entiendo que pueda parecer una dieta chocante, pero tampoco es tan extraña. En varias tribus de Papúa Nueva Guinea existen rituales de paso a la edad adulta que incluyen la ingestión de semen de personajes notables de la aldea, como forma de alcanzar la masculinidad y la madurez sexual. Pero no muy lejos de allí, en Malasia, tanto la sodomía como la felación son consideradas antinaturales y (al menos teóricamente) castigadas con penas de hasta veinte años de cárcel y un número similar de latigazos. Vivimos en un mundo extraño.
En cualquier caso, la ingesta de semen tiene un beneficio reconocido para la salud. La preclampsia (una peligrosa complicación del embarazo) está causada por el rechazo biológico de la madre a las proteínas “externas” de feto y placenta, que contienen la carga genética ajena del padre. Así pues, la ingestión regular del esperma del padre podría aumentar la tolerancia inmunológica de la madre a esas proteínas, reduciendo a la mitad el riesgo de preclampsia… suponiendo que el esperma ingerido sea el del auténtico padre, ejem.

5. You never go ass to mouth!
“Hoy en día puedes hacer lo que quieras —anal, oral, fisting— pero tienes que llevar guantes, condones, protección”. Slavoj Žižek
Hay quien cree erróneamente que el sexo oral está completamente exento de riesgos de ETS. Pero ay, el único comportamiento con riesgo cero es, tristemente, la abstinencia. El sexo oral es comparativamente muchísimo menos peligroso que el vaginal o anal, pero no está exento de posibilidad de contagio de VIH, HPV o algún otro simpático virus, sobre todo si hay heriditas en las encías o la lengua. Lo mejor es asegurarse de la salud del partenaire, pero en caso de dudas, se recomienda usar preservativo para las felaciones y una barrera de látex para el cunnilingus. ¿Incómodo? Pues sí, qué se le va a hacer.
Otro factor higiénico a tener en cuenta durante una felación es qué estaba haciendo justo antes el miembro irrumador o felado. Y aquí podemos recurrir de nuevo a la sabiduría de Kevin Smith, esta vez en Clerks 2: “You never go ass to mouth!”, es decir: “¡Nunca del culo a la boca!”. Supongo que no es necesario que entre en detalles.
Hay quien se preocupa por el riesgo de embarazo mediante sexo oral de forma indirecta. Boris Becker hizo nacer en 2001 una leyenda urbana al respecto que siempre he encontrado particularmente graciosa. Cuando una modelo rusa llamada Angela Ermakova la acusó de ser el padre de su hija recién nacida, Becker sostuvo que eso era imposible, porque solo había mantenido sexo oral con ella (je, como Clinton). Pero al resultar positiva la prueba de paternidad, los abogados de Becker sostuvieron que la concepción había sido un plan de la mafia rusa. La modelo habría retenido el esperma en la boca, congelándolo antes de diez minutos, para inseminarse y poder chantajear al tenista. Ignoro cuánto tiempo mantuvo Boris esa estupidez, pero la historia terminó cambiando a un más plausible polvo de cinco minutos en un armario de artículos de limpieza.
Y ya que entramos en el mundo de los deportistas, me permito una advertencia. El barcelonés Dani Plaza, medalla de oro en 20 km marcha en Barcelona 92, practicó un larguísimo cunnilingus a su mujer embarazada la noche antes del control antidopaje y dio positivo en nandrolona. La relación causa-efecto entre ambos fenómenos parece tenue al primer vistazo, pero no más que el chuletón de Contador o las explicaciones de Dennis Mitchell (“di positivo en testosterona porque la noche anterior tomé cinco cervezas, follé cuatro veces y no dormí”).

6. ¿Hoy por ti, mañana por mí?
“Se la he chupado a algún tío simplemente porque en ese momento me quedé sin conversación”. Anne Lamott, Crooked Little Heart
Según ciertas encuestas, solo un 32% de mujeres y un porcentaje inferior de hombres obtienen placer proporcionando sexo oral; a ellos dedicaré las últimas frases del artículo. Pero antes, pongámonos en la situación de la desafortunada persona que no disfruta engullendo obeliscos ni hocicando vulvas pero sí obtiene placer de que otro se afane entre sus genitales. El impulso que le lleva a practicar activamente sexo oral está bien estudiado por la sociología: el altruismo recíproco. El hoy por ti, mañana por mí, el “quid pro quo, señorita Starling” de Hannibal Lecter. Y conste que, aunque lo diga el caníbal, quid pro quo no significa “una cosa a cambio de otra”, sino “confundir una cosa con otra”; más correcto sería do ut des, this for that, da y recibirás, los generosos heredarán la Tierra. Un comportamiento en el que no se pide algo explícitamente, pero cuando se otorga se espera recibir un pago similar a cambio, aunque no sea en ese mismo momento o incluso procedente de la misma persona. Los regalos de valor cuidadosamente calculado entre japoneses, los banquetes recíprocos de los indios Yanomami, los hobbits y sus mathoms (regalos inútiles pero siempre correspondidos). Para mucha gente las felaciones y cunnilingus siguen un patrón similar: algo cansado y costoso, pero que puede verse recompensado con una sesión oral equivalente u otro tipo de estimulación sexual percibida como unidireccional. Lame y serás lamido. Es un deber hacia la humanidad castigar el egoísmo: si se aísla sexualmente a los individuos “tramposos” que se niegan a corresponder, ese comportamiento irá desapareciendo evolutivamente y viviremos en un mundo mejor.
Hay quien intenta no equiparar felación y cunnilingus empleando la leyenda negra de la vulva maloliente, que convertiría el sexo oral femenino en una tortura intrínseca y algo que practicar solo muy de vez en cuando. Tonterías. Ya dije y mantengo que un coño limpio y libre de vaginosis huele y sabe de maravilla. Ni siquiera hace falta recurrir a la Honey de El perfume del invisible de Milo Manara.
Los motivos por los que practicar sexo oral son muchos y variados, sea como juego previo al coito o práctica sexual en sí misma. Siempre me han intrigado las metáforas de béisbol de las películas americanas de institutos, en las que el sexo oral debe ser más que “llegar a la segunda base” pero menos que un home run; en cualquier caso una actividad que permite intimidad sexual entre adolescentes sin perder la virginidad ni arriesgarse a un embarazo (excepto si eres Boris Becker).

