martes, 8 de noviembre de 2016

"Por qué leer a los clásicos" por Pedro G. Cuartango


Siempre he sentido inclinación a leer a los clásicos y he pasado ratos memorables con los textos de Homero, Platón, Virgilio, Dante y Shakespeare. He encontrado en ellos una profundidad y una compresión de la naturaleza humana que me han ayudado a entenderme a mí mismo.
Pero aprecio a estos autores no solo por lo que transmiten, sino también por cómo lo transmiten. Nada más placentero que la métrica de La Eneida, un libro que me gusta leer en voz alta. En su testamento, Virgilio ordenó que se destruyesen sus versos, pero su protector Octavio Augusto no solo lo prohibió sino que contrató a dos escribas para que copiasen la obra sin la más mínima alteración.
La Eneida tiene fragmentos maravillosos como cuando Eneas, fundador de Roma, se topa con su madre Venus, disfrazada de ninfa, tras su llegada a las costas de Libia después de perder parte de su flota.
Si uno lee este largo poema épico, inevitablemente encuentra hexámetros que parecen sacados de La Ilíada o La Odisea. El mismo Eneas, que sobrevive de la guerra de Troya, viaja por el Mediterráneo hasta llegar a las playas de Roma, al igual que Ulises retorna a Ítaca tras sufrir penalidades sin cuento.
Estos libros se han convertido en clásicos porque han tocado la fibra más sensible de los lectores de diferentes generaciones. Es imposible no conmoverse con la desesperación de Eneas al perder sus barcos en la tormenta provocada por Eolo o por el llanto de Príamo al pedir a Aquiles que le entregue el cadáver de su hijo Héctor.
En ese sentido, es imposible que la obra de Homero fuera la recopilación anónima de una serie de relatos míticos porque sus libros tienen vida, han sido escritos por una persona con una gran empatía hacia los sentimientos humanos hasta el punto de que cualquier lector de hoy puede reconocerse en sus personajes. El dolor de Aquiles por la pérdida de Patroclo es auténtico, no es una mera creación literaria, como sabe cualquier conocedor de La Ilíada.
Creo que quien no es capaz de leer a estos autores se pierde una dimensión de la existencia humana que solo se puede percibir en estas grandes obras, que, al fin y a la postre, transmiten una acumulación de experiencia. Cuando uno lee a Shakespeare se puede dar cuenta de que los sentimientos de los hombres no han cambiado en cuatro siglos y que la tecnología es un barniz que apenas cubre una fractura interior que todos llevamos dentro.
No podría vivir sin estos libros porque sería como perder una parte esencial de mí mismo. En cierta forma, tengo la impresión de que somos depositarios de ese inmenso legado cultural del que formamos parte activa. Los clásicos no son ellos, somos nosotros. Yo soy Hamlet, Eneas, Don Quijote, Madame Bovary y Aquiles. Todos viven en mi interior y he sido un poco de todos ellos mientras leía estas obras.
Por eso me gusta tanto el final de Fahrenheit 451, la película de François Truffaut, cuando los personajes pasean por el bosque y recitan en voz alta los libros prohibidos que sobrevivirán en su memoria porque nadie podrá matar jamás a Homero.

lunes, 7 de noviembre de 2016

"Hic futui: pornografía pompeyana" por Josep Lapidario


Quisquis amat valeat, pereat qui nescit amare. / Bis tanto pereat quisquis amare vetat.
(Que quien ame prospere, que muera quien no sepa amar / Y que muera dos veces quien prohíba el amor). 
Grafiti pompeyano.

Una tórrida mañana de agosto de 2014, uno de los vigilantes jurados que patrulla las ruinas de Pompeya oye un gemido en las Termas Suburbanas. Tratando de no pensar en historias de fantasmas, aparta la cortina que protege el tepidarium y se topa con tres jóvenes desnudos, dos mujeres y un hombre, a punto de embarcarse en un trío bajo la atenta mirada de los frescos eróticos de las paredes. Si yo hubiera sido el guarda habría preguntado si podía unirme a la fiesta, pero incomprensiblemente la juerga acabó en comisaría.
Es extraña esta fama pompeyana de ciudad del pecado. No hay en realidad tantas pinturas eróticas en Pompeya como se suele creer, aunque sus habitantes no se limitaron a decorar con pornografía los burdeles sino también baños, villas y jardines, con variados propósitos que iremos desentrañando en este artículo. Para ello empezaremos remontándonos al pasado, a otra mañana de agosto mucho más trágica…

Una ciudad congelada en el tiempo
Una estela negra y espesa se nos venía encima, como un torrente vertido sobre la tierra para perseguirnos. 
Plinio el Joven, carta a Tácito.

Amanecer del 24 de agosto, 79 d. C. El joven Cayo Plinio traduce textos griegos en una villa de Miseno, a treinta kilómetros del Vesubio. De repente se oyen dos estampidos prodigiosos y una nube gigantesca con aspecto de árbol llena el cielo. Plinio permanece en su habitación tomando notas; un visitante de Hispania rezuma españolidad echándole la bronca por leer mientras arde el mundo. El almirante y naturalista Plinio el Viejo, su tío, zarpa en un rapto de heroísmo y curiosidad científica al frente de sus barcos de guerra, tratando de rescatar a los habitantes de las villas costeras. Llueve piedra pómez, cenizas, pedruscos ardientes. Los barcos deben refugiarse en la playa cerca de Estabias.
Cae una oscuridad más negra que la noche. Se oyen gemidos, llantos, gritos. Plinio el Joven escribe: «Pensé que perecía junto con todas las cosas, y que el inmenso mundo moría al mismo tiempo que yo».  Al amanecer del día siguiente empieza lo peor. Seis corrientes piroclásticas, tsunamis de gases ardientes y ceniza a 300 grados de temperatura, surgen del Vesubio a sesenta metros por segundo. Una de ellas entierra Pompeya, otra Herculano. Plinio el Viejo, corpulento y con dificultades respiratorias, muere mirando fijamente a la nube que se abate sobre Estabias. Mueren unas quince mil personas. La ceniza conserva sus cadáveres abrasados en la misma postura en que la ola volcánica les atrapa. El tiempo se congela.
Hic futui
Arphocras hic cum Drauca bene futuit denario. 
(Aquí Harpócrates folló muy bien con Drauca por un denario). 
Grafiti pompeyano.

