Quisquis
amat valeat, pereat qui nescit amare. / Bis tanto pereat quisquis amare vetat.
(Que quien
ame prospere, que muera quien no sepa amar / Y que muera dos veces quien
prohíba el amor).
Grafiti pompeyano.
Una tórrida mañana de agosto de 2014, uno de
los vigilantes jurados que patrulla las ruinas de Pompeya oye un gemido en las
Termas Suburbanas. Tratando de no pensar en historias de fantasmas, aparta la
cortina que protege el tepidarium y
se topa con tres jóvenes desnudos, dos mujeres y un hombre, a punto de
embarcarse en un trío bajo la atenta mirada de los frescos eróticos de las
paredes. Si yo hubiera sido el guarda habría preguntado si podía unirme a la
fiesta, pero incomprensiblemente la juerga acabó en comisaría.
Es extraña esta fama pompeyana de ciudad del
pecado. No hay en realidad tantas pinturas eróticas en Pompeya como se suele
creer, aunque sus habitantes no se limitaron a decorar con pornografía los
burdeles sino también baños, villas y jardines, con variados propósitos que
iremos desentrañando en este artículo. Para ello empezaremos remontándonos al
pasado, a otra mañana de agosto mucho más trágica…
Una ciudad
congelada en el tiempo
Una estela
negra y espesa se nos venía encima, como un torrente vertido sobre la tierra
para perseguirnos.
Plinio el
Joven, carta a Tácito.
Amanecer del 24 de agosto, 79 d. C. El joven Cayo
Plinio traduce textos griegos en una villa de Miseno, a treinta kilómetros
del Vesubio. De repente se oyen dos estampidos prodigiosos y una nube
gigantesca con aspecto de árbol llena el cielo. Plinio permanece en su
habitación tomando notas; un visitante de Hispania rezuma españolidad echándole
la bronca por leer mientras arde el mundo. El almirante y naturalista Plinio
el Viejo, su tío, zarpa en un rapto de heroísmo y curiosidad científica al
frente de sus barcos de guerra, tratando de rescatar a los habitantes de las
villas costeras. Llueve piedra pómez, cenizas, pedruscos ardientes. Los barcos
deben refugiarse en la playa cerca de Estabias.
Cae una oscuridad más negra que la noche. Se
oyen gemidos, llantos, gritos. Plinio el Joven escribe: «Pensé que perecía
junto con todas las cosas, y que el inmenso mundo moría al mismo tiempo que
yo». Al amanecer del día siguiente empieza lo peor. Seis corrientes
piroclásticas, tsunamis de gases ardientes y ceniza a 300 grados de
temperatura, surgen del Vesubio a sesenta metros por segundo. Una de ellas
entierra Pompeya, otra Herculano. Plinio el Viejo, corpulento y con
dificultades respiratorias, muere mirando fijamente a la nube que se abate
sobre Estabias. Mueren unas quince mil personas. La ceniza conserva sus
cadáveres abrasados en la misma postura en que la ola volcánica les atrapa. El
tiempo se congela.
Hic futui
Arphocras
hic cum Drauca bene futuit denario.
(Aquí Harpócrates folló
muy bien con Drauca por un denario).
Grafiti pompeyano.
En 1599 una cuadrilla de obreros que cavaba
un canal topó con un muro repleto de pinturas. Se llamó al arquitecto Domenico
Fontana, que desenterró varios frescos y objetos de contenido pornográfico. No
está claro qué ocurrió entonces: parece ser que las pinturas le impactaron lo
suficiente como para ordenar que se volviera a enterrar el conjunto, sea por
haberse escandalizado, sea como acto de preservación de las obras a la espera
de tiempos menos conservadores.
Pasaron un par de siglos hasta que otra
casualidad permitió redescubrir Pompeya. En el siglo XVIII el príncipe Elbeuf mandó
cavar un pozo cerca de su casa y encontró ruinas en muy buen estado. Un
constructor español medio las hubiera tapado con hormigón antes de que se
enterase el Ayuntamiento, pero el príncipe accedió a esperar mientras el
descubrimiento era examinado. Se puso a cargo de las excavaciones al coronel
del cuerpo de ingenieros de Nápoles, un mentecato que causó un daño
incalculable hasta ser sustituido. Nada más llegar descubrió una gran
inscripción en relieve, y mandó arrancar las letras del muro sin copiar antes
las palabras. Se metieron las letras mezcladas en una cesta y así fueron
enviadas al rey de Nápoles… Nadie pudo averiguar qué significaban, aunque
durante años estuvieron expuestas y cada cual podía ordenar aquella sopa de
letras según su imaginación le dictase.