Pero el principal motivo por el que hacerlo es, evidentemente, porque se disfruta. Así quiero terminar este pequeño repaso a la oralidad sexual: homenajeando a ese poco más del 30% de personas que disfrutan enormemente del hecho de estar proporcionando placer; héroes y heroínas que pasan horas concentrados en un acto zen, un paréntesis plácido en el espacio-tiempo que reduce todo el universo, todo, a una boca, unos genitales y una cara. Porque el rostro de la persona que recibe la felación o el cunnilingus es en realidad el auténtico protagonista. Zor Neurobashing, de Omnia-X, tiene claro que hay que llevar la contraria al título de este artículo y mantener los ojos bien abiertos: “lo que excita son las caras, los gemiditos y los retorcimientos de la chica. Y cuanto más les gusta, mejores caras ponen y claro, el condicionamiento es muy bueno”. Como en toda artesanía, la práctica constante permite la excelencia. Así sea.

"Melville o la maldición de Ahab" por Marta Fernández


Desde su ventana no veía el mar. Pero podía oírlo en su cabeza. Las olas no habían dejado de batir. Le acompañaba aquel rugido y la sensación de que la tinta resbalaba sucia sobre los papeles como un día lo había hecho su cuerpo sobre la cubierta del Acushnet. Arrastrado por la galerna. Golpeado por las palabras. Herman Melville se ha vuelto loco, pero no lo sabe todavía. Se ha entregado a un libro que lo pide todo. Un libro que le obsesiona hasta el desvarío. Navega a barlovento desde la buhardilla de esa granja a la que ha bautizado con nombre de barco, Arrowhead. «Mi habitación parece un camarote y por las noches, cuando me despierto y oigo cómo chilla el viento, casi se me antoja que la casa tiene demasiada vela y que debiera subirme al tejado y aparejar la chimenea». Aunque hace semanas que ya no duerme. Ni tiene ojos para otra cosa que no sean sus propios párrafos. Su historia. Su Leviatán: Moby Dick.
Había llegado a Pittsfield buscando tranquilidad, pero encontró el vértigo. El campo tenía algo de la vastedad asfixiante del océano. Le recordaba al mar. Salió huyendo de Nueva York con la esperanza de que lejos de la ciudad recuperaría su ritmo de trabajo. Esa fuerza titánica que le había llevado a acabar Redburn y Chaqueta blanca en solo cuatro meses.
«Escribo una novela sobre mi experiencia en la caza de ballenas». Cuando lo dice todavía no ha llegado al momento inevitable en el que todo autor miente a su editor. O, al menos, no en lo sustancial. Porque lo que Melville no contaba es que nunca se alistó como arponero. Si alguna vez llegó a serlo, tuvo que ser por fuerza a bordo del Charles & Henry, en el que pasó menos de seis meses. Y aunque no era demasiado para presentarse como cazador de monstruos marinos, sí que lo fue para su inspiración. O para su desesperación.
Herman Melville, en su océano de ficción, en ese lugar que no aparece en los mapas, está a punto de descubrir que lo que late ante sus ojos, en las páginas emborronadas, es un libro distinto al que había planeado. No es un relato de aventuras. Es una caza que le va a cambiar la vida. La que va a terminar de arruinar su mente dividida entre la melancolía y la vehemencia. Entre la tierra y el mar.
No deja que le interrumpan. No quiere comer. Tiene en la nariz el olor del aceite de ballena. Siente el Atlántico arrogante bajo los pies. Le lleva. Le eleva. Le hunde. Le arrastra. Herman Melville ha caído en una locura monomaníaca. Está obsesionado por acabar este libro. En algún momento, en aquella mesa frente al monte Greylock, el libro abrió sus fauces y se tragó su razón.
Melville ha comenzado su historia sin sospechar dónde se embarca. Como todas las travesías. Como las que acaban en tragedia. Como la que ha encendido su imaginación. La vieja odisea que los balleneros cuentan de New Bedford a Nantucket. La tragedia del Essex hundido por una ballena. Un cachalote demoniaco había atacado al barco. Con la determinación de un asesino. Lo había embestido y había esperado a que la tripulación se agotara achicando el agua para volver y rematar el trabajo. Aquel mastodonte sabía lo que hacía. Sabía que el golpe sería fatal. Y, sin embargo, lo peor estaba todavía por llegar. Se atrevería a escribirlo en 1821 Owen Chase, el segundo de a bordo del desgraciado Essex: evitaron las islas más cercanas porque estaban habitadas por salvajes caníbales, pero en su viaje desesperado en las precarias balsas que pudieron salvar terminaron comiéndose los unos a los otros. Porque la justicia poética, la mayoría de las veces, funciona al revés.
«La lectura de esta historia asombrosa, aquí en el mar sin tierra, tan cerca de la verdadera latitud del naufragio, ha tenido un efecto sorprendente en mí». Herman Melville descubre el suceso a bordo del Acushnet. Acaban de cruzarse con otro ballenero, el Lima, no lejos de las islas Marquesas y, como es costumbre, las tripulaciones comparten unas jornadas. Y charla. Y alcohol. Y miedos. Así conoce Melville al hijo de Owen Chase, que le dejaría una copia del libro de su padre. Nunca nada le había impresionado tanto. Tenía veintidós años. La historia se quedó con él.
Casi una década después, el relato del naufragio del infortunado Essex aleteaba todavía en su cabeza. Con la fuerza de una ballena de esperma. Como el coletazo definitivo que ya no se salva con un golpe de timón. Y, sin embargo, o quizá por la obsesión con la que le golpea, Melville no consigue avanzar. Varado frente a la página en blanco, necesita un viento que no encuentra. Y el viento llegará. En forma de tormenta. Un huracán llamado Nathaniel Hawthorne.
Se conocieron el verano en el que Melville llegó a Pittsfield. Eran los primeros días luminosos lejos de su nostalgia ya casi cotidiana. Le gustaba el lugar y la compañía. Aquel pedazo de Massachusetts se había convertido en un refugio de poetas y literatos. Y no dudó en sumarse a ellos para compartir un día de campo, una excursión que había preparado un abogado de la zona fascinado por aquella tribu ilustrada. Melville esperó el lunes 5 de agosto de 1850 con ansiedad. Amaneció el día con una bruma impropia del verano. Pero los caminantes no iban a renunciar a su pequeña conquista de Monument Mountain. ¿Qué podía pasar? Pasó que la tormenta descargó con la furia de latitudes que Melville recordaba muy bien. Y mientras los otros reían y gritaban, lo que quedaba en él del joven marinero le llevó al borde de un precipicio para retar al viento. Como si navegara en popa cerrada en medio del temporal. Y como si el gesto fuera una provocación, la tempestad arreció. Herman Melville y Nathaniel Hawthorne buscaron refugio en una hendidura entre las rocas de la montaña. Pasaron dos horas allí. Y la historia de la literatura cambió. Porque aquel día de agosto, Herman y Nathaniel se hicieron amigos. Descubrieron que compartían ideas, sentimientos, dudas, aspiraciones. Hablaron de las letras y de la vida. Y lo que no suele pasar, pasó. Se encontraron dos seres que solo podían comprenderse. Herman empezó, por fin, a ser Herman. Y la ballena comenzó a ser Moby Dick.