En 1599 una cuadrilla de obreros que cavaba un canal topó con un muro repleto de pinturas. Se llamó al arquitecto Domenico Fontana, que desenterró varios frescos y objetos de contenido pornográfico. No está claro qué ocurrió entonces: parece ser que las pinturas le impactaron lo suficiente como para ordenar que se volviera a enterrar el conjunto, sea por haberse escandalizado, sea como acto de preservación de las obras a la espera de tiempos menos conservadores.
Pasaron un par de siglos hasta que otra casualidad permitió redescubrir Pompeya. En el siglo XVIII el príncipe Elbeuf mandó cavar un pozo cerca de su casa y encontró ruinas en muy buen estado. Un constructor español medio las hubiera tapado con hormigón antes de que se enterase el Ayuntamiento, pero el príncipe accedió a esperar mientras el descubrimiento era examinado. Se puso a cargo de las excavaciones al coronel del cuerpo de ingenieros de Nápoles, un mentecato que causó un daño incalculable hasta ser sustituido. Nada más llegar descubrió una gran inscripción en relieve, y mandó arrancar las letras del muro sin copiar antes las palabras. Se metieron las letras mezcladas en una cesta y así fueron enviadas al rey de Nápoles… Nadie pudo averiguar qué significaban, aunque durante años estuvieron expuestas y cada cual podía ordenar aquella sopa de letras según su imaginación le dictase.
En otra decisión lamentable movida por la pacatería, se cubrió con yeso un fresco del dios Príapo con su enorme pene erecto: no fue redescubierto hasta 1998 y gracias a la lluvia. También se clasificaron como pornográficos objetos inofensivos: amuletos protectores en forma de pene o móviles de viento fálicos con campanillas llamados tintinabulum, decoración de buen gusto en la época. En 1819 se agruparon en el Museo Arqueológico de Nápoles ciento dos frescos, esculturas y mosaicos dentro del «Gabinete de objetos obscenos», cambiado poco después a «Gabinete de objetos reservados» hasta que Alejandro Dumas, ya en 1860 y comisionado por Garibaldi, se dejó de eufemismos y lo llamó «Colección pornográfica». Solo se permitía entrar en ese gabinete a hombres «maduros y de costumbres respetables» que se avinieran a pagar una tarifa extra… El último intento de censura lo llevó a cabo el mismísimo Mussolini, por suerte sin éxito, y hoy en día pueden verse todas las piezas sin problemas.
En cualquier caso, Pompeya se había ganado una injusta fama de Sin City del Mediterráneo. Por ejemplo, los primeros arqueólogos clasificaron como burdel todo edificio que contuviera frescos eróticos, con lo que contabilizaron treinta y cinco burdeles para una ciudad con poco más de tres mil hombres adultos. Una locura. Métodos posteriores algo más sensatos usaron parámetros como la presencia de falos grabados en las aceras, que guiaban a los transeúntes al burdel más cercano, o los grafitis en las paredes de algunas casas. Hic ego puellas multas futui («aquí me follé a muchas chicas»), que suena a la típica fardada napolitana; el autoexplicativo Myrtis, bene felas («Myrtis, la chupas bien»); o mi favorito: Hic ego, cum veni, futui, deinde redei domum («Aquí llegué, follé y me volví a casa»), una versión porno y casera del veni, vidi vici de César. Incluso con estos criterios más restrictivos aparecen nueve o diez burdeles, más teniendo en cuenta que varias tabernas o incluso particulares alquilaban una habitación (cella meretricia) a prostitutas ocasionales.
A las prostitutas, en su mayoría esclavas griegas, se las llamaba lupas («lobas»), pero solo un edificio de Pompeya acabó siendo conocido como el Lupanar con mayúscula, o Lupanare Grande: un burdel situado en el cruce de dos calles secundarias. Tenía diez habitaciones divididas en dos pisos: una planta baja con incómodas camas de piedra destinadas a clientes pobres; y cinco habitaciones en el primer piso con balcón y entrada independiente. Los precios eran variables, pero sabemos por los grafiti que solían ser baratos: entre dos ases (el coste de dos vasos de vino) hasta varios sestercios, nunca precios exagerados porque los verdaderamente ricos tenían concubinas en sus casas. La prostitución no era exclusivamente femenina: en una pintada leemos Maritimus cunnu linget a(ssibus) quattuor / virgines ammittit, es decir «Maritimus te lame el coño por cuatro ases / se admiten vírgenes»…  Aunque hay arqueólogos que creen que esas pintadas eran más bien insultos a los hombres mencionados, como hacen pensar grafitis ambiguos que suenan a invectiva política cutre, como «Vota Isidoro para edil, es el mejor comiendo coños».
Las paredes del Lupanar están cubiertas de pinturas eróticas, empezando por un Príapo bifálico que sostiene sus dos penes erectos sobre la entrada principal. En las entradas de las habitaciones hallamos varios frescos literalmente pornográficos: pornographía significa «retrato de prostituta».  No está claro cuál era su objetivo, si calentar a los parroquianos o informar del tipo de servicios que llevaba a cabo cada lupa; en cualquier caso, la variedad de posturas representada nos permite asomarnos a la complicada vida sexual romana.