En otra decisión lamentable movida por la
pacatería, se cubrió con yeso un fresco del dios Príapo con su enorme pene
erecto: no fue redescubierto hasta 1998 y gracias a la lluvia. También se
clasificaron como pornográficos objetos inofensivos: amuletos protectores en
forma de pene o móviles de viento fálicos con campanillas llamados tintinabulum, decoración de buen
gusto en la época. En 1819 se agruparon en el Museo Arqueológico de Nápoles
ciento dos frescos, esculturas y mosaicos dentro del «Gabinete de objetos
obscenos», cambiado poco después a «Gabinete de objetos reservados» hasta que Alejandro
Dumas, ya en 1860 y comisionado por Garibaldi, se dejó de eufemismos y lo
llamó «Colección pornográfica». Solo se permitía entrar en ese gabinete a
hombres «maduros y de costumbres respetables» que se avinieran a pagar una
tarifa extra… El último intento de censura lo llevó a cabo el mismísimo Mussolini,
por suerte sin éxito, y hoy en día pueden verse todas las piezas sin problemas.
En cualquier caso, Pompeya se había ganado
una injusta fama de Sin City del Mediterráneo. Por ejemplo, los primeros
arqueólogos clasificaron como burdel todo edificio que contuviera frescos
eróticos, con lo que contabilizaron treinta y cinco burdeles para una ciudad
con poco más de tres mil hombres adultos. Una locura. Métodos posteriores algo
más sensatos usaron parámetros como la presencia de falos grabados en las aceras,
que guiaban a los transeúntes al burdel más cercano, o los grafitis en las
paredes de algunas casas. Hic ego
puellas multas futui («aquí me follé a muchas chicas»), que suena a la
típica fardada napolitana; el autoexplicativo Myrtis, bene felas («Myrtis, la chupas bien»); o mi favorito: Hic ego, cum veni, futui, deinde redei domum («Aquí
llegué, follé y me volví a casa»), una versión porno y casera del veni, vidi vici de César. Incluso
con estos criterios más restrictivos aparecen nueve o diez burdeles, más
teniendo en cuenta que varias tabernas o incluso particulares alquilaban una
habitación (cella meretricia) a
prostitutas ocasionales.
A las prostitutas, en su mayoría esclavas
griegas, se las llamaba lupas («lobas»),
pero solo un edificio de Pompeya acabó siendo conocido como el Lupanar con
mayúscula, o Lupanare Grande: un
burdel situado en el cruce de dos calles secundarias. Tenía diez habitaciones
divididas en dos pisos: una planta baja con incómodas camas de piedra
destinadas a clientes pobres; y cinco habitaciones en el primer piso con balcón
y entrada independiente. Los precios eran variables, pero sabemos por los
grafiti que solían ser baratos: entre dos ases (el coste de dos vasos de vino)
hasta varios sestercios, nunca precios exagerados porque los verdaderamente
ricos tenían concubinas en sus casas. La prostitución no era exclusivamente
femenina: en una pintada leemos Maritimus
cunnu linget a(ssibus) quattuor / virgines ammittit, es decir «Maritimus te
lame el coño por cuatro ases / se admiten vírgenes»… Aunque hay
arqueólogos que creen que esas pintadas eran más bien insultos a los hombres
mencionados, como hacen pensar grafitis ambiguos que suenan a invectiva
política cutre, como «Vota Isidoro para edil, es el mejor comiendo
coños».
Las paredes del Lupanar están cubiertas de
pinturas eróticas, empezando por un Príapo bifálico que sostiene sus dos penes
erectos sobre la entrada principal. En las entradas de las habitaciones
hallamos varios frescos literalmente pornográficos: pornographía significa «retrato de prostituta». No está
claro cuál era su objetivo, si calentar a los parroquianos o informar del tipo
de servicios que llevaba a cabo cada lupa;
en cualquier caso, la variedad de posturas representada nos permite asomarnos a
la complicada vida sexual romana.
