sábado, 5 de marzo de 2016

"¿Otra vez Shakespeare?" por Natalia Carbajosa


Otra vez, sí. Porque estamos en el año del cuarto centenario de William Shakespeare y, aunque pocos lo lean de verdad, y menos de entre estos confiesen que no les parece para tanto porque estaría feo reconocerlo; y aunque muchos se apunten a las pesquisas recurrentes sobre quién fue el verdadero autor de las obras, y otros tantos, con extraña familiaridad, busquen afinidades entre el viejo Will y «loqueseacontaldedeciralgonuevo» (léase: Shakespeare y las series de televisión, Shakespeare y la publicidad, Shakespeare y la guerra o el pacifismo, etc.), si algo hace que merezca la pena seguir teniéndolo en cuenta es, para bien o para mal, lo mismo de siempre: su lenguaje. La fuerza expresiva de unos fragmentos que abarcan todos los estados de ánimo posibles, todos los registros de la lengua, todas las situaciones posibles de una época concreta, sí, pero no tan lejana a la nuestra si tenemos en cuenta que estamos en este mundo desde hace nada más que un rato, y que tales fragmentos en muchos casos han pasado a ser moneda corriente de nuestra propia manera de enfrentarnos, en el siglo XXI como en el XVI, a los mismos dilemas de siempre: ser o no ser…
Por eso, la intención de esta aportación (otra más, sí) a la efeméride, no es decir nada que no se haya dicho ya mil veces, sino simplemente compartir con el lector algunos de los pasajes de comedias que más resonancias han dejado en quien escribe estas líneas después de traducirlos, con la esperanza, quizá desmesurada, de que también prendan en este y lo dejen irremediablemente infectado de un virus que dure más allá de centenarios.
El primero de los extractos es el famoso discurso de Porcia sobre la compasión en el Acto IV, escena I, de El mercader de Venecia. Disfrazada de abogado y actuando como tal, la protagonista femenina de la obra preside el juicio en el que Shylock reclama la libra de carne próxima al corazón que, bajo contrato, el mercader Antonio se había comprometido a pagar si no podía responder a los intereses del préstamo que el primero le había concedido. Se trata de un ejemplo, tipificado desde la lingüística, de actos de habla declarativos o institucionales, esto es, los que tienen repercusiones efectivas en la vida de quienes los reciben (del tipo: «yo os declaro marido y mujer», o «el acusado es condenado a dos años de cárcel»). Ello a pesar de que los espectadores de la obra saben que todo es una farsa, puesto que Porcia no es abogado, y en el clima de una Venecia racista que, inmersa en un naciente mercantilismo, «tolera» a los judíos porque necesita de sus préstamos, pero no los considera parte de su comunidad.
El argumento con el que Porcia pide clemencia a Shylock para Antonio es el siguiente:
De clemencia la cualidad no se impone,
cae del cielo como la suave lluvia
sobre la tierra. Es dos veces bendita:
bendice a quien la otorga y la recibe.
Más poder tiene en el poder, le sienta
al monarca en el trono mejor que la corona.
Del poder temporal muestra la fuerza el cetro,
de respeto y majestad atributo,
donde anida, de reyes, reverencia y temor;
mas se eleva clemencia sobre cetro.
En el real corazón halla su trono,
del mismísimo Dios es atributo,
de ahí que el poder terreno se asemeje al divino
si añade compasión a la justicia. Así, judío,
aunque pidas justicia, considera
que ninguno de nosotros, si esta sigue su curso,
será salvado. Por clemencia rezamos,
y la propia oración a imitar nos enseña
actos de clemencia.
La ironía dramática consistente en que los espectadores conozcan la verdadera identidad de Porcia, o la que se deriva de que sus argumentos estén plagados de reminiscencias del Antiguo Testamento (concretamente, el Eclesiástico y los Salmos) esgrimidas por un cristiano ante un judío, no resta vigencia al argumento: la justicia acompañada de clemencia es siempre mejor, y engrandece a quien tiene el poder de administrarla. A partir de ahí, podemos discutir sobre si en las obras de Shakespeare el perdón y la compasión son otorgados con demasiada ligereza o no, o si sus efectos convienen antes al desenlace de la acción que a la coherencia de la historia. Pero las palabras de este extracto, en sí mismas, transmiten esa elocuencia que persuade y embelesa con el ritmo y el sonido además de con las palabras, al tiempo que obliga a todos los que la reciben a examinar los privilegios desde los que, a menudo con excesiva rapidez, los seres humanos nos juzgamos los unos a los otros.
Y es que ese es el poder mágico del lenguaje, que por una serie de circunstancias (talento individual, desarrollo óptimo de la lengua vernácula en la Inglaterra isabelina, florecimiento del teatro como espectáculo de masas) parece haberse encarnado en la obra de aquel súbdito de la reina Isabel I de quien tan poco sabemos en realidad. Si echamos un vistazo a los anales de la historia del lenguaje, advertimos que en la Inglaterra isabelina conviven distintas concepciones del lenguaje respecto a la relación que este establece entre las palabras (significados) y las cosas (significantes), esto es, entre sí mismo y la realidad nombrada. Por un lado, pervive la creencia medieval, en esencia platónica, aunque tamizada por el cristianismo, de que el lenguaje es reflejo de lo divino, y que por tanto la relación entre las palabras y las cosas es motivada e inalterable (nomina sunt numina). Por otro lado, el humanismo, con su credo secular, niega el origen divino del lenguaje y lo considera una creación del hombre. La relación entre palabras y cosas, en este caso, se concibe como completamente arbitraria, susceptible de experimentar cambios, y sometida al consenso de los hablantes. El siglo XVII, que comparte con el Renacimiento la creencia en la arbitrariedad de dicha relación, introduce tintes de escepticismo: si no existe una palabra única e insustituible para nombrar cada cosa, entonces el lenguaje no sirve para comunicar, sino más bien para confundir. Es un instrumento de engaño y manipulación.
Shakespeare no se decanta con rotundidad en sus obras por ninguna de estas tres actitudes hacia el lenguaje, sino que las usa a conveniencia. Explora las posibilidades cómicas que le ofrecen aquellos personajes con una fe ciega en los significantes, así como las confusiones provocadas por la polisemia combinada con efectos fonéticos, para regocijo del público, y siguiendo la tendencia de la época. Pero también explora el lado oscuro de los personajes que manipulan el lenguaje con fines perversos, escenificando así los peligros que entraña la arbitrariedad del signo lingüístico cuando no se reconoce como tal (el caso más famoso, sin duda, es el de Otelo, aferrado a la apariencia engañosa del lenguaje, incapaz de ver el fondo de las insinuaciones de Yago). Más allá de estas consideraciones, la actitud predominante en las comedias es la exploración continua del lenguaje al servicio de la trama: su extraordinaria moldeabilidad, la profusión de estilos, registros o dialectos utilizados, el reflejo fiel de múltiples estados de ánimo, los experimentos que llevan la expresión al límite de sus posibilidades, y la explotación de los poderes cuasimágicos de la palabra al servicio de la imaginación del hombre, que es capaz de crear todos los mundos reales y fantásticos casi con su única y exclusiva ayuda.
Uno de los pasajes más evocadores de mundos convocados por la mera magia de la palabra nos lo ofrecen, sin duda, los reyes de las hadas, Oberón y Titania, en el Acto II, escena I, de El sueño de una noche de verano. Lo que en principio suena a una pelea más en una pareja mal avenida («¡Bajo luna mal hallada, altiva Titania!» / «¿Qué, el celoso Oberón? Salgamos hadas. / Su lecho y compañía he repudiado»), termina siendo una reflexión por parte de Titania en la que, casi a modo protoecologista, la naturaleza se convierte en reflejo de la desavenencia real:
Esos son los embustes de los celos:
y nunca desde que empezó el solsticio
a cerro, valle, bosque o prado acudimos,
manantial empedrado o arroyo entre el juncar,
o la orilla arenosa de la playa
donde al silbo del viento en círculo bailamos,
sin que tu estridente danza nuestro placer perturbara.
Así los vientos, soplándonos en vano,
en venganza del mar han absorbido
pestilentes nieblas que, al caer a tierra,
tan ufanos han vuelto a los míseros ríos
que estos han inundado sus orillas.
Así el buey se ha ceñido el yugo en vano,
malgastado el sudor el labrador, y el trigo verde
se ha podrido antes de madurar.
Desierto está el aprisco en el campo anegado,
y se ceban los cuervos con el ganado enfermo;
la plaza de los juegos está llena de lodo
y ya no se distinguen entre las malas hierbas
intrincados laberintos sin pisar.
Del invierno el alborozo el mortal humano añora;
no bendicen ya sus noches villancicos ni cánticos.
Así la luna, reina de mareas,
de ira pálida, lava el aire todo,
y consigue que abunden los catarros;
y en esta destemplanza vemos como
las estaciones mudan; la carnosa escarcha
cubre el tierno regazo de la rosa carmesí,
y en la corona helada y frágil del viejo Invierno
fragante guirnalda de tiernos brotes estivales
con sorna se asienta. Primavera, verano,
fértil otoño e invierno airado trocan
sus ropajes de costumbre, y el perplejo mundo
ya no sabe, en su exceso, quién es quién.
Y esta misma progenie de males
de nuestra disputa y nuestra disensión procede.
Sus padres y su modelo somos.

