sábado, 26 de septiembre de 2015

"Escondiéndose en Montaigne" por Antonio Muñoz Molina


CUANDO ARRECIA LA bronca pública y la temperatura del delirio, entre nosotros siempre tan alta, va llegando al punto de ebullición, mi instinto es el de esconderme y el de retirarme. Uno se esconde como puede en la vida privada y se retira a un silencio que está hecho en gran parte de las palabras luminosas y acogedoras de unos cuantos libros, o más bien de las voces de quienes los escribieron, preservadas en ellos desde hace siglos. “El mundo está demasiado encima de nosotros”, decía Saul Bellow. El chantaje de la actualidad y el descrédito de todo lo que no sea nuevo o inmediato lo acosan a uno más insidiosamente que nunca. Por eso, y por supervivencia, por salud mental, cuando el estrépito es ya como un martillo neumático taladrando la acera bajo la ventana, yo busco para esconderme, de manera instintiva, las voces que más me acompañan y me serenan, como hacía Josep Pla cuando pasaba un día entero de invierno en la cama leyendo a Montaigne, que tenía sobre él un efecto a la vez tónico y sedante.
A Pla, Montaigne lo abrigaba contra el frío crudo y el tedio funeral de la posguerra franquista. A mí me alivia del espectáculo usual de la palabrería intoxicadora y del encono estéril, y de la extraña propensión española y antiespañola a echar leña al fuego y preferir lo peor a costa de lo razonable. Un dicho americano me viene a la memoria: to cut off your nose to spite your face: literalmente, cortarse uno la nariz para injuriarse la cara, o, en términos de la política española, hacer todo lo posible por perjudicar al otro, sabiendo o no queriendo saber que ese otro está tan entreverado a uno mismo que no es posible hacerle daño o prevalecer sobre él sin precipitar la propia ruina. Montaigne vivió muy de cerca los horrores de su propia época, desatados por la mezcla letal de la ambición política y el fanatismo religioso, y los interpretó a la luz de sus lecturas de los clásicos griegos y latinos, del estoicismo de Séneca, el epicureísmo de Lucrecio, la perspicacia histórica y psicológica de Plutarco. Ahora, el risueño cretinismo de los propagadores de la ignorancia ha puesto de moda la llamada “caducidad de los saberes”: en la Francia trastornada de mediados del siglo XVI, Montaigne reconoció en las obras de escritores romanos de más de mil quinientos años atrás el diagnóstico de las debilidades y las estupideces humanas que había presenciado él mismo: la facilidad del error, el éxito del engaño, lo incierto y variable de las inclinaciones y las capacidades humanas, la utilidad de la ironía, la necesidad de modelar la propia vida autónoma y el ejercicio soberano y escéptico de la razón. Viviendo en tiempos oscuros, Montaigne no concedía ningún crédito intelectual a la pesadumbre, y consideraba que uno de los indicios más seguros de la sabiduría era un disfrute constante de los placeres de la vida, más valiosos todavía por ser pasajeros e inseguros. Los profesionales de la ortodoxia, con independencia de las fantasías políticas o religiosas que los animaban a matarse entre sí, y de paso a cualquiera que se les cruzara por delante, tenían en común la convicción de que sólo existe una manera legítima de pensar y vivir, y que fuera de ella no cabe más que la condenación al fuego eterno, anticipado en ocasiones por el fuego terrenal de un auto de fe: Montaigne se complace en enumerar la variedad inaudita de las creencias y las costumbres en las sociedades no europeas, y hasta hace el elogio de la buena salud, el coraje, la dulzura de trato de los caníbales del Nuevo Mundo, que, al fin y al cabo, dice, mutilan y se comen a sus víctimas cuando ya están muertas, en vez de atormentarlas vivas, como prefieren los matarifes militares y los inquisidores europeos.
Cuando vuelvo a Motaigne es raro que no vuelva también a Cervantes. Hay un aire común, una música semejante de naturalidad en el estilo, una observación cercana, meticulosa, escéptica, cordial. Cuando leo, en el Quijote de 1615, los capítulos que suceden en la casa del Caballero del Verde Gabán, me parece que estoy visitando una versión manchega y por lo tanto más modesta del castillo del señor de Montaigne, coronado por esa torre en la que él se retiraba a leer y a escribir, y en la que también habría ese silencio laborioso del que habla con admiración y probablemente con íntima envidia Cervantes, que casi nunca disfrutaría de comodidades semejantes: “El maravilloso silencio que en toda la casa había, que semejaba un convento de cartujos”. Don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, lleva una vida que habría aprobado Montaigne: apartada en el sosiego de su casa y en la lectura —tiene “hasta seis docenas de libros”—, pero también activa, de una manera equilibrada, porque se ocupa de administrar su hacienda y se distrae con la caza menor, y disfruta de recibir invitados y de ofrecerles una comida “limpia, abundante y sabrosa”. Montaigne dice que la conversación es “el ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu”, “más dulce que ninguna otra acción de nuestra vida”. Don Diego de Miranda, igual que sin duda lo era Cervantes, es un excelente conversador, y hasta Don Quijote, cuando se encuentra en su casa, habla con más conocimiento y lucidez que nunca, y hay momentos en los que sus reflexiones sobre la invención literaria, y sobre el uso noble y natural en ella de la propia lengua en lugar del latín, nos hacen pensar en la prosa de Montaigne.
Que en la política española predomine el monólogo mitinero y que todo diálogo sea un diálogo de sordos y un guirigay de insultos quizás tenga que ver con la falta de la tradición reflexiva y conversadora de Montaigne y Cervantes. En el siglo XVII hubo tentativas de traducción al español de los Ensayos, pero se quedaron en nada por la presión del integrismo religioso y político. Montaigne sólo llegó a nuestro idioma a finales del XIX, cuando ya llevaba varios siglos ejerciendo una influencia vivificadora en la cultura francesa y también en la inglesa, irradiando su espíritu de indagación y de irreverencia, su ejemplo de claridad expresiva. Una gran parte del pensamiento racional y democrático y la escritura crítica vienen de Montaigne, de manera semejante a como la tradición de la novela viene de Cervantes. En los Ensayos, como en Don Quijote, se examina la vida tal y como es, con plena conciencia de la dificultad del conocimiento, y de las fantasías que inventa la imaginación, y de la capacidad humana para ponerlas por encima de la realidad, y para cometer estupideces y atrocidades en su nombre, y para obstinarse en no ver lo que está delante de los ojos.

