En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras, terror, asesinatos… Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!
Harry Lime (Orson Welles) en El tercer hombre.
Han pasado cinco siglos, pero su recuerdo lejos de extinguirse parece ampliarse cada día como ondas en un estanque. Cada uno de ellos dejó su particular impronta y no solo en un campo sino en varios, que por algo hablamos de hombres del Renacimiento. Pero a pesar de sus marcadas personalidades el legado de cada uno habría sido distinto sin la presencia de los otros dos. Descubrir cómo fue esa influencia respectiva es una tarea fascinante, que nos muestra que tan importante como aprenderse nombres es conocer las relaciones entre ellos y nos permite comprender esa época tan excepcionalmente violenta… y tan prolífica artística e intelectualmente, como bien nos recordaba Orson Welles en aquel célebre diálogo (por cierto, los suizos ni siquiera inventaron el reloj de cuco).
Como un gigante que nos abruma con su tamaño aunque la vista solo nos alcance hasta sus rodillas, el asombro que provoca hoy día Leonardo Da Vinci se queda corto si tenemos en cuenta que se han perdido o quedaron inconclusas varias de las obras a las que más tiempo dedicó, así como aproximadamente la mitad de las doce mil páginas que rellenó con audaces observaciones e invenciones de todo tipo. Su nacimiento tuvo lugar en la localidad de Vinci el año 1452 y a finales de la década de 1460 se traslada a Florencia, donde ingresaría como aprendiz en el taller de Andrea del Verrocchio. Un maestro que pronto se percató de su talento y le iniciaría en diversas artes, sentando así las bases de su habilidad multidisciplinar.
Mientras tanto, en 1469 nacería en las afueras de esa misma ciudad Maquiavelo. Gracias a la biblioteca con la que contaba su padre se sumergió en el estudio de los clásicos romanos que tanto influirían en su obra. En esa época de juventud forjaría además una serie de amistades que conservaría de por vida basadas en la complicidad y el humor. Una cualidad de la que estaba muy dotado y que se reflejaría en su abundante producción epistolar posterior, unas cartas intercambiadas con esos amigos en las que combinaba las observaciones perspicaces sobre la situación política y sus intrigas como diplomático con bromas en ocasiones bastante gruesas sobre sus proezas o fracasos sexuales. Para que nos hagamos una idea merece la pena citar un fragmento de una de ellas, destinada a Luigi Guicciardini:
¡Por todos los demonios, Luigi! Cómo es que la Fortuna te llena el plato y yo me debo contentar con las migajas. Mientras tú te hartas de follar, yo estoy pasando hambre… Estaba la mar de cachondo cuando me encontré con una vieja que me lava y plancha las camisas; vivía en un oscuro sótano… me pidió que entrara porque quería venderme una camisa… Y soy tan inocentón y gilipollas que entré. Y ahí en la penumbra distinguí a una mujer encogida en el rincón, fingiendo modestia, cubriéndose el cuerpo y la cara con una toalla… La desvergonzada vieja me cogió la mano y me atrajo hacia ella diciendo «esta es la camisa que quiero venderte, pero me gustaría que te la probaras primero y pagaras luego». Como ya sabes, en realidad soy un tipo tímido, así que me quedé aterrado cuando la vieja salió de la habitación y cerró la puerta, dejándome solo en la oscuridad. En todo caso, para abreviar la larga historia, me la follé. Aunque sus muslos eran fofos y su coño estaba húmedo… y el aliento le apestaba un poco… yo estaba tan rematadamente cachondo que me puse a ello con empeño. Cuando hube terminado, decidí echar un vistazo a la mercancía, cogí de la chimenea un trozo de madera ardiente para encender la lámpara… ¡Puaj! Era tan fea que por poco me caigo muerto allí mismo.