No es de extrañar que la larga réplica de Titania a Oberón, inmersa en una atmósfera que parte de la ficción en sí (recordemos que el elemento fundamental de la obra es el sueño), sea probablemente uno de los más vívidos de todo el teatro shakesperiano, puesto que en lugar de reflejar lo ya existente, crea un mundo por el mero acto de nombrar las cosas de acuerdo con distintas reglas. En realidad, representa una tradición antigua, revivida en el Renacimiento a partir de las Metamorfosis de Ovidio: la de la cualidad órfica del lenguaje (Orfeo crea a su paso la naturaleza a medida que la invoca con su música), que explica la simbiosis entre este y el mundo natural. Por un lado, pareciera que el lenguaje pudiera volver al origen de su concepción, al nomina sunt numina. Por otro, es precisamente la separación entre las palabras y las cosas, o la realidad y el lenguaje, lo que permite que este último se vuelva autorreferencial, es decir, que cree su propia realidad, lo mismo que ocurre con la pintura a partir de la abstracción.
Al lenguaje de Titania en El sueño de una noche de verano se le ha llamado también lingua adamica. Su uso en la escena, «que implica en primer lugar la creación de la escena natural en sí y en segundo lugar la autodefinición de un lenguaje inocente y no mediatizado que lo expresa», constituye, en palabras del crítico Keir Elam, «uno de los hallazgos estilísticos más notables del canon cómico».
A veces, sin embargo, un exceso de ese lenguaje vinculado al mundo natural (1), por ejemplo cuando aparece asociado a la literatura pastoril en Como gustéis, es corregido por la elocuencia y el desparpajo en prosa de algún personaje para quien los pastores enamorados y los caballeros clavando sonetos en la corteza de los árboles por el bosque de Arden se han vuelto demasiado empalagosos. Así ocurre con Rosalind, la joven vestida de Ganimedes que, otra vez tomando a Ovidio como referente, le da al joven Orlando una auténtica clase del Ars Amandi en el Acto IV, escena I de la obra, para que se deje de convencionalismos literarios y viva su amor de verdad:
ROSALIND: ¿No soy vuestra Rosalind?
ORLANDO: Me complace afirmar que lo sois, porque así estaré hablando con ella.
ROSALIND: Pues en su nombre os digo que no os quiero.
ORLANDO: Entonces, en mi nombre digo que moriré.
ROSALIND: No, Dios mío, morid por poderes. El pobre mundo tiene ya casi seis mil años, y en todo este tiempo no ha existido ningún hombre que muriese en su nombre, esto es, por asuntos de amor. A Troilo le aplastaron los sesos con un garrote griego, y mira que hizo cuanto pudo por morir antes, siendo uno de los paradigmas del amor. En cuanto a Leandro, habría vivido muchos años felices aunque Hero se hubiese metido a monja, de no ser por una calurosa noche de verano; al pobre muchacho, que sólo fue a bañarse al Helesponto, le dio un calambre y se ahogó, y los necios cronistas de su tiempo le echaron la culpa a Hero de Sestos. Pero todo eso son embustes: en todas las épocas han muerto los hombres y han sido pasto de los gusanos, pero no por amor.

Al igual que en El mercader de Venecia, el público sabe lo que Orlando desconoce, esto es, que quien va vestida de hombre para intentar curar al ingenuo joven de su amor por Rosalind es, de hecho, la propia Rosalind. Pero además, si tenemos en cuenta que en la época isabelina los papeles femeninos eran desempeñados por muchachos, el equívoco visual y sexual está servido. Las heroínas de comedias vestidas de hombres (a su vez, como hemos dicho, representadas por jovencitos), vendrían a tener el aspecto evocado por un personaje de Noche de reyes en el Acto I, escena V, refiriéndose a la protagonista, Viola, que se hace llamar a sí misma Cesario:
Ni de edad como para llamarse hombre, ni tan joven como para ser mancebo: como vaina tierna al principio del verano, o como una manzanita todavía verde: nadando entre dos aguas, no siendo ni una cosa ni otra. Muy apuesto y de afilada lengua. Pareciera recién destetado.
Desde el punto de vista lingüístico, y con gran sentido del humor (Rosalind se siente, como ella misma dice, in a holiday humour, es decir, «con ganas de fiesta»), en Como gustéis, la protagonista desmonta la creencia de que se pueda morir de amor, valiéndose para ello de amantes mitológicos con cuya historia todos los contemporáneos de Shakespeare, instruidos o no, estarían familiarizados. Las razones de Rosalind recuerdan a la de aquella otra heroína cervantina que aparece en el capítulo XIII de El Quijote, la pastora Marcela, quien, más seria y con menos alharacas porque aquí sí hay muerto de por medio (el pastor Gristóstomo), defiende con toda lógica un argumento que elimina la creencia popular de que, por el hecho de ser amado, uno esté obligado a corresponder:
Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama.