De la trastienda de uno mismo o la “arrière-boutique” en la que, según Montaigne, hay que saber esconderse a solas aprendió Virginia Woolf la idea de la habitación propia que una mujer necesita para escribir. Entre Montaigne y Cervantes, yo busco el camino para retirarme sin hosquedad ni misantropía y para estar presente con dignidad y con los ojos abiertos, y a ser posible sin angustia. •


domingo, 20 de septiembre de 2015

"Manzanas" por Manuel Vicent

La inteligencia humana se ha movido simbólicamente en torno a tres manzanas. Primero fue la manzana del paraíso que la serpiente ofreció a Eva. Si coméis el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal seréis como dioses. El texto original en hebreo se fue adulterando al pasar por diversas traducciones del griego al latín. Se supone que la serpiente ofreció a Eva una propuesta hacia el conocimiento, pero el cristianismo adoptó una acepción equivocada de manzana, malum en latín, y transformó en pecado lo que en la lengua original se exponía de manera positiva y liberadora. La religión católica ha seguido interpretando la pérdida del paraíso como castigo ejemplar frente a la teoría de la evolución. La segunda manzana fue la que, según la tradición, le cayó a Newton en la cabeza y le impulsó a desarrollar la ley de la gravedad, llave de la física moderna, que ha permitido que una sonda espacial haya llegado a Plutón después de recorrer 5.000 millones de kilómetros. La tercera manzana preside hoy la empresa más exitosa de nuestro siglo. Apple muestra con orgullo su logo universalmente conocido, una manzana con un pequeño mordisco cuyo significado alude de nuevo a la liberación que proporciona el conocimiento. La nueva Ley de Educación perpetrada por el infausto ministro Wert equipara las manzanas de la física y de la informática con la manzana del paraíso, que solo es fruto de un cuento mágico, paradigma de la culpa de la inteligencia, origen de todos los males. La enseñanza de la Religión como asignatura favorecida y evaluable pone a Eva al mismo nivel de Newton y de Alan Turing, padre de los nuevos ordenadores. Pero hoy la serpiente diría a los alumnos: si mordéis esta manzana de Wert no seréis como dioses. Seréis expulsados del paraíso de la ciencia y vuestro cerebro seguirá siendo corroído y manipulado por la superstición.

martes, 8 de septiembre de 2015

jueves, 3 de septiembre de 2015

"La tradición" por Julio Llamazares

Si en apenas dos meses, los que van del verano, que continúa, en España hubieran muerto 12 boxeadores, 12 ciclistas corriendo competiciones, 12 policías dirigiendo el tráfico o 12 bomberos apagando fuegos habría habido ya un gran debate nacional sobre la conveniencia o no de la práctica de tales deportes o sobre la seguridad de esas profesiones y el país entero estaría alarmado por la tragedia. Pero, como los 12 muertos (y los que aún pueden producirse: el verano continúa con sus fiestas) han tenido lugar en el cumplimiento de una tradición, la de los juegos de toros, se dan por bien empleados, puesto que la tradición, que es sagrada, está por encima de cualquier cosa y lo justifica todo.
En el nombre de la tradición, en este país se han hecho y siguen haciéndose barbaridades sin fin, la mayoría utilizando al toro para ellas, pero también a otros animales, aunque también las hay presuntamente más inocentes por la ausencia de sangre, que no de violencia y mal gusto: tirarse toneladas de tomates unos a otros hasta acabar irreconocibles y rodando por el suelo, llevar a hombros imágenes religiosas a pleno sol durante kilómetros después de un año de no entrar en la iglesia ni de visita, pegarse con los del pueblo vecino por un quítame allá esa Virgen, competir entre los del propio a ver quién come el mayor número de butifarras o huevos duros sin beber agua o demostrar la hombría explotando pólvora y la testosterona saltando o emborrachándose hasta caer al suelo. Si, como dice la antropología, la tradición es la cultura de un pueblo, a uno le da hasta miedo saberse parte de un pueblo capaz de hacer todas estas cosas y, además, enorgullecerse de ellas.
Se acerca el toro de Tordesillas, que llenará las páginas de los periódicos de comentarios un año más, pero ya que los animales no alcanzan a despertar la compasión de esos españoles aficionados a torturarlos y a asesinarlos por diversión ni consiguen que reaccionen unas autoridades que en numerosos casos tienen miedo a sus vecinos (los alcaldes de los pueblos) o a las consecuencias electorales de su decisión, por lo que no se atreven a coger el toro de la tradición por los cuernos, nunca mejor dicho, detengan por los menos esa sangría de vidas humanas que, como si se tratara de sacrificios a un dios impío, se producen cada año en un país en el que la tradición y la barbarie se confunden muchas veces, lo que muestra su retraso cultural evolutivo. Viendo y oyendo manifestarse a algunos participantes en esas fiestas, uno se afirma en su convicción de que no sólo el hombre desciende del mono sino que muchos no han descendido aún.

