martes, 19 de julio de 2016

"Suyo afectísimo, Benito Pérez Galdós" por Andrés Trapiello


Lo dicen los autores de esta magna obra, Alan E. Smith, María Ángeles Rodríguez Sánchez y Laurie Lomask: no es fácil reu­nir todas las cartas de un escritor, tampoco las de Galdós. Se hace en este tomo por primera vez: más de 1.000. Comparadas con las que escribió Unamuno, 50.000, no son muchas, pero sí llenas de interés en persona tan gris y desdibujada como Galdós.
Las ha ido uno leyendo con atención, poco a poco, intrigado casi siempre. ¿Cómo era Galdós? Ninguna biografía de las que le han hecho, incluida la de Pedro Ortiz Armengol, da con la persona. El personaje está más o menos esbozado, pero la persona no. ¿Tienen valor, pues, estas cartas? Más que ningún otro testimonio directo suyo. Él publicó, ya viejo, en la revista La Esfera, unas memorias a las que llamó precisamente Memorias de un desmemoriado, bastante decepcionantes: no cuenta casi nada personal en ellas. Se ve que él se intrigaba poco. Se lo dice a Clarín, cuando este le pide datos biográficos para un estudio que escribe sobre el novelista canario: “Me parece a mí que los escritores, valgan lo que valieren, deben poner entre su persona y el vulgo o público como una pequeña muralla de la China, honesta y respetuosa. Le aseguro a V. que siempre he tenido una repugnancia instintiva a la familiaridad (como no sea con una mujer guapa). Las confianzas con el público me revientan. No me puedo convencer de que le importe a nadie que yo prefiera la sopa de arroz a la de fideos…”.

Dejando de lado las que le escribió a su amigo José María Pereda y a Clarín (estupendas), las mejores se las mandó a sus mujeres. Le interesaban mucho. Galdós, un solterón vocacional, fue también monógamo (más o menos). Conocía a las mujeres muy bien y de su pluma salieron algunos de los grandes retratos femeninos de la literatura española, y en todos los registros, de doña Perfecta a Fortunata, de Isidora la Desheredada a Tristana. Y por tal razón son precisamente las cartas a sus amantes, casi la mitad de este epistolario, lo más llamativo de él: faltan, claro, las que le escribió a la Pardo Bazán, pero están las de Lorenza Cobián, madre de la única hija que tuvo, las de Concha Morell, las de Teodosia Gandarias y las de Conchita Catalá. En todas observamos algo parecido: reserva, secretismo y generosidad (en realidad Galdós las mantuvo a todas ellas como mantuvieron a Fortunata algunos de sus protectores).
¿Y cómo son esas mujeres, hay un rasgo común en ellas? Sí, las quiere más que sumisas, discretas, cariñosas y ordenadas. A casi todas las exige silencio cuando no romper esas mismas cartas que les escribe. Y si empiezan a pedir cotufas en el golfo (lo que él no puede o quiere dar: matrimonio o, en su defecto, entronizaciones oficiosas), Galdós se impacienta, y aunque jamás pierde los nervios, acaba distanciándose de ellas y buscando el amor en otro “nidito”. Por lo demás confirman el célebre aforismo pessoano: todas las cartas de amor son ridículas, pero más ridículo es quien no ha escrito cartas de amor.
¿Y se transparenta aquí Galdós? Desde luego. “Más que Homero o Dante me gusta acercarme a un grupo de amigos, oír lo que dicen, o hablar con una mujer o presenciar una disputa, o meterme en una casa de pueblo, o ver herrar a un caballo, oír los pregones de la calles…”, le dirá a Clarín, éste sí un literato. Y pese a lo discreto de las cartas, Galdós confirma en ellas la regla: nadie que no sea una gran persona, como él, puede escribir una obra en verdad grande y llena de vida. Sí, por estas cartas se ve que don Benito hizo honor a un nombre que parece puesto por él mismo. (Lo de la mala uva y el arte tiene mucho más prestigio, desde luego, pero es otra cosa. Ahí está, para confirmarlo, Valle-Inclán, que profirió contra Galdós el insulto más injusto, gratuito y dañino, ejemplo una vez más de que lo que menos soporta un quevedesco es a un cervantino).
Darían estas cartas para escribir mucho sobre la naturaleza humana, el siglo XIX y los españoles. Pero bástenos para cerrar esta reseña esas palabras con las que Galdós se despide de una de sus amantes, un día en que estaba de especial buen humor… Porque se me olvidaba decir: Galdós tiene gracia por arrobas: “Tuyo hasta la j[odía]… muerte”, le dijo a ella, y nos dice a todos cien años después.

