domingo, 10 de mayo de 2015

"El inevitable fracaso de los intelectuales metidos en política" por Javier Bilbao

Mientras leía vuestra carta conseguía olvidar mi infeliz estado, y me parecía volver a aquellos manejos en los que en vano invertí tantas fatigas y tiempo. (Nicolás Maquiavelo, 29 de abril de 1513)
El esquema parece repetirse una y otra vez a lo largo de la historia: alguien movido por la ambición personal o por el deseo de ver hechas realidad las ideas sobre las que ha teorizado se mete en la arena política, gracias a su talento logra ascender en la jerarquía, aproximándose cada vez más a ese poder que tanto ansía y le deslumbra, hasta que cual Ícaro ascendiendo al Sol o polilla que se acerca demasiado a la bombilla termina siendo achicharrado sin piedad. Entonces, derrotado políticamente, renegado por sus antiguos aliados, expulsado de su cargo, partido, ciudad o país, encarcelado o hasta condenado a muerte, recapacita en sus últimos días sobre qué es lo que ha fallado, qué hubiera cambiado de tener una segunda oportunidad o incluso sobre qué sentido tiene todo: la política, el poder, los ideales, la libertad, la vida misma. Podría decirse que una parte considerable de la literatura, teoría política y filosofía occidental son los restos de una larga serie de naufragios personales. ¿Por qué? ¿Cuánto hay de causa o de consecuencia? ¿Fracasaron como políticos por pensar demasiado o fue ese fiasco el que los dejó meditabundos? Decía Eurípides que los sabios tienen dos lenguas, con una dicen la verdad y con la otra lo que conviene a cada momento, ¿acaso les sobraba una de las dos para medrar en la política? Quizá un breve repaso de alguno de los nombres más significativos nos ayude a entenderlo.
El fundador de esta larga dinastía de pensadores caídos en desgracia tras acercarse al poder fue, naturalmente,Platón. Pionero en este como en tantos otros campos, podría decirse que su experiencia política en Siracusa es una idea platónica al respecto de la que las posteriores son una pálida sombra, lo que seguramente le habría encantado. En el año 387 a.C. visitó por primera vez a esta ciudad situada en la isla de Sicilia, un viaje que repetiría más adelante en otras dos ocasiones. Su pretensión era hacer del tirano que gobernaba allí, Dionisio, un gobernante-filósofo a la manera en que teorizó en su obra La República. Pero el alumno le salió díscolo: no sabemos si porque no le entendió, o porque le entendió demasiado bien, terminaría desterrándolo y vendiéndolo como esclavo en una ciudad vecina. Posteriormente lo intentaría de nuevo con su hijo y sucesor en el poder, Dionisio II, y nuevamente terminaría decepcionado. Su sociedad utópica era perfecta en todos los aspectos salvo en el pequeño detalle de que resultaba irrealizable en la práctica, pero al menos su intento de hacerla realidad no le costó la vida.
Tres grandes pensadores romanos como Cicerón, Séneca y Boecio no tuvieron esa suerte. El primero fue un jurista, filósofo y, ante todo, excepcional orador, que dejó para la posteridad una serie de discursos en torno a la amistad, los dioses, la política… Empleó a fondo su elocuencia para defender la república y granjearse poderosos enemigos que le llevaron en cierto momento de su vida a decir «estoy profundamente arrepentido de vivir, nadie ha sido jamás víctima de una calamidad tan grande; para nadie ha sido más deseable la muerte». Terminó exiliado en su residencia de Tusculum dedicándose a la escritura pero la llegada al poder en el 43 a. C. de Marco Antonio —contra el que había dedicado inspirados discursos— supuso su final de una de las peores maneras imaginables: le cortaron la cabeza y las manos, que fueron exhibidas públicamente en Roma.
Y no decimos la peor porque ahí está el caso de Séneca. Otro destacado filósofo que alcanzó un gran poder en el Senado romano, por lo que estuvo a punto de ser condenado a muerte por el emperador Calígula y luego porClaudio, aunque este último conmutó la pena por el destierro a Córcega. Fue allí donde nuestro pensador escribiría algunas de las obras que le dieron la inmortalidad. Tras ocho años de exilio regresó a la política convirtiéndose en el tutor y consejero de Nerón (y gobernante de facto del imperio), pero viendo que al emperador su presencia cada vez le resultaba más molesta, Séneca terminó retirándose de la vida pública. Momento que de nuevo le serviría de inspiración literaria, hasta que de todas maneras Nerón terminó ordenando su muerte, cría cuervos… Como buen romano, Séneca prefirió entonces el suicidio cortándose las venas primero, bebiendo cicuta después sin lograr que hiciera efecto y tomando un baño caliente en el que finalmente le llegaría la muerte.
La muerte de Séneca, por Manuel Dominguez Sánchez
La muerte de Séneca, por Manuel Dominguez Sánchez.
El tercero en desgracia fue Boecio. Nacido en Roma en el año 480, su ascenso político fue fulgurante: llegó a ser senador a los veinticinco, cónsul a los treinta, y apenas una década después consejero del rey Teodorico el Grande, un cargo en el que tuvo un considerable poder político y que le permitió atribuir sendos cargos de cónsules para sus hijos. Pero ese mismo rey terminó enviándolo a prisión bajo la acusación de conspiración. Había llegado a lo más alto con presteza y ahora de forma aún más rápida lo había perdido todo ¿Cómo había sido tal cosa posible? En sus largos meses de soledad en la celda, mientras esperaba el momento de su ejecución, pensó en ello obsesivamente hasta darle forma en un libro que le sobreviviría, Consolación de la filosofía. Escrito de acuerdo a los cánones romanos de las consolaciones y a modo de libro de memorias, de especulación filosófica y teológica, narra en él su desgracia («yo que en mis mocedades componía hermosos versos, cuando todo a mi alrededor parecía sonreír, hoy me veo sumido en llanto, y ¡triste de mí!, solo puedo entonar estrofasde dolor») y llega a la conclusión de que hay que sobrellevar los vaivenes de la vida con estoicismo, pues la diosa Fortuna es caprichosa:
Hago girar con rapidez mi rueda, y entonces me deleita ver cómo sube lo que estaba abajo y se baja lo que estaba en alto. Súbete a ella, si quieres, pero a condición de que cuando la ley de mi juego lo prescriba, no consideres injusto el que te haga bajar.
Así le habla cuando se aparece ante sus ojos en prisión, creando una imagen que arraigaría con firmeza en la cultura europea durante los siglos posteriores, como ya vimos aquíSe diría a la luz de los ejemplos que estamos viendo que esta diosa generosa y cruel juega con todos nosotros, aunque parece tener especial predilección por aquellos que se lanzaron al ruedo político.
Otro autor que influiría considerablemente en el imaginario occidental fue Dante Alighieri. Nació en torno a 1265 y desde joven estuvo inmerso en las intrigas políticas que dividían a los florentinos primero entre güelfos (partidarios del Pontificado) y gibelinos (partidarios del Sacro Imperio Romano Germánico) y —una vez fueron derrotados los segundos— entre güelfos blancos y negros. Inicialmente la diosa Fortuna lo hizo ascender a un alto cargo como magistrado y embajador de la ciudad pero en el año 1302 se deleitó en hacerlo caer estrepitosamente: los equilibrios políticos que le habían beneficiado dieron un brusco giro y junto a otros seiscientos güelfos blancos fue condenado al exilio para el resto de su vida. Su caída en desgracia y su resentimiento hacia quienes le traicionaron fueron sin embargo muy inspiradoras para su faceta de escritor, pues apenas dos años después comenzó su gran obra, La divina comedia. En este monumental poema se retrata a sí mismo caído en el infierno, que irá recorriendo en sus nueve círculos acompañado por el poeta Virgilio. En cada nivel descubrirá un tormento distinto para las almas allí atrapadas, como espantosos ríos de sangre en los que se ahogan eternamente, torbellinos, lluvias de fuego, fosos de resina hirviente, cementerios con las almas enterradas hasta la cintura… y en cada lugar casualmente va encontrándose a los diferentes enemigos políticos que tuvo en Florencia. Esa parte, la del infierno, fue la primera que escribió de La divina comedia —se estima que entre 1304 y 1307 y fue la más brillante, la que le hizo entrar en el Olimpo de la literatura universal. Más adelante en las cánticas del purgatorio y del paraíso retrató a quienes les debía gratitud, como el señor de Verona, que lo acogió en su exilio. Pero ya no era lo mismo.
Estatua de Maquiavelo, por Lorenzo Bartolini. Foto Jebulon (CC)
Estatua de Maquiavelo, por Lorenzo Bartolini. Foto Jebulon (CC)
Dos siglos después nacería otro florentino con un destino similar en ciertos aspectos, como si no hubiera vidas originales para todos y a algunos les tocase una repetida. Estamos hablando de Nicolás Maquiavelo. Su gran oportunidad política llegó con la expulsión del poder de los Médici en 1494. Fue entonces cuando comenzó su carrera de funcionario que le haría ascender cuatro años después a canciller y secretario de la Segunda Cancillería. Ejerció de embajador para su ciudad-estado ante reyes, príncipes y papas, observándolos como un entomólogo a sus insectos. Analizaba meticulosamente su comportamiento, escrutando cuándo decían la verdad o iban de farol así como intentando prever su próxima jugada (y lo hizo a menudo con gran acierto). Pero en 1512 el papa Julio II impuso el regreso de los Médici al poder, haciendo acabar así la república florentina y con ella la carrera política de Maquiavelo, que fue sometido a torturas acusado de conspiración y posteriormente condenado al exilio. En su retiro en una pequeña propiedad rural además de leer a Dante comenzó a escribir inspirándose en su vida anterior, plasmando sobre el papel sus observaciones sobre el poder. Nacería así El príncipe.
Si Maquiavelo es una de las figuras que encarnan el Renacimiento, Baltasar Gracián lo es del Barroco. Los jesuitas han sido considerados tradicionalmente como gente astuta y vinculada al poder y Gracián es un buen ejemplo de ello. Formado en la orden de los jesuitas, tuvo siempre grandes ambiciones políticas que le llevaron primero a trabar amistad con Vincencio Juan de Lastanosa, un noble aragonés conocido por su mecenazgo cultural. Pero más adelante quiso probar suerte en la Corte de Madrid, una experiencia que terminó en un doloroso fracaso… y que de nuevo fue motivo de inspiración literaria. Posteriormente escribiría obras como El Criticón, El Político y Oráculo manual y arte de prudenciaEste último influyó notablemente en filósofos comoSchopenhauer y Nietzsche, aunque hoy día se haya convertido en un libro de autoayuda para ejecutivos al estilo de El arte de la guerra de Sun Tzu. Es una colección de aforismos con los que aconseja al lector cómo ser un buen cortesano arribista. Todos ellos giran en torno a ser taimado, mentiroso, traicionero y manipulador hasta tal extremo de refinamiento y perversidad que algunos críticos posteriores lo han considerado una sutil parodia y una crítica implacable a las intrigas cortesanas que tanto le escarmentaron y en general al ambiente imperante en cualquier centro de poder. Todo político que se precie hoy día parece seguir su máxima «ni por el hablar en la plaza se ha de sacar el sabio, pues no habla allí con su voz, sino con la de la necedad común, por más que la esté desmintiendo su interior». Y cualquier ciudadano en consecuencia merece estar advertido por este otro:
Es el oído la puerta segunda de la verdad y principal de la mentira. La verdad ordinariamente se ve, extravagantemente se oye; raras vezes llega en su elemento puro, y menos quando viene de lejos; siempre trae algo de mixta, de los afectos por donde passa; tiñe de sus colores la passión quanto toca, ya odiosa, ya favorable. Tira siempre a impressionar: gran cuenta con quien alaba, mayor con quien vitupera. Es menester toda la atención en este punto para descubrir la intención en el que tercia, conociendo de antemano de qué pie se movió.
Tras el Barroco llegó la Ilustración, y con ella un nutrido grupo de intelectuales que cuestionaron el poder vigente y se subieron al carro de la Revolución. En realidad el mismo concepto de «intelectual» podría decirse que tiene aquí su nacimiento, en lo que tiene de escritor que influye en la opinión pública en favor de alguna causa política. Podríamos mencionar varios nombres pero un ejemplo paradigmático lo tenemos en el caso deNicolás de Condorcet. También recibió formación de los jesuitas, lo que le permitió aprender sus argucias y combatirlos luego de manera infatigable. Su aguda inteligencia le hizo destacar en varios campos, siendo nombrado inspector general de la Moneda. Pero su protagonismo llegaría con la Revolución Francesa, con él como uno de sus principales ideólogos, ejecutores y, finalmente, víctima de ella. Participó en la Asamblea legislativa, y por su posicionamiento moderado se ganó la hostilidad de los jacobinos, que le obligaron a permanecer oculto tras la orden de arresto que dictaron en su contra. Durante ese periodo aprovechó para escribir Esbozo para un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, cuyo optimista título parecía una amarga ironía en relación con la precaria situación en la que vivía. Finalmente fue capturado por las autoridades y murió en su celda, aparentemente por suicidio, en el año 1794.
La muerte de Condorcet en prisión, de Alexandre-Évariste Fragonard.
La muerte de Condorcet en prisión, de Alexandre-Évariste Fragonard.
Si el siglo XVIII supuso la invención del intelectual, el XX los llevó a su máximo apogeo. Algunos se distinguieron por apoyar la democracia frente al fascismo, como en el caso español sin ir más lejos, con figuras comoUnamuno o Lorca, con un coste personal ya conocido: arresto domiciliario y asesinato. Otros se posicionaron según las modas o las conveniencias en un sentido u otro a lo largo de la guerra fría culturalpero la mayoría se manifestaron encendidamente partidarios de los totalitarismos de diverso signo. Los motivos de esta cerrada adhesión a regímenes que han llevado la tiranía y la muerte a millones de individuos por parte de personas cultas e inteligentes —que ingenuamente cabía suponer que apoyarían ideales ilustrados— han sido objeto de profundos análisis (El opio de los intelectuales, de Raymond Aron o Pasado imperfecto, de Tony Judt) y requerirían otro artículo. La lista sería interminable, pero una figura muy interesante y cuya trayectoria vital tuvo algo que ver con otras que hemos mencionado es la de Albert Speer, que tras ser el arquitecto de Hitler y su ministro de Armamentos, terminó cumpliendo condena en la cárcel de Spandau tras los juicios de Núremberg. Allí escribió sus memorias, un libro de lectura sencillamente imprescindible en el que volcó con mucho detalle y a veces también cierta autoindulgencia su paso por el epicentro mismo del Tercer Reich. Y ya que mencionamos el nazismo, para concluir este breve recorrido regresando a los orígenes no podemos dejar de citar la conocida anécdota sobre el filósofo Martin Heidegger, cuando ocupó de nuevo su cátedra universitaria tras haber apoyado al nazismo de forma entusiasta y un colega le preguntó burlonamente «¿de vuelta de Siracusa?».