"Las vidas cruzadas de Da Vinci, Maquiavelo y César Borgia" por Javier Bilbao

En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras, terror, asesinatos… Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!
Harry Lime (Orson Welles) en El tercer hombre.
Han pasado cinco siglos, pero su recuerdo lejos de extinguirse parece ampliarse cada día como ondas en un estanque. Cada uno de ellos dejó su particular impronta y no solo en un campo sino en varios, que por algo hablamos de hombres del Renacimiento. Pero a pesar de sus marcadas personalidades el legado de cada uno habría sido distinto sin la presencia de los otros dos. Descubrir cómo fue esa influencia respectiva es una tarea fascinante, que nos muestra que tan importante como aprenderse nombres es conocer las relaciones entre ellos y nos permite comprender esa época tan excepcionalmente violenta… y tan prolífica artística e intelectualmente, como bien nos recordaba Orson Welles en aquel célebre diálogo (por cierto, los suizos ni siquiera inventaron el reloj de cuco).
Autorretrato de Leonardo da Vinci ca. 1512. Imagen: Biblioteca Reale di Torino.
Como un gigante que nos abruma con su tamaño aunque la vista solo nos alcance hasta sus rodillas, el asombro que provoca hoy día Leonardo Da Vinci se queda corto si tenemos en cuenta que se han perdido o quedaron inconclusas varias de las obras a las que más tiempo dedicó, así como aproximadamente la mitad de las doce mil páginas que rellenó con audaces observaciones e invenciones de todo tipo. Su nacimiento tuvo lugar en la localidad de Vinci el año 1452 y a finales de la década de 1460 se traslada a Florencia, donde ingresaría como aprendiz en el taller de Andrea del Verrocchio. Un maestro que pronto se percató de su talento y le iniciaría en diversas artes, sentando así las bases de su habilidad multidisciplinar.
Mientras tanto, en 1469 nacería en las afueras de esa misma ciudad Maquiavelo. Gracias a la biblioteca con la que contaba su padre se sumergió en el estudio de los clásicos romanos que tanto influirían en su obra. En esa época de juventud forjaría además una serie de amistades que conservaría de por vida basadas en la complicidad y el humor. Una cualidad de la que estaba muy dotado y que se reflejaría en su abundante producción epistolar posterior, unas cartas intercambiadas con esos amigos en las que combinaba las observaciones perspicaces sobre la situación política y sus intrigas como diplomático con bromas en ocasiones bastante gruesas sobre sus proezas o fracasos sexuales. Para que nos hagamos una idea merece la pena citar un fragmento de una de ellas, destinada a Luigi Guicciardini:
¡Por todos los demonios, Luigi! Cómo es que la Fortuna te llena el plato y yo me debo contentar con las migajas. Mientras tú te hartas de follar, yo estoy pasando hambre… Estaba la mar de cachondo cuando me encontré con una vieja que me lava y plancha las camisas; vivía en un oscuro sótano… me pidió que entrara porque quería venderme una camisa… Y soy tan inocentón y gilipollas que entré. Y ahí en la penumbra distinguí a una mujer encogida en el rincón, fingiendo modestia, cubriéndose el cuerpo y la cara con una toalla… La desvergonzada vieja me cogió la mano y me atrajo hacia ella diciendo «esta es la camisa que quiero venderte, pero me gustaría que te la probaras primero y pagaras luego». Como ya sabes, en realidad soy un tipo tímido, así que me quedé aterrado cuando la vieja salió de la habitación y cerró la puerta, dejándome solo en la oscuridad. En todo caso, para abreviar la larga historia, me la follé. Aunque sus muslos eran fofos y su coño estaba húmedo… y el aliento le apestaba un poco… yo estaba tan rematadamente cachondo que me puse a ello con empeño. Cuando hube terminado, decidí echar un vistazo a la mercancía, cogí de la chimenea un trozo de madera ardiente para encender la lámpara… ¡Puaj! Era tan fea que por poco me caigo muerto allí mismo.
Pero además de su formación, ingenio y agudeza psicológica para comprender a las personas, como vemos Maquiavelo siempre fue muy consciente de la importancia de la diosa Fortuna para alcanzar cualquier logro, por sublime o mundano que fuera. Esta tocaría su vida cuando, tras la expulsión de los Médici, el nuevo régimen político florentino le asignaría en 1498, con solo veintinueve años, un puesto de gran responsabilidad: canciller y secretario de la Segunda Cancillería. Su ocupación sería nada menos que la de encargarse de las relaciones exteriores de la ciudad-estado y de su defensa. Lo que le permitiría tratar con frecuencia con el mayor ingeniero militar de su tiempo —que no era otro que Leonardo Da Vinci— así como con un joven príncipe de considerable carisma y enorme ambición, César Borgia.
Los papas del Renacimiento eran levemente distintos a los actuales: montaban orgías y fiestas en las que las meretrices debían recoger castañas del suelo con su vagina, tenían numerosos hijos reconocidos o no, conspiraban, asesinaban, sobornaban e incluso organizaban guerras para conquistar nuevos territorios. Es decir, eran mucho más divertidos. La Iglesia en su conjunto era una institución tan corrupta que como sabemos terminaría desatando la reacción de Lutero. Así que cuando César nació en Roma en 1475 como uno de los hijos ilegítimos del cardenal de origen valenciano Rodrigo Borgia, no tardó en obtener cargos como el de obispo de Pamplona aunque solo contara con quince primaveras. Un puesto que se le quedaría pequeño cuando su padre consiguió en 1492, bajo acusaciones de simonía —compra de bienes espirituales—, hacerse papa; sería llamadoAlejandro VI. Bajo semejante paraguas la vida de César solo podía ir a mejor… aunque  además tuvo que morir su hermano mayor en extrañas circunstancias, lo que le permitió ocupar su puesto como capitán general del Vaticano y dar rienda suelta a sus ambiciones. El ahora también duque de Valentinois se propuso nada más y nada menos que unificar Italia para recuperar el esplendor del Imperio romano.
César Borgia ca. 1500-1524. Imagen: Altobello Mellone / Accademia Carrara Bergamo.
En 1499 César Borgia comenzó su campaña de conquista del centro de Italia y tres años más tarde mantendría su primera reunión con Maquiavelo. El ejército del primero se había plantado en las puertas de Florencia y nuestro astuto diplomático tenía el encargo de negociar un acuerdo de no agresión. Era su adversario, un potencial enemigo para la ciudad que él representaba, pero Maquiavelo quedó fascinado por su manera de ejercer el poder sin cortapisas. Así es como un príncipe debía ser, comenzó a barruntarse para sus adentros, en cierta línea con lo que mucho más adelante Nietzsche teorizaría sobre el superhombre y El Fary sobre el hombre blandengue. Pero César, precisamente porque se sabía fuerte, casi invulnerable, no perdonaría a Florencia solo a cambio de vagas promesas de lealtad o algo de dinero. Su exigencia fue la de apropiarse de lo más valioso que había por entonces en la ciudad y que le resultaría de gran utilidad. Estamos hablando de Leonardo Da Vinci. Un ingeniero militar dotado de tan portentosa imaginación sería el arma más eficaz para continuar con su campaña expansionista.
Bajo las órdenes de su nuevo mecenas (al que retrató en un dibujo), Leonardo se dedicó a realizar mejoras en sus fortificaciones, diseñó piezas de artillería, catapultas y una nueva máquina de asedio que permitía elevar de una sola vez a trescientos hombres sobre cualquier muralla. También diseñó submarinos, tanques, helicópteros y calculadoras, pero la técnica por entonces no estaba aún lo suficientemente avanzada para ponerse a la altura de su inventiva. Aquellas de sus creaciones que sí se pusieron en práctica influirían en la forma de hacer la guerra desde entonces, pero fueron acumulando un creciente desasosiego en un Da Vinci cada vez más pacifista y desencantado con la crueldad del ser humano. Ya no quería formar parte de todo aquello. Él quería pintar, diseñar máquinas voladoras y ser un científico, no crear máquinas que sembrasen la muerte.
Mientras tanto, a Maquiavelo se le encomendaron misiones diplomáticas en las que debía permanecer largas temporadas en la corte de Borgia, lo que le permitió ir tratándolo y conociéndolo cada vez más, tanto a él como a Leonardo. Con el primero lograba sintonizar por sus sutiles análisis políticos y con el segundo por su perspectiva científica sobre el mundo. Según especula Paul Strathern en El artista el filósofo y el guerrero pudo haber influido en el regreso de Leonardo a Florencia en 1503, en un nuevo contexto político en el que el papa quería aproximarse a la ciudad-estado y su hijo consintió entonces desprenderse de él como gesto de buena voluntad.
Retrato de Maquiavelo de Santi di Tito.
Pero la experiencia no habría sido del todo negativa para el pintor. Durante sus viajes pudo fijarse en paisajes como el del Alto Arno, que según algunos es el que podemos ver al fondo en su obra más célebre, La Gioconda. Además, el velo que cubre su cabello estaría inspirado en el que vio llevar a Lucrecia, hermana de César. Precisamente a ese río, el Arno, estuvo vinculado otro gran proyecto de Leonardo y de Maquiavelo que acabó en un completo desastre, aunque no tuvieron demasiada culpa de ello. En agosto de 1504 comenzaron las obras de una gigantesca obra de ingeniería civil, ideada por el primero y supervisada por el segundo, consistente en desviar el curso del río. Su finalidad era privar de él a su vecina y enemiga ciudad de Pisa, de manera que Florencia volvería a tener una salida al mar. Leonardo no solo realizó planos del proyecto sino que inventó una original máquina excavadora, sin embargo no fue él quien dirigió los trabajos sino un tal Colombino. Sus modificaciones sobre el trazado original parece ser que tuvieron mucho que ver con el desbordamiento de los diques tras una tormenta, lo que provocó la muerte de ochenta trabajadores.
Con el desastre el proyecto quedó suspendido tras haber causado un considerable gasto a una ciudad, pero no supuso el fin para ninguno de los dos. Da Vinci continuó con su  fresco de La batalla de Anghiari en una pared del Palazzo della Signoria, mientras pintaba la de enfrente un joven bastante prometedor, un tal Miguel Ángel, que terminaría abandonando el proyecto para irse a Roma a decorar la Capilla Sixtina. Maquiavelo por su parte pasaría a encargarse de dotar a Florencia de una milicia ciudadana que sustituyera a las tropas de mercenarios, inspirándose para ello en el ejército de la antigua Roma que tanto admiraba. El tercero en discordia, César Borgia, continuó con sus ambiciones imperiales pero la muerte de su padre, Alejandro VI, supuso un golpe que terminaría acabando con él. La misma fortuna que antes lo hizo subir a lo más alto ahora lo dejaba despeñarse sin piedad. No solo perdió a un gran aliado sino que el papa sucesor, Julio II, terminó siendo su peor enemigo. César acabó sus días en España en 1507, durante una emboscada tras haber escapado de su encarcelamiento en el Castillo de la Mota. No llegó a cumplir los treinta y dos años, pero su fugaz paso por el mundo dejó una huella imperecedera. No solo por la manera en que alteró los equilibrios de fuerzas en una península itálica tan caótica, tal como señalaba Welles, sino por inspirar el libro que acabaría convirtiéndose en un clásico del pensamiento.
Julio II no solo acabó con César, también trajo la ruina a Maquiavelo al restablecer en el gobierno florentino a los Médici. Recordemos que nuestro inquieto diplomático había accedido al cargo cuando esta familia de mecenas perdió el poder, así que ahora solo podía esperarle el ostracismo. En la pequeña propiedad rural a la que se retiró perdió toda la influencia de antaño pero comenzó su más fructífero periodo de creatividad literaria. Escribió poemas, comedias teatrales, tratados históricos y militares, así como un libro en el que hablaba de la política de una forma como no se había hecho antes. La franqueza con la que en otro tiempo era capaz de narrar sus desventuras sexuales la emplearía ahora en describir con toda su crudeza la naturaleza del poder.