Otros tantos ejemplos podrían traerse a colación y en todos, y desde distintas concepciones del lenguaje, llegaríamos a idéntico disfrute verbal (por descontado visual si la representación es buena). Por esta simple razón, entre muchas posibles pero quizá en primer lugar, es defendible la vigencia de Shakespeare hoy, en una época en la que el lenguaje, mediatizado y especializado hasta extremos ininteligibles, ya no está «en el centro de la vida intelectual y sensible», como apuntaba George Steiner sobre la época isabelina. Mediatización y especialización que, además, han despojado al lenguaje poético de su posición central en la sociedad y lo han convertido en una especie de lengua secreta, de ahí que nos cueste tanto acercarnos a ella. Ramón Xirau señaló la desconexión contemporánea del lenguaje con las cosas reales, que hace que el mundo haya dejado de ser aprehendido en toda su profundidad. Así que la palabra rica, múltiple y, pareciera a veces que sin mediatizar, en su relación con la cosa nombrada, de los textos shakesperianos, sirve hoy más que nunca para llevarnos de vuelta a la casa saqueada del lenguaje. O, en palabras de Chantal Maillard, en su reivindicación de la utilidad de la poesía, dicha palabra serviría:
Para volver a entrañarnos (…) Porque nuestra identidad de pueblo se ha desintegrado en pequeñas cápsulas (unifamiliares, individuales) y seguimos anhelando una unidad mayor. Y sobre todo porque, ahora, para la conciencia posmoderna es la existencia misma la que se ha hecho extraña, y probablemente echemos en falta un nuevo «entrañamiento».

Desde este punto de vista, Shakespeare constituye toda una síntesis, la de la imaginación convertida en palabra sobre el escenario, que todavía tiene mucho que contarnos por sí misma, sin necesidad de buscar recursos externos a ella misma para hacerla digerible o de justificar ante nosotros mismos la atención que le dedicamos, antes por los fastos que impone el calendario, que por convicción propia. Así pues, amigos, romanos, compatriotas: prestad atención a quien no vino a enterrar la lengua, sino a resucitarla. Feliz aniversario.

jueves, 3 de marzo de 2016

Sinopsis de "Te negarán la luz"


1095, Clermont. El papa Urbano II proclama la Primera Cruzada mientras el joven Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania, se afana por sacar filo a su pluma y a su verga. Guillermo convierte su vida en una disputa continua contra la Iglesia. Su devoción por las mujeres y por la poesía sacude la ira de los obispos, quienes, con excomuniones y amenazas ultraterrenas, intentan impedir que se fornique y se escriba sin su beneplácito. El duque trovador ama sin medida, usurpa territorios papales y se atreve a fundar una mancebía para responder a la siembra de conventos con que los monjes de Cluny comienzan a llenar Europa. Mientras la Iglesia pugna por conquistar Jerusalén y acabar con los infieles; el atrabiliario Guillermo se va despojando, armado con el erotismo y el verso, de su basta indumentaria medieval. Un hombre sometido al vicio de vivir en una época en la que la muerte dirige los pasos del mundo.

miércoles, 2 de marzo de 2016

"Les hablo desde la honradez" por Álex Grijelmo

Pedro Sánchez pretende gobernar España “desde el diálogo y la moderación”. Pablo Iglesias asegura que formaría parte de ese Gobierno “desde la lealtad”. El PP valenciano quiere regenerarse “desde la honradez”. Mónica Oltra propone resolver los conflictos “desde la tolerancia”, y Florentino Pérez envía a los socios del Real Madrid un vídeo realizado, dice, “desde el sentimiento que nos une”. Este uso reciente de la preposición “desde” donde se esperaría su compañera “con” se extendió entre personajes públicos y periodistas a finales del pasado siglo y principios de éste. De hecho, tengo anotada otra oración similar, también en boca del actual presidente del Real Madrid, publicada el 25 de agosto de 2000 en el diario As. Decía así: “Nunca actúo desde el resentimiento”. Y tanto se ha extendido ese desde, que incluso en la vida cotidiana nos topamos de vez en cuando con alguien que nos habla “desde el cariño”, o “desde la sinceridad”, o se nos confiesa “desde el corazón” (menos mal que no hemos oído todavía “desde el corazón en la mano”).
La preposición “desde” sirve para denotar que algo procede de un punto concreto. Tal vez no estamos sólo ante una moda o una construcción como mínimo discutible. Quizás nos hallamos también ante un significado oculto que se transmite por vía subliminal y sin la voluntad del emisor. Eso lleva aparejada la idea de que el lugar de destino se encuentra alejado de aquél. Así, una persona puede decirle a otra que la llama desde Pekín o desde Badajoz, para lo cual suele suceder que su interlocutor no se encuentre ni en un sitio ni en otro. De igual modo, si una amiga nos habla “desde el cariño” y un político se dirige a nosotros “desde la sinceridad”, nos están diciendo que ellos se encuentran allí y nosotros no. Por el contrario, cuando alguien habla “con sinceridad” entendemos que tal actitud anida en su ser y lo gobierna. Y que eso no excluye que nosotros alberguemos el mismo ánimo y nos sintamos cercanos a nuestro interlocutor para hablarle de idéntica manera; con sinceridad, o con humildad; con el corazón en la mano o con la mano en el corazón (que ambas opciones valen). Pero la preposición “desde” da a entender que la sinceridad o la honradez o la humildad no se hallan en el hablante, sino que, al revés, él se encuentra en ellas, como si estuviera de pie sobre esas cualidades y nosotros le escucháramos a una cierta distancia, alejados de tan honrosa ubicación. Y así resulta que un político le habla a otro desde la honradez, y éste le responde desde la moderación, y un tercero contesta desde la lealtad, y el de más allá desde el diálogo. Y entonces a los demás nos acabará pareciendo normal que, al hallarse todos ellos en sitios tan nobles pero dispersos, no encuentren nunca la manera de coincidir. 

martes, 1 de marzo de 2016

"Te negarán la luz": la Magdalena de Georges de la Tour


La lujuria contempla ensimismada la luz. El pabilo se agota y nadie va a impedir que esa calavera en la que apoya la mano sea la suya en poco tiempo. Los libros reposan junto a la lámpara. Cuando se agote la llama, también se desvanecerán las palabras y la juventud. El erotismo, esa camisa que deja los hombros desnudos, es su vida y su fatiga. Solo el erotismo es la razón de su melancolía, de su ensimismamiento en la profundidad de la muerte.Quisiera mantener la juventud, la belleza y la palabra, pero "le negarán la luz".