sábado, 16 de julio de 2016

"En poder de una novela" por Antonio Muñoz Molina



El verano es la estación de las novelas. He dedicado algunos veranos fervorosos a escribirlas y he dedicado más veranos todavía a leerlas. Cuando se está escribiendo una novela es raro que se lea al mismo tiempo alguna de gran calado, porque cada una de esas dos tareas, escribir novelas y leerlas, requiere una dedicación casi idéntica, una entrega incondicional y duradera. Las fuerzas de la imaginación que hay que concentrar en inventar y escribir difícilmente pueden repartirse o distraerse. Dos inmersiones a tanta profundidad no son compatibles, y no hay tanta distancia entre lo que hace el novelista y lo que hace el lector. El novelista va siendo el primer y único lector de la novela que está escribiéndose. El lector vuelca tantas energías intelectuales y sensoriales en su tarea que él mismo se vuelve novelista y hasta personaje, tan activo y tan necesario como el pianista que le da vida sonora a una partitura. Una novela tiene algo de sueño, de esos sueños lúcidos en los que uno es consciente de que los está soñando y puede controlar su desarrollo hasta cierto punto, aunque no demasiado, porque si pone un esfuerzo excesivo en ese control el sueño se disipa. El sueño de la novela lo hace suyo el lector mediante un proceso íntimo de hipnotismo y contagio. Y si uno escribe con honestidad sabe que la novela no es suya del todo. Igual que el sueño, la novela le pertenece, porque ninguna otra persona habrá podido soñarla, pero no está del todo bajo su control. Nos proponemos escribir un libro, tomamos notas, tenemos hasta un título, escribimos docenas o cientos de páginas, y la novela se desmorona, o se malogra, una casa sin terminar en la que nadie quiere vivir, de la que tal vez se podrán aprovechar con el tiempo algunos materiales de derribo. Pero el lector tampoco elige la novela que le va a gustar, la que va a estremecerlo, a ofrecerle un refugio, un alimento espiritual que ya se integrará tan orgánicamente en él como los alimentos materiales que sostienen su vida. Igual que nos gustaría escribir ciertas novelas y no lo logramos, por mucho esfuerzo que pongamos en ellas —y si lo logramos es peor, porque serán novelas fracasadas, tengan o no lectores— también hay novelas que habríamos querido que nos gustaran mucho, sin conseguirlo a la primera ni a la segunda ni nunca; y no porque estén por encima de nuestra inteligencia o de nuestra capacidad lectora —todo el mundo, con algo de entrenamiento, puede disfrutar de cualquier obra de la literatura. El motivo es que entre esas novelas y nosotros hay una incompatibilidad profunda, que cuentan una historia o están hechas de un modo que no provocan la resonancia necesaria en nosotros. Tenemos entonces la tentación de mentir, de fingir. De mentir y fingir no ante los demás, que no sería tan grave, sino ante nosotros mismos. La sociedad literaria, como la sociedad artística, tiende al papanatismo y a la ortodoxia por debajo de su apariencia de máxima libertad, y hay coacciones ante las que nos inclinamos con una mansedumbre más perfecta porque es inconsciente. Nos gusta, con muchas frecuencia, lo que nos tiene que gustar, lo que otros dicen con seguridad rotunda que les ha gustado, o que es preceptivo admirar. Y hasta una pequeña dosis de simulación malogra por completo la experiencia de la contemplación o de la lectura. El sueño de la novela lo hace suyo el lector mediante un proceso íntimo de hipnotismo y contagio. Otra cosa que tienen en común escribirlas y leerlas es que requiere un tiempo más o menos largo de entrega completa. La plena atención no puede ponerse más que en una tarea. Habrá distracciones, noches en terrazas, viajes, hoteles. Pero la tarea exigirá ella sola el tiempo que necesite, y nosotros velaremos para garantizárselo. Una novela es un organismo estético tan variado, tan completo, tan exclusivo como una sinfonía. Las sinfonías tardan en escribirse mucho más que en ser tocadas, pero lo que el compositor solicita del aficionado es parecido a lo que el novelista le pide al lector: exactamente toda su atención sostenida a lo largo de un cierto tiempo. Uno se educa para leer, como para escribir, o como para escuchar cualquier tipo de música que no sea de consumo instantáneo. El proceso del aprendizaje no termina nunca. Pero al mismo tiempo que se aprende se ahonda en la capacidad de percibir, de disfrutar, de distinguir lo que será valioso para uno mismo. Proust, Joyce, Cervantes, Galdós, Verne, Woolf, Stendhal, Vasili Grossman, Melville, Thomas Mann, Flaubert: todas esas cumbres magníficas de la novela están asociadas en mi imaginación a la anchurosa libertad de espíritu de los veranos. El de este año está todavía casi empezando, pero ya me ha deparado el hallazgo de uno de esos mundos completos que solo pueden contener las novelas. En un hotel tranquilo, en una bahía de Mallorca, leí en unos pocos días Extinción, de Thomas Bernhard, en una de esas traducciones de Miguel Saenz que crearon una nueva prosodia española, un ritmo y una intensidad inusitados para nuestra lengua. Extinción es como Los Buddenbrock comprimida y contada en primera persona por un demente. Me la llevé de vacaciones más bien por azar. Me sumí en ella como en un pozo en el que me faltaba el aire pero del que en realidad no quería salir. Esa potencia narradora y expresiva es el reino exclusivo de la novela, el cumplimiento de sus posibilidades máximas. En el hotel había un libro con fotos de huéspedes ilustres. Estaba Joan Miró, estaba Josep Pla. Pasé una página y vi de pronto a Thomas Bernhard. Así supe que había sido cliente del mismo hotel en el que yo leía su novela. Me gustó imaginar que Bernhard hubiera podido escribirla allí mismo, haber inventado algo de ella sentado al atardecer en una de las mismas hamacas en las que yo me sentaba poseído por mi fiebre lectora.

jueves, 14 de julio de 2016

"Sobre el arte de un escritor" por Eduardo Galeano

El mío ha sido un largo camino hacia el desnudamiento de la palabra: desde las primeras tentativas de escribir, cuando era jovencito en una prosa abigarrada, llena de palabras que hoy me dan vergüenza, hasta llegar a un lenguaje que yo quisiera que fuera cada vez más claro, sencillo, y por lo tanto más complejo, porque la sencillez es la hija de una complejidad de creación que no se nota ni tiene que notarse.
Uno siente primero que el trabajo intelectual consiste en hacer complejo lo simple, y después uno descubre que el trabajo intelectual consiste en hacer simple lo complejo. Y un caso de simplificación no es una tarea de embobamiento, no se trata de simplificar para rebajar de nivel intelectual, ni para negar la complejidad de la vida y de la literatura como expresión de la vida. Por el contrario, se trata de lograr un lenguaje que sea capaz de transmitir electricidad de vida suprimiendo todo lo que no sea digno de existencia.
Para mí siempre ha sido fundamental la lección del maestro Juan Carlos Onetti, un gran escritor uruguayo muerto hace poco, que me guió los primeros pasos.
Siempre me decía: “Vos acordate aquello que decían los chinos (yo creo que los chinos no decían eso, pero el viejo se lo había inventado para darle prestigio a lo que decía); las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio”. Entonces cuando escribo me voy preguntando: ¿estas palabras son mejores que el silencio?, ¿merecen existir realmente?
Hago una versión, dos o tres, quince, veinte versiones, cada vez más cortas, más apretadas: edición corregida y disminuida.
Inflación palabraria El problema de la inflación monetaria en América Latina es muy grave, pero la inflación palabraria es tan grave como la monetaria o peor; hay un exceso de circulante atroz. Algunos países han tenido éxito en la lucha contra la inflación monetaria pero la inflación palabraria sigue ahí, tan campante. Lo que me gustaría, modestamente, es ayudar un poquito a esa lucha contra la inflación palabraria. O sea, poder ir desnudando el lenguaje. Es el resultado de un gran esfuerzo, y no concluido, porque nace cada vez: a mí me cuesta escribir ahora tanto como cuando tenía 15 o 16 años y lloraba ante la hoja de papel en blanco porque no podía.
¿Función social?
La literatura tiene siempre una función, aunque no sepa que la tiene, y aunque no quiera tenerla. A mí me hacen gracia los escritores que dicen que la literatura no tiene ninguna función social. A partir del momento que alguien escribe y publica está realizando una función social, porque se publica para otros. Si no, es bastante simple: yo escribo en un sobre y lo mando a mi propia casa, pongo “Cartas de amor a mí mismo” y me emociono al recibirlas. Pero es un círculo masturbatorio (no quiero hablar mal de la masturbación, tiene sus ventajas, pero el amor es mejor porque se conoce gente, como decía el viejo chiste).
Es imposible imaginar una literatura que no cumpla una función social. A veces la cumple, y es jodido, en un sentido adormecedor, a veces es una literatura del fatalismo, de la resignación, que te invita a aceptar la realidad en lugar de cambiarla, pero a veces es una literatura reveladora, reveladora de las mil y una caras escondidas de una realidad que es siempre más deslumbrante de lo que uno suponía. Por otro lado me parece que lo de la literatura social es una redundancia porque toda literatura es social. Muchas veces una buena novela de amor es más reveladora y ayuda más a la gente a saber quién es, de dónde viene y a dónde puede llegar, que una mala novela de huelgas. No comparto el criterio de una literatura política que además, en general, es aburridísima. 