Pero además de su formación, ingenio y agudeza psicológica para comprender a las personas, como vemos Maquiavelo siempre fue muy consciente de la importancia de la diosa Fortuna para alcanzar cualquier logro, por sublime o mundano que fuera. Esta tocaría su vida cuando, tras la expulsión de los Médici, el nuevo régimen político florentino le asignaría en 1498, con solo veintinueve años, un puesto de gran responsabilidad: canciller y secretario de la Segunda Cancillería. Su ocupación sería nada menos que la de encargarse de las relaciones exteriores de la ciudad-estado y de su defensa. Lo que le permitiría tratar con frecuencia con el mayor ingeniero militar de su tiempo —que no era otro que Leonardo Da Vinci— así como con un joven príncipe de considerable carisma y enorme ambición, César Borgia.
Los papas del Renacimiento eran levemente distintos a los actuales: montaban orgías y fiestas en las que las meretrices debían recoger castañas del suelo con su vagina, tenían numerosos hijos reconocidos o no, conspiraban, asesinaban, sobornaban e incluso organizaban guerras para conquistar nuevos territorios. Es decir, eran mucho más divertidos. La Iglesia en su conjunto era una institución tan corrupta que como sabemos terminaría desatando la reacción de Lutero. Así que cuando César nació en Roma en 1475 como uno de los hijos ilegítimos del cardenal de origen valenciano Rodrigo Borgia, no tardó en obtener cargos como el de obispo de Pamplona aunque solo contara con quince primaveras. Un puesto que se le quedaría pequeño cuando su padre consiguió en 1492, bajo acusaciones de simonía —compra de bienes espirituales—, hacerse papa; sería llamadoAlejandro VI. Bajo semejante paraguas la vida de César solo podía ir a mejor… aunque además tuvo que morir su hermano mayor en extrañas circunstancias, lo que le permitió ocupar su puesto como capitán general del Vaticano y dar rienda suelta a sus ambiciones. El ahora también duque de Valentinois se propuso nada más y nada menos que unificar Italia para recuperar el esplendor del Imperio romano.
En 1499 César Borgia comenzó su campaña de conquista del centro de Italia y tres años más tarde mantendría su primera reunión con Maquiavelo. El ejército del primero se había plantado en las puertas de Florencia y nuestro astuto diplomático tenía el encargo de negociar un acuerdo de no agresión. Era su adversario, un potencial enemigo para la ciudad que él representaba, pero Maquiavelo quedó fascinado por su manera de ejercer el poder sin cortapisas. Así es como un príncipe debía ser, comenzó a barruntarse para sus adentros, en cierta línea con lo que mucho más adelante Nietzsche teorizaría sobre el superhombre y El Fary sobre el hombre blandengue. Pero César, precisamente porque se sabía fuerte, casi invulnerable, no perdonaría a Florencia solo a cambio de vagas promesas de lealtad o algo de dinero. Su exigencia fue la de apropiarse de lo más valioso que había por entonces en la ciudad y que le resultaría de gran utilidad. Estamos hablando de Leonardo Da Vinci. Un ingeniero militar dotado de tan portentosa imaginación sería el arma más eficaz para continuar con su campaña expansionista.
Bajo las órdenes de su nuevo mecenas (al que retrató en un dibujo), Leonardo se dedicó a realizar mejoras en sus fortificaciones, diseñó piezas de artillería, catapultas y una nueva máquina de asedio que permitía elevar de una sola vez a trescientos hombres sobre cualquier muralla. También diseñó submarinos, tanques, helicópteros y calculadoras, pero la técnica por entonces no estaba aún lo suficientemente avanzada para ponerse a la altura de su inventiva. Aquellas de sus creaciones que sí se pusieron en práctica influirían en la forma de hacer la guerra desde entonces, pero fueron acumulando un creciente desasosiego en un Da Vinci cada vez más pacifista y desencantado con la crueldad del ser humano. Ya no quería formar parte de todo aquello. Él quería pintar, diseñar máquinas voladoras y ser un científico, no crear máquinas que sembrasen la muerte.