¿Prefieres un more ferarum o una Venus pendula?
Suspirium puellam Celadus thraex.
Celadón hace suspirar de placer a las mujeres.
Grafiti pompeyano, probablemente escrito por Celadón.

Varios frescos eróticos del Lupanar muestran parejas hombre-mujer copulando en la postura del perrito, el actual y un tanto ridículo nombre de la posición a cuatro patas, el coito a tergo o, en denominación romana, more ferarum, «al modo de las bestias». Esta postura en que una parte domina y la otra se deja hacer era muy del gusto romano, cuya moralidad consideraba infame la pasividad sexual. Esa misma postura puede emplearse para la sodomía, y en un fresco aparece representada con una variante en que se levantan más las nalgas. La palabra culibonia significaba experta en sexo anal, una especialidad habitual para evitar embarazos… Aunque las matronas romanas usaban otro anticonceptivo, insinuado por Julia la Mayor: nunquam enim nisi navi plena tollo vectorem(«solo acepto pasajeros cuando la bodega está llena»). El verbo para «penetrar analmente» es pedicare, usado frecuentemente con ánimo amenazante o chulesco como en el famoso verso de Catulo: pedicabo ego vos et irrumabo, o en traducción literal, «os sodomizaré y os follaré la boca».
Otros frescos muestran coitos en la postura de la Venus pendula, también llamada mulier equitans o equus eroticus… Vamos, con la mujer encima, la posición favorita de la altísima Andrómaca en Troya, apodada «la jinete de Héctor». Esta postura ha sido interpretada de modos muy diferentes. El historiador Kenneth Dover sostiene que representa una emancipación sexual de las mujeres romanas, al ser una posición que les permite  cierta independencia de movimientos durante el coito. Sin embargo, Pascal Quignard en El sexo y el espanto la interpreta de otra manera: el pater familias se queda tendido en el lecho porque es el amo y no tiene por qué esforzarse, mientras que la matrona se sienta sobre su cuerpo desnudo como en un sillón correspondiente a su rango. A veces incluso una esclava se coloca sobre el hombre, en ningún caso para dominarlo (la sumisión es impúdica para el hombre libre), sino para ofrecerle placer molestándolo lo menos posible. Es fácil considerar la sexualidad romana como machista desde los ojos actuales, aunque nada es tan sencillo: ahí está por ejemplo el Ars amandi de Ovidio dando consejos sobre orgasmos femeninos… Pero esa es otra historia y será contada en otra ocasión.

Termas, dormitorios y clubes sexuales privados
Apollinaris, medicus Titi imperatoris hic cacavit bene. 
Apolinario, médico del emperador Tito, cagó bien aquí.
Grafiti pompeyano.

Los jóvenes con que abríamos este artículo no intentaron consumar su pasión en el Lupanar, sino en las Termas Suburbanas, cerca de la Puerta Marina. Los frescos sexuales de esas termas no tienen un propósito claro: hay quien cree que informaban de que había prostitutas disponibles en la primera planta, pero los actos mostrados no son realistas como los del Lupanar, sino más bien exagerados o paródicos. Un fresco muestra un trío de dos hombres y una mujer; otro representa un cuarteto en que una mujer le practica un cunnilingus a otra, que a su vez está felando a un hombre que es sodomizado por un cuarto personaje  que mira directamente al espectador con aire triunfante. Un tercer fresco muestra un cunnilingus: una matrona lo recibe complacida, mientras el lamedor tiene una expresión furtiva y asustada. Mi teoría favorita sobre el porqué de estas pinturas es la de la arqueóloga Luciana Jacobelli, según la cual las pinturas son viñetas chocantes para identificar los vestuarios («¿Dónde dejé mi toga? ¡Ah, sí, en la cesta bajo el comecoños!»).
También encontramos frescos eróticos decorando dormitorios de casas particulares, como en la Casa de los Vettii y sus pinturas de mujeres semidesnudas. Pero al menos en una ocasión, en la lujosa residencia llamada Casa del Centenario, los frescos parecen esconder algo más. En esta mansión encontramos piscina, baños privados y hasta un nymphaeum o monumento dedicado a las ninfas. Los frescos de sus paredes son magníficos y detallados: la representación más antigua conservada del Vesubio, por ejemplo… Pero para el propósito de este artículo resultan más significativas otras pinturas más inaccesibles.
Una de las habitaciones se encuentra extrañamente escondida en un rincón de la mansión, y en su interior se han encontrado detallados frescos pornográficos de mayor calidad que los del Lupanar. Ese rincón erótico-festivo fue bautizado como «habitación 43» por poco imaginativos arqueólogos y el misterio sobre su uso aún perdura hoy en día. Se cree que el cuarto era un club sexual privado, un cuarto oscuro en el que los dueños de la casa entretenían a sus invitados con fiestas subidas de tono en que los participantes daban rienda suelta a sus deseos. Una pequeña abertura de la pared podría haberse utilizado para observar desde fuera lo que ocurría en el interior: una invitación al voyeurismo y quién sabe si un proto-glory hole. ¿Para qué aventurarse en el sórdido barrio de los burdeles si puedes traerte el lupanar a casa? Estos clubes privados de lujo no eran infrecuentes en las ciudades romanas. El historiador Valerio Máximo describe así una de esas fiestas: «¡Cuerpos desvergonzados en total sumisión, listos para un juego de sexo borracho! Un banquete no para honrar a cónsules y tribunos, sino para denigrarlos». Claro que otros académicos quizá menos proclives a la fiesta piensan que la habitación 43 era simplemente un dormitorio decorado con pinturas eróticas para diversión de los dueños de la casa. Nada sabemos con seguridad.

¿Qué ocurría en la Villa de los Misterios?
Hay un desorden inexpresable bajo la superficie del orden social. 
Eurípides.