lunes, 11 de julio de 2016

"El alcalde de Zalamea", arquitectura perfecta y el dilema de Martín Villa


Don Lope de Figueroa reta a Pedro Crespo en tozudez y en hidalguía. Los dos actores refuerzan sus papeles cuando están juntos. Notario y Gómez se encuentran en el escenario y retumban las tablas. Cuando Notario desaparece, Gómez se resiente, renquea y, como el personaje, se hace más pequeño.
De todas formas, la arquitectura es perfecta: la puesta en escena engrandece una obra de verso fácil, de acción trepidante y de personajes hondos. Las sentencias salpican al espectador una y otra vez, como si un oteador de Facebook hubiera estado buscando durante años los mejores dichos acerca de la honra y sus alrededores.
Hasta los graciosos, esos personajes que los preceptistas despreciaban (la degeneración del arte escénico, mezclar tragedia y comedia), se unen al drama para engrasar la maquinaria. El hidalgo ridículo, más Lazarillo que Quijote, es el contrapunto de los héroes, el que relaja la tensión. Con arriesgada apuesta, Lope, Calderón y Shakespeare incorporan a estos personajes a la tragedia. Los hombres serios de su tiempo y del siglo XVIII los vilipendiaron por ello. Yo veo en la inclusión del fool en el Rey Lear, en los graciosos de Lope y en el hidalgo de "El alcalde de Zalamea" la audacia de los genios. Solo autores de altura son capaces de hacer útiles a un bufón en un asesinato y a un bobo en un asunto de honra. Solo la ironía, la desfachatez, el descaro son capaces de estos alardes.
Helena Pimienta deslumbra siempre en sus montajes. Ayer, en "El alcalde de Zalamea" disfrutamos de nuevo de la fiesta del teatro clásico: las jácaras, los chascarrillos, los lances de espada, la música, la danza, el drama, la hondura del verso bien dicho, el espectáculo cómico en toda su extensión jovial del Siglo de Oro.
Al salir del teatro, vemos al exministro de UCD Martín Villa. ¿Con quién se habrá identificado este señor? ¿Con la honestidad incólume de los dos protagonistas o con la rapiña desaforada del capitán? Quién sabe.
Y otra pregunta: ¿Qué es el calor de Almagro ante todo esto? (a esta sí respondo) Nada y menos que nada.  

domingo, 10 de julio de 2016

"Perfect day", "Reina Juana" o el placer que proporcionan los cómicos


Cito la canción de Lou Reed porque siempre queda muy bien hacer referencia a los clásicos y porque es una de las pocas frases que entiendo en inglés.
Ayer por la mañana tuve la oportunidad de conocer a un cómico, Steven Berkoff. Le escuché opinar sobre el mundo escénico y sus alrededores y salí tan satisfecho como un estudiante de ESO cuando oye el timbre que anuncia el fin de las clases. Por la noche, tuve la suerte de ver sobre el escenario a otra cómica, Concha Velasco. Yo no era nada de Concha Velasco (¡qué idiota!). Ahora me rindo a sus facultades artísticas. Los dos, Concha y Steven, pasan con mucho de los 70. Los dos parecen gozar de la sabiduría y el empaque que da la vejez, y no se les notan en absoluto los achaques que la acompañan. Como decía el cómico británico, un actor debe morir sobre el escenario si aún conserva el niño que llevan dentro todos lo cómicos. Y Concha Velasco no lleva a un niño dentro, sino a toda una escuela. En "Reina Juana" actúa ella sola. Durante hora y media es capaz de emocionar al espectador con una interpretación impecable, contenida y llena de pasión. Da vida a un personaje de talante shakespeareano, al que solo le quedan palabras, palabras y palabras. La caldera hirviendo que es Almagro en verano se alivió con la frescura de la cómica. De las tablas, de sus tablas, brotaba una lluvia ligera que nos empapaba a todos y nos despojaba de la aridez impuesta por la canícula.
Cuando terminó el espectáculo, Concha se acercó a la boca del escenario y alargó la mano para estrechar la de los espectadores. Yo no me atrevía a dársela, me daba pudor romper el encanto, quebrar la barrera que nos separa del mundo creado más allá del patio de butacas. No quería perder a la Juana que había revivido la cómica durante hora y media. "Just a perfect day" canta Lou Reed porque ha bebido sangría en el parque. Yo también, y además he gozado, entre vaso y vaso, del intenso sabor de la comedia.  

sábado, 9 de julio de 2016

Steven Berkoff en Almagro: "Nos hemos convertido en cerdos que gozan con la porquería".