A los pocos días, Melville había destripado su pobre manuscrito. Decía que era una revisión, pero lo había reventado desde el mismo corazón del texto. Como quien busca el aceite en la profundidad de la cabeza de un cachalote. En algún lugar, entre aquellos párrafos que se le habían resistido durante meses, entre los recuerdos difusos de las noches en cubierta, escondido en las palabras que tan trabajosamente había encadenado, estaba el libro que siempre quiso escribir. Lo iba a lograr pasara lo que pasara. «Como búho me muevo en el ocaso, debido al ocaso de mis ojos». Se atrevía a confesárselo a su fiel amigo Evert Duyckinck, editor de Literary World. Pero el ocaso de sus ojos era el de un visionario. Algo en él había cambiado. En su mesa, en la buhardilla de una granja de Massachusetts, tierra adentro, Herman Melville se había convertido en Ahab.
¿Es eso que avista más allá del horizonte de sus balleneros la verdadera historia que desea contar? ¿Es esta la epifanía que esperaba? ¿El viento que lo impulsaría? ¿Es este monstruo el que tendrá que vencer? Este es.
Misiva a misiva, Melville comparte con Hawthorne la inevitable tortura en la que se estaba convirtiendo Moby Dick. Lo habían hablado los dos en una de esas largas noches de confesiones. Herman quería arrancarse un libro del cerebro, que la idea se hiciera palabra sin tener que atravesar su cuerpo, ni su recuerdo, ni su dolor. Pero para eso había que atreverse a algo peor: a arrancar el pensamiento de la mente. «Es comparable a la delicada y peligrosa empresa de separar la pintura de su panel: hay que raspar todo el cerebro para que la operación pueda hacerse con seguridad».
Melville sabía lo que le estaba pasando. Sabía que había libros de dos clases: los que exigen la tinta y «los que se beben la sangre». Y su ballena es un vampiro. Aquí está la paradoja: había evitado contar el episodio de canibalismo de los supervivientes del Essex y, por una extraña ley de la compensación, la novela le estaba devorando a él. Leviatán comiendo a su padre. El único destino posible cuando se firma un pacto con el diablo. La única salida: sucumbir, sumergirse, perder pie. Caer en la maldición de Ahab.
Por eso el Pequod es un manicomio. Un barco conducido por un iluminado, cargado de marineros que han dejado en tierra la razón. Sabe Melville, porque lo ha vivido, que solo con una dosis de locura se pueden afrontar esas travesías. Así eran los hombres que había conocido cuando, adolescente, huérfano y arruinado, él también se tuvo que hacer a la mar. Quizá entonces ya estaba allí el germen del delirio. El mal bicho que poseería su cabeza. La monomanía. La sombra de la ballena mitológica que nunca llegó a ver. Esa pieza inalcanzable que uno nunca se termina de cobrar. El final que nunca se alcanza porque para eso es el final. El éxito quizá. El dinero que no había vuelto a ganar desde sus primeras novelas. Aquellas que no pasarían a la historia pero que le habían dado el aplauso popular. Y que ahora parecían tan lejanas. «Aunque escribiera los Evangelios de este siglo moriría en la pobreza», se había lamentado en una carta a Hawthorne. Tenía razón.
Lo sabía bien Melville, que había trajinado la Biblia de los Salmos al Eclesiastés. Había paseado por el otro Paraíso, el de Milton. Se había admirado al ver al doctor Frankenstein fabricando a su criatura. Se había dejado seducir por la reina Mab. Había caído rendido ante los versos de Shakespeare. Había envidiado a Hawthorne. Y como un Alonso Quijano, poseído por las lecturas y las letras que le laceraban, había perdido la cordura.
«Los Harper consideran que Melville se ha vuelto un poco loco». Lo escribe un primo de Hawthorne. Ha acabado Moby Dick y su enajenación es una evidencia. Habría bastado con leer cuidadosamente el primer párrafo del libro para comprender que el estado de ánimo de su autor era, en el mejor de los casos, tan turbio como el de Ismael, «con un noviembre húmedo y lluvioso sobre su alma».
Si un sub-subbibliotecario hubiera recopilado los extractos de su declive en la prensa de aquellos días no habría quedado duda: «Herman Melville, loco». «Su fantasía está enferma». «Debe sospecharse que Melville ha salido de un manicomio». «Lo mejor sería que a corto plazo encerraran a este autor». Apenas recaudaría quinientos cincuenta y seis dólares con Moby Dick. Y la sorpresa espantada de la crítica, que se confirmaría en su siguiente novela, Pierre o las ambigüedades, terminó de sepultarlo. Melville no se iba a recuperar. Confinado en la galera de los malditos, comprendió que la ballena le había hundido.
«No lo compre», le escribió a su amada Sarah Morewood. «No lo lea cuando salga, porque este no es libro para usted. No es un pedazo de fina seda de Spitalfields, sino que tiene el horrible tacto de una tela tejida con los cables y las amarras de los barcos. Sopla a través de él un viento polar, y lo sobrevuelan aves de presa».
Las mismas aves de presa que cercaban su mente. Esas que impresionarían a su amigo Nathaniel Hawthorne cuando, años después, se reencontraban en Inglaterra. Más viejo, más triste. Derrotado. Vagando por el mundo. Sin dar con Moby Dick.
«Hay ciertos momentos únicos, ciertas ocasiones, en este extraño asunto al que llamamos vida, en los que un hombre toma todo el universo por una tremenda broma, y a pesar de que no llega a percibirlo con claridad, queda la sospecha de que la burla no es a expensas de nadie más que de él mismo».
Lo sospechó Melville en el capítulo cuarenta y nueve de su novela. Que en el centro mismo del océano de la locura, ante las fauces de la ballena que nunca habrá de existir, estaba él: demente y desesperado, Ahab sin barco y sin presa, incapaz de dar caza a su obsesión. Incapaz de escapar de su propio Leviatán. Devorado por la pálida ilusión de Moby Dick. 