sábado, 9 de mayo de 2015

Estampas V


Le gustaba fumar cigarrillos sin filtro, a caladas nerviosas, como si los masticara. Le gustaba fumar y pasear compulsivamente, arriba y abajo, como los gorriones que recogían migas en la puerta del café decimonónico. Le gustaba fumar y dirigir la banda en la procesión, detrás de los músicos; a veces dirigía solo, sin ellos, cuando el calor apretaba. Tenía la habilidad de las lenguas, hablaba todos los idiomas del mundo, concentrados en muy pocas sílabas que le servían para comunicarse con cualquiera: "Ipló, ichipló; ipló, ichipló". Le gustaba fumar, echar humo por cualquier orificios, sin pausa, para calmar unos nervios que, a veces lo encalabrinaban y lo volvían violento. Solo a veces, cuando le tocábamos mucho los cojones, se revolvía amenazante, se sacaba la pija e intentaba mearnos mientras corría detrás de nosotros. Los viejos nos lo recriminaban, pero no teníamos otra cosa que hacer, nos gustaba sacarlo de quicio y salir corriendo. Le gustaba fumar y, a veces, se convertía en profeta. Nos anunció el cambio climático muchas décadas antes de que se oyera nombrarlo: "El mar llegará hasta Requena; en Denia quitarán las playas y, como en Requena no hay arena, pondrán cojines para tomar el sol a gusto. Dame un cigarrito". Vestía camisa blanca con lamparones y chaqueta de lana en invierno, con remiendos de antes de la guerra. Los pantalones se los sujetaba muy arriba, con un cinturón que le ahogaba la respiración y le subía el tiro para mostrar la roña de los tobillos. Cuando entraba en el bar decimonónico, el dueño solía echarlo al poco porque intimidaba a las muchachas y molestaba a los que jugaban al "hijoputa". A veces, cuando contaba la historia del sargento Fuli, se le hinchaban las venas del cuello, le lagrimeaba el ojo, se le salían los mocos, parecía recuperar la cordura, pero enseguida salía detrás de nosotros con la pija fuera.