Las pinturas más intrigantes de Pompeya se encuentran en una lujosa villa de las afueras. Sobre un fondo rojo intenso, una pintura en friso muestra un extraño ritual formado por escenas de una iniciación dionisíaca. A la izquierda una matrona se sienta en un sillón. Un niño desnudo lee un antiguo ritual. Varias sacerdotisas llevan cestas con pasteles. Una fauna amamanta a una cabrita. Una mujer de pie, con la cabeza echada hacia atrás, retrocede con el espanto grabado en su cara. El dios Baco, completamente borracho, se apoya en Ariadna. Una mujer arrodillada retira el velo que cubre un objeto que no vemos, probablemente un fascinus, un pene erecto. Un demonio femenino de grandes alas negras azota con un látigo a una joven aterrorizada, apoyada en las rodillas de una nodriza. Una bailarina desnuda vista de espaldas danza girando sobre sí misma mientras entrechoca los címbalos… Es una ménade («mujer loca»), sacerdotisa del dios del extravío.
El culto mistérico de Dionisio siempre fue visto con desconfianza por el poder político, en parte por estar dirigido por un clero femenino fuera del control de la religión oficial. En El sexo y el espanto, Quignard interpreta el fresco de la Villa de los Misterios como un reflejo de las antiguas prácticas paganas del sacrificio humano: la bacchatio original consistía en castrar a un hombre, desmembrarlo (sparagmos) y comérselo crudo (omophagia). Con el tiempo se sustituyó al hombre por una cabra, y más adelante el sacrificio devino rito sexual. Pero bajo el velo de la sociedad civil se escondía la ferocidad de las bacantes descuartizando a Orfeo cuando no quiso bailar con ellas… En el 186 d. C., Livio escribió sobre las bacanales: «Cuando la bebida, las palabras lascivas, la noche y la mezcla de los sexos habían extinguido toda modestia, empezaban los actos de libertinaje. Toda persona encontraba a su alcance el tipo de disfrute al que estuviera dispuesto por la pasión predominante en su naturaleza».

Nunca conoceremos los misterios de Dionisio, los órgia de Eleusis. Aristóteles explicó que los misterios tienen tres partes: tà drómena (lo que hacen los personajes), tà legómena (lo que lee el niño, el fatum) y tà deiknýmena (las revelaciones). Es decir: teatro, literatura, pintura. Sea lo que sea lo oculto en la Villa de los Misterios de Pompeya, está relacionado con todas las artes humanas, y en particular con la muerte y el sexo.

domingo, 6 de noviembre de 2016

"Lección de picaresca" por Javier Pérez Andújar

Cuando te llegue esta carta verás que todo sigue igual que siempre. De tu nombre aún nada sabemos, así que te diré “tío” como Lázaro te llamaba. Pero de Lázaro no hay noticias que darte. Te dejó tirado y solo, sangrando, descalabrado al pie de aquel pilar en Escalona (ahora mandan los socialistas en la villa). Creció, medró no muy por encima de sus posibilidades y se hizo funcionario de la Administración local. Pero es que tú, el primer día de conocerle, ya le hiciste lo mismo. La fenomenal calabazada en el puente sobre el Tormes. Le estampaste el cráneo contra un torillo de piedra. Pura literatura, todo simetría y simbolismo. Empezar como se acabará. Y la aventura mágica de quien nada tiene y se echa a buscarse la vida, y nada más salir se estrella contra los símbolos de su patria, contra el animal mitológico que la folcloriza, que le da historia y prehistoria.
Siendo tú ciego, le abriste los ojos a Lázaro para que viese cómo iba a ser el mundo que le esperaba, y nos los abriste a quienes os hemos leído en los siglos. El dinero escondido en la boca, beberse el vino del otro, comer más rápido para comer más…, ¡eso lo hacen ahora hasta los veganos! Andando a tu lado, tío, hemos aprendido que la literatura dignifica una suerte indigna, y que para eso se escribe, para devolver con palabras lo que la injusticia arrebata con actos.
Ciego y mendigo, eres el principio del primer libro que tenemos, y eres el principio de todos los libros primeros. Porque igual empieza La isla del tesoro. Un mendigo ciego que aparece en la posada donde vive el chaval con su madre, el padre recién muerto, y esa llegada va a cambiarle su destino.
La literatura es un mendigo ciego que nada tiene que dar a quien la siga más que lo que se procure por su cuenta con mil artimañas. La literatura abre los ojos y abre caminos llenos de incertidumbre, y por eso es lo más parecido a la vida.
Lázaro, antes de arrojarte contra el poste en aquel día de lluvia, te vomitará en la cara porque tú le metiste las narices en la boca buscando el olor de la longaniza. La risa cruda del pobre, a quien solo han dejado el humor de la venganza. Lázaro no era más pobre que tú, su madre tenía un mesón y tú vivías de las limosnas de las iglesias, pero era más débil. Y lo sabías. Tú fuiste el poder y por eso la gente se compadecía de ti y te daba la razón cuando maltratabas al chico y les explicabas sus diabluras. Eso es lo que le enseñaste a Lázaro: que la gente va a estar siempre de parte de quien manda.