En el Palacio de Vadeparaíso de Almagro disfrutamos de las opiniones de Steven Berkoff acerca de los villanos de Shakespeare y del estado del arte escénico en la actualidad. El actor, director y escenógrafo británico, de 78 años está de vuelta de todo. Se nota en su talante que le importa muy poco quedar bien o mal con nadie. Pide un abanico y contesta a las preguntas. No para alabar, ni para molestar, sino para transmitir opiniones que parecen sinceras (no olvidemos que es un actor). Sin concesiones, sin hipocresías, sin diplomacia, con inteligencia.
Berkoff desprecia las preguntas inanes sobre su vida privada. Las aparta como al insecto molesto y se queda con lo sustancial. La traductora se esmera por transmitir la profundidad de las palabras del actor. Cuando cita a Shakespeare no se atreve a traducirlo. Con buen criterio se disculpa, "es Shakespeare" y no traduce, después de escuchar el ritmo del verso blanco en boca del viejo director. Berkoff habla del mundo mediático actual: "Estamos envenenados por el excremento (así lo traduce la muchacha con melindre, azarada). Se nos da de comer tanto excremento que hemos acabado por no apreciar nada que contenga una cierta complejidad. Shakespeare no atrae al público actual porque nos han envenenado con simplicidad, con comedias insustanciales que nos impiden pensar. En la BBC triunfa un programa deleznable con el que el público es feliz, disfruta con sonrisa de idiota. Se está asesinando a la civilización. Una vez al mes, por mala conciencia emiten una buena serie como "Guerra y paz" y así salvan su digestión. Se ha formado un público idiota para una programación teatral, cinematográfica y televisiva idiota. La música pop nos echa azúcar por encima y nos convertimos en dulces sin sustancia incapaces de gozar de la amargura y la complejidad de la música y el arte verdaderos. Todo es idiotez, veneno y excremento. Harry Potter es el ejemplo máximo de la idiotez, del envenenamiento, del excremento en el que nos rebozamos. No ha habido ningún gran dramaturgo desde Arthur Miller. Desde "Las brujas de Salem" no se ha representado nada que valga la pena. Los productores no permiten que se lleve al escenario nada que sea mínimamente complejo y profundo. El público ya no lo acepta. Nos hemos convertido en cerdos que no merecen nada mejor que no sea porquería".
Berkoff, recio, de gesto rotundo y mirada intensa. El lóbulo en el centro de la frente, escamoteado por la deformidad de la vejez, aún me recuerda sus interpretaciones en el cine. Berkoff habla de Shakespeare, se recrea en sus villanos, en la maldad intrínseca de sus personajes. Fascinado por Macbeth, por Hamlet, por Ricardo III, intenta explicar cuál es el sentido de estos personajes, cuál es la enseñanza que nos transmiten. "Todos llevamos un asesino incorporado. Todos somos villanos. Solo el teatro, solo el arte es capaz de curarnos esta maldad intrínseca y evita que no la saquemos a pasear. El teatro griego se representaba en escenarios inmensos en los que cabía todo el pueblo sin excepciones. Por eso no conocemos villanos griegos, porque la enseñanza de las tragedias griegas evitaba que saliera lo peor de nosotros mismos (no en vano el teatro griego es el mejor que ha existido nunca). Los villanos comienzan a existir en Roma (Calígula, Nerón). El teatro sirve de antídoto contra la maldad. Todos los asesinos de las obras de Shakespeare tienen conciencia. Sin ella no tendrían justificación. Todos saben lo que están haciendo, a todos les remuerde de un modo u otro la maldad que están cometiendo. Su maldad despierta nuestras conciencias. Macbeth, por ejemplo, es un cuento narrado por un idiota absorbido por significados vacíos. Está representando un drama en el que él actúa de asesino. No quiere matar más, pero si no lo hace la obra no puede continuar, retrocedería. "Estoy tan metido en la sangre que ir hacia atrás es un error". Debe matar para que la trama siga adelante. Hamlet quiere implicar a los actores en su asesinato. Los convoca a palacio para que representen el crimen, para quitarle hierro a su acto de maldad. Es consciente de que su actitud lleva a la destrucción. Nos ofrece una enseñanza, un antídoto contra la iniquidad. Me gustan los villanos porque están enfermos. Y yo, como el doctor que se entusiasma estudiando las enfermedades terminales, analizo los comportamientos de los asesinos para comprobar el mal del individuo. El doctor/actor forense detecta la enfermedad y se inyecta una porción pequeña de virus para inmunizarse contra ella. El actor que representa al villano se convierte por un momento en asesino, el problema es no saber discernir cuándo se está fuera y cuándo se está dentro de la escena. Le pasó a Daniel Day Lewis. Representaba a Hamlet y había muerto su padre hacía poco. Se salió del teatro literalmente, se trastornó. Algunos se endiosan y viven una existencia deforme".  
Nos habla Berkoff de la historia del teatro, de cómo en el siglo XIX se recupera en parte la reputación de los grandes actores y directores. Es la oportunidad para que las instituciones públicas den dinero a los actores para elevar el teatro al púlpito que se merece, pero quién va a dar dinero a unos borrachos, a gente de tan mal vivir como los cómicos. Prefieren dárselo a los niñatos abstemios que salen de Oxford y Cambridge que no saben nada de teatro, pero administran mejor que nadie las libras en su provecho. Así comienza la degradación de la escena. Y del cine. Hollywood está prostituido de esta forma, como el teatro actual, como la televisión, como el arte en general.
Shakespeare nos mejora cuando somos capaces de comprenderlo. Sus héroes: Enrique V (joven que suspira al público, lo despierta) Tito Andrónico (sus discursos extraordinarios para salvar a Roma de la guerra cuando acaba de enterrar a su hija), Oberon (un artista de las palabras que encanta con ellas, con monólogos alucinógenos), Otelo (la profundidad de su dolor)... Todos ellos en la figura de un hombre orondo, con la notabilidad de los años rasgando su rostro, con el sosiego y la pasión de su palabra dibujando a los villanos de Shakespeare, con la fascinación del que ha vivido sobre el escenario y fuera de él.
Carmelo Gómez le aplaude con exageración, con un gesto desmesurado que nunca le he visto en la pantalla. Del vino y del jamón de la Dehesa de después ni hablamos.

martes, 5 de julio de 2016

"La resurrección como regreso a la infancia" por José Luis Cuerda


Si todos vamos a resucitar gloriosos, yo me apunto. No sé si cabremos en el mapamundi, pero eso lo arreglará Dios omnipotente. A mí me gustaría viajar a ese delirio. Es de noche. Mi madre se inclina sobre mi hermano Abel y sobre mí, nos besa y se va a fregar los cacharros de la cena. Ya a oscuras, yo he tenido la precaución de taparme hasta el cuello debajo del embozo. No puede quedar ninguna mano colgando fuera del colchón. Me da terror que me la pueda tocar algún muerto de los que, quién sabe, quizás se esconda debajo de la cama. Poco a poco, me quedo dormido. A veces no puedo. Mi padre suele volver a casa hacia las tres de la mañana. Viene de jugar al póker en el Casino Primitivo. Vivimos de eso. De lo que gana. Es un gran jugador. Dormirme, dormirme lo hago cuando mi padre abre la puerta de la calle y la cierra detrás de él. No quiero resucitar durante los meses que estuve en la cama con una pleuresía. Me ponían una inyección diaria. Dolía mucho. Mi padre me daba diez pesetas si no lloraba y un duro si lloraba. Don Rafael, el practicante, despotricaba contra Don Liberato, el médico que recetaba el antibiótico, y contra mí, que, ambicioso ya, había cogido el vicio de pedirle que me diera también sus honorarios. Nunca lo hizo y yo lloraba.

Me gustaría, para terminar, que a aquel viaje de mis seis años me acompañara mi nieta Manuela. Ella tiene uno y medio y me sonríe siempre que me ve. Aunque nos separe una gran distancia. Tiene buena vista. Y unos dientecillos muy eficaces. 

Argumento de "Te negarán la luz"


1095, Clermont. Urbano II lanza una proclama para  participar en la Primera Cruzada contra el infiel. Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania, se encuentra allí para otros menesteres bien distintos. Excomulgado por haber repudiado a su esposa, busca el placer entre señoras y villanas. Agnes, una ramera del ejército de mendigos de Pedro el Ermitaño le deja un recuerdo especial. Ronsard, senescal de Guillermo, le dará noticia cumplida de Agnes y de la peripecia miserable en la que Pedro embarcará a su turba de desharrapados, desde Colonia hasta Jerusalén.
Durante su visita al condado de Tolosa, Guillermo tiene un escarceo erótico con la sobrina del conde, Felipa, que acaba en matrimonio. De vuelta a Poitiers, las disputas con el nuevo obispo Robert D´Arbrissel desembocan en la fundación de una mancebía de lujo que da la réplica a la abadía de Fontevrault, regentada por el obispo, donde se recluyen las mejores damas de la nobleza aquitana.
Guillermo concierta una alianza con William el Rojo, rey de Inglaterra, para invadir los feudos del rey de Francia. Son derrotados por el francés y de vuelta a Poitiers le comunican a Guillermo que su “Mancebía del Paraíso” ha sido abrasada por el fuego. Convencido de que el obispo D´Arbrissel ha sido el causante, va contra él y está a punto de matarlo dentro de la catedral. En el Palacio de Poitiers lo espera su esposa Felipa. Guillermo fracasa en el acto amoroso por primera vez en su vida. El hecho lo sume en la desesperación. Cree que William el Rojo lo ha embrujado. Desolado, abandona todas sus obligaciones.
Solo una mujer es capaz de sacarlo del marasmo, Maubergeonne, la Peligrosa, casada con uno de sus condes. Vivirá con ella una pasión fuera de toda norma. Cuando su esposa se entera, huye de Poitiers para refugiarse en el monasterio de Fontevrault junto con su hija.
El rey inglés muere, víctima de una emboscada. Jerusalén ha sido conquistada por el papado y Guillermo emprende su propia cruzada a la Ciudad Santa con el fin de conocer la hierba hasis de la que le hablaba Ronsard en sus cartas, así como las delicias de los palacios orientales. En el monasterio de Cluny, Guillermo come la hierba por primera vez y tiene una experiencia maravillosa. La alucinación lo transporta a una catedral mágica, llena de odaliscas y de luz, de la que toma buena nota una niña.
  La mala experiencia del abuso de la hierba y la muerte de D´Arbrissel lo hunden en la superstición. Una alucinación en las caballerizas, un día antes de la muerte del obispo, provoca que el duque de Aquitania busque una expiación religiosa por primera vez en su vida. Se enrola en la Cruzada contra el moro lanzada por el rey de Aragón. En Zaragoza le encargan una embajada para visitar al rey almorávide de Sevilla. El viaje de Guillermo por tierras de España lo devuelve a su naturaleza silvestre. En Sevilla, Guillermo se encuentra con un mundo nuevo. Un misterioso rey árabe transforma su visión de la realidad y de la poesía. El legado del rey poeta convierte a Guillermo de Aquitania en el creador de un nuevo género lírico que inventará el amor, después de haberlo degustado en todas sus versiones. 