¿Prefieres
un more ferarum o una Venus pendula?
Suspirium
puellam Celadus thraex.
Celadón hace
suspirar de placer a las mujeres.
Grafiti
pompeyano, probablemente escrito por Celadón.
Varios frescos eróticos del Lupanar muestran
parejas hombre-mujer copulando en la postura del perrito, el actual y un tanto
ridículo nombre de la posición a cuatro patas, el coito a tergo o, en
denominación romana, more ferarum,
«al modo de las bestias». Esta postura en que una parte domina y la otra se
deja hacer era muy del gusto romano, cuya moralidad consideraba infame la
pasividad sexual. Esa misma postura puede emplearse para la sodomía, y en
un fresco aparece representada con una variante en que se levantan más las
nalgas. La palabra culibonia significaba
experta en sexo anal, una especialidad habitual para evitar embarazos… Aunque
las matronas romanas usaban otro anticonceptivo, insinuado por Julia la
Mayor: nunquam enim nisi navi plena
tollo vectorem(«solo acepto pasajeros cuando la bodega está llena»). El
verbo para «penetrar analmente» es pedicare,
usado frecuentemente con ánimo amenazante o chulesco como en el famoso verso de Catulo: pedicabo ego vos et irrumabo, o en
traducción literal, «os sodomizaré y os follaré la boca».
Otros frescos muestran coitos en la postura
de la Venus pendula, también
llamada mulier equitans o equus
eroticus… Vamos, con la mujer encima, la posición favorita de la altísima
Andrómaca en Troya, apodada «la jinete de Héctor». Esta postura ha sido
interpretada de modos muy diferentes. El historiador Kenneth Dover sostiene
que representa una emancipación sexual de las mujeres romanas, al ser una
posición que les permite cierta independencia de movimientos durante el
coito. Sin embargo, Pascal Quignard en El sexo y el espanto la interpreta de otra manera: el pater familias se queda tendido en
el lecho porque es el amo y no tiene por qué esforzarse, mientras que la
matrona se sienta sobre su cuerpo desnudo como en un sillón correspondiente a
su rango. A veces incluso una esclava se coloca sobre el hombre, en ningún caso
para dominarlo (la sumisión es impúdica para el hombre libre), sino para
ofrecerle placer molestándolo lo menos posible. Es fácil considerar la
sexualidad romana como machista desde los ojos actuales, aunque nada es tan
sencillo: ahí está por ejemplo el Ars
amandi de Ovidio dando consejos sobre orgasmos femeninos… Pero
esa es otra historia y será contada en otra ocasión.
Termas,
dormitorios y clubes sexuales privados
Apollinaris,
medicus Titi imperatoris hic cacavit bene.
Apolinario,
médico del emperador Tito, cagó bien aquí.
Grafiti
pompeyano.
Los jóvenes con que abríamos este artículo no
intentaron consumar su pasión en el Lupanar, sino en las Termas Suburbanas,
cerca de la Puerta Marina. Los frescos sexuales de esas termas no tienen un
propósito claro: hay quien cree que informaban de que había prostitutas
disponibles en la primera planta, pero los actos mostrados no son realistas
como los del Lupanar, sino más bien exagerados o paródicos. Un fresco muestra
un trío de dos hombres y una mujer; otro representa un cuarteto en que una
mujer le practica un cunnilingus a otra, que a su vez está felando a un hombre
que es sodomizado por un cuarto personaje que mira directamente al
espectador con aire triunfante. Un tercer fresco muestra un cunnilingus: una
matrona lo recibe complacida, mientras el lamedor tiene una expresión furtiva y
asustada. Mi teoría favorita sobre el porqué de estas pinturas es la de la
arqueóloga Luciana Jacobelli, según la cual las pinturas son viñetas chocantes
para identificar los vestuarios («¿Dónde dejé mi toga? ¡Ah, sí, en la cesta
bajo el comecoños!»).
También encontramos frescos eróticos
decorando dormitorios de casas particulares, como en la Casa de los Vettii y
sus pinturas de mujeres semidesnudas. Pero al menos en una ocasión, en la
lujosa residencia llamada Casa del Centenario, los frescos parecen esconder
algo más. En esta mansión encontramos piscina, baños privados y hasta un nymphaeum o monumento dedicado a
las ninfas. Los frescos de sus paredes son magníficos y detallados: la
representación más antigua conservada del Vesubio, por ejemplo… Pero para el
propósito de este artículo resultan más significativas otras pinturas más
inaccesibles.