domingo, 18 de diciembre de 2016

Epopeyas modernas: el hombre contra la bañera


El lugar de la batalla es de lo más inhóspito: un "hotel spa" inaugurado en 2015, dotado de todos los elementos modernos capaces de desmoronar la fortaleza del más intrépido guerrero. Al entrar en el baño de la habitación 207, se cierra la puerta estrepitosamente, gracias a un mecanismo fotoeléctrico. De allí no se puede salir sin derramar valor y sangre. Se entra desnudo, con la esperanza de que la batalla será limpia, sin juego sucio. El baño es un cubo gris, pulido, como un refugio nuclear. A través de las rendijas del techo llega la banda sonora: ritmos tenues del más variado electrolatino. El guerrero entra en la bañera. Los apliques de fontanería no parecen apliques, sino adornos de tanatorio. Tras un análisis visual, el héroe da con el mecanismo que hace salir el agua por el grifo. Intenta averiguar cuál es la espita para que se active el chorro de la ducha. Encuentra un pitorro (no conozco el término técnico) de aluminio, prueba a levantarlo, pero no puede. Prueba a girarlo. Se mueve, gira, gira más, salta el pitorro y sale un chorro fino y violento de agua que riega el techo del búnker. Suda el héroe para introducirlo de nuevo en su ubicación original. Cierra el grifo. Prueba de nuevo, grita, pide ayuda, pero nadie lo oye. El búnker es hermético. Nadie puede salir de allí si no es con la victoria entre los dientes. Por fin consigue subir el pitorro. El agua brota por los agujeros de la ducha y el héroe está  a punto de llorar de emoción. La ducha no es de alcachofa. Su forma es la de un tubo de relevos. Con las manos mojadas resulta muy difícil dominarlo y, de hecho, gira y gira. Se riegan las paredes del búnker con el agua a presión. Salta el testigo de las manos del guerrero y se retuerce en el fondo de la bañera como una culebra de plata. Cierra de nuevo el grifo. El agua está helada. Nada indica hacia dónde girar el grifo para que salga agua caliente. Ni color rojo ni azul. Un cilindro brillante que se hace difícil de manejar. Aterido, el guerrero se seca las manos, después de alcanzar con dificultad la toalla que está colgada a un brazo y medio de la bañera. Abre de nuevo el grifo, controla la serpiente de aluminio y consigue hacer salir el agua caliente. Cierra de nuevo el grifo, animado por la conquista. En una bandeja de nácar reposa el tubo de gel. Abre el tapón y comprueba que una lámina también plateada impide la salida del jabón. Intenta arrancarla, no encuentra la pestaña, se desespera, grita, pide ayuda, pero solo se oye el rumor electrolatino, "Caliente, nena, caliente...". De nuevo el frío atenaza sus manos. Al fin, con la esquina de una uña, abre una brecha y sale el gel del tubito. La emoción embarga al héroe, que tiembla, y no de miedo, en el fragor de la batalla. Un aroma extraño le cubre la piel. Con las manos enjabonadas todavía resulta más difícil accionar el grifo, subir el pitorro y sujetar el testigo de ducha. Un sudor de impotencia recorre la voluntad del guerrero. Tiembla de frío. Renuncia. Intenta coger la toalla, está demasiado lejos, cae, grita, pide ayuda, un dolor intenso en la cadera le impide levantarse. El agua sale de nuevo a presión por el pitorro mal cerrado, se estrella contra el techo y, por fin, cesa el electrolatino. Se ha dado paso a la música marcial, mucho más adecuada al momento de la derrota. Héctor ha caído. Lo celebra el diseñador de los "hoteles spa".        