lunes, 24 de agosto de 2015

"Corazón tan negro: de la maldad en Shakespeare" por Ernesto Filardi


My hands are of your colour; but I shame to wear a heart so white.
(Macbeth, II, 2)

El silogismo es bien conocido: si a es b y b es c, entonces a es c.
Apliquémoslo ahora a los personajes teatrales:
a: Nada atrae más al espectador que un personaje malvado bien construido.
b: Alguien que construía muy bien sus personajes era Shakespeare.
c: Nada atrae más al espectador que los personajes malvados de Shakespeare.
El lector puede estar o no de acuerdo con las premisas y con la conclusión. Sin embargo, hay un punto de razón en el silogismo que los amantes de Shakespeare reconoceríamos: el irresistible atractivo de sus personajes oscuros. Cuando pensamos en el Shakespeare defensor del amor nos vienen a la cabeza algunas de sus obras más célebres (Romeo y Julieta o El sueño de una noche de verano, por ejemplo) pero si nos preguntan por nuestros personajes preferidos de sus obras, raramente nos quedamos con los enamorados o con los graciosos: Ricardo III despierta siempre más interés que Romeo y Yago es más admirado que Puck. Puede que Hamlet sea el ejemplo más paradigmático de esto, ya que es una obra en la que el bardo de Stratford nos cuenta el oscuro viaje que hay desde la inocencia hasta el asesinato, y no cabe duda de que el Hamlet al que recordamos es el que mata a Polonio y envía a Ofelia al convento en lugar de al hijo melancólico que recuerda a su padre con cariño. También recordamos, por supuesto, al Hamlet que, calavera en mano, dice aquello de «ser o no ser»; pero eso es debido a las interferencias cinematográficas, ya que entre el celebérrimo soliloquio y la calavera de Yorick transcurren dos de los cinco actos que tiene la obra.
De ese amplio abanico cromático de la maldad destacan tres grandes tipos de personajes a los que, a falta de mejor nomenclatura, llamaremos traviesos, malvados y perversos. Parece claro que los primeros son aquellos cuya única intención es la de divertirse. Las comedias son el terreno ideal para lostraviesos como Puck de El sueño de una noche de verano, de cuyas trastadas solemos reírnos como niños cómplices. Nos provocan el mismo placer gamberro cuando surgen en las obras históricas, como el Falstaff de las dos partes de Enrique IV. Y sin embargo los traviesos están desvinculados del género trágico en el que se mueven los otros miembros de esta clasificación, ya que Shakespeare no dejó lugar para las bromas dulces en sus tragedias. Estas, en cambio, están pobladas de crímenes de todo tipo para que los personajes más oscuros puedan campar a sus anchas.Es bien sabido que Shakespeare analiza como nadie los infinitos recovecos del alma humana. Sus obras dan cabida a todos los mundos posibles en este mundo y su pluma dio la palabra a todas las emociones conocidas y por conocer, creando un hilo lógico y continuo entre las pasiones más brillantes y aquellas a las que no suele llegar el foco de otros autores. En sus treinta y siete obras hay buenos y malos, pero entre esos malos existe una gradación que es necesario conocer para no caer en un error tan grave como el ya mencionado de Hamlet y la calavera. Porque cuando pensamos en los malvados shakesperianos hay tres que nos vienen a la cabeza al instante: Yago, Ricardo III y Lady Macbeth. No hay duda de que los dos primeros son lo peor de cada casa, pero no tanto la instigadora del asesinato del rey Duncan. O al menos, si la comparamos con otros criminales creados por el bardo.
Es más difícil concretar la diferencia entre los personajes malvados y los perversos. En el diccionario de la Real Academia la definición de ambos conceptos es casi idéntica, pero es posible que el lector esté de acuerdo en que la palabra perverso tiene una connotación maquiavélica que no se encuentra en malvado. Porque ahí radica la diferencia entre ambos tipos de personajes shakesperianos: sus personajes malvados son aquellos que por aprovechar una ocasión favorable cometen un acto a todas luces execrable, muchas veces sin pensar en las consecuencias. Los perversos, en cambio, son los manipuladores que tejen subrepticiamente una red de malentendidos y conjuras para crear esa ocasión favorable y, una vez conseguido el status quo deseado, lo mantienen gracias a nuevos crímenes. Como ejemplo, y para quien no la recuerde, resumamos la trama deRicardo III:
Ricardo III (duque de Gloucester antes de convertirse en rey) desea el trono de su hermano Eduardo IV. Para conseguirlo le convence de que Clarence, hermano de ambos y siguiente en la línea de sucesión, es un traidor, con lo que Eduardo le hace encarcelar. Una vez en la cárcel, Gloucester envía a unos asesinos para quitárselo de en medio. Tras la muerte de Eduardo le sucede su hijo de doce años y Gloucester, ahora protector del reino, hace difundir el bulo de que tanto el niño como su hermano pequeño son hijos bastardos de Eduardo. Los encarcela y, como hizo con Clarence, envía a un asesino para que acabe con ellos. Entre medias saca tiempo para casarse con Lady Anne —cuyo marido y cuyo padre fueron asesinados por él mismo— y envenenarla posteriormente al comprender que le era más práctico quedarse viudo para intentar seducir a la hija de Eduardo y así postularse de cara a la galería como el rey legítimo. También el lector/espectador es manipulado, esta vez por el propio Shakespeare: estudios (y exhumaciones) recientes han demostrado que Ricardo III no fue tan cruel ni tan jorobado. Pero Isabel I, monarca en tiempos del bardo, era nieta de Enrique VII, el héroe que derrota a Ricardo al final de la obra. Y nada mejor para encumbrar a un héroe que envilecer al rival.
La galería de personajes perversos es más amplia, por supuesto. La fama es para Ricardo III y Yago, pero no se quedan atrás Regan, Goneril, Cornwall y Edmond —todos ellos pertenecientes a El rey Lear— y, sobre todo, Aarón y Tamora, de Tito Andrónico; la relación de maldades de estos últimos es innumerable, así que sirva como ejemplo el ordenar la violación de una chica y su posterior amputación de manos y lengua para que no pueda delatar a sus violadores.
Lady Macbeth, sin embargo, no está a la altura de semejantes competidores. Es cierto que convence a su marido para asesinar al rey y que ella misma apuñala a los guardianes reales para así tener las manos tan manchadas como las del propio Macbeth. Pero todo ello parece responder, como decíamos más arriba, a un impulso por aprovechar una ocasión favorable. Esa tremenda escena en la que, sonámbula, intenta lavarse las imaginarias manchas de sangre nos indica que los remordimientos son más grandes que su ambición. Si las tres brujas no hubieran profetizado que Macbeth sería rey tras la muerte del rey Duncan, no parece probable que Lady Macbeth hubiera creado una meticulosa red de conspiraciones y traiciones. La fiereza de carácter con la que convence a su débil marido nos muestra a un personaje decidido y carismático, pero su arrepentimiento posterior es inmensamente mayor al de otros perversos shakesperianos. Sobre todo, claro, porque muy pocos se arrepienten. Por otra parte, rebajar a Lady Macbeth de perversa a malvada no implica negar su corazón oscuro, pues en esta categoría está bien acompañada por otros grandes como Shylock (de El mercader de Venecia), Claudio (tío de Hamlet) o Iáchimo (de Cimbelino). ¿Quieren que recordemos un poco sus tramas? Ahí van.