lunes, 29 de febrero de 2016

"Te negarán la luz" en los gimnasios


La lectura invadirá los gimnasios, los vestuarios de equipos de fútbol y los cuarteles de legionarios. Del "Amor de madre" al "Te negarán la luz" en una subida de mancuerna, en un roce  de toalla, en una caricia de gatillo. 

domingo, 28 de febrero de 2016

"Ante la duda: minúscula" por Yolanda Gándara


El español ha ido progresivamente adaptándose a un uso restringido de la mayúscula al tiempo que sus funciones se han ido definiendo con más claridad, aunque, como sucede con otros aspectos de la ortografía y la gramática, intervienen muchas variables y resulta complejo sistematizar su uso. Podemos, eso sí, tener siempre en cuenta esta máxima que tan claramente nos indica la Ortografía de la lengua española de 2010:
… la mayúscula es la forma marcada y excepcional, por lo que se aconseja, en caso de duda, seguir la recomendación general de utilizar con preferencia la minúscula.
Los usos en los que no hay duda, en los que sí es obligatoria, se resumen en delimitar enunciados (condicionada por la puntuación), marcar nombres propios o expresiones denominativas y formar siglas. No vamos a entrar en el desglose de cada epígrafe, desarrollados ampliamente por la Academia y al alcance de cualquier mortal por la misma vía que haya llegado hasta aquí. Nos vamos a centrar en algunos usos incorrectos, en ocasiones muy extendidos, con una causa común.
La mayúscula de relevancia no está justificada desde el punto de vista lingüístico y la RAE recomienda «evitarla o, al menos, restringir al máximo su empleo, que en ningún caso debe convertirse en norma».
José Martínez de Sousa, autor de la obra Diccionario de ortografía de la lengua española y que suele explicarse con bastante sencillez y cierta ironía, dice de este fenómeno:
Hay, sin embargo, en la utilización de mayúsculas una tendencia que obedece a razones subjetivas. La mayúscula se justifica solamente por el deseo de expresar con ella exaltación, interés personal o colectivo, respeto, veneración, etcétera, que nada tienen que ver, en general, con razones puramente ortográficas. Muchas personas son incapaces de escribir naturaleza, destino, etcétera, con minúscula, porque les parece que no quedan suficientemente destacadas. La exaltación de lo propio por medio de la mayúscula es otro rasgo de esto que vengo exponiendo. Así, en escritos religiosos aparecerán con mayúscula Cruz, Hostia, Sagrada Forma, Misa, San, Fray; en escritos militares, los nombres de las armas y todos los cargos; y así en todo lo demás.
Este deseo de exaltación explica el uso de mayúscula sostenida que en la red se suele interpretar como grito. También motiva buena parte de las mayúsculas improcedentes que nos encontramos en prensa y en diversidad de escritos. Tal vez las más frecuentes sean las que se colocan a nombres comunes como «rey» o «papa».
El Rey, con mayúscula, es Elvis. Los apodos son nombres propios que suelen formarse del léxico común y se escriben con mayúscula inicial (con el artículo en minúscula). Así que en el caso de Elvis Presley sería apropiado utilizarla, no así cuando «el rey» se refiere al título de monarca.
La norma sobre mayúsculas en títulos y cargos, que fue ligeramente modificada en la ortografía de 2010, suscitó tal desazón que motivó reclamaciones de algunos medios a la Academia.
En este artículo Salvador Gutiérrez argumenta sus porqués, aunque finaliza con poca esperanza prescriptiva. Una simple búsqueda en Google de noticias que contengan «rey» nos deja claro que es difícil contener el reflejo de usar capital, se ponga la RAE como se ponga. Aunque también influye la tradición y la existencia de normas anteriores, se percibe esta motivación subjetiva en el hecho de extenderse el fenómeno a todo el campo semántico (real, monarca, etc.) en usos claramente comunes. La misma tendencia se puede observar en todo lo referente a la figura del papa, que nos da idéntico resultado que «rey».
Podríamos pensar que somos más papistas que el papa a la hora de ponernos reverenciales. No es el caso. Basta con echar un vistazo a la encíclica "Laudato Si" o al portal casareal.es, el reino de las mayúsculas en el que no solo sus majestades los reyes cuentan con varias, como era de esperar, sino que cualquier palabra puede resultar agraciada y, para abundar más, se utilizan titulares de inspiración anglosajona, con destacadas aleatorias.
Otro campo fértil en capitales es el de la tauromaquia. Es común encontrar escritos con mayúscula inicial términos como «toros», «fiesta», «corrida», «tauromaquia», etc. tanto en medios especializados como generalistas. Esperanza Aguirre, habitual en pregones taurinos, nos regala en este texto una explicación de su uso liberal: «Sí, es verdad. Me gustan los Toros, así, con mayúscula, como hay que escribirlo cuando se trata de denominar a la Fiesta Nacional de España por antonomasia». Ortográficamente es incorrecta la afirmación de que haya que escribir «toros» con mayúscula en este caso, como lo sería hacerlo con cualquier otro nombre común de cualquier tipo de espectáculo. Igualmente es incorrecto escribir «fiesta nacional» con mayúscula en referencia a los toros. Si bien es cierto que existe un uso llamado «mayúscula de antonomasia» se refiere a la sinécdoque de un nombre común por uno propio (la Bestia por Lucifer), pero aquí hablamos de un nombre común con toda propiedad. La denominación «Fiesta Nacional de España» corresponde oficialmente, según Ley 18/1987, a la festividad del 12 de octubre; en este caso, y solo en este, es correcto escribirla con mayúscula.
Esta afición por la sobreabundancia de mayúsculas que comparten la casa real, Esperanza Aguirre y @masaenfurecida tiene su contrapunto en el portal idealista.com que hasta no hace mucho vetó su uso para evitar una voz más alta que otra. Sin llegar a este minimalismo, la mayoría de libros de estilo y manuales recomiendan evitar la utilización innecesaria de mayúsculas y su abuso se suele percibir como molesto para la lectura.
El fervor que impulsa a la mayúscula en los casos en los que ni siquiera existe tradición ortográfica podría servir de diagnóstico de las afecciones de quien la usa. Por supuesto, es defendible desde la libertad de expresión o la objeción de conciencia ortográfica. Lo que resulta asombroso es que siempre haya quien piense que el español está en peligro porque a los jóvenes se les ocurren cosas como escribir en las redes sociales con mayúsculas y minúsculas combinadas para resaltar sus mensajes.

