¡Soy cristiano y español, que es ser dos veces cristiano! (José María Pemán)
Decíamos en el capítulo anterior que la sociedad española surgida de la guerra, la nacionalcatólica, reservaba a la mujer un lugar secundario en la sociedad. Tenía que dedicarse a las tareas del hogar, orientar su formación a estos quehaceres y dar hijos que criar, pero sin experimentar placer ninguno, no fuera a ser que su marido la calificara de puta. ¿Cómo se articuló esta maquinaria?
No fue así desde el primer día. Durante la guerra, abrieron la mano. Por una parte, por los soldados. Cuando volvían del frente de permiso, se les toleraba que tuvieran una vida licenciosa. En la retaguardia nacional siguió habiendo prostitución y ocio nocturno.
Solo en Navarra se prohibieron todos los cabarés y bares con camareras.
Aunque no era necesario que los soldados estuvieran de fiesta para el sexo. La violación como arma de guerra, o la mujer como trofeo militar, estuvo a la orden del día y no se trató de hechos aislados perpetrados por indeseables que se crecen en los conflictos. El propio Queipo de Llano alentó las violaciones en sus tristemente célebres arengas radiofónicas: «Legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad. Y a la vez a sus mujeres. Esto es totalmente justificado porque estos comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen», dijo en un discurso que sirvió de consigna para las violaciones sistemáticas.
Durante dos horas, las tropas disponían de libertad plena para dar rienda suelta a instintos salvajes en cada localidad conquistada. Las mujeres entraban en el botín. Preston describe la escena que presenció en Navalcarnero el periodista John T. Whitaker, que acompañaba a los rebeldes, junto a El Mizzian, el único oficial marroquí del ejército franquista, ante el que conducen a dos jóvenes que aún no habían cumplido veinte años. Una era afiliada sindical. La otra se declaró apolítica. Tras interrogarlas, El Mizzian las llevó a una escuela donde descansaban unos cuarenta soldados moros, que estallaron en alaridos al verlas. Cuando Whitaker protestó, El Mizzian le respondió con una sonrisa: «No vivirán más de cuatro horas». (Tereixa Constenla, El País. 27 de marzo de 2011)
Y no fue solo un fenómeno africano. También las católicas tropas del general Mola dejaron un reguero de sucesos como el de Valdediós, en Asturias, donde una unidad violó y asesinó a catorce enfermeras junto a una niña de quince años. Noticia que tenemos fresquita porque el año pasado el Ayuntamiento de Pamplona de UPN cedió la Ciudadela, un castillo, para que el Ministerio de Defensa les rindiera homenaje a los doscientos cincuenta años de historia de la unidad, la America 66. No sin polémica, también había participado en los fusilamientos del golpe de estado en Navarra, que ascendían a tres mil quinientos.
Lo paradójico es que mientras las milicianas y las mujeres de los defensores de la República eran violadas, encarceladas y rapadas para marcarlas, en la retaguardia nacional surgió un fenómeno curioso. Tuvo lugar cierta emancipación de las mujeres que colaboraban con el fascismo. La guerra sacó del pueblo o de la rutina del hogar a miles de chicas que tuvieron que viajar, relacionarse con otros hombres por su cuenta o asumir responsabilidades. Tras la victoria, en quince o veinte años de dictadura no volvió a verse nada semejante. Como queriendo marcar el hasta aquí hemos llegado, en las nuevas Normas de Decencia Cristiana que se promulgaron a las chicas del Auxilio Social se les bajó la falda de la rodilla hasta el tobillo y en las cartillas de racionamiento se les dejó de dar la «tarjeta de fumador». Hasta ellas, las enfermeras de los nacionales, estaban señaladas.
Se atribuye al dominico fray Albino Menéndez-Reigada, obispo de Córdoba y confesor de Franco, calificar la guerra con el término de «Cruzada». Un apelativo clave para entender el modelo de sociedad que se impuso tras la guerra. Fray Albino fue el autor del Catecismo Patriótico Español que tuvieron que estudiar los niños hasta que el Concilio del Vaticano II lo convirtió en impresentable. Este religioso fue uno de los ideólogos más destacados de los golpistas que instauraron la idea de que el catolicismo y la identidad española eran indisociables. Una treta para dotar de justificación formal al genocidio «ante los ojos de Dios» y para privar de su nacionalidad al enemigo, para convertirlo en extranjero en su tierra. También le tenemos fresco en la memoria porque en 2008 Cajasur dedicó una exposición en homenaje a su vida y obra conmemorando los cincuenta años de su muerte, con una amplia cobertura en ABC de hilarantes titulares como «obispo de la paz».