Shylock es un prestamista judío continuamente despreciado por los mercaderes cristianos. Uno de ellos, Antonio, firma con Shylock un contrato de préstamo según el cual se compromete a pagar con una libra de su propia carne en caso de no poder devolver a tiempo el dinero prestado por el judío. Cuando los barcos de Antonio naufragan, Shylock va a juicio reclamando su derecho a cobrar la libra de carne. La obra ha sido tildada de antisemita varias veces, pero quienes dicen eso suelen olvidar el conmovedor monólogo de Shylock tras sufrir, entre otras cosas, que su hija Jessica haya sido raptada por unos amigos de Antonio:
¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no se alimenta de la misma comida, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?
En cuanto a Iáchimo, el menos conocido de los tres, apuesta con Póstumo Leonato que será capaz de seducir a Imógene, su esposa. Cuando ella le da calabazas, Iáchimo se esconde en un baúl del que, a modo de caballo de Troya, sale por la noche para ver a Imógene durmiendo desnuda, descubrirle un lunar bajo el pecho y robar un brazalete. Con esto convence a Póstumo de la infidelidad de su mujer, provocando que él la repudie y una serie de complicaciones posteriores entre las que se incluyen que Póstumo envíe un mensajero para matar a Imógene y que ella crea erróneamente que un hombre decapitado sea el propio Póstumo.Claudio, es bien sabido, es el tío de Hamlet que para convertirse en rey mató a su propio hermano. Es decir, al padre de Hamlet. Cuando comprende que su sobrino sabe lo que pasó, conspira para quitárselo de en medio y seguir tranquilo en su trono. Pero la escena XXII del tercer acto —búsquenla, búsquenla— es un bello soliloquio de arrepentimiento.
Esta división de personajes subjetiva, personal y transferible tiene su correlato lógico en la clasificación por géneros de la obra teatral del de Stratford. Del mismo modo que las comedias son pasto de traviesos, las tragedias son el campo de acción de los perversos aunque de vez en cuando aparezcan en las obras históricas, como el ya mencionado Ricardo III. Los malvados, en cambio, gracias quizás a su oscuridad anfibia, se desenvuelven sin problema en cualquiera de los tres géneros. Pero es posible que desde el punto de vista de la construcción del personaje sean más interesantes los personajes fronterizos: entre la travesura y la maldad están, por ejemplo, Feste y Sir Toby, que en Noche de reyes consiguen hacer creer al puritano mayordomo Malvolio que su señora Olivia está enamorada de él. Cuando Malvolio intenta seducirla, en una de las escenas más cómicas escritas por Shakespeare, ella le expulsa de su lado pensando que está loco, momento que aprovechan Feste y Sir Toby para encerrarle en una celda en la que prácticamente se vuelve loco de verdad.
También, claro está, podemos encontrarnos con personajes fronterizos entre la maldad y la perversidad. Es el caso del rey Ricardo II, otro gran villano desconocido y protagonista de la obra homónima: para conseguir librarse de un adversario, el monarca ordena a Thomas de Mowbray que lo mate y pide a Bolingbroke que le guarde el secreto. Cuando el crimen es ejecutado, el rey destierra tanto a Mowbray como a Bolingbroke, uno de los legítimos herederos. Al morir el padre de este último, el rey confisca todos sus bienes con lo que además del destierro, el joven Bolingbroke (que terminará derrotando a Ricardo II para convertirse en Enrique IV) queda desheredado y desterrado. Esta trama oscura y traidora no se encuentra en el texto sino en los antecedentes de la trama (rasgo este que comparte con el rey Claudio de Hamlet) y pertenece a la leyenda histórica del monarca. Leyenda, por tanto, no verificada, pero conocida por el público de la época y que sirve de contexto para construir una de las obras más poéticamente bellas sobre la expiación de los pecados del poder.
Ahora bien, ¿cuáles son, según Shakespeare, los motivos que conducen al ser humano a adentrarse en la crueldad y el crimen? Si analizamos detenidamente sus textos, veremos que esos motivos suelen reducirse a tres: deseo, venganza y ambición. El deseo —tanto amoroso como sexual— es el que incita a Iáchimo a ser un traidor o a Proteo, de Los dos hidalgos de Verona. Más fuerza cobra el ánimo de venganza, ya que son varios los personajes removidos por esa oscura y tenebrosa pasión: ya hemos mencionado a Tamora, Yago, Shylock y a Edmond, un bastardo que no se quiere vengar de nadie en particular sino del mundo en general. Aquí también entrarían Teobaldo, primo malvado y vengativo de Julieta, el monstruo Calibán de La tempestad, el bastardo Don Juan de Mucho ruido y pocas nueces y, por supuesto, Oberón, rey de los duendes, cuya traviesa venganza a su esposa Titania cambia la vida de los personajes en El sueño de una noche de verano. La venganza, por supuesto, es también el motor de Hamlet. En cuanto a la ambición, sabemos que es lo que mueve a Macbeth y a su esposa, a las hijas de Lear y a Ricardo III. Pero no nos podemos olvidar de la malvada reina de Cimbelino, de los conspiradores asesinos de Julio César con Casio a la cabeza o de Antonio, que en La tempestad usurpa el ducado de Milán a su hermano Próspero.
Con todos ellos y unos cuantos más que no caben en estas líneas, nuestro amado bardo construye una geografía de la maldad humana. Incluso sobrehumana, habida cuenta de la presencia de duendes y monstruos. Todos ellos, traviesosmalvados y perversos, movidos por el deseo, la venganza y la ambición. Cuando Shakespeare canta al amor luminoso le salen obras bellísimas, como Noche de reyes o Mucho ruido y pocas nueces. Pero cuando se sumerge en las pasiones más oscuras consigue obras inolvidables, como algunas de las aquí citadas y que ya están ustedes tardando en coger el libro para leerlas o releerlas.
El debate sobre la licitud de mostrar el mal en escena ya lo puso Aristóteles sobre la mesa en su Poética:
Porque la fábula se debe tramar de modo que, aun sin representarla, con solo oír los acaecimientos, cualquiera se horrorice y compadezca de las desventuras.
O, lo que es lo mismo, que las acciones malvadas deben ser parte de la trama pero solo cuando son narradas. Nunca vistas en escena. De ahí que en las tragedias sea siempre un mensajero quien nos relate las escenas más escabrosas, como la de Edipo sacándose los ojos ante el cuerpo inerte de su madre y esposa. Pero los tiempos avanzan que es una barbaridad y cuando Shakespeare escribe sus obras dos mil años más tarde la sangre corre a raudales por los escenarios. Aunque también hay sangre que los personajes ven pero nosotros no. Como esa sangre imaginaria que perturba a Lady Macbeth y que nos revela que, en efecto, la instigadora del crimen tenía un corazón más blanco de lo que ella creía.