sábado, 27 de febrero de 2016

"Cervantes en el garito" por Javier Rioyo


Miguel de Cervantes sigue dando sorpresas. Su vida fue tránsito por muchos caminos inciertos, peligrosos e ilegales. Vivió en compañía de villanos y rufianes, de jugadores de ventaja y tahúres. Una biografía llena de aventuras, naufragios, prisiones, cárceles y garitos. Amigo del naipe, conocedor de tretas, jugador de ventaja, compañero de ganchos y cómplice de tahúres. Por esa senda se tropezó con altos eclesiásticos, duques y reyes, con poetas y editores.
El mundo de esos jugadores, de esos buscadores del oro en la baraja aparece en el opúsculo de Arsenio Lope Huerta. Además de un breve retrato del juego en los tiempos del Quijote, se nos recuerda que en aquellos años de esplendor y decadencia, de riquezas y picardías, el juego era parada y fonda de la plebe y de los poderosos.
Poetas tan profundos como Góngora se transformaban ante una partida de cartas. Compulsivo jugador que pasaba de sus “soledades” a sus garitos. Quevedo dijo: “Yace aquí el capellán del Rey de bastos, / Que en Córdoba nació, murió en Barajas, / Y en las Pintas le dieron sepultura… La sotana traía / Por Sota, más no por clerecía”.
El rey Felipe III, beato, abúlico, meapilas y dominado por sus validos, que no “sacaba los pasos de los conventos de monjas, ni los oídos de las consultas de frailes”, fue uno de los mayores tahúres de la Corte. Perdió grandes cantidades al juego mientras dejaba que crecieran la fastuosidad y la corrupción en su propia casa. El rey reza, se enriquece, juega y disimula. El pueblo peca y juega. Todo está bien, todo en desorden.
En Madrid, capital de la política y la picaresca, se jugaba dinero, muebles, esclavos, propiedades y hasta la honra. Todo se jugaba en aquellas “casas de conversación”. Famosa fue en Madrid la de la calle del Olivo. Había que entrar sabiendo “de qué paño eran sus gariteros”. Recuerda Deleito y Piñuela que “atraían a los jugadores con embustes, amaños, lisonjas, pequeñas atenciones, como brasero en invierno y agua fresca en verano, convidan con el traguillo de buen vino, con el bocadillo en conserva, para explotarlos mejor con naipes señalados, quedándose con sus alhajas, y ropas en sus garras, a cuenta de préstamos usurarios”.
Cervantes nunca olvidó el juego, sus trampas y sus actores. Astrana dedica páginas a su conocimiento de los juegos y su afición. Documenta alguna fortuna conseguida en los garitos que le permitió pagar deudas y fianzas, vivir en “hotel lujoso” y hasta hacer préstamos.
Eran tiempos pícaros, tiempos de vivir peligrosamente con la colaboración de alguaciles y corchetes, de profesores de valentía, espadachines y matasietes. Picaresca ociosa de falsos ermitaños, mendigos, birladores, ladrones y rufianes. “Había tenderos de cuchilladas como de mercería. La germanía tenía allí su solio y asiento preferente”. De todo esto que vivió, jugó, perdió y hasta tuvo fortuna, el jugador Miguel nos supo traducir en la mejor literatura de nuestra lengua. Vale.

martes, 23 de febrero de 2016

"Literatura en deporte" por Luis Antonio de Villena


La literatura (en todas sus variables) tiene muchos senderos. Quizá uno de los tragos más duros que se le presentan a quien escribe o ejerce de crítico sea  el decir a un amigo o conocido que te ha dado un libro suyo (a veces el mecanoescrito) que se trata de un libro correcto, incluso bueno, un libro más que digno, pero poco personal, o falto de esa fuerza o pegada que tienen los libros de veras interesantes. Si un libro –versos o novela- es malo, claramente torpe, uno lo deja sin remordimientos; pero el libro correcto se lee, porque es una lectura grata aunque sabes que lo olvidarás enseguida, porque hay muchos libros de buena hechura, dignos, pero faltos de garra o de eso que muy a menudo se llama “voz”. Me ocurrió recientemente con un libro de poemas publicado en una editorial minoritaria pero buena de Zaragoza, “Olifante”, ahora menos exigente que en sus inicios, pero una notable editorial de poesía. Un autor ya no joven y al que no conocía pero que se decía buen lector mío, me envío un libro de poemas titulado “Los negros soles” (2014). Tardé en leerlo, pero lo hice (procuro, aunque a veces sea imposible, cumplir con lo que me llega) y me encontré ante unos poemas de tradición clásica –algunos  sonetos- , culturalismo, meditación sobre el devenir vital, todo muy pulido y correcto, pero poemas “ya hechos”, con demasiados referentes de otros poetas mayores no bien deglutidos, algo que gustaba y dejaba indiferente al mismo tiempo. ¿Era un libro malo? En absoluto. ¿Bueno? Tampoco. Era, en realidad la obra de un buen lector de poesía, aficionado mayor, que en un momento dado siente –nada más lógico- la tentación de escribir, de echar su cuarto a espadas.  Se podían, aquí y allá, espigar versos sugerentes:  “Porque por donde ondea,/ dulcísimas aroman las arpas del banquete/ y brota el fresco lirio de la dicha.”  ¿No es bello “el fresco lirio de la dicha”? Sin duda. Tan bello como sabido en un conjunto carente de pegada o voz…
¿Qué decir a su autor, Rafael Lobarte, notable traductor además (Shelley o John Keats), debería aconsejarle que no escriba porque no parece vaya a llegar a nada muy notable? Se suele decir que se edita demasiado, muchos libros “inútiles”, y aunque a veces esa utilidad dependa de cada lector, es cierto que hay muchas editoriales “generosas” sea por bestsellerismo –es otra cosa- por amistad o cercanía o incluso (no era el caso) porque no son pocos los autores que de algún modo pagan sus primeros –o no tan primeros- libros. ¿Por qué iba a dejar de escribir un buen lector, en este caso de poesía? La cuestión no está en el silencio, la mudez, no. La cuestión es cómo se mira o percibe la propia voluntad de escritura. Que la comparación sea lejana. Pensemos en el tenis. Mucha gente lo juega, gusta  a muchos y no sólo como espectadores, sino como partícipes apasionados. Pero la mayoría de los que frecuentan las tantas canchas no creen que van a ser primeras raquetas  nacionales o mundiales: Ni se piensan hoy Nadal, ni Feliciano López, ni antaño Navratilova o Jokovich hoy o Ferrero antes, por decir categorías distintas pero altas. ¿Por qué la poesía o la novela no pueden ser un noble juego? El aficionado lector siente deseos de escribir y es bueno que lo haga. A veces como una terapia emocional o psicológica –es tema ya tratado- pero mucho más a menudo por el mero placer de escribir y expresarse. Normalmente de ahí quedarán páginas para amigos, algún pequeño volumen de tirada corta, pero como no hay intención de entrar en ningún escalafón, simplemente goces privados. Verdad que de cuando en cuando, como liebre del instante, de ese “juego” puede brotar sin pretenderlo un poeta,hombre o mujer, muy notable. Entonces alguien se dará cuenta y se lo dirá, si él mismo no lo sospecha. Pero la mayoría de las veces será sólo un dorado y notable pasatiempo docto. Porque no sólo el deporte sirve de proyección  íntima, la literatura puede hacerlo igualmente. Y bajo ese prisma “deportivo” –se me ocurre- subiría mucho además el número de lectores que falta hace.
Muchos que hoy son clásicos universales escribieron inicialmente para pocos o sólo para ellos mismos de entrada. Las espléndidas “Memorias” del Duque de Saint Simon apenas fueron vistas (y posiblemente en fragmentos) por un grupo de amigos. Su éxito y expansión fueron póstumos. ¿Quiénes leyeron el “Libro de buen amor” del Arcipreste de Hita, en su tiempo? Poquísimos. Pocos manuscritos, fragmentos orales. Cierto que la repercusión medieval de la obra literaria es un orbe aparte, pero nos indica asimismo, la no siempre inmediata relación autor-lector. Y de ahí (con una mirada actual) sale la idea de la escritura como serio juego de placer privado o de círculos íntimos.  Hay muchos lectores tentados solo por el silencio de la lectura. Pero otros quieren expresar su gusto, su mundo. ¿Por qué no hacerlo, como el tenis o el ciclismo? No todo el que tiene ganas de escribir –loable empeño- es un gran escritor. Eso seguro. Se podrían citar muchos, muchos, tal vez demasiados libros… Que no decaiga el apetito.