"La impotencia y la inocencia" por Enric González


Habrá tal vez quien recuerde Heimat. Lo suyo sería no recordar esa película-serie, uno de los productos más celebrados de la industria audiovisual alemana, porque versaba sobre la memoria de un país y su director, Edgar Reitz, sostenía que lo más importante de la memoria son los olvidos. La serie, estrenada en 1984 y emitida por Televisión Española en 1988 y 1989, contaba la historia de un pueblecito del Rhin entre 1919 y 1982. En esa historia de la Heimat (un término alemán que abarca desde «patria» a «terruño») filtrada por la memoria, el auge del nazismo aparecía como una época vibrante y próspera y se reflejaba en la construcción de una autopista cerca de Schabbach, el imaginario e idílico pueblecito. De esos tiempos felices (1938) se pasaba a tiempos dolorosos (1943) en los que miles de jóvenes alemanes eran víctimas de la crueldad comunista en el frente ruso.
La tesis explícita, reiterada por Edgar Reitz, consistía más o menos en que los alemanes tenían buenos recuerdos (pasajes en color), malos recuerdos (pasajes en sepia) y unas cuantas cosas que se negaban a recordar. Cosas como Auschwitz. La tesis implícita podría resumirse con la palabra «impotencia». Las cosas pasaron sin que los alemanes pudieran resistirse. Los alemanes siguieron trabajando y se dejaron llevar. Los alemanes, en resumen, fueron inocentes,  y no tienen otra opción que borrar de su memoria colectiva unos horrores que les son ajenos.
Los episodios de Heimat saltaron por encima de 1942, el año en que murió Stefan Zweig, muy lejos de la heimat pangermánica. Ahora cuesta hacerse una idea de la celebridad de Zweig, que en los años veinte y treinta del siglo XX era uno de los escritores más populares de Europa. Si en una casa había un libro, era de Zweig. Y, sin embargo, Zweig se suicidó junto a su esposa en Petrópolis (Brasil) abrumado por la impotencia. Las fotos de los dos cadáveres abrazados, él con el nudo de la corbata escrupulosamente ceñido, siguen siendo conmovedoras.
El escritor dejó una carta en la que citaba la reciente caída de Singapur en manos japonesas como señal de que el mundo estaba condenado a la tiranía y él, una de las cabezas más cultas de su época, no podía ya hacer nada. Su última obra, más o menos autobiográfica, llevaba precisamente el título El mundo de ayer. Una reciente biografía (Las tres vidas de Stefan Zweig, de Oliver Matuschek) sugiere que Zweig temía que afloraran episodios de su pasado que le avergonzaban (nada terrible: actividades masoquistas y algún flirteo homosexual) y que, tras una vida sexualmente muy activa, soportaba mal su impotencia física.
Lo esencial, sin embargo, tuvo que ser la sensación de fracaso histórico. Nacido en plena edad de oro de Viena (1881), millonario y con raíces judías, intelectual y cosmopolita, enemigo de los nacionalismos y de las pasiones irracionales de las masas, convivió con el nazismo (fue libretista de Richard Strauss) hasta que en 1936 sus obras fueron prohibidas en Alemania. Entonces comenzó su exilio. Pero cualquiera que lea sus Momentos estelares de la humanidad entenderá que Zweig llevaba muchos años obsesionado con la pasividad, y la impotencia, del hombre decente. En el capítulo dedicado a las jornadas posteriores al asesinato de Julio César(44 a. C.), quizá los días más cruciales en la historia occidental, condena a Cicerón: justo, sabio, inteligente y dispuesto a morir para salvar la República, pero en último extremo incapaz de asumir su responsabilidad cívica y enfrentarse a los tiranos. En el capítulo dedicado a Waterloo, la impotencia se encarna en un hombre leal, eficaz y sin duda valiente, el mariscal Emmanuel de Grouchy: enviado por Napoleón a perseguir a los prusianos, se escuda en las órdenes recibidas para no acudir al campo de batalla, donde la presencia de sus tropas habría sido decisiva.
Para abundar en las obsesiones de Zweig resulta también recomendable su Castellio contra Calvino, conciencia contra violencia. Como es de esperar, vence el fanático Calvino.