jueves, 7 de mayo de 2015

Estampas IV


Hacía calor en verano, casi tanto como ahora. Sus ocho años los protegía un braguero de goma rosa. Era molesto, pero hasta en bañador se sentía seguro con él. Notaba las tripas recogidas en las ingles y, por lo menos, sabía que no se le saldrían delante de todo el mundo si no se rompían las cintas que recorrían las nalgas. Ya le había ocurrido más de una vez: el roce de la goma con la piel provocaba que el tirante se desgastara, se rajara y saliera por la pernera del bañador, asomando como un pingajo rosa de difícil catalogación. La suerte es que tenía ocho años y la vergüenza todavía no le impedía pensar en el ridículo de llevar colgando una tira de silicona en la parte alta del muslo.
Su cuerpo de anemia soportaba una cabeza desmesurada, las costillas pugnaban por reventarle la piel y era inverosímil que unas canillas tan delgadas soportaran el peso sin tronzarse. Al subir las escaleras que llevaban al sol, contempló al bañista con bigote y bañador de cuerpo entero pintado en la pared que señalaba el vestuario masculino. 
No se atrevió a tirarse en la piscina grande sin salvavidas, todavía no sabía nadar y sintió pánico al comprobar la profundidad del agua. Hasta entonces, solo se había bañado en el abrevadero de las ovejas que pastoreaba su abuelo. Vio a su padre y a sus amigos lanzándose desde la palanca. Encogían las piernas en el aire y nadaban con la cabeza fuera, ladeada, alargando el brazo derecho una y otra vez con la inseguridad de la gente de secano. La piscina no parecía, como le habían asegurado, una diversión, sino un padecimiento. Resoplaban los hombres con furia hasta alcanzar la escalerilla que les llevara de nuevo a la seguridad de las baldosas ardientes. Salían aliviados, se peinaban con el rastrillo de los dedos, y los bañadores de lana, deformados por el agua, dejaban una holgura indecente en las perneras.
Su padre lo instó a tirarse a la piscina, le caló el flotador y le dijo que los hombres se tiraban de cabeza. No quería hacerlo, pero no podía defraudarlo. Se armó de todo el valor que pudo y se lanzó. Cuando se vio bajo el agua con las piernas atrapadas en la trampa del flotador, sufrió una angustia atroz. Notó que una de las cintas del braguero se le había salido de los botones, intentó respirar, a bocanadas, pero solo entraba agua por su boca. Braceó sin sentido, con pánico, se intentó zafar, pero el peso de la cabeza y las piernas en el flotador no le permitían volver a la superficie.Cuando el amigo de su padre lo sacó de allí, respiró con ansia, desconcertado. Recuperó el resuello, vio el rostro impasible de su padre, esperó un reproche, una reprimenda por no haber mostrado suficiente valor o pericia o qué sabía él. No le dijo nada, se dio la vuelta, le mostró su espalda imponente de hombre curtido y lo dejó solo con el braguero colgando y un moco líquido que notaba entre los labios.Ya no hacía calor, el frío le caló el pellejo y los huesos.            

miércoles, 6 de mayo de 2015

"Guía práctica para orientarse en el infierno" por Javier Bilbao



Con el debido respeto, estimado lector, el —esperemos lejano— día en que muera muy probablemente irá de cabeza al infierno. Usted conoce mejor que nadie su propia vida y sabe por tanto los motivos. Así que no le vendrá mal cierta información básica sobre las características del lugar que le acogerá por toda la eternidad.
Al fin y al cabo, según un cálculo hecho público hace unos años por la Iglesia Bautista Sureña el 46,1% de los seres humanos iremos al infierno (qué curiosa la apariencia de rigor y verosimilitud que adquiere cualquier cosa cuando se expresa en porcentajes). Una creencia común a la gran mayoría de religiones es la de que poseemos una o varias almas dentro del cuerpo, que al morir va a un Más Allá en el que —también según un buen número de doctrinas— será recompensada en un cielo o castigada en un infierno en función de su comportamiento en este mundo.
Así que lo primero es ver qué hacemos con el cuerpo que dejamos atrás. Sobre las circunstancias y diferencias culturales que rodean a un enterramiento no me extenderé mucho porque para ello está la excelente serie A dos metros bajo tierra. Se trata de una práctica ya llevaba a cabo por los neandertales y que de acuerdo a la tradición cristiana debe hacerse con el muerto tumbado, dado que la posición vertical facilita la entrada en el infierno. Pero en las últimas décadas está ganando terreno en los países occidentales la incineración, tras la cual se guardan las cenizas en una urna, se esparcen en el mar, en la montaña o, como cierto empleado del Museo Británico, se pide a un amigo que se lancen a los ojos del antiguo jefe del finado. Ahora bien, ¿qué ocurre entonces con la ancestral costumbre de vestir al difunto con sus mejores ropas y hacerlo acompañar en su ataúd de riquezas y objetos útiles para el otro mundo, si todo va directo al fuego?
Aparentemente nada, continúa intacta. Según el testimonio del trabajador de un crematorio recogido en Bailando sobre la tumba por Nigel Barley “he visto a viudas introducir subrepticiamente un paquete de las galletas favoritas del difunto; o cuando no es eso, son las gafas de repuesto o la dentadura. No se imagina usted la cantidad de tubos de fijador dental que pasan por aquí cada semana. La gente mayor siempre se acuerda de eso”. Mal hecho, aunque esté inspirado por la mejor intención. Ya vaya uno al cielo o al infierno, un fijador dental no le resultará especialmente útil. Lo que el muerto sí necesitará —y explicaremos a continuación por qué— serán unas monedas, repelente antiinsectos, buen calzado, una cantimplora, una linterna, una cuerda y un pollo de goma con polea (bueno, esto último no es realmente imprescindible, pero nunca se sabe). Si bien todo lo anterior será de utilidad ante un infierno como el descrito por Dante… ¿Qué ocurre si al final la religión cristiana no es la única, buena y verdadera?, ¿y si quienes acaban dando en el clavo son los zoroastristas, los vikingos o los budistas? Mejor ser prudentes, así que hagamos un breve repaso de lo que puede esperarnos.

Diferentes infiernos, a cada cual peor

Los antiguos egipcios por su parte lo que preferían introducir en la tumba de los difuntos (en las de aquellos de elevado estatus, al menos) era su propia guía práctica para orientarse en el más allá, a la que llamaban El libro de los muertos. Un compendio de consejos para desenvolverse durante el viaje por el inframundo, que consistía básicamente en acudir al salón del trono de Osiris, donde uno debía declararse inocente ante él y ante los 42 magistrados que le ayudaban en la tarea de juzgar a las almas. Entonces Anubis extraía el corazón del acusado y lo ponía en una balanza en cuyo otro platillo se ponía una pluma de la diosa Maat. Si el corazón pesaba más es que algo malo guardaba y el siguiente paso era convertirse en el almuerzo de la Devoradora de Muertos. Al parecer había algún conjuro para sortear esa prueba, si alguien está especialmente preocupado al respecto puede leer aquí un fragmento del citado libro, no sé si se entenderá bien la letra.
Como veremos, es recurrente en multitud de mitologías y narraciones la idea de uno o varios jueces decidiendo tras la muerte si esa alma debe ir al cielo o al infierno. En el décimo libro de La República, Platón narra la historia de Er, un guerrero cuya alma salió de su cuerpo tras morir en el campo de batalla para llegar a un pradera con dos aberturas en el suelo y otras dos en el cielo, en medio varios jueces decidiendo por cuál debía entrar cada alma según sus pecados. Tras mil años de viaje las almas salían por la otra abertura y se saludaban con otras en una fiesta que tenían montada en la pradera durante siete días seguidos, donde “unas contaban sus aventuras gimiendo y llorando al recordar los males de toda índole que habían sufrido y visto sufrir en su viaje subterráneo, viaje de mil años de duración, y, a su vez, las que venían del cielo hacían el relato de placeres deliciosos y espectáculos de una belleza infinita”. Por alguna misteriosa razón Er no bebió agua del Leteo —el río del olvido— a diferencia de otras almas y pudo volver a su cuerpo, justo cuando estaba ya en la pira a punto de ser incinerado.