Aunque la idea de que el español era católico por el mero hecho de ser español y español por ser católico era anterior a la guerra. En la prensa de Acción Católica en 1934 ya tenemos muestras de esta línea de pensamiento como el Discurso de la catolicidad española, reeditado por el franquismo en 1954, que contiene perlas de este calibre:
El Señor la quiere a Italia, como quiere a todas las naciones. Pero solo una, solo una en el mundo le ha querido a Él, viviendo sin vivir en sí misma. No es que Él se haya distinguido entre las demás —¡qué herejía pensarlo!— es que ella lo ha distinguido entre todos los dioses, distinguiendo entre lo falso, lo verdadero. España, novia de Cristo… Toda la historia española, en el más ambicioso sentido del vocablo, es historia eclesiástica. El pobre Pérez Galdós, con su miope liberalismo de casa de huéspedes, murió sin saberlo. Pero nosotros, sí. El idioma castellano, dijo Carlos V, ha sido hecho para hablar con Dios.
El propio papa Pío XII manifestó que España era la nación «elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del nuevo mundo y como baluarte inexpugnable de la fe» en un mensaje radiado a los españoles quince días después de la «Victoria». El caso es que, en resumen, cuando Franco hizo reparto del botín, a la Iglesia preconciliar le dejó la educación y la moral pública y privada. Al propio falangista Dionisio Ridruejo, que en 1938 tenía un proyecto para las Organizaciones Juveniles del Movimiento, le apartaron de cualquier tarea educativa porque, entre otras cosas, no era aún padre de familia y como los camisas viejas era un tanto mujeriego.
El único papel que jugó Falange en este aspecto, con ingredientes propios de la naturaleza de su organización antes de los Decretos de Unificación, fue el SEM (Servicio Español de Magisterio) de Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador de Falange, que en la inauguración del mismo en 1943 hizo toda una declaración de intenciones: «Las mujeres nunca descubren nada, les falta el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles, nosotras no podemos hacer más que interpretar mejor o peor lo que los hombres nos dan hecho». Y por eso había que: «apegarlas con nuestra enseñanza a la labor diaria, al hijo, a la cocina, al ajuar, a la huerta; tenemos que hacer que la mujer encuentre allí toda su vida y el hombre todo su descanso».
Del mismo modo, también se instauró el matrimonio católico como obligatorio para todos los españoles. Los que se habían casado por lo civil con la legislación republicana del 32 vieron sus matrimonios anulados y tenían que repetirlos por la iglesia. Eso sí, demostrando con pruebas fehacientes que eran católicos practicantes. En caso contrario, no se les casaba. Aunque peor fue la situación de los divorciados durante la República. En el franquismo se encontraron con que volvían a estar casados con su primera mujer.
Las parejas también tenían prohibido el uso de anticonceptivos. Incluso «la divulgación pública en cualquier forma que se realizase en medios para evitar la procreación» estaba penada por la ley. Un Código Penal, el de 1944, donde aparecía la figura del parricidio «por honor» si se sorprendía a la mujer en acto de adulterio. Un derecho que no se eliminó hasta 1963. ¿Y cómo se aliñaban estas leyes propias del ISIS con la sociedad? Pues con grandes pensadores, como el padre Quintín de Sariegos y su obra Luz en el camino, donde venía a justificar dicha ley por el camino de en medio: «En el 90 % de los casos son ellas las que desperezan la fiera que duerme en la naturaleza del hombre con el ofrecimiento de su cebo apetitoso».
En aquella España el cuerpo de la mujer estaba dividido, como en los pósters de una vaca que había antes en las carnicerías, en partes. En este caso, honestas y deshonestas. Los pies, la cara y los brazos hasta el codo eran honestos. Todo lo demás, deshonesto. Pecado. Mal. Decía el famoso jesuita Ángel Ayala Alarco, pedagogo y propagandista católico, en su Consejos a las jóvenes de 1947: «¡Qué modas tan indignas, tan atentatorias al pudor! (…) Brazos descubiertos hasta cerca del sobaco ¡casi van peor que desnudas!».