Nuestros tiempos no son demasiado estelares, pero el material humano es el de siempre. Muchos se sienten impotentes ante lo que ocurre. Sobre la gran mayoría se podrá hacer, en algún momento del futuro, una serie como Heimat: no sabemos, no podemos, y ocurra lo que ocurra nos sentiremos inocentes.

sábado, 17 de diciembre de 2016

"Todos los cuentos del mejor cuentista" por José Andrés Rojo


El 22 de marzo de 1897 Chéjov cenó en el restaurante L’Érmitage de Moscú con su viejo gran amigo, el editor de Tiempo Nuevo. “Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca”, cuenta Raymond Carver en Tres rosas amarillas, el cuento donde reconstruye la última época del escritor ruso.
Lo ingresaron, estaba francamente mal, así que ya no podría seguir desentendiéndose de la tuberculosis que lo estaba matando poco a poco. Su producción literaria empezó a dilatarse. A finales de 1899 publicó, tras casi un año de silencio, La dama del perrito, seguramente uno de los mejores relatos de la literatura universal. Paul Viejo, el responsable de la edición de los cuatro volúmenes de los Cuentos completos que acaba de terminar de publicar Páginas de Espuma, contó hace poco en la presentación de la última entrega que no entendió las sutilezas de aquella pieza la primera vez que la leyó. Tampoco lo tuvo fácil la segunda, pero el veneno le corría ya por las venas. Y así, hasta hoy. Aprendió ruso, terminó comprendiendo la hondura de cuanto ocurría en ese puñado de páginas que escribió con tanta maestría aquel médico que había nacido en 1860 en Taganrog y que murió el 2 de julio de 1904 en el balneario de Badenweiler. Y lleva ahora unos años entregado por completo a Chéjov.
El cuarto volumen recoge los cuentos que escribió entre 1894 y 1903, donde están algunos de los que elaboró con mayor parsimonia. El primero reunió los que Chéjov publicó entre 1880 y 1885, acaso los más juguetones y humorísticos; los del segundo, de 1885 a 1886, muestran ya a un autor dueño de sus recursos; el tercero, de 1887 a 1893, recoge piezas que lo confirman como un referente indiscutible de la distancia corta. Son más de 600 relatos, cada volumen tiene más de mil páginas. A Paul Viejo le gusta insistir en que también se trata de una antología de los traductores del escritor ruso al español: hay versiones de autores diversos y épocas muy diferentes. Y prólogos, ilustraciones, fotografías y un aparato de notas para situar el contexto e historia de cada relato. Un trabajo imponente.

Los vómitos de sangre, la época final: de un lado a otro, buscando climas propicios para aliviar el mal. Chéjov estuvo varias veces durante esa temporada en lugares diferentes de Europa: en Italia, en Francia. Se interesó por el caso Dreyfus. En septiembre de 1898 acudió a uno de los ensayos del Teatro de Arte de Moscú, que habían fundado Dánchenko y Stanislavski, y se enamoró de una actriz de 28 años, Olga Knipper. Son años en los que vende su casa de Mélijovo, cerca de Moscú, y se compra otra en Yalta, Crimea. Firmó un contrato leonino con el editor Adolf Marx para publicar sus obras completas, recaudó fondos para construir un sanatorio de tuberculosos, lo eligieron miembro de la Sección de Letras de la Academia de la Ciencia. Visitó a Tolstói, viajó con Gorki por el Cáucaso. El 25 de mayo de 1900 se casó por fin con Olga Knipper, aunque no llegaran a vivir mucho tiempo juntos. En 1903 escribió La novia, su último relato, y a finales de año se pasaba por los ensayos de El jardín de los cerezos, su última pieza teatral.
Se estrenó el 17 de enero de 1904. Stanislavski, que dirigió la obra, cuenta en Mi vida en el arte que consiguieron que Chéjov fuera al estreno. “Cuando, después del tercer acto, se hallaba en el escenario, delgado y mortalmente pálido, sin poder reprimir la tos mientras lo saludaban con pergaminos y obsequios, se nos estremecía el corazón de dolor”. Unas semanas después, le contó el argumento de su próxima obra. Stanislavski lo resume así: “Dos amigos, ambos jóvenes, aman a la misma mujer. El amor común y los celos crean relaciones sumamente complicadas, que culminan con la partida de ambos hacia el Polo Norte. Los decorados del último acto muestran un enorme navío aprisionado entre los hielos. Al final de la pieza, ambos amigos ven a un fantasma blanco que se desliza por la superficie de la nieve. Evidentemente, la sombra, o el alma de la mujer amada que había fallecido allá lejos en el rincón de la patria”.
Cuando Chéjov agonizaba al empezar julio en el hotel Sommer de Badenweiler, tenía delirios en los que aparecía un marinero. Estaba con Olga Knipper. “Ella le colocó una bolsa de hielo sobre el pecho”, cuenta Natalia Ginzburg en su librito sobre el autor de El tío Vania. Cuando Chéjov recuperó la lucidez le preguntó: “¿Para qué poner hielo sobre un corazón vacío?”.