Demonios haciendo una paella con los condenados
Demonios haciendo una paella con los condenados
Hay un término griego para definir esta clase de narraciones, Katabasis, en las que el protagonista desciende a los infiernos para luego volver al mundo de los vivos y contarnos lo que vio. Son tan frecuentes –no solo en la cultura griega, sino en otras muy distantes– que parece más fácil darse una vuelta por el infierno que adentrarse en una barriada gitana especializada en el narcotráfico. Así tenemos la catábasis de Perséfone, raptada por Hades; la de Orfeo en busca de Eurídice, que modernamente cantó Rilke; la de Heracles en uno de sus doce trabajos; la de Ulises en La Odisea; la de Eneas en La Eneida; Endiku en la epopeya de Gilgamesh; Mahoma tuvo también su viaje al Más Allá y hasta el mismo Jesucristo tiene una catábasis apócrifa, el Evangelio de Nicodemo, según la cual bajó con tal ímpetu que provocó un terremoto en el séptimo infierno. Incluso historias contemporáneas como la magnífica Apocalipsis Now podrían en cierta forma inscribirse en este género.
Hasta en China hay un ejemplo de ello: La narración de Lo Mou-teng, de finales del siglo XVI. Trata sobre un oficial chino que en una expedición a La Meca llega a la costa de un insólito lugar formado por seres mitad animales y mitad humanos, entre los que se encuentra a su difunta esposa, ahora casada con el Señor de los Muertos. Este lo invitará a recorrer el infierno, franqueado por un río de sangre cuyo puente solo puede ser atravesado por quienes han sido buenos. Los malos deberán atravesarlo a nado mientras luchan contra serpientes de bronce y perros de hierro. Tras él se encuentran diez tipos de fantasmas (clasificados como avaros, derrochadores, suicidas, mendigos o de dientes irregulares, entre otros). Una vez se llega al Palacio del Resplandor Espiritual, ve en su interior diez habitaciones con cada uno de los infiernos, divididos entre purgatorios para gente honorable e infiernos horrísonos para aquellos que hubieran pecado contra alguna de las ocho virtudes confucionistas. En la parte trasera había además otros 18 infiernos. Por lo que parece, uno en el infierno lo pasará mal pero no por falta de espacio.
Si bien todos los infiernos descritos en todas épocas y lugares son… eh… un infierno, hay uno tan rematadamente disparatado que merece una mención especial. Se trata del descrito en El libro de Arda Viraf, perteneciente al zoroastrismo. No se conoce la fecha exacta en que fue escrito, pero se estima que es de la época del imperio sasánida, entre el siglo III y el VII d.C. En él, se narra cómo Arda Viraf es elegido para viajar al inframundo y comprobar así si las enseñanzas del zoroastrismo son correctas. Tras el debido trance inducido por drogas, vuelve con los suyos y describe toda clase de tormentos:
“También vi el alma de una mujer quien estaba suspendida, colgada de sus pechos, en el infierno; y criaturas nocivas rondaban alrededor de todo su cuerpo. Y pregunté así: ‘¿Qué pecado fue cometido por este cuerpo, cuya alma sufre tal castigo?’ Srosh el pío, y Adar el ángel, dijeron así: ‘Esta es el alma de aquella condenada mujer quien, en el mundo, dejó a su propio marido, se entregó a otro hombre y cometió adulterio.”
No estoy seguro de si esta escena resultará espantosa para todo el mundo, tal vez más de uno encontrase ahí su particular paraíso… Otros tormentos consisten en comer excrementos, tener estacas de madera clavadas en los ojos, pasar la lengua por un horno caliente o que sapos, escorpiones, moscas y gusanos entren por boca, nariz y orificios inferiores. El consuelo de este pestilente infierno es que al menos no es eterno, como otros, ya que cesa con la renovación del mundo.

Semen de demonios salpica las bocas de mujeres atadas boca abajo en el infierno zoroástrico
Según lo descrito por Arda a los sodomitas les espera el empalamiento. A las mujeres infieles beber copas rebosantes de excrementos. A otro que tuvo relaciones sexuales con una mujer que estaba menstruando, se le vertía constantemente en la boca tales líquidos, además de haber tenido que cocinar y comerse a su propio hijo. Caminar descalzo supone como castigo que te arranquen los brazos y las piernas (esto lo veo bien, mira). A una mujer que con su locuacidad atormentaba a su marido le cortaron la garganta para que le saliera la lengua por el cuello. Aquellas que se negaron a complacer sexualmente a sus maridos eran colgadas boca abajo y se salpicaban sus bocas y narices con semen de demonios. Asimismo robar, mentir, matar, ensuciar el agua con inmundicias, no obedecer al gobierno, maquillarse y ahorrar mucho dinero también eran gravísimos pecados que se pagan con toda clase de imaginativos tormentos. Como sospecho que más de un lector que tendrá curiosidad por conocerlos, aquí va un pdf con el libro.

Otro infierno, algo menos obsceno, es el descrito en Las mil y una noches:

“Alá fundó un infierno de siete pisos, cada uno encima de otro y cada uno a una distancia de mil años del otro. El primero se llama Yahannam, y está destinado al castigo de los musulmanes que han muerto sin arrepentirse de sus pecados; el segundo se llama Laza, y está destinado al castigo de los infieles; el tercero se llama Yahim, y está destinado a Gog y a Magog; el cuarto se llama Saír, y está destinado a las huestes de Iblis; el quinto se llama Sakar, y está preparado para quienes descuidan las oraciones; el sexto se llama Hatamah, y está destinado a los judíos y a los cristianos; el séptimo se llama Hauiyah, y ha sido preparado para los hipócritas. El más tolerable de todos es el primero; contiene mil montañas de fuego, en cada montaña setenta mil ciudades de fuego, en cada castillo, setenta mil casas de fuego, en cada casa, setenta mil lechos de fuego, y en cada lecho, setenta mil formas de tortura. En cuanto a los otros infiernos, nadie conoce sus tormentos, salvo Alá el Misericordioso.”
Esta última frase no es del todo cierta ya que el propio Corán hace una breve descripción de los tormentos que esperan a los pecadores:

(14,19-20. Sura Ibrahim: Vers. de Abraham)
Los que no creen en nuestros signos
les quemaremos con el fuego.
Cada vez que su piel sea ceniza,
le daremos otra para que no deje
de sentir el suplicio.


(78,21-26. Sura An Nabaa: Vers. de la noticia)
Detrás de cada uno de ellos está el Infierno,
donde tendrán como bebida agua mezclada con pus
que beberán a tragos;
pero se les atragantarán en la garganta


(2, 75. Sura Al bacará: Vers. de la vaca)
Y estarán quemados por un fuego ardiente.
Y beberán en un manantial de llamas.
Y no tendrán otro alimento, excepto espinas,
que ni les nutrirá ni apagará su hambre.

El infierno japonés por su parte se llama Jigoku, y su soberano Emma O, que juzga las almas de los hombres —mientras que de las mujeres se encarga su hermana— y los envía en función de la gravedad de sus faltas a alguno de los dieciséis infiernos, ocho de fuego y otros ocho de hielo. Dicho sintoísmo establece además que habrá un gran espejo en el que cada uno podrá ver reflejados sus pecados, un poco a la manera de El retrato de Dorian Grey. Mientras que el Naraka o infierno de los hinduistas está gobernado por Yama y tiene tres puertas —la Lujuria, la Cólera y la Avaricia— y siete habitaciones en las que distribuir a los pecadores según cómo tengan su karma para ser castigados de muy diversas maneras: “unos son arrastrados sobre hachas cortantes; otros están condenados a pasar por el ojo de una aguja; éstos sufren que un buitre les roa los ojos, aquellos que los cuervos picoteen su cuerpo”.
El infierno de la mitología nórdica tiene una particular belleza poética, al menos según la descripción que hacen de él Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en su Libro del cielo y el infierno:
“El Niflheim o infierno fue abierto muchos inviernos antes de formar la tierra. En medio de su recinto hay una fuente, de donde salen con ímpetu los ríos siguientes: la Congoja, la Perdición, el Abismo, la Tempestad y el Bramido. A orillas de estos ríos, se eleva un inmenso edificio cuya puerta se abre por el lado de la medianoche y está formado de cadáveres de serpientes, cuyas cabezas vueltas hacia el interior, vomitan veneno, del cual se forma un río en que son sumergidos los condenados. En aquella mansión hay nueve recintos diferentes: en el primero habita la Muerte, que tiene por ministerios al Hombre, la Miseria y el Dolor; poco más lejos se descubre el lóbrego Nastrond o ribera de los cadáveres, y más lejana una floresta de hierro en la que están encadenados los gigantes; tres mares cubiertos de nieblas circundan esta floresta y en ella se hallan las débiles sombras de los guerreros pusilánimes. Sobre los asesinos y perjuros vuela un negro dragón, que los devora y los vomita sin descanso y expiran y renacen a cada momento entre sus anchos ijares; otros condenados son despedazados por el perro Managarmor que vuelve a derecha e izquierda su deforme y asquerosa cabeza; y alrededor de Nifleim giran de continuo el lobo Fenris, la serpiente Mingard y el dios Loke, que vigila por la continuidad de las penas impuestas a los malos y a los cobardes.”