lunes, 22 de febrero de 2016

"¿De qué sirve el profesor?" por Umberto Eco


¿En el alud de artículos sobre el matonismo en la escuela he leído un episodio que, dentro de la esfera de la violencia, no definiría precisamente al máximo de la impertinencia... pero que se trata, sin embargo, de una impertinencia significativa. Relataba que un estudiante, para provocar a un profesor, le había dicho: "Disculpe, pero en la época de Internet, usted, ¿para qué sirve?"
El estudiante decía una verdad a medias, que, entre otros, los mismos profesores dicen desde hace por lo menos veinte años, y es que antes la escuela debía transmitir por cierto formación pero sobre todo nociones, desde las tablas en la primaria, cuál era la capital de Madagascar en la escuela media hasta los hechos de la guerra de los treinta años en la secundaria. Con la aparición, no digo de Internet, sino de la televisión e incluso de la radio, y hasta con la del cine, gran parte de estas nociones empezaron a ser absorbidas por los niños en la esfera de la vida extraescolar.
De pequeño, mi padre no sabía que Hiroshima quedaba en Japón, que existía Guadalcanal, tenía una idea imprecisa de Dresde y sólo sabía de la India lo que había leído en Salgari. Yo, que soy de la época de la guerra, aprendí esas cosas de la radio y las noticias cotidianas, mientras que mis hijos han visto en la televisión los fiordos noruegos, el desierto de Gobi, cómo las abejas polinizan las flores, cómo era un Tyrannosaurus rex y finalmente un niño de hoy lo sabe todo sobre el ozono, sobre los koalas, sobre Irak y sobre Afganistán. Tal vez, un niño de hoy no sepa qué son exactamente las células madre, pero las ha escuchado nombrar, mientras que en mi época de eso no hablaba siquiera la profesora de ciencias naturales. Entonces, ¿de qué sirven hoy los profesores?
He dicho que el estudiante dijo una verdad a medias, porque ante todo un docente, además de informar, debe formar. Lo que hace que una clase sea una buena clase no es que se transmitan datos y datos, sino que se establezca un diálogo constante, una confrontación de opiniones, una discusión sobre lo que se aprende en la escuela y lo que viene de afuera. Es cierto que lo que ocurre en Irak lo dice la televisión, pero por qué algo ocurre siempre ahí, desde la época de la civilización mesopotámica, y no en Groenlandia, es algo que sólo lo puede decir la escuela. Y si alguien objetase que a veces también hay personas autorizadas en Porta a Porta (programa televisivo italiano de análisis de temas de actualidad), es la escuela quien debe discutir Porta a Porta. Los medios de difusión masivos informan sobre muchas cosas y también transmiten valores, pero la escuela debe saber discutir la manera en la que los transmiten, y evaluar el tono y la fuerza de argumentación de lo que aparecen en diarios, revistas y televisión. Y además, hace falta verificar la información que transmiten los medios: por ejemplo, ¿quién sino un docente puede corregir la pronunciación errónea del inglés que cada uno cree haber aprendido de la televisión?
Pero el estudiante no le estaba diciendo al profesor que ya no lo necesitaba porque ahora existían la radio y la televisión para decirle dónde está Tombuctú o lo que se discute sobre la fusión fría, es decir, no le estaba diciendo que su rol era cuestionado por discursos aislados, que circulan de manera casual y desordenado cada día en diversos medios -que sepamos mucho sobre Irak y poco sobre Siria depende de la buena o mala voluntad de Bush. El estudiante estaba diciéndole que hoy existe Internet, la Gran Madre de todas las enciclopedias, donde se puede encontrar Siria, la fusión fría, la guerra de los treinta años y la discusión infinita sobre el más alto de los números impares. Le estaba diciendo que la información que Internet pone a su disposición es inmensamente más amplia e incluso más profunda que aquella de la que dispone el profesor. Y omitía un punto importante: que Internet le dice "casi todo", salvo cómo buscar, filtrar, seleccionar, aceptar o rechazar toda esa información.
Almacenar nueva información, cuando se tiene buena memoria, es algo de lo que todo el mundo es capaz. Pero decidir qué es lo que vale la pena recordar y qué no es un arte sutil. Esa es la diferencia entre los que han cursado estudios regularmente (aunque sea mal) y los autodidactas (aunque sean geniales).
El problema dramático es que por cierto a veces ni siquiera el profesor sabe enseñar el arte de la selección, al menos no en cada capítulo del saber. Pero por lo menos sabe que debería saberlo, y si no sabe dar instrucciones precisas sobre cómo seleccionar, por lo menos puede ofrecerse como ejemplo, mostrando a alguien que se esfuerza por comparar y juzgar cada vez todo aquello que Internet pone a su disposición. Y también puede poner cotidianamente en escena el intento de reorganizar sistemáticamente lo que Internet le transmite en orden alfabético, diciendo que existen Tamerlán y monocotiledóneas pero no la relación sistemática entre estas dos nociones.
El sentido de esa relación sólo puede ofrecerlo la escuela, y si no sabe cómo tendrá que equiparse para hacerlo. Si no es así, las tres I de Internet, Inglés e Instrucción seguirán siendo solamente la primera parte de un rebuzno de asno que no asciende al cielo.
(Traducción: Mirta Rosenberg)
La Nacion/L'Espresso (Distributed by The New York Times Syndicate)