“El doctor Schwörer llegó a las dos de la mañana. ‘Ich sterbe’ —le dijo Chéjov—. Me muero”, continúa Ginzburg. El médico le puso una inyección de alcanfor y, al rato, encargó que les subieran una botella de champán. “Chéjov aceptó la copa que le ofrecieron y dijo: ‘Hace tiempo que no bebía champán’. Vació la copa y se acostó de lado. Poco después dejó de respirar. Era el 2 de julio de 1904”.

martes, 13 de diciembre de 2016

"Ronaldo y el ardor", un cuento erótico extraído de "Te negarán la luz"



Don Pedro de Portugal tenía un escudero enamoradizo, joven y falto de toda discreción. Una mañana, el muchacho paseaba por la villa de Oporto cuando vio, asomada a la ventana, a una mujer que exhibía una blancura tintada en el infierno. Era verano. La joven enseñaba los brazos y el cuello desnudos, liberados de las joyas con que las damas se los suelen adornar en las iglesias. La despreocupación de estar en casa la convertía en una apetitosa virgen de marfil. Sin que ella lo advirtiera, el escudero se recreaba en la acción de sus dedos, que acanalaban el rojo de su cabello como la lujuria del arado penetra en la tierra. Desde la calle, el breve valle de sus pechos se atisbaba inalcanzable y provocaba el sudor copioso de Ronaldo -así se llamaba el muchacho.
Poco tenía que hacer ese día Ronaldo. Decidió esperar a la dama para verla a ras de suelo y para asegurarse de que no era la distancia la que removía su deseo. Las campanas de la iglesia tocaban a misa. Por fin, se abrió la puerta que el escudero guardaba desde hacía más de tres horas. Una vieja muy agrietada por los años acompañaba a la joven. Aunque la muchacha no era muy alta, a él le pareció que seguía asomada al alféizar de la ventana. El escudero tragó saliva una y otra vez para contener el agua que le llenaba la boca. No era la primera vez que sentía esa tensión violenta en las calzas, pero nunca la había notado con tanta insolencia.
Ronaldo era fibroso y lacio como palo de regaliz. La calavera le huía de la carne. Solo su piel curtida impedía que mostrara el color del hueso. Los ojos le bailaban en las cuencas y el pelo le caía desmayado por falta de arraigo. Al caminar, las rodillas le cloqueaban como castañuelas de marfil y solo su gran miembro carnoso avisaba de que ese hombre estaba vivo. No tenía otra pieza de la que enorgullecerse en todo el cuerpo. La sustancia de lo que comía la absorbían sus partes bajas y nada dejaban para el resto del cuerpo. Por eso, cuando el único órgano vivo de su fisonomía despertaba, le prestaba toda la atención del mundo e intentaba alimentarlo con las mejores hembras de la corte.
Salió tras la vieja, embebido por la joven pelirroja y arrastrado por la intemperancia de su verga. Llegó hasta la iglesia y antes de entrar probó a ocultar con la capa la insoportable erección que tiraba del resto de su esqueleto. Vio a la dama en las tinieblas del templo con tanta claridad como en la ventana de su casa. Cuando una hembra se adueñaba de su centro, ninguna otra cosa ocupaba su imaginación. Así pasó el día, trempado y paseando de la iglesia a la casa del corregidor. Porque Ronaldo, en el fragor de la pasión, y pese a conocer la corte de Oporto al dedillo, no se apercibió de que la ventana pertenecía al alcalde de la ciudad. La joven que se había apoderado de su deseo era la corregidora, doña Ana de Medeiros.
Anduvo despierto al día siguiente para seguir en la brecha Ronaldo. Vistió sus mejores galas, se apretó las cintas de cuero para retener la holgura de los tejidos y salió a por la presa. Averiguó por fin quién era su amada y quién era su dueño, y no por ello cejó en el intento de rondarla. Es más, el hecho de que fuera tan alta dama y casada, azuzó con más violencia el apetito de su miembro. La perseguía no solo por la calle y por el templo, también la esperaba en las salas de la corte y pudo mostrarle su arte como trovador y tañedor de vihuela. Compuso coplas para ella. Su cuerpo de espectro se amojamó todavía más, cuando todos pensaban que en esos huesos solo quedaba piel estampada.
Ana comenzó a prestarle atención. Lo veía por todas partes. Su dueña le descubrió la identidad del hombre que la seguía y le refirió las maravillas que algunas damas contaban acerca del arma que lo adornaba. A la corregidora le parecía un hombre enfermizo, tan delgado como niño tísico y tan breve que no creyó los cuentos que la vieja le acercaba al oído. Sentía pena por él, nunca deseo, y solo al oírlo cantar se le animaba el espíritu hacia la persona del escudero. Era tan poca cosa que ni siquiera los versos bien templados de Ronaldo la animaban a la lujuria, solo a la compasión.
Una noche, el conde de Portugal invitó a todos sus cortesanos a un banquete para celebrar la última villa ganada a los moros. Ana resplandecía junto a su esposo. El escudero fue el primero en entonar unas coplas de loa que interpretó en lo alto de un estrado. La muchacha vio desde abajo cómo surgía un bulto enorme por debajo de la cintura de Ronaldo y no prestó atención desde ese momento ni a la voz ni a las ojeras ni a la delgadez del escudero. Su dueña, que estaba a su lado, le dio con el codo para reafirmar lo que tanto había negado doña Ana de Medeiros. En cuanto terminó la canción, el escudero se escabulló de la sala y la muchacha salió en su busca, entregada por completo a la curiosidad del bulto.
Encontró a Ronaldo sollozando en la oscuridad de un corredor angosto, apoyado en la frialdad de la piedra y con la vihuela colgando de la mano. Lo calmó como a un niño enfermo, bebió sus lágrimas de desconsuelo y atrapó el arma del escudero con el placer de confirmar con la mano lo que la vista ya le avisaba. En cuanto Ronaldo notó la palma fría de su amada agarrándole el miembro, se transformó en un animal distinto. Sorbió sus humores y arremetió allí mismo contra Ana, quien agradeció la mutación en hombre entero del niño enfermo que hasta entonces había visto.