¿Y qué era el pecado? Pues, de entrada, como indicaba el libro de bachillerato que aprobó el BOE de agosto de 1939, causa de graves enfermedades:
Según el juicio de los más afamados médicos, las perturbaciones cardíacas, la debilidad espinal, la tisis pulmonar, la epilepsia, las afecciones cerebrales, la enteritis crónica y de un modo especial la sífilis, son ordinariamente triste herencia del pecado deshonesto.
Y al pecado no solo se podía llegar contemplando o tocando un hombro femenino. También había que cuidar la mente. Pedro Riaño Campo escribió en Formación católica de la joven, en 1943, que «la mejor novela es buena para echarla al fuego». El Manual de Acción Católica de 1937 advirtió de que las jóvenes tenían prohibidas las representaciones teatrales. Y en la revista adolescente Mis chicas, de historietas, se advertía a las lectoras «antes de leer un libro, consulta con un sacerdote».
La masturbación, como es sabido, obsesionó a todos estos intelectuales de la Santa Madre y también se utilizó la mentira y la falsificación para «prevenirla». El censor padre García Fígar atribuía a tocarse los siguientes problemas de salud física y mental: «Desnutrición orgánica. Debilidad corporal. Anemia general. Caries dentales. Flojera en las piernas. Sudor en las manos. Opresión grande en el pecho. Dolor de espalda y nuca. Pereza y desgana para el trabajo y hasta imposibilidad de realizarlo. Acortamiento de la vida sexual, imposible de rescatar más tarde. Pérdida de atracción para el sexo contrario y repugnancia al matrimonio. Esterilidad espermatozoica. Retentiva nula. Oscuridad en el entendimiento. Obsesiones y desvaríos. Voluntad débil. Incapacidad para el sacrificio. Aficiones animales».
Por eso también había manuales que indicaban cómo tenían que dormir los niños. Siempre con las manos por fuera de la manta y las sábanas. En los internados había vigilantes mirando cama por cama si esto se cumplía. Se llegaron a recomendar colchones duros. «No lleves ropa interior de lana, porque su calor excesivo puede excitarte», recomendaba un libro de Tihamer Toth, Energía y pureza, que circulaba por los internados. «Por la mañana, una vez despierto, no permanezcas más tiempo en la cama. Puedo sentar que el que permanece durante mucho tiempo en la cama por la mañana, después de despertarse, llega a caer en el pecado de la impureza», sentenciaba. Los niños llegaban a tener prohibido hasta meterse las manos en los bolsillos.
Los efectos en la mente de toda esta generación fueron demoledores. Surgieron complejos de castración y traumas por mala conciencia. El propio Francisco Umbral lo describió así en su Memoria de un niño de derechas:
Nos enseñaron a odiar el propio cuerpo, a temerlo, a ver en su desnudez rojeces de Satanás, repeluznos de Luzbel, frondosidades infernales. Odiábamos nuestro cuerpo, le temíamos, era el enemigo, pero vivíamos con él, dentro de él, y sentíamos que eso no podía ser así, que la batalla del día y de la noche contra nuestra propia carne era una batalla en sueños, porque ¿de dónde tomar fuerzas contra la carne si no de la propia carne? Había un enemigo que vencer, el demonio, pero el demonio era uno mismo.
Pero el Concordato con el Vaticano de 1953, en el artículo 26 especificaba que la educación tenía que permanecer en manos de estos individuos. «Todos los centros docentes de cualquier orden y grado, sean estatales o no estatales, la enseñanza se ajustará a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia católica». Norma con la que expulsaron a todos los maestros «indignos», es decir, a los que no eran católicos o no eran practicantes (y habían sobrevivido a los primeros compases de la guerra). Del mismo modo que también se eliminaron a los alumnos que contravenían la fe oficial, como los hijos de padres separados o los mismos hijos de gente de izquierdas.
En este regreso a las tinieblas, un infierno psicopatológico, la sexualidad se abarcaba hasta a los niños de dos años. El gobernador de A Coruña, señor Arellano, impuso que los pequeños de dos años en adelante llevasen bañador en la playa. Un lugar en el que por ley todo el mundo tenía que llevar cubierto el pecho y la espalda. Estaba prohibido permanecer fuera del agua en traje de baño. El gobernador de Valencia, Francisco Planas de Tovar, llegó a multar a su propio hijo por quitarse el albornoz en la playa demasiado lejos del agua.