domingo, 3 de julio de 2016

De la Toscana a Venecia: V Verona y Milán


La última jornada de este viaje por el norte de Italia nos reservaba una extenuante sesión de autobús y aeropuerto conjugada con visitas de eyaculación precoz. El calor, como no podía ser de otra manera, se ha unido al deterioro. Ocho horas de autobús, cuatro de aeropuerto y avión, y, entre medias, visitas precipitadas  a ciudades que hubieran merecido más reposo en el viajero.
En Verona, una hora japonesa: circo romano, balcón de Julieta, botella de agua, carrera, vistazo, media vuelta y autobús. Si hay algo más agobiante que este tipo de turismo es este tipo de turismo con altas temperaturas. El autobús nos deja tullidos. Bajamos con las articulaciones en la mano, corremos y deglutimos. El Duomo de Milán, galería Victor Manuel, Scala, corre que perdemos el autobús. Hasta luego, hasta nunca.
Por suerte los chicos no son díscolos, ni energúmenos, colaboran con admirable disciplina. Y, a pesar de su buen proceder, estas visitas de "toco y me voy" tienen el mismo sentido que escuchar un concierto de Chet Baker bajo el agua.
Un respiro en el aeropuerto: uno de nuestros muchachos se atreve con Chopin en un piano dispuesto para amenizar las colas del embarque. Delicioso. Recuerdos dulces, amargos, de Venecia y sus alrededores. En el avión los azafatos y azafatas rememoran la película de Almodóvar "Amantes pasajeros", eso sí, mejoran la interpretación y el argumento. Era inevitable. Solo queda el viaje de Madrid a San Clemente. A las tres de la mañana nos prometíamos dos horas y media de reposo, pero no, el conductor se empeña en celebrar la culminación del viaje con una potente sesión de electrolatino. Todo sea por la educación de nuestros adolescentes.

viernes, 1 de julio de 2016

De la Toscana a Venecia: IV Venecia


Por poco perdemos el vaporeto a Jésole y, visto lo visto, no nos lo hubiéramos perdonado nunca. La llegada a Venecia a través del mar es un espectáculo irrepetible. En el relato de Thomas Mann y en la película de Visconti, "Muerte en Venecia", el protagonista (como nosotros) desembarca cerca de la plaza de San Marcos. Un elefante viejo que busca su cementerio, un cementerio rodeado de belleza, huesos de mármol y colmillos lobulados. Pese a que los bárbaros intentamos devorar, armados con nuestros teléfonos móviles, cualquier lugar señalado en las guías turísticas, es difícil usurparle el encanto a esta ciudad del desencanto. Hasta los adolescentes callan al pisar la plaza de San Marcos. Su entusiasmo no suele estallar con los paisajes, ni con los monumentos, ni con las construcciones inmemoriales, pero este lugar es capaz de contaminar hasta los espíritus más alterados por la pubertad.
Venecia se hunde y los bárbaros colaboramos en la empresa, pero de su hundimiento, de su decadencia, se extrae la más peculiar de sus virtudes. La vulgaridad del comercio, del todo se vende, me ha resbalado por los hombros y ha caído víctima del aroma a muerte y belleza que da lustre y enmohece la piedra. Atravesamos los puentes que vadean los canales, flotamos sobre las losas de granito que aguantan el peso de los bárbaros. Ni las máscaras, ni los mercachifles, ni las turbas de japoneses son capaces de acabar con la estética de lo decadente..
Los chicos cantan, se excitan, se retuercen exorcizados por los arcos orientales de San Marcos. Nosotros asistimos, desde nuestra propia decadencia, al fin de algo, no sabemos qué. Por la noche, en una playa frente a Venecia, los adolescentes se bañan en el Adriático. La espontaneidad, el vigor, la jovialidad levantan el mar y lo agitan de vida. Contemplamos nostálgicos el poder y la belleza de la juventud. Esta noche, bajo la luna veneciana, experimentamos el mismo dolor, el mismo placer, que el protagonista de "Muerte en Venecia". Mientras, ellos, los vivos, se sumergen, gritan, chapotean. Nosotros nos recreamos en la nostalgia, en la oscuridad, en el fin de la locura.

miércoles, 29 de junio de 2016

De la Toscana a Venecia: III Bolonia y Padua


A Bolonia todavía no han llegado los bárbaros. En sus calles se respira el aire decadente del ocio dominical. El sosiego, el silencio, el rumor del agua de una manguera cayendo sobre las losas de granito ayudan a disfrutar de los sólidos edificios universitarios. El pasado y el presente se concitan al pie de las dos torres inclinadas (sí, también aquí se tuercen las alturas medievales como lacayos rindiendo pleitesía). En la plaza Mayor está todo dispuesto para celebrar un festival de cine. Las sillas de plástico blanco contrastan con la reciedumbre de la piedra antigua como la gran pantalla rodeada de edificios medievales en los que el mármol no pudo conquistar por completo las fachadas. El adobe rojo muestra los músculos de la catedral, despellejada de la piel de mármol hasta su mitad. La morosidad del domingo permite disfrutar de la belleza y del pasado sin el enervante tráfago de las riadas de bárbaros.
Bajamos por una calzada romana cuyas losas aguantan sin inmutarse los cantos festivos de nuestros muchachos (del himno del Sevilla a la canción de Marco, pasando por el costumbrismo religioso). La gente observa divertida y abochornada la procesión.
Recorremos unos cuantos kilómetros en autobús, pero al bajar parece como si hubiéramos cruzado la frontera de otro continente. Las cúpulas orientales de la basílica de San Antonio de Padua recuerdan a Constantinopla. También la abierta plaza cruzada por canales y puentes. Es la fiesta de San Antonio. Las imágenes religiosas franquean la entrada de la basílica y estremecen por su patetismo: una mezcla de ninots falleros e ídolos mexicanos. Dentro, dos largas colas rinden culto a la superstición: en una se espera para venerar la tumba de san Antonio; en la otra, para besar las reliquias del santo. Un tránsito al Paraíso, la última posta antes de saborear la delicia de Venecia.  