sábado, 20 de febrero de 2016

"Umberto Eco, el escritor y los signos" por Rafael Narbona


La muerte de Umberto Eco plantea varios interrogantes. ¿Es posible hacer literatura de masas con la dignidad de una obra inspirada por una alta exigencia artística? ¿Tiene sentido mantener las clásicas distinciones entre géneros o hemos entrado en una época caracterizada por la hibridez? ¿Hay límites entre lo ficticio y lo real que no deben traspasarse? ¿Cuál es el papel del escritor en una sociedad que tiende a menospreciar el hecho estético y no reconoce la autoridad de los intelectuales? Umberto Eco se doctoró en 1954 en la Universidad de Turín, con una tesis que se publicaría dos años más tarde con el título El problema estético en Santo Tomás de Aquino. Profesor de comunicación visual en Florencia, se especializó en semiótica y en 1962 publicó Obra abierta, un inspirado ensayo que reproducía las principales tesis de la Escuela Hermenéutica de Hans-George Gadamer: no hay obras cerradas y con un sentido unilateral y definitivo, sino textos en movimiento caracterizados por la polisemia y la polifonía. El sentido no debe buscarse en la realidad empírica, sino en un orbe inteligible, semejante al Mundo de las Ideas de Platón. Wittgenstein no se equivocaba al postular que el sentido del mundo se encuentra más allá de sus límites físicos. En el caso de la literatura y el arte, no hay una verdad revelada ni una escisión ontológica. Simplemente, la referencia del hecho estético es el la historia del hecho estético, con su tradición precedente y las inevitables transformaciones que experimenta una obra con el paso de las generaciones. Cada interpretación es un nuevo estrato que engrosa el perfil de un texto. Por eso, la crítica y la creación literarias son arqueología, pero arqueología viva, dinámica, que -lejos de preservar el pasado- lo multiplica en distintas direcciones. 

Corroborando las tesis de Roland Barthes, Eco postula que en cada obra hay una estructura que soporta los cambios introducidos por cada lector y cada época. No se trata de una estructura estática, sino elástica que convierte la experiencia estética en una interlocución entre el autor y el espectador, o entre el autor y otro autor. Cualquier obra es una fusión de horizontes. Es imposible concebir a Leopardi, sin Dante y Hölderlin. La literatura siempre es un palimpsesto, pues la escritura (o el arte) siempre deja una huella, un surco, que otros aprovechan para crear nuevas formas.

Umberto Eco profundiza su análisis de la cultura y la creación artística en Apocalípticos e integrados (1964), interrogándose sobre el valor de la cultura de masas. Eco se aleja de las posiciones apocalípticas o aristocráticas, que desdeñan la cultura popular. La distinción entre alta y baja cultura formulada por Ortega y Gasset en La rebelión de las masas (1930) le parece estéril, pues la cultura popular no es el fruto de una degradación estética, sino la expresión de una época o, por utilizar un concepto hegeliano, una figura que encarna el devenir del Espíritu. Superman es un mito moderno, tan valioso como Heracles, Aquiles o Sansón. El superhombre del cómic norteamericano no es una vulgarización del mito del héroe, sino una actualización del viejo drama del paladín, campeón o semidiós, cuyo poder esconde una trágica vulnerabilidad. En el caso de Superman, el talón de Aquiles se convierte en exposición a un mineral extraterrestre, la famosa "kryptonita". Este recurso no significa bajar un escalón en la escala épica, sino renovar su potencial dramático.

El nombre de la rosa, que apareció en 1980, es la plasmación literaria de esta interpretación de la cultura. Ambientada en el siglo XIV, la peripecia de fray Guillermo de Baskerville y su pupilo Adso Melk en la abadía de los Apeninos ligures se despliega como una trama policial, con grandes dosis de suspense. Es indiscutible que el éxito de la novela procede de esa intriga, pero la cadena de misteriosos asesinatos se revela compatible con los conflictos teológicos entre franciscanos y dominicos. Los franciscanos reivindican la pobreza evangélica y la ternura de Jesús, que advirtió: "Misericordia quiero, no penitencia". No conciben límites en el poder de Dios y creen que podría haber creado un mundo donde el pecado fuera virtud o el tiempo avanzara macha atrás. Incluso podría haber engendrado un universo donde no existiera Dios. Por el contrario, los dominicos creen que Dios está limitado por la Razón. Su voluntad es omnipotente, pero no puede cambiar las leyes de la naturaleza, invirtiendo el orden temporal o transformando el mal en excelencia moral. La aparición en la biblioteca de la abadía de la extraviada sección de la Poética aristotélica dedicada a la comedia amenaza con añadir nuevas fisuras a la Cristiandad, justificando el escarnio de cualquier verdad de fe, con el pretexto de no oponer cortapisas ni objeciones al humor. La risa es subversiva, insolente e impúdica. No puede contar con el respaldo del Filósofo, término que se atribuía por excelencia a Aristóteles en el siglo XIII. Ocultar ese manuscrito justifica perpetrar los crímenes más horrendos.

Creo que el mejor Eco se encuentra en los tres títulos citados. El resto de su obra tiene un indudable interés, pero carece de la misma altura. Eco intentó repetir la fórmula de El nombre de la rosa con El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina Loana (2004) y El cementerio de Praga (2010), pero con resultados mucho más mediocres. No olvido su Tratado de semiótica general (1975) y su ensayo Lector in fabula (1979), que aportaron brillantes ideas sobre la intertextualidad, los signos y la comunicación. Sin la profundidad de Gadamer o Ricoeur, Eco abordó el tema de la comprensión, una forma de conocimiento alternativa a la verificación empírica de las ciencias naturales, que ha reducido la verdad a tristes evidencias, proscribiendo experiencias como la fe y menoscabando la trascendencia del fenómeno estético.

Al igual que Borges, Eco preconizó la autonomía del hecho literario. El escritor no se nutre necesariamente de vivencias, sino de lecturas. Escribir es una extraña forma de vivir, pero no está de más recordar que la palabra es la principal seña de identidad de la especie humana. Creo que ahora estamos en condiciones de responder a las preguntas del inicio de esta nota. El nombre de la rosa es la prueba irrefutable de que la cultura de masas no está divorciada del rigor estético. La reciente muerte de Harper Lee, autora de Matar a un ruiseñor (1960), corrobora esta tesis. Los límites entre lo real y lo ficticio deberían ser inexistentes en el ámbito de lo imaginario, pues la creación artística exige una completa libertad.

En Número Cero (2015), Eco critica al periodismo sensacionalista, pero desliza otro mensaje no menos importante: el escritor es un demiurgo que dilata lo real. Por eso mismo, resulta absurdo respetar la canónica de los géneros. A sangre fría (1966), de Truman Capote, es a la vez novela e investigación periodística. El nombre de la rosa es novela histórica y policíaca, teología y filosofía, e incluso se permite una breve incursión en el romance y la pulsión sexual. Eco no fue Camus ni Unamuno, pero siempre se mantuvo al corriente de los cambios políticos y sociales, expresando opiniones que agradaron a unos e irritaron a otros. No ocultó su antipatía hacia Ratzinger ni su aprecio hacia la labor reformadora del Papa Francisco. Su visión de las cosas a veces pecó de cierto apresuramiento. Como buen italiano, se apasionaba con facilidad, lo cual no suele favorecer la ecuanimidad. ¿Soñaba Eco con el paraíso? Es posible. Si era así, su fantasía le atribuiría forma de biblioteca. No me cuesta mucho trabajo imaginarlo en la Biblioteca de Babel, discutiendo con Borges sobre el tiempo o los universales. 