Mientras tanto, a Maquiavelo se le encomendaron misiones diplomáticas en las que debía permanecer largas temporadas en la corte de Borgia, lo que le permitió ir tratándolo y conociéndolo cada vez más, tanto a él como a Leonardo. Con el primero lograba sintonizar por sus sutiles análisis políticos y con el segundo por su perspectiva científica sobre el mundo. Según especula Paul Strathern en El artista el filósofo y el guerrero pudo haber influido en el regreso de Leonardo a Florencia en 1503, en un nuevo contexto político en el que el papa quería aproximarse a la ciudad-estado y su hijo consintió entonces desprenderse de él como gesto de buena voluntad.
Pero la experiencia no habría sido del todo negativa para el pintor. Durante sus viajes pudo fijarse en paisajes como el del Alto Arno, que según algunos es el que podemos ver al fondo en su obra más célebre, La Gioconda. Además, el velo que cubre su cabello estaría inspirado en el que vio llevar a Lucrecia, hermana de César. Precisamente a ese río, el Arno, estuvo vinculado otro gran proyecto de Leonardo y de Maquiavelo que acabó en un completo desastre, aunque no tuvieron demasiada culpa de ello. En agosto de 1504 comenzaron las obras de una gigantesca obra de ingeniería civil, ideada por el primero y supervisada por el segundo, consistente en desviar el curso del río. Su finalidad era privar de él a su vecina y enemiga ciudad de Pisa, de manera que Florencia volvería a tener una salida al mar. Leonardo no solo realizó planos del proyecto sino que inventó una original máquina excavadora, sin embargo no fue él quien dirigió los trabajos sino un tal Colombino. Sus modificaciones sobre el trazado original parece ser que tuvieron mucho que ver con el desbordamiento de los diques tras una tormenta, lo que provocó la muerte de ochenta trabajadores.
Con el desastre el proyecto quedó suspendido tras haber causado un considerable gasto a una ciudad, pero no supuso el fin para ninguno de los dos. Da Vinci continuó con su fresco de La batalla de Anghiari en una pared del Palazzo della Signoria, mientras pintaba la de enfrente un joven bastante prometedor, un tal Miguel Ángel, que terminaría abandonando el proyecto para irse a Roma a decorar la Capilla Sixtina. Maquiavelo por su parte pasaría a encargarse de dotar a Florencia de una milicia ciudadana que sustituyera a las tropas de mercenarios, inspirándose para ello en el ejército de la antigua Roma que tanto admiraba. El tercero en discordia, César Borgia, continuó con sus ambiciones imperiales pero la muerte de su padre, Alejandro VI, supuso un golpe que terminaría acabando con él. La misma fortuna que antes lo hizo subir a lo más alto ahora lo dejaba despeñarse sin piedad. No solo perdió a un gran aliado sino que el papa sucesor, Julio II, terminó siendo su peor enemigo. César acabó sus días en España en 1507, durante una emboscada tras haber escapado de su encarcelamiento en el Castillo de la Mota. No llegó a cumplir los treinta y dos años, pero su fugaz paso por el mundo dejó una huella imperecedera. No solo por la manera en que alteró los equilibrios de fuerzas en una península itálica tan caótica, tal como señalaba Welles, sino por inspirar el libro que acabaría convirtiéndose en un clásico del pensamiento.
Julio II no solo acabó con César, también trajo la ruina a Maquiavelo al restablecer en el gobierno florentino a los Médici. Recordemos que nuestro inquieto diplomático había accedido al cargo cuando esta familia de mecenas perdió el poder, así que ahora solo podía esperarle el ostracismo. En la pequeña propiedad rural a la que se retiró perdió toda la influencia de antaño pero comenzó su más fructífero periodo de creatividad literaria. Escribió poemas, comedias teatrales, tratados históricos y militares, así como un libro en el que hablaba de la política de una forma como no se había hecho antes. La franqueza con la que en otro tiempo era capaz de narrar sus desventuras sexuales la emplearía ahora en describir con toda su crudeza la naturaleza del poder.
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