Desde Lázaro y tu mano sobre su hombro, desde Sancho y Don Quijote, desde que existe la Guardia Civil, los españoles hemos andado siempre de dos en dos por los caminos. Ir solo es de pobres. Como tú, como se escribe.

martes, 1 de noviembre de 2016

"Thomas Mann: Eros en Venecia" por Rafael Narbona


No es un secreto que Thomas Mann reprimió sus impulsos homosexuales para evitar cualquier conflicto o desorden afectivo. Apegado a la vida burguesa, con su rutina exenta de riesgos, se limitó a fantasear con la belleza masculina y los placeres prohibidos. Su amistad con Armin Martens (inmortalizado como Hans Hansen en Tonio Kröger, 1903) y William Timple (Pribislav Hippe en La montaña mágica, 1924) no fue simple camaradería, sino un idilio no consumado que dejó una profunda huella en su memoria. En 1911, Thomas Mann viajó a Venecia y se alojó en el Gran Hôtel des Bains del Lido. El joven barón Wladyslav Moes, de origen polaco, despertó su interés y le inspiró a Tadzio, el adolescente del que se enamora Gustav Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia. La breve novela, que se publicó en 1913, mostraba simultáneamente la decadencia de una Europa abocada a la guerra y las penurias de un escritor de mediana edad, que experimentaba una profunda admiración por un joven, casi un niño, con la belleza de las estatuas clásicas. No se trata tan solo de una pasión tardía, sino de una revelación que cuestionará su concepción del arte y la moral.
La muerte en Venecia comienza en la primavera un indeterminado “19…”. Aunque se omite la fecha exacta, no se ocultan los negros presagios que amenazan al continente. Gustav Aschenbach (“Von Aschenbach”, como se enfatiza en el primer párrafo, señalando su condición de nuevo aristócrata) inicia un largo paseo por Múnich, poco después de su siesta habitual. Metódico y disciplinado, dedica las mañanas al quehacer literario. No es un autor maldito, sino un autor de éxito. Sus obras se leen en las escuelas y un príncipe le ha honrado con un título nobiliario. Sin embargo, Aschenbach se siente insatisfecho. En sus libros no hay sinceridad ni alegría. Su literatura no es una apoteosis de la vida, sino una simulación que elude los abismos. Lejos del fatalismo romántico, su único propósito es la serenidad y la perfección formal. No hay espacio para las emociones que perturban al espíritu. Ese temor a lo oscuro y ambiguo proscribe incluso la compasión, pues compadecerse del otro implica una peligrosa tolerancia. El perdón no debe confundirse con el sentimentalismo y no puede aplicarse sistemáticamente a los que se desvían del orden social.
Consagrado por títulos como El miserable y Federico el Grande, Aschenbach es un reaccionario. Educado por preceptores, su padre es un hombre reservado y con un gran sentido del deber, que procede de una familia de militares, jueces y funcionarios. Por el contrario, su esposa es una mujer alegre e intuitiva. Hija de un director de orquesta de Bohemia, se relaciona con el mundo a través de los sentidos y no por medio de la estricta racionalidad prusiana. Thomas Mann ha cambiado un poco los datos, pero se ha retratado a sí mismo. El escritor era hijo de un ambicioso y severo comerciante que hizo carrera política, y de una mujer de sangre brasileña, con una naturaleza imaginativa y sensual. Su madre, Julia Da Silva-Bruns, descendiente de comerciantes germano-brasileños, aportaría esa chispa de fantasía y ensoñación que se combinó con el temperamento austero y reflexivo del padre. Mann incluso atribuye a Aschenbach una obra titulada Maya. Es el mismo título de una novela que nunca llegó a materializarse. No parece un título casual en un ávido lector de Nietzsche. Maya simboliza el orden, la proporción, la forma, lo apolíneo, pero también la apariencia, el velo que oculta ese fondo primordial e irreflexivo, donde se agitan las pasiones y las fuerzas elementales del ser. Aschenbach es consciente de que su existencia se parece al teatro escenificado por Maya, esa trama de ilusiones que confundimos con la realidad. Por eso, después de atravesar el Parque Inglés de Múnich, bordear el Cementerio del Norte y viajar en tranvía, experimenta que lo real, lo sagrado, ese Dios desconocido que se manifiesta y se esconde en todas las tradiciones religiosas y culturales, se insinúa en la figura de un extranjero de aspecto exótico, casi un bárbaro. Su presencia le incita de inmediato el deseo de viajar, de alejarse de su trabajo cotidiano. No es una simple inquietud, sino un verdadero deseo de “liberación, de relevo y olvido”. Su “impulso de fuga” apunta al Sur de Europa, pues no quiere alejarse mucho de su ambiente. Su deseo de liberación está lastrado por su espíritu burgués y le hace descartar la búsqueda de lo esencialmente otro, de esos “tigres” que se pasean por las junglas de países lejanos, donde lo europeo ya no es el apogeo de la civilización, sino una severa limitación al conocimiento y la experiencia.
Aschenbach está de acuerdo con el crítico literario que ha comparado a los héroes de sus novelas con la figura martirizada de san Sebastián, perfecto ejemplo de “la virilidad intelectual y virginal”, capaz de soportar la adversidad con “orgulloso pudor”. Es la “viva y amarga seducción del Conocimiento”, una tarea aparentemente heroica, pero que –en el caso de Aschenbach- ha adoptado un tono didáctico y moralizante. No hace falta decir que solo la mala literatura se convierte en pedagogía. Su elogio de la vida monástica como tributo ineluctable del artista empieza a tambalearse apenas comienza su viaje. Aunque ha escogido Trieste como destino, cambia de idea a los pocos días. No le agrada el ambiente pequeño burgués que se respira en la ciudad. Piensa que Venecia es el lugar mucho más adecuado para su escapada. No sabe lo que busca, pero está claro que en Trieste no lo hallará. Se embarca en un viejo buque italiano, “anacrónico, herrumbroso, lóbrego”. Durante el trayecto en barco, observa a un grupo de jóvenes. Parecen alegres y despreocupados. Les acompaña un hombre de cierta edad, con un sombrero Panamá y una corbata roja. Es un atuendo audaz para la época, asociado a cierta voluntad de transgresión y a una inequívoca frivolidad. Aschenbach se queda horrorizado al descubrir que el presuntuoso dandi lleva el pelo teñido y el rostro maquillado. Su desenvoltura, aparatosa y chillona, es una pantomima para disimular su vejez. La escena le resulta irreal. El viaje empieza a parecerse a un sueño. La sensación de extrañeza se acentúa cuando un misterioso gondolero le conduce directamente al Lido, ignorando sus instrucciones de acercarse a un embarcadero para tomar un vaporetto. A pesar de sus enérgicas protestas, el gondolero sigue empujando su remo, con el semblante adusto y un silencio hostil. Su áspera fisonomía, que no se corresponde con la del italiano medio, recuerda a Caronte, barquero del Hades. La góndola no produce un efecto más tranquilizador. Su “característica negrura” sólo es comparable  con un ataúd o, más exactamente, con “el catafalco de un lúgubre entierro”. El viaje se hace interminable. No parece un simple desplazamiento, sino el tránsito hacia un hipotético más allá. Pese a todo, Aschenbach disfruta de la “indolencia embrujadora” de deslizarse misteriosamente por el mar, con un rumbo incierto. Cuando le pregunta por el coste de la travesía, el gondolero responde con un escueto: “Ya pagará usted”. Dado que desaparecerá sin dejar rastro, no es descabellado pensar que el tributo no será material, sino espiritual. Durante el trayecto, se cruzan con otra góndola ocupada por músicos vagabundos, que cantan a cambio de unas monedas. Aschenbach les arroja algo de dinero y piensa que el viaje hacia la muerte no es una triste peregrinación, sino una forma de adentrarse en un inextricable misterio, donde se funden el luto y lo festivo.