"Cómo ser un escritor de éxito" por Diego Cuevas

Ya se sabe cómo funciona la industria de las letras, 50 sombras de Grey vende unas toneladas de ejemplares y a la mañana siguiente tenemos, en la primera fila de las estanterías de cada librería del universo, una docena de novelas con amantes jugando a meterse bolas de billar por el culo. El código Da Vinci arrasa entre las lecturas del metro y nos llueve el marketing salvaje de cientos de thrillers que exploran el significado oculto de las dieciséis estampas de perros jugando al póquer de Cassius Marcellus Coolidge. Crepúsculo consigue aflojar la goma de las bragas de medio planeta y de repente tenemos legendarias criaturas terroríficas convertidas en pálidos adolescentes que suspiran profundo con mirada intensa y pinta de tener una rave en los intestinos. Los hombres que no amaban a las mujeres se corona como blockbuster y una colección de escritores de suspense brotan de golpe en los helados paisajes de Europa del norte. Paulo Coelho publica en papel la copia de seguridad de sus conversaciones de Whatsapp, se convierte en un éxito y sus lectores sentencian que tanta profundidad les ha cambiado la vida mientras miccionan en tonos arcoíris. Alguien escribe un flyer de bienvenida al pensamiento new age, lo titula El secreto, contrata al maquetador de Geronimo Stilton y acaba amontonado bolsas con el símbolo del dólar estampado. Un yuppie dice que una fábula sobre productos lácteos sustraídos es indispensable para cualquier empresa y una muralla de cuentos para críos, disfrazados de revelaciones para encorbatados, acabará atrincherando la sección Actualidad.
¿Cómo ser un escritor de éxito? ¿Quién coño lo sabe? Y sobre todo ¿a quién le importa?
Paso 1: Buscar un editor
En 1887 un poema titulado «Like a Giant Refreshed» llegó a las mesas de cinco editores. Tres lo rechazaron y dos aceptaron publicar la obra si el autor se hacía cargo de los gastos. Entre las respuestas oficiales recibidas se encontraban un «El mercado está lleno de cosas similares», un «Tenemos cubierta nuestra lista de ediciones para la siguiente temporada» y un «Es evidente que tiene algo especial, pero no lo suficiente para asegurar ventas». La persona que había enviado el manuscrito era un corresponsal de St. James’s Gazette, pero lo cierto es que no era el verdadero autor de la obra. En realidad había copiado palabra por palabra el poema «SamsonAgonistes» que aparecía en Paradise Regain’d, una obra del poeta John Milton, para algunos el segundo literato más notable de las letras anglosajonas después de William Shakespeare. El objetivo era obvio, demostrar que los ojeadores de nuevos talentos no tienen olfato para detectar la genialidad.
John Milton, no tan bueno como para asegurar ventas. Imagen: DP.
John Milton, no tan bueno como para asegurar ventas. Imagen: DP.
Cien años más tarde, un ocioso Chuck Ross reescribió la novela Steps de Jerzy Kosinski. Firmó la obra comoEric Demos, metió el texto en catorce sobres y los lanzó a los buzones de catorce editoriales. A pesar de que elSteps de Kosinski se había llevado un National Book Award For Fiction, y que más adelante David Foster Wallace se pondría las rodilleras a la hora de elogiar esa obra y trazarle líneas paralelas con Kafka, el texto no pasó el primer corte de ninguna editorial, entre las que para más guasa se encontraba la que había editado originalmente Steps. Y entre las respuestas de rechazo Ross se encontró con esto:
Muchos de nosotros hemos leído tu novela admirando el estilo de escritura. Encontramos un punto de comparación con Jerzy Kosinski cuando leemos los crudos y escalofriantes capítulos que has construido. El problema del manuscrito, tal como está, es que no consigue llegar a ser una obra redonda. Tiene momentos muy espectaculares, pero da la impresión de ser un boceto incompleto. No vemos la manera de publicar este trabajo en particular en su estado actual.
En los ochenta la escritora Doris Lessing, futura nobel de literatura en 2007, sospechaba que su editorial aceptaba sus manuscritos por llevar su nombre estampado y no por la calidad de los mismos. Para corroborar esto presentó dos novelas bajo seudónimo (Jane Somers) y el resultado fue el esperado: ambas fueron rechazadas. En 1991 un periodista de The weekly llamado David Wilkening encargó a su secretaria (evidenciando un conocimiento borroso de las labores administrativas) que copiase la novela The Yearling deMarjorie Kinnan Rawlings, ganadora de un Pullitzer en 1939. El volumen se paseó por veintidós editores (incluyendo al editor original) retitulado como A cracker comes to age, para coleccionar hasta trece respuestas de rechazo. Solo una de las editoriales, Pineapple press, se dio cuenta de la fotocopia y reconoció la obra original. The Sunday Times repitió en 2006 la prueba con cuarenta editoriales, envió los primeros capítulos de dos obras ganadoras del premio BookerIn a free state de V.S. Naipaul y Holiday de Stanley Middleton, cambiando nombres de personajes y el autor. El resultado: una veintena de negativas y solo una respuesta interesada por una de las obras.
Paso 2: Autopublicación = Profit.
«Móntate un blog». Con la autopublicación online comenzó Manel Loureiro narrando un apocalipsis zombi en un blog y hoy el hombre pasea tres libros de la saga Apocalipsis Z y vende montañas en Estados Unidos. Erika Leonard (E.L. James) comenzó a escribir una fan fiction erótico-pornográfica-festiva de Crepúsculo (tituladaMasters of the universe y sin relación aparente con He-Man) y la publicó en internet bajo el nick Snowqueen’s Icedragon. El éxito de visitas la animaría a retocar el trabajo para eliminar a los personajes crepusculianos y convertirla en una obra propia llamada 50 sombras de Grey. Aquella creación, pese a su prosa de Cash Converter y de ser una obra calificada despectivamente como mommy porn, le favoreció un contrato editorial y arrasó en ventas (arrebatando el puesto de best-selling author en el Reino Unido a la mismísima J.K. Rowling).Otra que tuvo suerte fue Amanda Hockinguna desconocida que se forró de golpe al poner a la venta sus párrafos en Kindle.
Y luego está el porno con dinosaurios.
Portada de Taken by the T-Rex. La escritora aseguraba que pagaba 5 dólares por el diseño de cada portada, y también que probablemente era demasiado dinero. Imagen: Christie Sims.
Portada de Taken by the T-Rex. La escritora aseguraba que pagaba cinco dólares por el diseño de cada portada, y también que probablemente era demasiado dinero. Imagen: Cortesía de Christie Sims.
Un género completamente nuevo y revolucionario, la dinosaur erotica. De repente varias historias con portadas terroríficas y títulos tan sugerentes como Taken by the T-RexRavished by the TriceratopsTaken by the Pterodactyl o Dino Park After Dark se presentaron en los catálogos de lectura online y empezaron a cosechar lectores sedientos de un nuevo y dilatado tipo de erotismo: aquel que solía orbitar alrededor de dinosaurios montando damiselas.