Alonso Tejada contó en el libro que citamos en el primer capítulo de esta serie que en una ocasión en 1950 se organizaron en el palacio de Magdalena unos cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, a los que se apuntaron muchos adolescentes extranjeros. La llegada de chavales de otros países fue interpretada como un triunfo para el régimen. Entonces la imagen internacional de España era impresentable, como no podía ser menos. El problema fue que las chicas que llegaron pronto quisieron ir a la playa con sus bañadores de dos piezas ¡con el ombligo al aire!
Para no impedírselo, lo cual hubiese sido un escándalo en aquel momento tan delicado, la medida que tomaron las autoridades fue acotar la playa para que no pudieran ir los españoles. Se la dejaron solo a los extranjeros, mientras en las playas cercanas los naturales tenían que seguir yendo vestidos completamente y con albornoz. En el aludido Luz del camino decía Quintín de Sariegos: «El hombre que contempla impasible a una joven en maillot o biquini, no es hombre normal: o es un tarado o un pervertido en su naturaleza».
El baile también se convirtió en un dolor de cabeza para los guardianes de la pureza. El padre Jeremías de las Sagradas Espinas, que estuvo veintitrés años estudiando «el problema» del baile, escribió este texto que más bien parece un sketch de Tip y Coll, pero era la cruda realidad en 1949:
Un acto puede ser ex se (por sí mismo) torpe por doble motivo: sirve ex obiecto sirve ex modo tangendi (ya por el objeto, ya por el modo de tocar). Son torpes ex obiecto los contactos con las partes torpes, genitales y próximas a ellas, incluso el vientre. Son torpes también ex se por el modo, ex modo tangendi, los contactos que se realizan en las demás partes del cuerpo, cuando existe desorden en el modo.
Todo baile en el que se ejecuten esos actos per se inmorales, será también per se gravemente inmoral, según la definición del baile dada por los magnos teólogos (…) estos bailes son para divertirse sin fornicar. Son el vals, la polka, la mazurka, el galop, el cotillón, etc…
Y hemos aquí ya metidos en el tango y su cortejo de inmundicias, no digo hasta las narices, sino hasta la coronilla. Eso son parejas de hombres y mujeres cosidas de pecho y vientre, con la conciencia hecha jirones, embriagándose de lujuria por las plazas y calles de día y de noche. En su aldea no se necesitan casas de Aloprostitución. Ellos y ellas satisfacen en el baile agarrado o el parejeo de día y de noche, en privado o en público, como más gusten, o de todas las maneras, sus concupiscencias sensuales. Todas estas inmortalidades son consecuencia de la pérdida del pudor en el baile agarrado. No se podrán evitar mientras no se le destierre.
Porque el baile entrañaba un gravísimo riesgo para el alma, que era el de tocarse. Entrar en contacto. En La muchacha y la pureza, de Emilio Enciso Viana, de 1952, que tiene una generosa obra dedicada a la mujer joven, se situaba el umbral del peligro por contacto carnal en el mero hecho de coger un brazo. Su razonamiento era impecable en cualquier caso:
Cuando los vestidos, por frivolidad o por tontería de la moda o por descuido, se achican, se ciñen, o de otro modo resultan provocativos, son inmodestos… Hay quien dice: ¿qué tiene que ver en el vestido femenino un centímetro más o menos? Son tonterías de los curas y de las beatas. ¿No ha de tener nada que ver? Ese centímetro hace que en el vestido no exista la moderación, la regla, el equilibrio que exige la decencia cristiana, y es ocasión de que, al verlo, ofenda la pureza. ¿Qué tiene que ver, por ejemplo, que los novios vayan cogidos del brazo? ¿No ha de tener que ver? Esas intimidades, esa licencia de coger el novio el brazo de la novia, es una puerta que se abre al pecado, es una facilidad para él, es un incentivo, es una hoja arrancada a la flor de la pureza, es la corteza que se ha quitado a la fruta.
Cuando una pareja joven iniciaba el noviazgo —la preparación para el matrimonio, puesto que en caso contrario sería pecado— y salían juntos, lo hacían acompañados de una carabina, una mujer más mayor que vigilaba qué hacían. La comunicación de la pareja, descubrirse, explorarse, aunque solo fuese hablando, estaba completamente coartado por esta supertacañona. Tenía que ser todo un fiestón para una pareja joven compartir su intimidad con ella.
Y si los jóvenes eludían la presencia de este anafrodisiaco, las autoridades les perseguían y fiscalizaban cada movimiento. En las ciudades de provincias la prensa local publicaba con frecuencia la lista de parejas que habían sido multadas por «atentar a la moral con actos obscenos en plena vía pública». Y para hacerlo indirectamente más atractivo, se ponían solo sus iniciales. De modo que el juego de descubrir quiénes eran lo hacía todavía más llamativo y el escarnio incluso más molesto.