El infierno de Dante
De todas las descripciones de lo que nos espera según cómo nos portemos la más minuciosa e imaginativa es sin duda la de La divina comedia, una obra cumbre de la literatura universal. Dante va topografiando palmo a palmo el infierno con la precisión de Google Maps guiándose siempre por las dos grandes referencias de su tiempo: la cultura grecorromana y el cristianismo.
La narración comienza con el protagonista, Dante, perdido en el bosque tras haber tenido que huir de una pantera, un león y una loba. Allí se le aparece el poeta Virgilio, alma ilustre que vive para la eternidad en el limbo, que ha recibido el encargo de la amada de Dante —Beatriz, que vive allá en lo alto haciéndole compañía a Dios— de que lo guíe a través de todos los niveles del infierno, el purgatorio y el cielo para que ambos puedan reunirse de nuevo.
Una vez traspasadas las puertas del infierno, en el vestíbulo, Dante y Virgilio se cruzan con las almas en pena que no han sido admitidas ni en el cielo ni en el infierno. De natural envidioso del destino de otras, vagan desnudas siendo aguijoneadas eternamente por mosquitos y avispas, cuya sangre mezclada con sus lágrimas era recogida a sus pies por asquerosos gusanos. Mejor no ir con sandalias por ahí. Pronto llegan al río Aqueronte, donde un barquero de nombre Caronte lleva a las almas al otro lado a cambio de una moneda. Puesto que Dante no está muerto el barquero se niega a ayudarle a cruzar el río. Ahí es cuando un pollo de goma con polea podría haber sido de gran utilidad, pero el narrador prefiere desmayar a su protagonista y hacerlo despertar en el otro lado, sin dar mayores explicaciones.
Virgilio le muestra entonces el primer círculo del infierno (ya que al igual que todo el universo en su conjunto, el infierno se organizaba por círculos superpuestos) que es el Limbo. Allí viven los niños que no han sido bautizados y hay que estar atento porque se ven también muchas celebridades: los hombres ilustres de otros tiempos previos al cristianismo. No se está nada a disgusto en este lugar, aunque la pena de todos ellos es vivir con un deseo sin esperanza.
Siguiendo el camino se llega al segundo círculo, donde se halla a Minos, juez del infierno que rechinando los dientes juzga a cada alma y según las vueltas que de a su cola las envía a uno u otro círculo del infierno, dependiendo de la gravedad de sus pecados. Tras él se llega a un lugar que está a oscuras y donde vagamente puede el ojo ver torbellinos que arrastran eternamente en vuelo a los pecadores carnales. Entre ellos encuentra a personajes destacados de la Florencia de la época (de la que Dante fue desterrado por rivalidades políticas), circunstancia que se repetirá en cada uno de los lugares que van visitando. El autor de La divina comedia parece encontrar cierto placer en imaginarse a sus enemigos sufriendo tormentos eternos.
Tras él, en el tercer círculo, bajo una fría lluvia que no cesa jamás sufren sus penas los glotones, que viven atemorizados por Cancerbero, una bestia de tres fauces y muy mal carácter que no tiene nada que envidiarle a Plutón, feo como él solo y encargado del cuarto círculo, donde avaros y manirrotos reciben su castigo por no haber sabido gastar razonablemente en vida teniendo que luchar entre ellos tirándose fardos.
En el quinto círculo se llega a la Laguna Estigia, de aguas estancadas y malolientes, como todas las que pueden encontrarse en el infierno, por otra parte. Bajo la superficie pueden verse a los iracundos peleándose unos con otros, mientras los melancólicos a su lado hacen gárgaras. Tras cruzar la laguna se llega a la ciudad de Dite o de Lucifer, también conocida como “La ciudad del dolor”. Ante la negativa de los demonios a abrirles las puertas a Dante y Virgilio, este debe solicitar apoyo aéreo, que un rato más tarde se aparece en forma de ángel y les allana el camino. Como al profundizar en el infierno cada paso es peor que el anterior, lo siguiente en aparecer son las Furias y Medusa, una Gorgona cuyos cabellos son serpientes cuya mirada te deja de piedra.

El bosque de los suicidas, también habitado por arpías
Pero el viaje debe continuar y en el sexto círculo llegamos a un cementerio, donde se encuentran a los herejes enterrados de cintura para arriba. A partir de aquí ya nos encontramos a lo peor de lo peor: almas por las que Dante deja de sentir compasión, tales son las maldades que cometieron en vida. Al comienzo del séptimo se halla el minotauro, al que Virgilio encabrona soltándole una burla, por lo que ambos deben huir corriendo de su envite hasta que llegan a un río lleno de sangre, donde se ahogan aquellos que fueron violentos contra el prójimo. En torno a él corren centauros armados con arcos, vigilando que ningún alma se acerque a la orilla.
Cerca de allí ven un bosque, en el que los árboles son en realidad almas de suicidas y tras él, un desierto en el que llovían copos de fuego sobre las almas de aquellos que insultaron y desafiaron a Dios. Encaja mal las críticas, por lo que se ve. La pareja protagonista continuó su camino hasta que Virgilio tuvo que emplear una cuerda que llevaba Dante encima para poder bajar por una zona muy escarpada, hasta llegar a un monstruo volador llamado Gerión, que los ayudará a llevarlos en vuelo al octavo círculo.
Dividido en diez fosos vigilados por demonios con látigos, allí penan los fraudulentos de toda clase: aduladores sumergidos en estiércol; acusados de simonía enterrados cabeza abajo con los pies ardiendo; adivinos con la cabeza del revés, caminando de espaldas en castigo a su pretensión en vida de ver el futuro; falsificadores llenos de pústulas malolientes; corruptos que traficaron con cargos públicos sumergidos en una resina hirviente, que en cuanto asoman cabeza a la superficie algún demonio les pincha con un arpón; hipócritas que cargan con capas de apariencia dorada pero que en su interior son de pesado plomo… en fin, de todo se encuentran por ahí, hasta a un navarro, al que tienen particular interés en atormentar unos demonios que usan sus anos como trompetas.
Y por último, en el centro mismo de la Tierra, el noveno y último círculo. Tres gigantes, que representan a la estupidez, la rabia y la vanidad son los guardianes del lugar y uno de ellos les ayudará a llegar al lago helado, llamado Cocito. En este lago se encuentran atrapados aquellos que han cometido el peor de los males, que es la traición. A medida que van caminando, Dante descubre de dónde proviene el frío viento que congela el lago: de las alas del mismísimo Lucifer, el emperador del doloroso reino. Tres cabezas tiene este gigante —negra, blanca y amarilla, como las razas humanas que habitaban la Tierra— y con cada una de esas bocas mastica a los tres mayores traidores de la historia: Casio, Bruto y Judas.
Escalofriante. Creo que todo esto que hemos descrito puede definirse sin temor a exagerar como auténticamente dantesco. Todos los infiernos son a cada cual más horrible, así que no se ocurre mejor opción que postergar la muerte todo lo posible y cruzar los dedos para que el verdadero Averno al que acaben yendo nuestras almas descarriadas sea el del pastafarismo, en el que hay volcanes de cerveza hasta donde alcanza la vista, aunque a diferencia del Paraíso, esté caliente y sin gas.

martes, 5 de mayo de 2015

"Ramón Mª del Valle-Inclán, la matemática perfecta del esperpento" por Rafael Narbona



Los cuernos de don Friolera (1921) es la segunda obra en la que se aplica la poética del esperpento. Dividida en doce escenas, Valle-Inclán expone su concepción del teatro mediante el diálogo entre don Manolito y don Estrafalario, que contemplan una pieza de guiñol desde la balaustrada de una corrala. Su posición elevada se corresponde con la estética del esperpento, que descarta escribir de pie o de rodillas, pues no considera a los personajes seres admirables, lastimosos o semejantes, sino simples marionetas cuyo destino está sujeto a los caprichos del autor, un demiurgo “que no se cree en modo alguno hecho del mismo barro que sus muñecos”. Don Manolito y don Estrafalario observan al bululú (un cómico o mimo que inventó el teatro popular gallego) y a su acólito escenificando una parodia de Otelo con sus muñecos de madera. Don Manolito es pintor y recorre España con don Estrafalario, con la idea de componer un libro de dibujos y pequeños textos que refleje la vida profunda de los pueblos, con sus corridas, ferias, carnavales, procesiones, tertulias de botica o sacristía, bailes populares y espectáculos de gigantes y cabezudos. Don Estrafalario es “un espectro de antiparras y barbas”, “un clérigo hereje que ahorcó los hábitos en Oñate”. Sarcástico, agudo y profundo, presta su voz a Valle-Inclán para expresar su interpretación del arte y la realidad. “Mi estética –proclama don Estrafalario- es una superación del dolor y la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos, al contarse historias de los vivos. […] Yo quisiera ver este mundo con la perspectiva de la otra ribera. Soy como aquel pariente que usted conoció, y que una vez, al preguntarle el cacique qué deseaba ser, contestó: “Yo, difunto” […] Todo nuestro arte -concluye con desengaño de moralista barroco- nace de saber que un día pasaremos. Ese saber iguala a los hombres mucho más que la Revolución francesa”.

El guiñol que presencian don Manolito y don Estrafalario representa la historia del teniente don Friolera, que debe matar a su esposa infiel para no ser un cornudo consentido y deshonrar a la Guardia Civil, un cuerpo que hunde sus raíces en las nociones de honra y desagravio de la vieja hidalguía española. Doña Loreta, su esposa y madre de su hija Manolita, le engaña con Pachequín, un barbero con ínfulas de donjuán, pese a su cojera y a su nuez descomunal. Doña Loreto no es una heroína enfrentada con la moral y los prejuicios, sino un ser ridículo y repulsivo. Solo es una tarasca “jamona, repolluda y gachona”, con unos enormes senos y una sonrisa escandalosa. Pachequín no es un seductor que corteja al demonio –como el Marqués de Bradomín-, sino un fantoche narigudo que se pisa la capa al caminar y toca la guitarra con los ojos en blanco, incapaz de pulsar una nota sin desafinar. Don Friolera no es más afortunado. Sus escasos pelos “bailan un baile fatuo” cuando el viento los agita y su mostacho tiembla como los bigotes de un gato al estornudar.