El caso es que toda esa orfebrería literaria que encamaba lo sensual con lo primitivo era obra de Christie Sims y Alara Branwen, los seudónimos de dos veinteañeras universitarias y compañeras de habitación que, cansadas de sufrir para costearse los estudios, decidieron probar suerte con la autopublicación de la literatura erótica más absurda que se les ocurrió (basada en sus propias experiencias, aseguran). Entregas de extensión ridícula, algunas apenas llegan a las veinte páginas, y que obviamente se basan más en explotar lo disparatado de follar con una criatura prehistórica que en contar algún tipo de historia. El producto tuvo un éxito inesperado (las críticas en Amazon de los lectores de Taken by the T-Rex suelen ser descacharrantes) y como resultado las dos chicas comenzaron a amasar suficiente dinero como para dejar de lado los trabajos basura y dedicarse exclusivamente al noble arte de la escritura, abriendo su producción a nuevas entradas de protagonistas mucho más exóticos: Taken by the PegasusRiding the Dragon Taken by the Gryphon.
A la vista de los beneficios, a las visionarias no les faltaron imitadores: desde la inquietante adaptación a la acera de enfrente de Turned Gay By Dinosaurs de Hunter Fox hasta lo descarado de alguna versión españoladel fenómeno.
Paso 3: Hacerse un nombre
En 1983 la televisión británica comenzó a emitir un ingenioso anuncio de las Páginas Amarillas de aquellas tierras. En el mismo se mostraba a un anciano recorriendo varias librerías de segunda mano preguntando por un mismo libro: Fly fishing de J. R. Hartley. Al no obtener ningún éxito en su redada librera, el protagonista delspot se refugiaba en su casa entristecido hasta que su hija le arrimaba una copia de las Yellow Pages. El anuncio finalizaba con el octogenario hablando por teléfono con una librería en la que había localizado el perseguidoFly fishing. Y entonces el espectador asistía al desenlace revelador cuando el hombre solicitaba que el libro le fuese reservado y escuchábamos su respuesta a una pregunta del otro lado del teléfono: «¿Mi nombre? Oh, sí. Me llamo J. R. Hartley».
La campaña era original pero para Roddy Bloomfield, escritor de deportes, era mucho más que eso. Era una maniobra publicitaria paralela y enorme de algo que ni siquiera sus responsables habían tenido en cuenta: otro libro. Bloomfield encargó a Michael Russell, un experto en pesca con mosca, la tarea de escribir en 1991 un libro. Lo tituló Fly fishing y lo publicó bajo el seudónimo de J. R. Hartley. En la cara de hormigón de Bloomfield se dibujó una sonrisa cuando el texto se convirtió en best-seller. Aprovechando la inercia y junto a Russell perpetraría otras dos secuelas: J.R. Hartley Casts Again: More Memories of Angling Days en el 92 y Golfing by J. Hartley en el 95, otros dos best-sellers.
J.K. Rowling, intentando despojarse de la maternidad del niño mago, se lanzó a construir una de detectives para un público adulto. El libro llamado The Cuckoo’s Calling (El canto del cuco) fue publicado bajo el seudónimo deRobert Galbraith y pese a las críticas favorables vendió una miseria (presumiblemente unos quinientos ejemplares de una tirada de mil quinientos). Cuando un columnista del Sunday Times investigó un poco se descubrió que el agente del tal Gralbraith era el mismo que el de la señora Rowling; y una vez arrebatado el disfraz (que muchos acusaron de maniobra publicitaria) las ventas de The cuckoos calling se dispararon de manera demencial: de ocupar el puesto número 4.709 en la lista de ventas de Amazon saltó directamente a la primera posición.
Paso 4: Trolling
A mediados de los cincuenta el locutor Jean Shepherd se colaba en los hogares a través de un late nightradiofónico. Y se daba el caso de que Shepherd estaba cabreado con el sistema mediante el cual se confeccionaban las listas de best-sellers literarios en aquella época, utilizando tanto los datos de venta como las demandas de libros que estaban a punto de salir. A Shepherd se le ocurrió burlarse de este tipo de listas aprovechando las ventajas de la radio e invitó a todos sus oyentes a encaminarse hacia las librerías y preguntar por un libro que no existía de un autor que tampoco era real. Para hacer las cosas más fáciles el locutor ideó una sinopsis de la trama, un autor ficticio (Frederick R. Ewing) y lo enmarcó todo con un título prometedor: I, libertine. Los oyentes tomaron la empresa tan en serio que al final la obra ficticia acabó realmente entrando en la famosa lista de best-sellers del New York Times.
Cierto tiempo después, Shepherd compartía mesa con el editor Ian Ballantine y el novelista Theodore Sturgeon cuando el primero de ellos se ofreció a publicar una novela escrita por Sturgeon y basada en la falsa obra ideada por Shepherd. En 1956 I, libertine se convertiría en realidad y su portada (obra de Frank Kelly Freas) incluiría un chiste privado delicioso: en un cartel se podía distinguir un esturión y el bastón de un pastor. O lo que es lo mismo, Sturgeon (esturión) & Shepherd (pastor).
Mike McGrady era un columnista del Newsday de los sesenta que estaba convencido de que la cultura americana había abrazado un estándar de vulgaridad tal que cualquier texto de mierda podría llegar a ser un éxito monumental si se le añadían suficientes escenas de sexo. Para demostrar su teoría McGrady reunió a más de una veintena de colegas de profesión delante de una mesa, entre ellos a dos premios Pullitzer (Gene Goltz yRobert W. Greene), y propuso escribir entre todos un libro premeditadamente malo y espantoso. Cada participante se encargaría de un capítulo y eximiría cualquier tipo de calidad de las letras mientras lo rebozaba todo de sexo gratuito. Los implicados se esforzaron todo lo posible en divertirse construyendo un monstruo de Frankenstein incoherente sobre una esposa infiel de gira por las camas de vecindario, aunque hacerlo intencionadamente mal no resultaba sencillo: varios capítulos tuvieron que ser revisados por estar tan bien escritos como para no ajustarse al criterio de calidad en negativo exigido. El resultado final sería una pieza repleta de pasajes descriptivos vergonzosos: «En ese momento ella estaba masajeando su punto de mayor altitud suavemente con una botella de Johnson & Johnson baby lotion de color rosa» o «Entonces él la despojó de sus pantis negros, hubo un sonido de celofán como si estos hubieran sido pelados de las rodillas». Y como remate una soberbia dedicatoria en la primera página: «Para papá».
Varios de los autores de Naked came the stranger. Imagen: Cortesía de Newsday.
Varios de los autores de Naked came the stranger. Imagen: Cortesía de Newsday.