La afición de la dama creció y creció de tal forma que si temerario fue el primer encuentro aún más lo fueron los siguientes, hasta que el adulterio de su escudero con la esposa del alcalde llegó a oídos del mismo conde de Portugal.
Don Pedro era conocido por su fe convencida y por la entrega absoluta a las encomiendas de su confesor. De naturaleza enfermiza, siempre le rondaba la muerte alrededor y esto lo hizo temeroso y muy sumiso a los consejos e indicaciones de los clérigos. No consentía que ninguno de sus súbditos se comportase de manera pecaminosa y menos que faltara a los mandamientos de la ley de Dios. Estaba seguro de que si en su corte permitía el pecado, él mismo padecería los suplicios del infierno sin ninguna duda. Su endeble salud lo convertía en un hombre temeroso que veía en la muerte y en la condenación eterna postas demasiado próximas.
Cuando uno de sus criados le comunicó la noticia del adulterio de la corregidora con su propio escudero, montó en cólera y lloró con desconsuelo. Don Pedro estaba seguro de que sería llevado a las lagunas de fuego del infierno esa misma noche, en cuanto lo remataran los dolores de pleura que lo habían martirizado durante todo el invierno. Para evitar su condena, debía castigar con saña y sin piedad a quien lo iba a enviar al mayor de los suplicios. Solo le quedaba el intento de salvarse por medio de un castigo ejemplar, digno de un servidor de Cristo.
Para ajustar la pena contra el escudero, el conde necesitaba una prueba concluyente del adulterio. Preparó un banquete en su propio castillo y procuró que el alcalde estuviera ocupado en los asuntos de gobierno con el fin de despejar el campo a los dos amantes. No lo desaprovecharon. El consumido Ronaldo, en cuanto tuvo ocasión, desapareció de la sala y tras él salió de inmediato la dama. Ni siquiera esperaron a los postres. Don Pedro los vio desaparecer y los maldijo una y otra vez por manchar su santa casa con el pecado de la lujuria. El conde sufría su condición de mortal como si él mismo estuviera mancillando la justicia de Cristo, como si su propio miembro se hubiera levantado en armas contra natura. Sentía el estigma y la maldición que caería sobre él en cuanto desapareciera de este mundo. Llamó a dos de sus guardias y salió con ellos a por los pecadores.
A Ronaldo no le había dado tiempo a despojarse por completo de sus calzas. Ana trasteaba en ellas con desesperación en el intento de liberar cuanto antes el miembro descomunal del tísico, que tanto bien le daba. Así los sorprendió don Pedro: la corregidora de rodillas, tirando de la prenda y Ronaldo pataleando y mostrando las costillas a la luz de las hachas. La ira del conde se cebó con el escudero y no con la dama. Los pecados de sus súbditos eran también los suyos. Rolando era su lacayo más amado: la mano en la que ponía el pie para subir al caballo, el que le guardaba las armas y los misales, el hombro exiguo en el que se apoyaba cuando lo vencían las enfermedades. Casi era el cuerpo noble del conde el que estaba pecando contra varios mandamientos de la ley de Dios y no había otra solución que el castigo ejemplar. En su desesperación de condenado a los infiernos, decidió que la única manera de purgar la culpa de su escudero era ofrecer a Dios la prenda causante del adulterio. Arrastró a Ronaldo del pelo a través de los corredores. El cuerpo menguado del escudero no ofrecía apenas resistencia a los brazos del conde. El muchacho se aferraba a sus calzas por pudor. No quería acudir a su ejecución medio desnudo y con la prenda a media rodilla. El conde lo arrojó en el suelo de una celda y ordenó al guardia que le diera la daga con que desmembraban a los corzos de la dehesa.
Don Pedro terminó lo que había dejado a mitad Ana de Medeiros: descubrió del todo la verga del escudero, ya apaciguada por el pánico, y la segó junto a los cojones con tajo limpio de matarife. Ronaldo aullaba y se retorcía en el suelo con el azogue de un poseído. “¡Taponadle la herida!”, ordenó el conde a sus lacayos, quienes obedecieron con presteza. Fue lo único que dijo don Pedro. Lanzó la daga, la verga y los testículos contra el suelo y se limpió la mano ensangrentada en la áspera piedra del calabozo. Luego corrió hasta la capilla para orar ante el Señor y ofrecerle el sacrificio.

Ronaldo no murió. Le pararon a tiempo la hemorragia y aunque estuvo varios días a punto de abandonar este mundo, sobrevivió a la penitencia. Ninguno de los físicos daba nada por él, pero su endeble complexión encerraba una fortaleza mayor de la que todos esperaban. En cuanto empezó a mejorar, fue memorable su forma de hincharse. En pocos días, se convirtió en otro muy distinto. Se abombaban su vientre y sus muslos con tal rapidez que sus guardias hablaban del suceso como de un milagro. La falta de su sexo había cambiado la naturaleza de Ronaldo. Engordó como gato castrón y pasaba los días tumbado en un jergón y orinando a través de una cañizuela para no empaparse los muslos. El conde de Portugal, avisado de la metamorfosis de su escudero, decidió sacarlo de la celda y desterrarlo del condado. La supervivencia y la rolliza apariencia de Ronaldo animó al pusilánime don Pedro, quien se creyó salvado de toda maldición, redimido. La recuperación milagrosa del pecador y su transformación en cerdo capón eran señales inequívocas de la gracia divina.