Al poco de instalarse en el Lido, se produce el primer encuentro con Tadzio. Aún no sabe cómo se llama, pero su hermosura y delicadeza le recuerdan a la famosa estatua del efebo, intentando quitarse una espina del pie. Aschenbach es un espectador privilegiado, pues la soledad que acompaña al escritor le ha enseñado a reconocer de inmediato la belleza. Sin embargo, ese mismo don le ha predispuesto hacia “lo invertido, lo descomunal, lo absurdo y lo prohibido”. Thomas Mann describe con arrobo al muchacho: largos cabellos de color miel, nariz perfecta, “divina seriedad”. Su atractivo físico posee la gracia de “las estatuas griegas de la más noble época de la Hélade”, incluida esa injusticia inevitablemente asociada a la belleza, donde el azar y el capricho prevalecen sobre la virtud. Tadzio tiene “la cabeza de Eros, con el dorado brillo del mármol de Paros”. En su carne adolescente convergen “lo inexpresablemente divino con lo humano”. Su existencia finita y dolorosamente real para un escritor que había renunciado a la pasión y el riesgo contrasta con otra pasión menos incierta y temeraria. Aschenbach ama el mar, pues en él aprecia la seducción de “lo inarticulado, lo desmedido y lo eterno”. Es decir, la nada, esa forma de perfección que sólo exige contemplación, meditación y ascetismo. Por el contrario, Tadzio es “un mensaje de poesía procedente de la aurora de los tiempos, de los orígenes de la forma y del nacimiento de los dioses”. No es la nada ni lo eterno, sino la perfección efímera de la juventud, casi la niñez, y no es posible amarlo con una pasión meramente intelectual. Aschenbach ha traspasado el umbral que tanto atemorizaba a Thomas Mann. Se ha enamorado de lo prohibido, de ese abismo que despierta la reprobación de sus semejantes y advierte que ya no puede dar marcha atrás. Durante un paseo por Venecia, experimenta una crisis cerca de una fuente. Siente dolor en el pecho, la mirada se nubla, le laten las sienes, respira penosamente. Su cuerpo le advierte del peligro al que se expone. Si no es capaz de reprimir sus emociones, tal vez lo pierda todo. No se trata tan sólo de la fama y el prestigio, sino del desorden interior que acabará con su existencia metódica y sin sobresaltos, esa conquista de la razón sobre los sentidos que le ha permitido alumbrar una obra con la serenidad del último Goethe. Decide marcharse de Venecia, pero el extravío de su equipaje se convierte en el pretexto necesario para cambiar de planes y prolongar su estancia. La suerte está echada. Ha escogido lo más trágico, aceptando su destino con gozoso fatalismo. Los sentidos han triunfado definitivamente sobre la razón.
Aschenbach sigue discretamente a Tadzio por el hotel y la playa. Nunca llegan a hablar, pero en una ocasión intercambian una mirada y el muchacho le sonríe. Es suficiente para comprender que “el Amor hace visible lo Espiritual”. El escritor evoca las enseñanzas del Fedro, que excluye cualquier clase de condena moral sobre el Amor, pues el Amor es un dios y no una simple emoción humana. Tadzio es la reencarnación de Hyakinthos, hijo de un rey espartano que murió accidentalmente mientras jugaba al disco con Apolo. Apolo amaba al joven y no consintió que Hades se lo llevara a sus dominios. La sangre del infortunado se convirtió en flor y Apolo derramó lágrimas de dolor sobre sus pétalos. Desde entonces el Jacinto (Hyakinthos) es una señal de luto. Algunos han interpretado el mito como una exaltación de la pederastia institucionalizada en Esparta. Apolo ama a Hyakinthos, pero también le enseña el arte de la adivinación y a manejar el arco y la lira. La referencia al Fedro de Sócrates corrobora la intención de asociar a Tadzio con la homosexualidad griega, donde el amor entre un anciano y un joven no es un tabú. Aschenbach ya no se engaña a sí mismo: “…postrado, vencido, sufriendo escalofríos, susurró la forma perenne del deseo –imposible en su caso, absurda, reprobable, ridícula y, sin embargo, sagrada, y aun en este caso, digna de respeto–: Te quiero”.
Aschenbach empieza a comportarse como un enamorado adolescente. Se tiñe el pelo y  se maquilla, imitando al viejo que tanta repulsión le causó durante el viaje en barco. De noche, se detiene ante la puerta de la habitación de Tadzio y, embriagado, apoya la frente contra el marco. Su comportamiento insensato y alocado coincide con la aparición de una epidemia de cólera. Aunque las autoridades venecianas niegan el problema, se adoptan discretas medidas sanitarias. La plaga no es un reflejo de la decadencia de Aschenbach, sino de una burguesía egoísta y autocomplaciente, que conserva sus privilegios, explotando a la clase trabajadora. En 1913, Thomas Mann era un nacionalista que apoyaba la agresiva política de Alemania. Su posición le costó la ruptura con su hermano Heinrich, que se opuso desde el principio al militarismo germánico. No se reconciliarían hasta muchos años después. Thomas cambió de postura al finalizar la contienda y evolucionó hacia actitudes democráticas y antifascistas. En 1921, escribe sus primeros artículos contra la barbarie nazi y su feroz antisemitismo, que presagia un pogromo de proporciones desconocidas. Casado con Katia Pringsheim, hija del matemático y artista judío Alfred Pringsheim, su oposición a Hitler le obligará a exiliarse. Sus libros arderán con los de Freud y Heine. Su lucha contra la dictadura nazi se plasmará en la colaboración con los aliados mediante una serie de charlas en la BBC. En 1942, se convirtió en una de las primeras voces en denunciar el Holocausto. Sus hijos Golo y Klaus se alistaron en el ejército norteamericano y participaron en importantes operaciones bélicas. Hacia el final de su vida, Thomas Mann se acercó al socialismo, suscitando el interés de la CIA, que le investigó para determinar su presunta peligrosidad como agitador e intelectual. Pese al conservadurismo del escritor en 1913, La muerte en Venecia refleja la crisis de una Europa dividida por las diferencias sociales y nacionales. Hacia el final de la trama, el comediante que canta para los clientes del Lido aparenta una “infantil docilidad”, pero cuando acaba la función afloran muecas despectivas, que revelan su resentimiento y su odio hacia una burguesía ociosa y arrogante. El cómico es un espejo deformante de una sociedad tan corrompida como la retratada por Albert Camus en La peste (1947). De hecho, Venecia es el símbolo de una civilización que oscila entre lo sublime y la crueldad, la belleza y la putrefacción. Unas fresas –hermosas, sensuales– compradas cerca de la fuente donde Aschenbach experimentó la crisis que le aconsejaba huir de Venecia serán su perdición. El escritor contrae el cólera por culpa de una fruta que evoca su pasión por Tadzio. Lo hermoso es letal, delicuescente, fatal. La peripecia de Aschenbach evidencia que la misión del artista no es ser el educador de la sociedad. Su “inclinación incorregible y natural hacia el abismo” siempre le mantendrá en los márgenes, excluido y maldito. Nietzsche es un genio, con sus excesos y su innegable locura. Aschenbach, en cambio, solo es un pequeño burgués que no rozará el verdadero arte hasta claudicar ante la belleza. Su iluminación se produce demasiado tarde y solo deja unas páginas inconclusas, pero en esos apuntes hay más sinceridad y profundidad que en el resto de su obra. Cuando llega la hora de partir, Tadzio le espera en el umbral de la muerte, como Hermes, el psicagogo o conductor de almas hacia el Hades. El papel del joven polaco no se limitará a acompañarle hasta la otra orilla. Su deslumbrante belleza le mostrará el infinito, “un futuro monstruoso, preñado de promesas”. El gondolero que le llevó hasta el Lido le ha entregado el relevo a Tadzio para culminar una amarga parábola. Solo una pasión exasperada y amoral puede ayudarnos a atisbar la trascendencia de la materia, disipando cualquier ilusión sobre trasmundos y paraísos sobrenaturales. El sexo es el único absoluto y no amar es el único pecado.
La muerte en Venecia ha inspirado muchas interpretaciones. Se ha afirmado que Tadzio es una figura metafórica, que encarna la inmediatez de la obra de arte frente a la concepción germánica de la creación artística, basada en el trabajo, el método y el análisis. Su belleza inocente y gratuita manifiesta que el milagro estético se produce de forma espontánea e inesperada. La única condición para que acontezca la belleza y se transmute en arte consiste en desprenderse de los prejuicios y las ideas preestablecidas. No me parece una interpretación falsa, pero no creo que sea menos real el conflicto entre una homosexualidad reprimida y una vida familiar convencional, con una esposa tradicional y unos hijos que siempre se quejaron de la frialdad paterna. Klaus Mann, el hijo primogénito, no reprimió su identidad homosexual, pero eso no le libró de la infelicidad y el suicidio. Inconformista, sincero y desgarrador, su obra más conocida es Mephisto (1936), que describe el arribismo y la corrupción de la Alemania nazi. Casi todos los Mann escribieron. Sería un error creer que la literatura actuó como un aglutinante. Los suicidios se encadenaron en una familia que acabó atribuyendo a su vocación literaria el origen de sus demonios interiores. El artista paga un precio muy alto y, salvo desde una perspectiva heroica, parece una insensatez inmolarse en la búsqueda de la perfección formal. La muerte en Venecia recoge este dilema y lo resuelve, apostando por la vida, la belleza y la finitud. La inmortalidad es una magra recompensa cuando exige un peaje tan desmesurado.