Cosas que me encuentro en el buzón: una carta de Médicos Sin Fronteras


Recojo del buzón una carta de Médicos Sin Fronteras y se me viene el gran teatro del mundo encima:
-En el primer acto, el hospital de Idlib en Siria bombardeado dos veces consecutivas: 24 muertos y no queda nada en pie; 40 mil personas desasistidas de atención médica. Tras las celosías, en el palco, los poderosos gobernantes y los mercaderes no han ido a ver la representación, sino a repartirse el beneficio obtenido por la venta de armas.
-En el segundo acto, los civiles sirios son blanco continuo de ataques: 1,9 millones de personas asediadas, las fronteras a los refugiados cerradas y las instalaciones médicas y densamente pobladas cada vez más bombardeadas. Los que ocupan las primeras butacas engordan con la sangre que engullen a buche lleno.
-El tercer acto se desarrolla en Sudán del Sur: un ataque a un campo de protección de civiles de Malakai mata a 18 personas, dos de ellos médicos de la ONG. La mayor parte del público ya no presta atención a la escena. Se ha colocado una pantalla gigante enfrente y todos jalean las maravillas de Messi y Cristiano Ronaldo.  

"Umberto Eco, eterno y lúcido zarpazo" por Borja Hermoso



Casi 40 universidades de todo el mundo concedieron a Umberto Eco el doctorado honoris causa. Eso no honró a Umberto Eco, sino a todas esas doctas casas que, coincidentes en el legítimo afán de buscar referentes/asideros para afrontar la tormenta de un tiempo nuevo e incierto, dieron con este inmortal disfrazado de hombre, con este humanista travestido en duda metódica: desde Santo Tomás de Aquino hasta la Wikipedia y desde Kant hasta el grito de auxilio en defensa del libro de papel, pasando por los comics, el Medievo, la semiótica, la leyenda, el arte, la novela, la política y las masas —y por ende, el superhombre de masas, objeto de su bisturí incansable— la impronta de este verdadero caballero andante de la cultura en el más amplio espectro del concepto quedará grabada en la historia de lo escrito y lo dicho. Pocos como él, pocos como Umberto Eco en el devenir del tiempo que va desde Altamira y Lascaux hasta el troll cibernético-megalítico de los 40 caracteres. Con los dedos de una mano hay que contar fiscales de la estulticia y la ignorancia tan solventes como él, tan trabajadores, tan insistentes en la preocupación por la estupidez y la patraña. Solo tenemos que releer El nombre de la rosa (1980), uno de los debuts literarios más conmovedores de la historia por su aparente costra de novela negra y su irremediable condición de tratado filosófico (más que pertinentemente trasladada al cine por Jean-Jacques Annaud y un Sean Connery que, más que Guillermo de Baskerville, parece Umberto Eco, para caer en la cuenta de ese empeño). Cuidado: son posibles múltiples lecturas —la narrativa, la filosófica, la moral, la histórica— , es un libro que acuña un género fascinante, el thriller medieval, pero también un pasquín revolucionario frente a los profesionales de la verdad absoluta, lleven en el macuto metralletas, biblias, coranes o banderas: “Huye, Adso, de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar también la muerte de muchos otros, a menudo antes que la propia, y a veces en lugar de la propia”. Y de ahí, seguidito, a las cruzadas de los cruzados de uno u otro signo. “El arte solo ofrece alternativas a quien no está prisionero de los medios de comunicación de masas” fue uno de sus gritos de guerra, proferidos desde debajo de un sombrero negro, desde dentro de un gabán negro, desde lo alto de un magisterio luminoso. Avisaba a navegantes, ya hace mucho, y no solo a navegantes, también a los políticos y a los periodistas, gremios que se creen/nos creemos infinitamente más de lo que son/somos. Solo el advenimiento de zarpazos lúcidos de pensamiento, de creación literaria o artística, de luz, de autenticidad, nos salvará contra tanta falacia, pactista o no. Es el mundo en marcha de Umberto Eco, tejido en libros y tratados, en artículos y conferencias, incrustado por igual en la confesa nostalgia personal de Gutenberg y el reconocimiento de Internet como herramienta a domesticar… y aprovechar. Desde la Historia de las tierras y los lugares legendarios (una de sus últimas obras traducidas al español), Eco nos habla de dragones e islas ignotas, del Santo Grial y del país de Jauja, pero sin olvidar nunca a Fray Bartolomé de las Casas y Montaigne. Los incunables y los beatos medievales que husmeaba y perseguía como un niño en ferias del libro antiguo por todo el mundo, los tebeos y el cine, la contemplación y el hedonismo… Aristóteles sí, Will Eisner también, los papiros, el eterno papel defendido a ultranza junto a su amigo Jean-Claude Carrière (imprescindible la lectura de Nadie acabará con los libros, 2010), la comida y la bebida, los amigos, los viajes. Todo contaba. Umberto Eco, a diferencia de tanto solemne con carnet, nunca tuvo problema — pero para eso hay que albergar un ingente bagaje humanista e infinitas dosis de humildad— para unir en el mismo puzle irresuelto aquello de la alta y la baja cultura. Él era un aristócrata de las dos. Y a la vez, un proletario de las dos.

viernes, 19 de febrero de 2016

Europa y Lady Macbeth


Lady Macbeth pide un deseo para someterse a la crueldad y vencer al remordimiento: "¡Venid hasta mis pechos de mujer y transformad mi leche en hiel, espíritus de muerte que estáis por todas partes -esencias invisibles- al acecho para que Naturaleza se destruya!" Lady Macbeth concita a los espíritus de la muerte, a esas esencias invisibles que están siempre cerca de los gobernantes y los poderosos. Lady Macbeth los invoca y acuden para que su marido cometa un crimen horrible.
Nosotros, los europeos, ya no tenemos que llamar a esas fuerzas terribles porque están siempre asomadas a las ventanas de nuestras pantallas, gobiernan nuestros países y rigen nuestros destinos. Porque nuestros pechos hace tiempo que se llenaron de hiel. De otra manera no se puede entender lo que está ocurriendo con los refugiados en Lesbos o en cualquiera de las costas griegas regadas de muertos con la connivencia de la gran Europa. Europa no es Lady Macbeth, Europa es esa esencia invisible a la que ella invocaba, ese espíritu de la muerte que deja morir sin piedad a todos aquellos que no son de su estirpe. Europa es una cloaca de lujos donde nos pudrimos de soberbia, crueldad e hipocresía. Hace tiempo que nos arrancaron el sexo. Nos desayunamos la muerte y el sufrimiento, los envolvemos en rebozados de tres estrellas Michelín y los engullimos con deleite, cerrando los ojos, paladeando el exquisito sabor de la sangre y lamiendo los cuerpos hinchados. Hace tiempo que un manto de tinieblas ha impedido que el cielo grite, "¡basta, basta!". Si Lady Macbeth levantara la cabeza se horrorizaría de pertenecer a una comunidad como esta.