Pero si tocar un brazo era como pelar la fruta que te vas a zampar, en palabras del mencionado Emilio Enciso, el beso constituía ya un problema de extrema gravedad. El padre Antonio Aradillas, en 1960, dedicó una obra completa a los ósculos, ¿El beso…?, y en uno de los casos que ilustraba algo tan natural como besar a tu novia adquiría tintes de tragedia de película de terror:
Pero un día pudo más la pasión que el cariño, y el novio sorprendió a Maribel con un beso brutal clavado con saña de bestia en la mejilla de nieve de la chica piadosa. El beso del novio se había clavado punzante en la mejilla, y con rabia comenzó Maribel a restregar su cara, intentando borrar toda huella posible. Y claro, la huella se hizo más ancha, más roja y más profunda. Más de sangre. Se le ve a simple vista en su cara… Ha llegado a sentir auténtico asco de todos los labios humanos.
En esta situación, en las familias de la burguesía lo que terminaba ocurriendo indefectiblemente era que los hijos se desfogaban con las criadas. En el libro de Umbral que hemos traído a colación el escritor lo reconocía sin tapujos. «Las señoras nunca vieron bien que sus hijos se iniciasen con las criadas, pero era para lo que realmente se las contrataba». Según contó también Carmen Martín Gaite en su Usos amorosos de la posguerra española esta costumbre desencadenó muchas tragedias. A menudo las asistentas eran chicas de muy pocos recursos que no tenían ni un hogar al que volver. Cuando eran sorprendidas con el hijo de la casa, eran despedidas. Lo que las arrojaba a ellas en brazos de la prostitución de más bajo nivel para poder sobrevivir.
El padre Mariano Gamo, que se encargó de los ejercicios espirituales de las asistentas de un adinerado barrio madrileño en los sesenta, le explicó a quien esto escribe hace pocos meses que en muchos casos estas chicas ni siquiera tenían asignación, que trabajaban por la manutención, por la cama y tres comidas al día. Si las despedían, estaban en la indigencia. Los señoritos se podían sobrepasar con ellas todo lo que querían y más con cualquier chantaje banal, pero que pudiera suponer para ellas la amenazar del despido, que finalmente se producía por acceder a la coacción. Tremendo.
Y para las chicas de la burguesía, con esta enfermiza educación, lo que se consiguió fue un ejército de frígidas. Cuando se casaban eran ese tipo de matrimonios que hacían el amor a oscuras y con pijama solo con fines reproductivos, sin el menor apetito sexual, en el que como la mujer gozase aunque fuese por casualidad, ultrajaba al marido que la enviaba al confesionario entre insultos. En las páginas del suplemento del diarioABC, Blanco y Negro, Santiago Loren estimaba en 1970 que en España, entre un 60% y un 70% de las mujeres eran frígidas. José Antonio Valverde y el doctor Adolfo Abril, en su trabajo Las españolas en secreto, comportamiento sexual de la mujer en España, de 1975, cinco años después, llegaban a elevar el porcentaje:
De ahí que podemos estimar las insatisfacciones sexuales femeninas entre un 74% y 78%. Esto es muy claro, que da cada 100 españolas con actividad sexual generalmente dentro del matrimonio, 76 no encuentran satisfacción; de cada cien, 76 no alcanzan el orgasmo y, en muchas ocasiones, ni lo han conocido.
No obstante, esto era la virtud. Lo bueno, lo deseable. Dejemos que lo explique un ilustrado del régimen, por concluir el capítulo de nuevo con una cita del tío de Ana Botella, el rector de la Universidad Complutense de Madrid, Botella Llusià. Las mujeres que gozaban no eran mujeres, sino marimachos. Así opinaban los científicos de Franco:
Hay muchas mujeres, madres de hijos numerosos, que confiesan no haber notado más que muy raramente, y algunas no haber llegado a notar nunca, el placer sexual, y esto, sin embargo, no las frustra, porque la mujer, aunque diga lo contrario, lo que busca detrás del hombre es la maternidad. […] Yo he llegado a pensar alguna vez que la mujer es fisiológicamente frígida, y hasta la excitación de la libido en la mujer es un carácter masculinoide, y que no son las mujeres femeninas las que tienen por el sexo opuesto una atracción mayor, sino al contrario.