Una de las habitaciones se encuentra
extrañamente escondida en un rincón de la mansión, y en su interior se han
encontrado detallados frescos pornográficos de mayor calidad que los del
Lupanar. Ese rincón erótico-festivo fue bautizado como «habitación 43» por poco
imaginativos arqueólogos y el misterio sobre su uso aún perdura hoy en día. Se
cree que el cuarto era un club sexual privado, un cuarto oscuro en el que los
dueños de la casa entretenían a sus invitados con fiestas subidas de tono en
que los participantes daban rienda suelta a sus deseos. Una pequeña abertura de
la pared podría haberse utilizado para observar desde fuera lo que ocurría en
el interior: una invitación al voyeurismo y quién sabe si un proto-glory hole. ¿Para qué aventurarse
en el sórdido barrio de los burdeles si puedes traerte el lupanar a casa? Estos
clubes privados de lujo no eran infrecuentes en las ciudades romanas. El
historiador Valerio Máximo describe así una de esas fiestas:
«¡Cuerpos desvergonzados en total sumisión, listos para un juego de sexo
borracho! Un banquete no para honrar a cónsules y tribunos, sino para
denigrarlos». Claro que otros académicos quizá menos proclives a la fiesta
piensan que la habitación 43 era simplemente un dormitorio decorado con
pinturas eróticas para diversión de los dueños de la casa. Nada sabemos con
seguridad.
¿Qué ocurría
en la Villa de los Misterios?
Hay un
desorden inexpresable bajo la superficie del orden social.
Eurípides.
Las pinturas más intrigantes de Pompeya se
encuentran en una lujosa villa de las afueras. Sobre un fondo rojo intenso, una
pintura en friso muestra un extraño ritual formado por escenas de una iniciación
dionisíaca. A la izquierda una matrona se sienta en un sillón. Un niño desnudo
lee un antiguo ritual. Varias sacerdotisas llevan cestas con pasteles. Una
fauna amamanta a una cabrita. Una mujer de pie, con la cabeza echada hacia
atrás, retrocede con el espanto grabado en su cara. El dios Baco, completamente
borracho, se apoya en Ariadna. Una mujer arrodillada retira el velo que cubre
un objeto que no vemos, probablemente un fascinus, un pene erecto. Un
demonio femenino de grandes alas negras azota con un látigo a una joven
aterrorizada, apoyada en las rodillas de una nodriza. Una bailarina desnuda
vista de espaldas danza girando sobre sí misma mientras entrechoca los
címbalos… Es una ménade («mujer loca»), sacerdotisa del dios del extravío.
El culto mistérico de Dionisio siempre fue
visto con desconfianza por el poder político, en parte por estar dirigido por
un clero femenino fuera del control de la religión oficial. En El sexo y el espanto, Quignard
interpreta el fresco de la Villa de los Misterios como un reflejo de las
antiguas prácticas paganas del sacrificio humano: la bacchatio original consistía en castrar a un hombre, desmembrarlo (sparagmos) y comérselo crudo (omophagia). Con el tiempo se sustituyó
al hombre por una cabra, y más adelante el sacrificio devino rito sexual. Pero
bajo el velo de la sociedad civil se escondía la ferocidad de las bacantes
descuartizando a Orfeo cuando no quiso bailar con ellas… En el 186 d. C., Livio escribió
sobre las bacanales: «Cuando la bebida, las palabras lascivas, la noche y la
mezcla de los sexos habían extinguido toda modestia, empezaban los actos de
libertinaje. Toda persona encontraba a su alcance el tipo de disfrute al que
estuviera dispuesto por la pasión predominante en su naturaleza».
Nunca conoceremos los misterios de Dionisio,
los órgia de Eleusis. Aristóteles explicó
que los misterios tienen tres partes: tà
drómena (lo que hacen los personajes), tà legómena (lo que lee el niño, el fatum) y tà deiknýmena (las
revelaciones). Es decir: teatro, literatura, pintura. Sea lo que sea lo oculto
en la Villa de los Misterios de Pompeya, está relacionado con todas las artes
humanas, y en particular con la muerte y el sexo.