El grupo tituló la obra Naked came the stranger y atribuyó su autoría a una ficticia Penelope Ashe. La hermanastra de McGrady se atrevió a ceder su cara como imagen de la misteriosa escritora y se animó a pasearse por las editoriales con el libro en las manos y cara de buena persona. Lyle Stuart, conocido por fomentar una línea editorial con mucha teta suelta, accedió a publicarla y puso en marcha su procedimiento habitual de edición: mangó sin permiso una foto del culo de una chavala a una revista húngara, la estampó en la portada como reclamo de carnes prietas e imprimió aquello en 1969. El libro zarpó hacia las librerías y semanas más tarde la mujer que ponía rostro a la ficticia autora se paseaba por talk shows y entrevistas.
Cuando Naked came the stranger había vendido más de veinte mil copias, y McGrady ya empezaba a tener agujetas de tanto descojonarse en privado de lo cateto de la sociedad americana, se decidió que ya iba siendo hora de desvelar la broma y el responsable del hoax junto con el resto de implicados dieron la cara para explicar la naturaleza y origen del producto. El público lejos de tomarse a mal que lo hubiesen tratado como idiota reaccionó como era de esperar: saliendo disparado a reservar una copia. Mes y medio después la novela había cuadruplicado el número de ventas. Y unos años más tarde alguien rodaría una versión porno del material original a cuya proyección asistiría la autora de la Naked came the stranger original. O más bien diecisiete pedazos de ella.
Mucho tiempo después, inspirados por la iniciativa de McGrady, un grupo de escritores de fantasía y ciencia ficción acordarían escribir entre todos una obra tan horrenda e incoherente como les fuese posible con un único objetivo: demostrar que en PublishAmerica, una empresa que se jactaba de publicar solamente textos de calidad elevada, no tenían ni zorra sobre la exquisitez literaria. ¿La razón? Que dicha casa había menospreciado a los autores de ciencia ficción y fantasía.
James D. Macdonald escritor y crítico, dirigió el proyecto y coordinó metódicamente a cuarenta autores para gestar un libro prodigiosamente horrible. Se trataba de Atlanta Nights y las imperfecciones de su esqueleto eran una maravilla de la planificación: personajes que cambiaban de raza o género de golpe o resucitaban sin explicación alguna, un par de capítulos distintos creados por diferentes escritores explicando lo mismo, un chaparrón de faltas de ortografía, dos capítulos idénticos letra por letra, un capítulo ausente (el libro salta del 20 al 22) y otro cuyo número se repite (hay dos 12), un capítulo generado enteramente por un programa de ordenador que remezclaba secciones anteriores, un giro de guión en su etapa final que sentencia que todo ha sido un sueño para continuar como si no lo hubiese sido. Y la mofa definitiva: las iniciales de todos los personajes bautizados en la historia deletrean la frase: «PublishAmerica is a vanity press». Alguien definió perfectamente Atlanta nights: «El mundo está lleno de libros malos escritos por amateurs, pero este es un libro malo escrito por expertos».
PublishAmerica, ajena a todo esto, recibió la pieza y dio el visto bueno para publicarla en 2004. Los autores decidieron no seguir adelante con la gesta rechazando el contrato y revelando públicamente la trampa.PublishAmerica dijo que había mirado mal y que mira, que mejor no, nunca, nada.
Paso 5: Intentar no morir siendo objeto de mofa
En 1970 Jim Theis escribió con tan solo dieciséis años una de las novelas de fantasía heroica más emblemáticas de la historia. Publicó su criatura en un fanzine y de algún modo esta llego a las manos del escritor de sci-fiThomas N. Scortia, quien fascinado con el descubrimiento lo remitió a otra escritora, Chelsea Quinn Yarbro, que a su vez enseñó el manuscrito a otro grupo de autores. Y así, poco a poco como una bola de nieve, el texto de Theis empezó a circular de forma furtiva entre los más selectos clubs de ciencia ficción y fantasía. Aquella novela se llamaba The eye of Argon y encandilaba a todo aquel que la leía. Pero por las razones equivocadas.
The eye of Argon era un accidente de tren literario, un desastre heroico, una pieza tan mal escrita (Theis parecía puntuar a ciegas y usaba tan erróneamente las palabras que muchos dudaban que el autor fuera una persona real y no un chiste) que su lectura resultaba involuntariamente cómica. Era el Ed Wood de la fantasía. Y lo mejor de todo es que la novela llegaría a convertirse en un party-game muy celebrado en el que un grupo de personas se turnaban para leer el texto en voz alta con una única norma: en cuanto el orador no pudiera contener la risa perdía su turno. Dave Langford explicaba cómo funcionaba el juego en las convenciones más importantes de sci-fi: «El reto de la muerte consistía en leer The eye of Argon en voz alta, con gesto serio y sin descojonarse. El reto Gran Maestro consistía en hacerlo tras haber inhalado helio».
Alguien localizó a Theis para entrevistarlo y este declaró que el cachondeo y la burla con los que se había recibido a algo que escribió treinta años antes le cabreaba hasta quitarle las ganas de volver a escribir cualquier otra cosa en un futuro. Theis murió en 2002 pero su obra alcanzo la inmortalidad, entre las carcajadas y convulsiones de sus lectores, por ser increíblemente mala pero involuntariamente jocosa.
Cómo ser un escritor de éxito
¿Cómo ser un escritor de éxito? Preguntádselo a alguien que lo sea.
O poneos a escribir, lo que sea, ahora mismo. Y dejad de perder el tiempo con artículos tramposos que plantean una pregunta para la que ni tienen respuesta, ni les interesa tenerla. Vosotros podéis ser el próximo Jim Theis, eso es lo único importante.

martes, 18 de agosto de 2015

Reliquias paganas: la miel helada de Lorca


En las profundidades del barrio del Albaicín, donde se ve a la tarde engullir a la Alhambra con parsimonia, podemos visitar en cualquiera de los cármenes que lo jalonan, una reliquia que no tiene parangón: la miel helada que nos dejó Lorca. Si os acercáis por allí, si os perdéis por sus callejas estrechas, si tenéis la ocasión de torceros los tobillos en su empedrado, podréis disfrutar a la caída del sol de esa deliciosa reliquia. Desde el mirador, el sol se derrite y se convierte poco a poco en una dulce placer que abruma a los labios hasta hacer estallar los ojos. Es la sabrosa imagen que Lorca dejó sobre el horizonte granadino, su miel populosa y melancólica. Lástima que se helara, que se quedara congelada un día como este en los cielos de Granada, aunque eso sirviera para conservar una reliquia que no hace falta visitar en las iglesias ni en las criptas ahumadas por la superstición. Sus propiedades: delectación insana por el amor y la muerte.