Don Estrafalario afirma que el tono burlesco de la pieza no se compadece con la tradición literaria castellana, reacia a hacer chanzas con el adulterio. La hipérbole y la risa son elementos extraños en una literatura, cuya “crueldad y dogmatismo” beben del espíritu sanguinario y truculento de las Sagradas Escrituras. “La crueldad española tiene toda la bárbara liturgia de los Autos de Fe. Es fea y antipática […]. Es furia escolástica”. El “honor teatral y africano de Castilla” es incompatible con las desenfadadas burlas de cornudos de las letras portuguesas, gallegas, cántabras o catalanas. Don Estrafalario opina que el teatro español podría regenerarse, impregnándose del “temblor de las fiestas de toros”. Si lograse incorporar “esa violencia estética, sería un teatro heroico como la Ilíada”. La matemática perfecta del esperpento exige al artista escribir “desde la alturas”. Solo así podrá transmutar al héroe clásico en mamarracho.

Don Friolera hierve de cólera desde su primera aparición, proclamando que no dejará impune la afrenta, pues “en el Cuerpo de Carabineros no hay cabrones. […] El principio del honor ordena matar. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum!”. Admite que tal vez una separación honrosa sería lo más razonable, pero resulta insuficiente para la galería. No le debe dar vueltas al asunto: “Soy un militar español y no tengo derecho a filosofar como en Francia”. Mientras tanto, Doña Loreta flirtea con una risa que dibuja “escalas buchonas”, acompañada por el rasgueo “chillón y cromático” de la guitarra de Pachequín, el barbero que la corteja ataviado “con capa torera y quepis azul”. La vieja beata Tadea Calderón –“pequeña, cetrina, ratonil” y “con ojos de pajarraco”- fisgonea el romance e informa con notas anónimas al burlado teniente, incitándole a cobrarse venganza. La beata es “un garabato con reminiscencias de vulpeja” y “perfil de lechuza”. Es la encarnación de los prejuicios “morunos y judaicos”, que Valle-Inclán opone al espíritu libertario. No hay que olvidar que don Manolito exclama al escuchar los razonamientos de don Estrafalario: “Es usted anarquista”, obteniendo por respuesta un regocijado: “¡Tal vez!”.

Don Friolera avanza hacia un desenlace trágico con la indignidad de un pelele. “Zancudo, amarillento y flaco”, solo es un “adefesio con gorrilla de cuartel”. Sus superiores de la Benemérita no son menos grotescos. Algunos parecen gatos, “filarmónico y orondos” y otros ranas, “con sus ojos saltones y su boca de oreja a oreja”. Don Lauro Rovirosa, “teniente veterano graduado de capitán”, tiene un ojo de cristal y media cara paralizada. El ojo de cristal a veces se desprende de su órbita y regresa a su lugar tras rodar por el mármol de un velador. Las panzas de los guardias “se inflan con regocijo saturnal” al comentar que el teniente don Friolera solo sabe hacer “posturitas de gallina”, mientras el barbero se trajina a su mujer. Todos se manifiestan partidarios de expulsarle del Cuerpo de Carabineros, con escarnio y deshonor. Manolita, la hija de don Friolera, asiste al drama “con la tristeza absurda de esas muñecas emigradas de los desvanes”. El “bigote mal teñido” del cornudo sólo añade más oprobio a “sus ojos vidriados y mortecinos”.

Don Friolera finalmente dispara contra su mujer, pero la fatalidad determina que la bala acabe con la vida de su hija. “Las estrellas se esconden asustadas” ante la desgracia y el infortunado teniente es confinado en el Cuarto de Banderas. Ha hecho lo que todos exigían, pero la suerte no le ha acompañado: “el mundo solo es engaño y apariencia –exclama acongojado-. Este tinglado lo gobierna el Infierno. Dios no podría consentir esos dolores”. El Coronel que ordena su arresto también es un marido ultrajado, pues Doña Pepita, su mujer, le engaña con el asistente, lo cual viene a significar que el Cuerpo de Carabineros está lleno de cabrones, impugnando la sentencia de don Friolera, que ingenuamente creía lo contrario. La obra finaliza con un romance de ciego que refiere los acontecimientos posteriores: indultado, don Friolera sale de la cárcel y degüella a la adúltera y a su amante; la ley, lejos de castigarle, le impone una medalla. Después, lava la pena por la hija muerta en los campos de Melilla, matando a cien moros. Su nombre llega a oídos de la Casa Real, que le nombra ayudante de palacio y le premia con una banda honorífica. Detenidos por presuntos anarquistas y por echar mal de ojo a un burro de la Alpujarra, don Manolito y don Estrafalario comentan la obra representada y extraen una desoladora conclusión: el teatro popular retrata a los españoles como bárbaros sanguinarios, cuando en realidad solo son borregos.

Durante mucho tiempo, resultó imposible adquirir la obra completa de Valle-Inclán. En 1952, Editorial Plenitud lanzó dos volúmenes que reunían una buena parte de sus libros, con papel fino, piel roja y oro en los lomos. En 2002, Joaquín Valle-Inclán, nieto del autor, recogió toda la obra de su abuelo en dos gruesos volúmenes integrados en Clásicos Castellanos, la famosa colección de Espasa Calpe, con un extenso glosario que facilita enormemente la lectura. Se puede decir que se ha convertido en la edición canónica, pues incluye colaboraciones periodísticas y raros textos de adolescencia. Yo siento un especial aprecio por la Biblioteca Valle-Inclán, una edición dirigida por Alonso Zamora Vicente, cuidadosamente anotada y prologada en 27 volúmenes. Publicada en 1990 por Círculo de Lectores, el proyecto inicial contemplaba 30 libros, pero los problemas entre los herederos legales impidieron publicar cuatro títulos.

Después de conocer la miseria de los peones en México y el sufrimiento de los soldados en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, Valle-Inclán experimento un giro político hacia posiciones de izquierda radical. Algunos dicen que podría haber sido el presidente de la Alianza de Intelectuales Antifascistas creada el 30 de julio de 1936, pero en esas fechas ya llevaba algo más de seis meses muerto. Su fascinación por el boato imperial del fascismo italiano arroja una sombra de contradicción sobre sus convicciones, pero está fuera de cualquier duda que jamás habría apoyado la sublevación de Mola y Franco. Desde el punto de vista estético, Valle-Inclán creó una nueva categoría: el esperpento. Al igual que lo sublime, el esperpento no se basa en la sensación de armonía o equilibrio, sino en la desmesura y el exceso. Los cuernos de don Friolera refleja esa percepción hiperbólica de la realidad, mostrando que lo sublime y lo ridículo a veces se confunden en el mismo estrépito. En su obra dramática, Valle-Inclán fundió tradición y vanguardia para pintar el ruedo ibérico y recordarnos que solo el arte puede salvarnos. Nuestro teatro no ha vuelto a repetir esa hazaña.

Estampas III



Cuando el cura le dijo que debía leer más, que no sabía lo que decía, comenzó a devorar todos los libros que cayeron en sus manos. Se aficionó a la literatura por despecho, por reacción contra el que lo había humillado públicamente. Él no habría elegido Religión como materia optativa, pero el profesor de Ética lo ponía muy difícil y hubiera sido incapaz de soportar en silencio su cara de chivo muerto durante dos horas a la semana.Con 15 años, la elección era sencilla: el cura no exigía nada y los amigos se lo habían recomendado porque era un hombre muy afable, nunca lo habían visto tirar de las orejas a ningún alumno. Sin embargo, en la segunda clase, ya se había arrepentido de la elección. No pudo callarse. "No debéis atentar contra las leyes de Dios, el Señor os ama y os premiará con la vida eterna si no os tocáis". "¿Y si lo hacemos qué nos pasará?". "Sufriréis los castigos que se reservan a los sucios de corazón, esos granos que tienes en la cara son un aviso del Señor". Lo dijo delante de las dos chicas que más le gustaban y a él le pareció que se reían de él, que se burlaban de sus vicios y que se mofaban de su aspecto. "Pues usted debe hacerlo a menudo porque esa barriga no se consigue por tirar piedras al río". El cura se aproximó a él con la ira contenida. Todos creían que iba a perder su talante, pero no. "Debes leer más, hijo mío. Cuando se debate sobre asuntos del alma uno debe estar más informado". Le habría sabido mejor que le soltara una colleja o que le tirara de los pelos del cogote o que lo echara de clase. Aquellas palabras se le fijaron en la memoria para siempre, sobre todo en cuanto vio a las dos chicas reírse de él sin ninguna piedad.Se fue del aula y no volvió a pisar la clase de Religión, sin embargo, recordaría a ese cura durante toda su vida. Fue el único alumno que suspendió la asignatura en muchos años.
El día que escribió su segundo tratado sobre el disfrute de la masturbación apoyándose en los más ilustres sabios griegos y latinos, se acordó de aquel cura y le dio gracias por impulsar su carrera y su placer.  