No quiero terminar sin mencionar dos cuestiones. En primer lugar, sería injusto no comentar la notable adaptación del director italiano Luchino Visconti (Morte a Venezia, 1971). La película consigue reproducir la atmósfera de la novela, pero su afectado esteticismo frustra la posibilidad de un tratamiento cinematográfico más ambicioso, que tal vez hubiera permitido profundizar en los aspectos esenciales del texto original. No es una versión despreciable, pero solo se aproxima superficialmente al complejo mundo interior de Thomas Mann. En segundo lugar, no sería honesto esquivar el aspecto más polémico de la obra. Es innegable que el puritanismo de nuestra época no se mostraría demasiado indulgente con la pasión tardía de Aschenbach. La acusación de pederastia gravita sobre la novela, con la misma faz sombría que planea sobre Lolita, de Nabokov, o los diálogos de Platón. No pretendo realizar un elogio de la pedofilia, pero sí de la libertad y del derecho a vivir de una forma diferente. Leonor Izquierdo tenía quince años cuando se casó con Antonio Machado, un poeta de treinta y cuatro. Murió dos años más tarde, con solo diecisiete, a consecuencia de la tuberculosis. Algún escritor ha censurado en voz baja la diferencia de edad, pero lo más socorrido es justificar la relación, alegando que se trataba de otro tiempo y otra mentalidad. Lo cierto es que en la época de Thomas Mann la homosexualidad era un delito castigado con penas de prisión y eso no le hizo atenuar o disfrazar la pasión erótica de Aschenbach hacia un niño. La Lolita de Nabokov es una niña de doce años. Tadzio no parece mucho mayor. La literatura y la moral no suelen hacer buenas migas. Es mejor abstenerse de formular juicios, salvo que deseemos imitar las hogueras de libros de la Alemania de Hitler, la España de Franco o el Chile de Pinochet. La muerte en Venecia no cultiva la transgresión por capricho. Simplemente, se interna en las regiones más problemáticas del ser humano, un espacio donde la razón y el instinto mantienen un duelo interminable. No lamentemos ese conflicto. Sin él, no existiría el asombro que nos hace pensar, escribir, contemplar la belleza y dudar.