domingo, 26 de junio de 2016

De la Toscana a Venecia: II Florencia


Cuando llegamos a Florencia la estaban arrasando los bárbaros. Los bárbaros (nosotros incluidos) rapiñamos su comida, los calzoncillos del David, las jarras de Bruneleschi, los calendarios de curas, los capuchinos de 5 euros... Robamos con nuestros aparatos diabólicos la armonía de la Academia y el equilibrio de los Uffizi. Todo lo vulgarizamos y lo sometemos al desgaste de la prisa y el hacinamiento. Las hordas se apiñan en la piazza de la Signoria, en la de la Paja, en el ponte Vecchio, frente a las puertas del Paraíso (por supuesto sin esperanza de que nos dejen entrar)... En la Academia, un chino ya maduro sopesa, gracias a los milagros de la perspectiva, los testículos del David de Miguel Ángel. En la plaza de la Paja dos jóvenes cabalgan el jabalí de bronce y besan su hocico, pulido por los bárbaros. Alemanes con la mirada muerta apagan la Primavera de Botticelli. Dos japoneses intentan enderezar las serpientes que atrapan al Laocoonte. Muchachos en galeras arrasan vociferantes los mármoles de la catedral y la cúpula de Bruneleschi. Es un plan muy bien diseñado: a los florentinos se les ha convencido de que los bárbaros somos su alimento, cuando está bien a la vista que somos nosotros quienes estamos devorando a los pobladores de esta ciudad y a su pasado sin piedad y con pocos escrúpulos.
Por otro lado, si a uno se le ha soltado el cuerpo, es difícil apreciar la grandeza del arte. Y a consecuencia de este estado me asalta una revelación: no pienso visitar más ciudades que aparezcan en los circuitos turísticos; de ahora en adelante, solo viajaré a lugares que estén reconocidos por el mal gusto de sus construcciones y por no albergar museos de renombre (como mucho el de tortura). Me niego (con mi indecente gastroenteritis) a volver a formar parte de las hordas de bárbaros que desalman ciudades eternas, las devoran y las convierten en productos comerciales.
PD.: Seguro que en cuanto mi estómago recupere el sosiego me olvido de este propósito de enmienda y vuelvo a fotografiar a mis alumnos desparramados a los pies del David, como si ellos fueran las víctimas y no el gigante.

sábado, 25 de junio de 2016

De la Toscana a Venecia. I Pisa y Lucca


Pisa es el paraíso de los "selfies" y las fotos engañosas. El arquitecto del campanile sí sabía que su construcción se inclinaría con el paso de los siglos y también sabía que las costumbres sociales degenerarían hasta el gregarismo más estúpido. El espectáculo arquitectónico del Campo de los Milagros no es el objeto de las visitas, sino la afición malsana por las cucamonas, las cabriolas y las contorsiones imposibles cuando a uno le toman una instantánea. La turba de turistas se afana, se enfada, se apiña y hasta llega a las manos si es necesario por conseguir una fotografía que refleje cómo él y no otro es el que sujeta la Torre de Pisa para que no caiga. Los secretos de la perspectiva ya no lo son. Los maestros del Renacimiento caerían muertos ante tanto avanzado. Todo el mundo es experto ya en los misterios del delante, detrás, derecha, izquierda, cerca y lejos.
Los españoles y los japos somos mayoría. No hay quien nos venza en el arte del turismo de eyaculación precoz. Aún no hemos pasado por el baptisterio, cuando ya estamos en otra ciudad. Eso sí, pertrechados con un buen arsenal de imanes de escayola y camisetas de la torre.
Lucca, aquella ciudad tranquila, de calles frescas, sin tráfico, enlosada con grandes lápidas de granito, con sus torres medievales jalonando las callejuelas, ha sucumbido (como todas) al fútbol en estos días de Eurocopa. El escándalo de los aficionados aplasta los restos del sosiego y convierte la ciudad serena en un hervidero de gritos fanáticos y locutores desaforados. Italia y Suecia juegan en las calles de Lucca. Los futbolistas patean los adoquines y hacen temblar la estampa lírica de la plaza del Anfiteatro.
Por la noche lo de siempre: salgo de la habitación, echo una bronca a los alumnos y, cuando me doy cuenta de que no son de nuestro grupo, vuelvo a la cama y pienso que, o estoy perdiendo vista o estoy ya mayor para andar de pueblo en pueblo (como los cómicos de la legua) paseando adolescentes por todos los rincones del mundo.
El hotel de Montecatini se llama "Villa Rita". Esperemos que el nombre se haya puesto en honor de la hija de Miliki y no para venerar a la musa de la ruta del "caloret".

domingo, 12 de junio de 2016

"Antonio Muñoz Molina, una poética en calzoncillos" (sobre Como la sombra que se va) por Íñigo F. Lomana