"Metidos en el "jardín" de Las flores del mal" por Winston Manrique Sabogal


Ese es. Ahí está parte del corazón de Charles Baudelaire en Las flores del mal. Poemas preñados de fervor y furia bajo la luminosa oscuridad del amor y del deseo. Baudelaire (1821-1867) se convierte en un asaltador de la belleza donde los demás no la ven, o la penalizan, o la mezquinan, o la destierran. Un libro con 126 poemas publicado en 1857 que cerró el Romanticismo y abrió la modernidad que acaba de ver la luz en una nueva y arriesgada traducción bilingüe en la editorial Vaso Roto, a cargo de Manuel J. Santayana. Ha apostado por una traducción que busca no solo el ritmo, sino la endiablada métrica original.
Antes que Santayana, ya lo hicieron a su manera Antonio Martínez Sarrión, Luis Martínez de Merlo, Pedro Provencio y Enrique López Castellón. Ellos saben lo que es, de verdad, entrar en ese jardín literario dionisiaco y apolíneo a la vez para sacarlo del francés al insuflarle nueva vida en español. Conocen senderos-latidos de Baudelaire como:
“Y tu cuerpo se estira y se ladea / cual frágil navecilla / que hunde sus palos bajo la marea / cuando roza la orilla”. O “Tu mano roza en vano mi pecho que se arroba; / lo que ella busca, amiga, es sitio que ha saqueado / la mujer con sus garras y sus dientes de loba. / No hay corazón; las bestias ya lo han devorado”.
Sentidos baudelaireanos que confrontan al ser humano con su naturaleza para descubrirle las cosas que piensa y desea sin saberlo. Aún. O que centellea lo que en cada uno aguarda agazapado y anhelante para hacerse visible.
El último en revivirlo ha sido Santayana. Entró en Las flores del mal allá por 1974, ya en el exilio en EE UU, con su francés precario. Leyó diversas y autorizadas ediciones francesas críticas: “Durante muchos años abandoné el proyecto, pero en 2012 regresó el impulso, tras una intensa relectura de la obra completa, y me di a la tarea trabajando, como dice un octosílabo de mi venerado Alfonso Reyes, ‘a hurtos de la labor”.
Entrar en ese jardín, recuerda el traductor, es dialogar con un espíritu incomparable: “Acceder al horror, a la admiración y a la piedad. Y a un fervor y una fe en la poesía más allá de toda vanidad”. La aportación del maestro francés es su “ejemplo de exactitud formal para desnudar los abismos de la conciencia humana y revelar —poéticamente— la complejidad de la inteligencia, la sensibilidad y la imaginación de un ser humano, sus perplejidades y contradicciones”.
Lo más complicado de trasladar esos bordes del precipicio, reconoce Santayana, son las dificultades del rigor: “Sintácticas, silábicas, métricas. Vencerlas depende de las aptitudes que el traductor ponga al servicio de su objetivo”. De elegir un poema, él se queda con Recogimiento, entre los breves:
“Sé juiciosa, oh mi pena, y a la calma ya vuelve. / Pedías el Ocaso; ya desciende, aquí llega; / una atmósfera oscura a la ciudad envuelve, / y a unos trae la paz que a los otros les niega”.
Y entre los más largos elige, El viaje, uno de cuyos pasajes aclara: “Pero viajeros solo son aquellos que parten / por partir; corazones como globos, ligeros, / sin que de un fatal sino ellos jamás se aparten, / y siempre: ¡vamos! A ignotos derroteros”.
El viaje de Enrique López Castellón por el territorio Baudelaire empezó en los años noventa con una traducción literal en bolsillo para Busma. Siguió recorriendo lento sus caminos y su biografía y su época, hasta que empezó a preparar una nueva traducción para la editorial Abada en 2012. “Quería mantener la métrica, pero no el ritmo, porque es imposible. Es un jardín muy complicado, porque Baudelaire expresa nuevas sensaciones del hombre moderno en lenguaje popular, corriente o ramplón, y poetiza el lenguaje periodístico, que al verterlo resulta difícil. Su estética es revolucionaria”. Ahí está, dice, el arranque de su inolvidable El balcón:
“¡Madre de los recuerdos, la amante más querida, / Tú, mis placeres todos! ¡Tú, todos mis deberes! / Te acordarás de cada caricia compartida, / del hogar, del hechizo de los atardeceres, / ¡madre de los recuerdos, la amante más querida!”.
Hace 40 años este poeta maldito empezó a llegar con gozosa claridad a España. Quien decidió darlo a conocer en serio fue Antonio Martínez Sarrión. Lo hizo para desagraviarlo. Un día de 1974, Sarrión entró a una librería, cogió un tomo de Las flores del mal, de editorial Río Nuevo, y quedó consternado “ante esa traducción infame”. Fue a su casa, abrió una edición en francés al azar y tradujo tres poemas que en 1975 publicó en la revista La ilustración poética española e iberoamericana, en la que colaboraba junto a José Esteban y Jesús Munárriz. El poeta Jaime Gil de Biedma y el editor y también poeta Carlos Barral leyeron esas versiones y le dijeron que debía traducir toda la obra.
Dos años después, en 1977, La Gaya Ciencia publicó su versión con tal éxito que se agotó y se convirtió en referencia. Después, Javier Pradera, editor de Alianza, le dijo que le gustaría publicar el libro. Sarrión aceptó y eligió hacerlo en formato bolsillo, “porque al ser más barata todos podrían leer a Baudelaire”. Llegó a las librerías en 1982. La última se publicó en 2012, tras 22 ediciones y más de 60.000 ejemplares vendidos, “revisada y con algunos ajustes”. Lo hizo a petición del editor. Sarrión, con 73 años, pensó que estaría bien hacerlo “antes de desaparecer de este mundo”.
Mientras, Baudelaire le susurra: “Haces bien en ocuparte de mis flores; que te paguen lo que a mí no me pagaron”. De ese jardín prefiere Una que pasaba, en cuya segunda estrofa muchos se ven, en secreto y sin saberlo: “Ágil y noble, alzando su pierna escultural. / Yo bebía, crispado en grotesca postura, / de sus ojos de cielo que el huracán augura / el dolor que fascina y el deleite fatal”.

LA GRACIA Y EL ABISMO DE ÁNGEL RUPÉREZ



Algunos hechos marcaron para siempre la vida de Baudelaire (1821-1867) y, sin duda, contribuyeron a que forjara una visión sombría de la existencia que, a su vez, penetró en todos los intersticios de su poesía. Se quedó huérfano de padre a los seis años y, a partir de entonces, estableció una profunda e intensa relación con su madre que duró hasta que esta decidió casarse de nuevo. Este hecho supuso para él el fin del idilio, cuyo causante fue su padrastro, al que vio, sin duda, como el peor ladrón, el intruso más intolerable, el más bárbaro Atila que arrasó con su infancia dorada e irrecuperable.

A partir de aquí empieza el descalabro, la mala vida, el lujo inmoderado, los burdeles oscuros, la bohemia de altura, el dandismo más exaltado y la poesía más original, descarnada, profunda y anhelante que quepa imaginar. Se puede decir que de esa grieta existencial incurable nació el remedio doloroso de su poesía, que empezó a escribir pronto, “con paciencia y con furia”, y a la que le puso distintos títulos — Las Lesbianas, Los limbos— hasta que acabara siendo Las flores del mal.
La primera edición tuvo lugar en 1857, con el consiguiente proceso judicial, que acabó en condena y escándalo. Baudelaire tuvo que quitar seis poemas de su libro en la reedición de 1861, entre ellos el magnífico Mujeres condenadas (es decir, lesbianas), por no hablar del portentoso Una mártir, que termina de una manera tan escabrosa que, sin duda, tuvo que horrorizar a los jueces que lo condenaron. Estos poemas excluidos reaparecieron en la edición de 1866, hecha en Bruselas por el gran escudero del poeta, su editor Auguste Poulet-Malassis. A esta edición le siguió la de 1868, ya póstuma y con nuevos añadidos a los que ya se habían producido en la segunda edición, la de 1861.
La traducción y la edición que celebramos ahora se apoya en esas dos ediciones, la del 61 y la del 68. El diseño como tal es rompedor, atrevido, fantasioso y recuerda a una caja multicolor, con los bordes (el canto) rojos, en cuyo interior se encuentra ¡ese regalo, esa joya!, los poemas gloriosos de Baudelaire. El diseñador es Quim Díaz y la fotógrafa, Fiona Morrison, autora de las fotos que entrelazan la figura mayestática y dandística de Baudelaire, junto con unas floraciones multicolores que expanden la mirada del poeta a ¿sus paraísos artificiales?
Y luego está la traducción de Manuel J. Santayana, que ha apostado por la métrica y la rima más estrictas. Para calibrar esa audaz opción —llena de peligros— hay que mirar los resultados y los resultados son excelentes, con muchos aciertos brillantes, con un respeto escrupuloso por el sentido del original, con muy pocas cabriolas —o ninguna— que lo desfiguren en favor de las geniales ocurrencias del traductor de turno.
Su patrón métrico básico es el alejandrino, siguiendo al alejandrino francés, pero también usa el endecasílabo, el heptasílabo, el eneasílabo, siempre según la pauta marcada por el original. A este estricto rigor métrico se suman las rimas, siempre consonantes, con una disposición que calca la del poema baudelairiano. El esfuerzo es, sin duda, titánico y los resultados son regularmente buenos, sin los temibles ripios al acecho, o esas otras componendas ridículas que, para facilitar la rima, se convierten en horrísonas patochadas, que afectan tanto al sonido como al sentido. Poemas fabulosos como Moesta et Errabunda ( Tristes y errantes), La campana quebrada, Paisaje, Las viejecitas, A una que pasaba o El cisne, entre otros, están fenomenalmente traducidos y suenan muy bien cuando se leen en voz alta.
A veces resuena Rubén Darío, o cualquiera de sus discípulos hispanos, como en este fragmento del poema La Belleza: “Yo reino en el azur, esfinge postergada; / mi blancura es de cisne y mi corazón, nieve; / porque enreda las líneas, odio lo que se mueve / y no río jamás y no lloro por nada”. Otras, sin más, se oye, en español —¡milagro de las buenas traducciones!—, esa voz baudelairiana del desgarro moderno, como ocurre en el maravilloso A una que pasaba: “Un fulgor… ¡y la noche! Fugitiva beldad, / cuyo mirar me ha hecho nacer una vez más, / ¿no te veré ya nunca, sino en la Eternidad? / ¡Lejos de aquí! ¡Muy tarde! ¡Quién sabe si jamás! / Pues tú ignoras mi rumbo, yo no sé adónde irías, / ¡tú, a quien yo hubiera amado, oh tú, que lo sabías!”.
Cada época debe traducir a los grandes de otras lenguas para sentirse viva. Este Baudelaire vive a lo grande en español. ¡Bienvenido sea!