"El maestro y Margarita" de Mijaíl Bulgákov



¿Quién es capaz de meter en una misma historia al diablo, a Jesús, a Pilatos, a Judas Iscariote, a un gato negro, a un bufón, al pueblo moscovita, al de Jerusalén y a dos enamorados del más puro romanticismo y no acabar con la razón del lector? Nadie. Y eso es lo que pretendía Bulgákov, escritor prohibido por Stalin. Su novela, escrita en 1929, no pudo publicarse hasta 1966.
Una historia dinámica, trepidante, sorprendente. Bulgákov somete la realidad rusa a una fábula en la que el diablo y su séquito estrafalario hacen estragos por Moscú. Desde un prisma fantástico, irónico y desternillante se plasma un tiempo oscuro y cruel, el de la Rusia de Stalin, sin que se nos dé ninguna referencia del momento histórico. La sátira, que parte del Fausto de Goethe para introducirse en el mundo de la ficción más disparatada, se conjuga con el relato hiperrealista de la muerte de Jesús y la angustia del procurador Poncio Pilatos. Desconcertante.

"Neruda" por Eloy Tizón

Decía Chesterton que la cosa menos poética del mundo son los poetas. Algo de eso hay en Neruda, la magistral película de Pablo Larraín, que arranca en unos urinarios y culmina en medio de la nevada de las cumbres andinas. Entre el rumor de cisternas del sótano y la blancura centrifugada del horizonte, recrea libremente los meses convulsos en los que el poeta chileno fue despojado de su condición de senador comunista, declarado prófugo por el gobierno, vivió en la clandestinidad, oculto en casas de amigos, huyendo de ellas cada poco tiempo, lo que no le impidió avanzar en la redacción de su Canto general. Cuando uno de sus cómplices le pregunta: “¿Ha trabajado usted?”, él puntualiza: “No, solo escribo”.

Neruda no trata tanto de la biografía del poeta como de la constelación del mito, por lo que su núcleo gira en torno a la identidad y sus fantasmagorías. Esto le permite a Larraín soñar un emocionante artilugio de brillantez poliédrica, que no enmascara sino todo lo contrario el narcisismo galopante de Neruda, su engolamiento, su majadería política (loas a Stalin), pero también su humanidad salvaje y su fiebre creativa. Neruda seguramente fue un niño bulímico, cierto, pero ese niño bulímico creó Residencia en la tierra, con la cual descortezó la naranja del mundo y de nuestro idioma. Algo al alcance de muy pocos.

La figura del policía que le persigue -golpe de genio- actúa con la obstinación del capitán Ahab rastreando a la ballena blanca. Hasta adueñarse del filme y metamorfosearlo en una especie de western metafísico, de rara belleza. Es sobre todo un texto subyugante, de poderío hipnótico. Con todo, la mejor réplica la reserva el guionista Guillermo Calderón para la segunda esposa de Neruda, Delia del Carril. Cuando el poeta le manifiesta su deseo de abandonarla, ella responde: “Me gusta estar contigo. Es como vivir en un barrio con árboles.”

domingo, 30 de octubre de 2016

Penélope


Desde hace meses, apenas veo los bosques. No percibo los aromas que trae la brisa de la tarde, ni escucho los arroyos. Desde hace meses, quizá años, el infatigable tejedor que es el tiempo va suturándome los párpados, la nariz y los oídos para que todo quede en silencio, para que nada entusiasme a la mirada, para que las emociones se pierdan en el olvido. Desde hace meses, intento, como Penélope, destejer lo que va tejiendo el tiempo. Sacar punto a punto las costuras con que los años van cerrando los sentidos. Pero es más rápido y más experimentado. La sastrería del tiempo tiene demasiados operarios y experiencia contrastada. Es inútil competir. No hay manera de destruir el sudario que apaga el amanecer y enmudece la brisa. Solo veo perros sueltos por los caminos y solo espero desgracias al volver los recodos. Solo huelo el polvo y las escopetas.