El multipremiado y academizado Antonio Muñoz Molina publicó el pasado mes de noviembre Como la sombra que se va, su última novela hasta la fecha. Inmediatamente después dio comienzo la estruendosa salva de panegíricos, ditirambos y lametones con la que el periodismo cultural español suele saludar este tipo de fenómenos editoriales. Gracias a El País hemos podido saber que el autor es un “militante de la sencillez” que posee no sólo una “rigurosa transparencia narrativa”, sino también “un fraseo medido para indagar entre las brumas”. Es un hecho cierto que el autor de Úbeda vive en un territorio narrativo cubierto por una espesa niebla. Sin embargo, resulta muy discutible que su fraseo pueda considerarse “medido”. En un alarde de profundidad teórica, un reseñador de El Cultural nos informaba de que el académico jienense se ha decantado en su madurez por “enfocar los grandes temas desde los mecanismos del estilo propio”. Estoy seguro de que los eruditos del futuro tendrán mucho trabajo analizando esta arriesgada aseveración. El siempre sagaz Pozuelo Yvancos puso el broche de oro a este festival afirmando en las páginas de ABC que a Muñoz “este libro le ha salido tan bueno porque el lector lo siente verdadero”, lo cual nos recuerda aquello que decía Nabokov de que cuando oímos a un crítico hablar de sinceridad, o es tonto el crítico o lo es el autor. Con la unánime aprobación de los mandarines, Como la sombra que se va acabó encaramándose al podio de las diez mejores novelas de 2014 (muy bien acompañada por Así empieza lo malo de Javier Marías y El impostor de Javier Cercas).
Los poderosos sensores creativos de Antonio Muñoz Molina captaron el primer chispazo compositivo de Como la sombra que se va durante un viaje a Lisboa en el año 2013. Eso es al menos lo que aseguran las glosas promocionales que escoltaron al libro hasta las tiendas. Al parecer, el académico se acordó entonces de algo que había leído unos años atrás: en 1968, después de asesinar a Martin Luther King en Memphis, James Earl Ray pasó cerca de diez días escondido en un sórdido hotel lisboeta. Esta palpitante sustancia literaria pedía a gritos un fino estilista que le diera forma. Pero Muñoz quería hacer de su nueva novela algo muy picante y sofisticado. Limitarse a narrar la huida de Ray estaba muy por debajo de su talento. Así que se puso a atar cabos. Después de hondas cavilaciones se dio cuenta del asombroso póquer de casualidades que tenía entre manos. No sólo había reparado en las andazas del asesino de Luther King en Lisboa precisamente durante una estancia en Lisboa, sino que además él era autor de un libro titulado El invierno en Lisboa, ¡para escribir el cual tuvo también que viajar a Lisboa a mediados de los ochenta! Delante de sus narices parpadeaban nada menos que cuatro Lisboas y cuatro planos temporales diferentes: el sueño de cualquier escritor contemporáneo. Entonces, ¿por qué no aprovechar esta increíble conjunción de tiempos y espacios para escribir un libro que fuera al mismo tiempo el relato de un famoso atentado, la autobiografía literaria de un escritor en ciernes y una profunda reflexión metanarrativa sobre la gestación de El invierno en Lisboa? Claro que sí: ¡por qué no! Al poeta de Mágina se le presentaba una oportunidad única para hablar de lo único para lo que está verdaderamente dotado: su insondable ego.
Nace así una novela pretenciosa, cursi y llena de sonronjantes clichés (todo el mundo en ella ríe a carcajadas, come a grandes bocados y tiene sensaciones sordas) en la que su autor se ha propuesto, entre muchas otras cosas casi todas ellas fallidas, darle a la ficción metanarrativa un refrescante toque personal. En la tradición metaliteraria previa a la publicación de esta obra, los escritores solían detener sus digresiones a las puertas del cuarto de baño. Allí despedían al lector y se retiraban a la sagrada soledad de sus váteres con un ejemplar de Narratología para seguir documentándose. Muñoz Molina considera este pudor innecesario. Con un gesto de franca complicidad nos invita a que le acompañemos hasta el retrete, desde donde tiene cosas muy importantes que decirnos sobre la vocación de escritor. Al fin y al cabo, ¿qué lector de El invierno en Lisboa no se ha preguntado alguna vez cómo le olía a su autor la primera meada del día? ¿Qué fan del académico no ha deseado ser testigo de una de sus diarreas? En Como la sombra que se va estas inquietudes han quedado satisfechas con un grado de detalle que le resultaría embarazoso hasta incluso al más fanático de los exhibicionistas.
Va a ser muy incómodo para mí reproducir el siguiente fragmento, pero les ruego que disfruten de las evidentes similitudes con T. S. Eliot: “Vomité a chorros en el suelo de la bañera” –nos confiesa el Premio Príncipe de Asturias de las Letras– “en el lavabo, en la taza del váter, en el espejo en el que no reconocía mi cara. Debajo de mis pies descalzos, el suelo era un charco de vómitos. Su hedor agrio de alcohol me provocaba más arcadas y me hacía vomitar más (…) Mi cuerpo zarandeado y aterido expulsaba inmundicias por todos sus caños. Había alcohol en el sudor, en los orines, en las heces, en el aliento”. Después de leer esta increíble marranada uno se pregunta, ¿qué función cumplen estas singulares confidencias en la trama o propósito general de la novela? ¿Qué relación guardan con Martin Luther King, con Lisboa o con el arte de escribir? El propio Muñoz Molina ha reconocido en una entrevista que su novela “no tiene esa metaliteratura que lleva al escritor al estrellato”. Por muy pedestre que resulte esta frase, nos sentimos obligados a darle la razón. La suya es más bien el tipo de metaliteratura que hace descender a su responsable hasta las más inquietantes simas del ridículo.

Hace tiempo ya que la metaficción dejó de ser un simple ejercicio experimental. Lo que John Barth llamó una vez literatura del agotamiento se ha transformado en nuestros días en una grotesca estrategia de marketing editorial que actúa desde el interior de las obras mismas. Cuando una novela es elevada a la condición de arte al margen de sus cualidades, necesita acudir a algún tipo de referente legitimador para proclamar su condición literaria. En el caso de Como la sombra que se va, su autor se esfuerza por convencernos de que la elección del punto de vista es en realidad un homenaje al prodigio narrativo de El gran Gatsby. Podemos afirmar con rotundidad que no es así, aunque tenemos que reconocer que el punto de vista elegido por Muñoz Molina logra también crear su propia atmósfera de inquietud y misterio. Durante cientos de páginas el lector tiene la impresión de que Ray es un retrasado mental, un caso clínico de oligofrenia. Sin embargo, el narrador que está filtrando los pensamientos del asesino nos revela en un determinado momento que  su “coeficiente intelectual” es de 108. ¡Cómo! −exclama el lector con el corazón encogido−. Entonces, ¿por qué teníamos la impresión de estar siendo interpelados por un idiota? ¿Quién era el borderline que nos hablaba? No estamos seguros. Pero intuimos que, además de Muñoz Molina, alguien más debe haber estado enredando con las voces narrativas. Un académico de la lengua jamás escribiría “coeficiente intelectual”.
El jurado que el pasado mes de marzo concedió a Como la sombra que se va el Premio de la Crítica de Andalucía ha destacado en su fallo que la obra contiene “sugerentes consideraciones teóricas sobre la novela”. ¿Ah, sí? Pues, ¡echémosle un ojo a alguna de esas valiosas aportaciones! Lo primero que su autor nos dice al respecto es que “la literatura se hace con lo que existe y con lo que no existe”. Inmediatamente después añade que el acto de escribir es “dejar cosas no dichas” y también “envolver a las personas y a los lugares en un celofán de belleza ilusoria”. ¿Sólo eso? ¡Que va!  La literatura consiste principalmente en “ir desde lo que no se sabe hasta lo que se sabe”. Generaciones enteras de artistas se zambullirán en este pozo de sabiduría para aprender del maestro. Pero Muñoz Molina tiene también importantes consejos que darnos acerca de cómo deben titularse las novelas. Presten atención: un título tiene que ser como “una llama encendida de lejos que alumbra apenas un material desconocido, una dudosa claridad de luna en un paisaje nocturno”. En ocasiones tenemos la impresión de estar leyendo un sencillo cuento infantil o un tosco manual para pacientes con taras neurológicas severas.
De la imaginación se afirma que “no puede predecir nada” ni tampoco “simular lo inesperado de la vida”. Vaya, parece que la imaginación no sirve para nada. Debe ser que se ha quedado sin fuerzas, como todos nosotros, al ser informada por el académico de que “el porvenir puede ser muy largo”. Sin embargo poco después nos enteramos de que “en el laboratorio de la imaginación se sintetizan experiencias beneficiosas igual que se sintetizan vitaminas en un laboratorio”. Esto hace que recuperemos un poco la confianza en el poder de la imaginación, ¿no? A continuación, Muñoz Molina aparta de un empujón a Gerard Genette y afirma con autoridad que “en lo que consiste una historia es en el progreso imparable hacia una conclusión (…) Una historia exige un final”.  Y, ¿qué es un final? Pues muy sencillo, “es una raya en el tiempo. El gesto puede ser tan rotundo pero en el fondo tan irrisorio como una raya trazada en el agua”. ¡Una raya trazada en el agua! “Oír a alguien llamarse a sí mismo escritor” –concluye el Premio Nacional de Literatura en 1988– “me sonaba tan embarazoso como oírlo llamarse poeta”. A mí también me pasa esto a veces, don Antonio.
La crítica ha señalado que la novela ofrece una “desasosegante memoria literaria de Lisboa”. No estoy seguro de que pueda hablarse en sentido estricto de una memoria literaria, pero puedo garantizarles que lo que se dice de la capital portuguesa es muy desasosegante. La Lisboa de Muñoz Molina está habitada por “hombres renegridos que enseñan sus pústulas al sol o se arrastran con las piernas cortadas”. ¿Quién no sentiría una profunda desazón al encontrarse con mendigos que serpentean por las calles cargados con sus miembros amputados? También merecen nuestra atención los maniquíes de la ciudad, de los que cabe destacar, entre otros asombrosos atributos, “sus miradas perdidas”. En esto deben diferenciarse, supongo, de los maniquíes de Boston que lo desarman a uno con sus ojazos llenos de intensidad. Y, ¡qué no decir de esas prostitutas asomadas a los balcones “con los pechos estallando por las camisas desgarradas”! Imagínense el pasmo del caminante que va escuchando estas deflagraciones mamarias mientras enfila las endemoniadas cuestas de Alfama. El lector debe tener claro que ha ingresado en un espacio literario a medio camino entre Mad Max El castillo de Otranto; una extravagante anti-tierra en la que, para colmo, se habla un idioma –el siempre exótico portugués– que produce en quien lo oye “una embriaguez acústica de promesas” y es “tan molesto como un jarabe”.
Después de mucho jadeo y mucho ahuecar los sobacos, alcanzamos por fin las últimas doscientas páginas. Lo primero que nos llama la atención es lo negligente que se ha vuelto la corrección del texto. De repente la sintaxis se hace juguetona y caprichosa. Las palabras empiezan a repetirse hasta tres y cuatro veces en la misma página, y a menudo también en la misma frase. En este tramo final, todos los seres humanos con los que nos encontramos son “pálidos”, lo cual es bastante comprensible dado que apenas existe un solo lugar que no esté en “penumbra”. Llegados a este punto, empieza a sorprendernos que la novela tenga sólo medio millar de páginas. A juzgar por el profundo desconocimiento que el escritor tiene tanto del noble arte de la elipsis como de los más básicos rudimentos de la ficción, bien pudiera haber abarcado trece volúmenes. Para Muñoz Molina narrar consiste en soltarnos todo lo que ha leído acerca de un asunto y adornarlo con cientos de “generalizaciones chorridentas”, como diría Manuel García Viñó, y montañas de infantiles metáforas. La crítica más indulgente ha definido esta práctica novelística como morosidad acumulativa. Con todo, la extensión de la obra cumple una función esencial: aturdir al lector para que pierda los puntos de referencia. A partir de un determinado momento uno tiene muchas dificultades para distinguir lo ridículo de lo normal; lo banal de lo relevante. Una función similar cumple la propia novela (y todas las que juegan en su misma liga) dentro del panorama de las letras españolas contemporáneas. Gracias a ellas lo mediocre se ha convertido en cima, facilitando así el trabajo de los duendes del marketing editorial que tienen a su merced a un público desorientado y entumecido.

Una vez acabada la novela, tenemos la certeza de que lo único que realmente le importaba a su autor era contarnos cómo cambió su vida tras la publicación de El invierno en Lisboa. En realidad el asesinato de Martin Luther King es una mera excusa para ventilar una serie de obsesiones personales relacionadas con el éxito, el ascenso social y el reconocimiento público. James Earl Ray no es más que un personaje secundario en la Gran Autobiografía de Antonio Muñoz Molina; la contrafigura de un fracasado por contraste con la cual debe brillar la fulgurante trayectoria intelectual del autor. Para que veamos cómo de saneada está la contabilidad del académico, se nos presentan algunas facturas e informes. Nos enteramos así de que el “dinero inesperado y como milagroso” de las ventas de El invierno en Lisboa le permitió abandonar su vida de “funcionario raso” en Granada. Lloramos de alegría cuando declara orgulloso que en lugar de coger el tren ahora se desplaza en avión. Tampoco escribe ya a máquina, en la actualidad pilota un potente Macbook Air. La irrelevancia de todos estos chismes es sobrecogedora.
La felicidad  que el éxito y el dinero han proporcionado a nuestro autor es tal que ha dejado el alcohol (y también la ocasional rayita de coca con la que lo acompañaba). Ahora escribe “bebiendo té, o agua fresca, o nada” porque “las mismas palabras fluyendo de los dedos y deslizándose por la pantalla del ordenador liberaban sus propias sustancias euforizantes”. ¡Sublime decisión! Las cosas le van tan bien que incluso ha dejado a su mujer –¡y eso que tenía una plaza de profesora “en propiedad”!− por una exuberante periodista de veintiocho años. Irrumpe así en la narración la coqueta Elvira Lindo. Como se pueden imaginar, los enamorados están consumidos por una pasión loca. En la cama el asunto echa chispas. En este paraíso erótico, el escritor descubre algunas verdades esenciales sobre la vida que, con su habitual generosidad, no tarda en compartir con nosotros. “La felicidad sexual” −afirma− “acentúa los colores en los sueños”. Nos preguntamos si existe algún límite para lo grotesco en esta novela  Finalmente la pareja se despide del lector. El amor que se profesan es maduro, sensato y  tiene algo de lucrativa joint venture. Fruto de este glorioso vínculo no sólo ha nacido Como la sombra que se va, sino también un volumen de fotografías −el intrascendente Memphis & Lisboa, escrito por la propia Elvira Lindo−  en el que se nos explica cómo compuso Antonio Muñoz Molina su última e inmemorial novela. Esperamos con impaciencia que se cierre pronto este bucle metanarrativo con una obra en la que el académico nos cuente cómo tomó su mujer esas fotos.
Con todo, lo más sorprendente de la última novela de Antonio Muñoz Molina no es su absoluta falta de cualidades literarias, sino el estado de trance que parece haber inducido en la mayor parte de la crítica española. Si nuestros suplementos culturales fueran algo más que meras maquinarias promocionales al servicio de intereses comerciales, cualquier obra con las carencias que ésta tiene habría sido sometida a un brutal escarnio público. Quizá no podamos exigirle a un autor que se eleve por encima de su talento (aunque sería deseable ver cómo se amplían los límites de éste de cuando en cuando). Pero lo que no podemos tolerar es que quienes se han arrogado el papel de árbitros del gusto –aduciendo para ello cuestiones de preeminencia intelectual– hagan su trabajo de una forma tan deshonesta y mercenaria. Tendemos a pensar que la corrupción es una suerte de anti-milagro que sucede en ámbitos de decisión alejados de lo cotidiano. Sin embargo, se trata de algo mucho más contaminante. Es eso que ocurre cada vez que las leyes del dinero se imponen sobre los deberes de la responsabilidad.  

sábado, 11 de junio de 2016