domingo, 3 de mayo de 2015

Estampas II


El lateral izquierdo corría la banda con ímpetu, había cruzado ya el medio campo y solo se interponía ante él un defensa de cien kilos con cintura de plomo.
¿Cómo había llegado hasta esa posición? Siempre jugó como central y nunca se había enfrentado a jugadores con barriga de preñada. ¿Cómo se había torcido su futuro de futbolista hasta los campos de segunda regional? Había sido un central de físico imponente, recio, sin demasiada técnica, pero con la suficiente pegada y sentido de la estrategia como para triunfar en el primer equipo. Cuando jugaba en el juvenil, disfrutaba con la pelota, gozaba de la solidaridad de pertenecer a un grupo que se divertía en común, que reía tanto en el campo como fuera de él cuando se reunían para tomar la cerveza de después. El juego era lo importante. Al acostarse, pensaba en el partido de la semana, en subir al área contraria y cabecear a gol en el último minuto. Celebraba cualquier jugada con sus amigos, con los camaradas del instituto, con los que lo arropaban en sus fechorías y en sus calaveradas. La responsabilidad solo pasaba por disfrutar de los 90 minutos trenzando jugadas vistosas, por culminar los pases al hueco con acierto.
No era muy hábil con el regate, pero evitó con facilidad la entrada mastodóntica del central de cien kilos. Evitó la patada en mitad de la rodilla y siguió en su incursión hasta la línea de fondo. De reojo vio en la banda a un abuelo sentado en una silla de anea, con la barbilla apoyada en un cayado de pastor. Había dejado a su propio portero bebiendo de una bota de vino que un aficionado del equipo contrario le obligó a no rechazar. Tras la portería, un muro servía de límite entre el campo de fútbol y el cementerio.
Su progresión fue premiada con la subida al primer equipo. Llegó a jugar en algún campo importante, pero ya no era igual. No estaba cómodo, ya no era un juego. Debía competir por su puesto y empezó a pensar demasiado. Cuando le llegaba la pelota, sus movimientos dejaron de ser espontáneos, los nervios lo atenazaban, solía pifiar cada uno de los pases y llegaba siempre tarde al balón. La sociedad con el libre ya no era mecánica, lo oía gruñir en cada una de sus acciones. "Las chicas te están sorbiendo el tuétano", "otro que se echa a perder", "les gusta demasiado la juerga", "ya no disfrutan entrenando como antes", "no tienen voluntad ni capacidad de esfuerzo", "en cuanto se les pone dura, se les reblandecen las piernas"... El fútbol se convirtió en angustia. Los partidos ya no eran una fiesta, el momento más esperado de la semana, sino un trago amargo que había que endulzar como se pudiera. A mitad de temporada era reserva fijo y dos partidos después lo bajaron al equipo de segunda regional.
Cuando se aproximaba a la línea de fondo, pensó, "¿qué voy a hacer ahora?, yo no le doy a un bote con la zurda, ¿cómo había que poner la pierna?, no sé si pararme o centrar al paso..." En ese momento notó el garrote del abuelo enganchando su pierna izquierda. La zancadilla le hizo caer de bruces sobre la tierra prensada. Fue un alivio. La tangana la contempló desde el suelo.

sábado, 2 de mayo de 2015

Estampas I


Las abarcas de su abuelo se hunden en el barro. El frescor del agua del pozo. La sintonía de "Elena Francis" (nana, nananaranana, nanananana, nana, nan...) sale de la radio, a los pies de la abuela, mientras ella remienda un pantalón de pana. El rosal silvestre crece y alumbra la entrada de la casa de campo. Un cristal en forma de huso se incrusta en un muro encalado. El abuelo, con la primera luz, se afeita con navaja barbera y se muerde la costra del labio cuando la cuchilla le muerde la piel. El baño en el abrevadero de las ovejas. La barriga raspada por la poca profundidad del agua. El miedo a la hondura de la balsa y a los monstruos que esconde el agua densa y verde. El miedo a la oscuridad, al aullido del lobo en las noches de verano. La algarabía de la cosecha del trigo en la era, durante una noche tan clara que no parece noche. Las estufas de humo ahuyentan las tormentas de granizo. El parte del tiempo se escucha con atención, en silencio, el mismo silencio que rompen las cucharas golpeando la cerámica durante las comidas y las cenas. La piedra de cal hierve en el agua del carburo y la llama surge silbando para crear perfiles monstruosos. Las servilletas blancas rezuman suero, se huele la leche de oveja y chorrea en los estantes de madera la blancura de los quesos. Los silos en la cámara guardan el trigo y la cebada, dunas de grano que arañan los roedores. El miedo de la noche, la amistad de la luna acompaña al muchacho entre las cepas. Se limpia con una pámpana verde o con una piedra pulida. El miedo de la noche, el aullido del lobo. La voz balsámica de la abuela sonando entre los consejos de Elena Francis y el zumbido de las abejas y las moscas. Las rosas silvestres coloreando la cal de la fachada. Un tebeo de Agamenón ahuyenta las sombras. El agua de la balsa se vacía en los surcos del riego, ríos por donde compiten los barcos de choza. Las abarcas hundidas en el barro y el azadón abriendo nuevo curso al agua liberada. Las gallinas nos han robado las palabras, cloquean sin descanso y el gallo avisa al abuelo para que sangre delante del espejo en forma de huso. Los hombres no hablan, clavan las abarcas en la tierra, se envuelven de polvo y conducen a las ovejas hasta los pastos más lejanos. Entre los silos, en lo más alto de la casa, dormita el muchacho muerto de miedo arrullado por los roedores que arañan las dunas de trigo. Agamenón no es un príncipe griego, valeroso, capitán de la victoria contra los troyanos, sino un labriego con boina que hace reír y alumbra las noches y apaga las voces de los lobos y se yergue en medio de los silos y pisa con su 54 de pie a los ratones que enturbian el silencio. "Igualico, igualico que el defunto de su agüelico", ríe el muchacho y se acaricia la barriga, arañada durante el baño en el abrevadero. Ríe y se duerme en u sueño profundo. El suelo de la cámara cede y el muchacho vuela sobre su cama hasta el establo, allí lo espera una mula torda que, asustada, da coces sobre el pesebre. El muchacho, a pesar del estruendo, no quiere despertar.

viernes, 1 de mayo de 2015

La actualidad revitaliza la portada de "El Gambitero"

La dictadura de la actualidad ofrece en ocasiones estas paradojas: una entrevista hace tres años a Monedero se lee en clave de rabiosa actualidad con mayor fuerza que muchas de las palabras que aparecen hoy en prensa respecto a la dimisión del número tres de Podemos. Un ejemplo: "El País", en su titular, extrae "Es más importante un minuto de televisión que los círculos" para enfatizar el supuesto ataque de Monedero a Pablo Iglesias. Esto mismo nos dijo a nosotros hace tres años, citando a Alfonso Guerra: "Prefiero un minuto en televisión a cien mil militantes". Cuando lo mencionó, no hacía más que reflejar una triste realidad, de la que todo el que se dedica a la política en el mundo actual es consciente. El problema es cómo se interpretan las palabras, cómo se sacan de contexto para utilizarlas con un fin determinado. Y esto está siendo la perdición de la prensa actual.
Es curioso, me resultó más interesante, más profundo (a pesar de las importantes discrepancias), el Monedero de la distancia corta, de la conversación de bar, que el que aparece dibujado en prensa, incluso por él mismo. En su agradecimiento a Pablo Iglesias de hoy mismo en Público, hay demasiada melaza y poca ilustración, justo lo contrario de lo que percibimos en nuestra entrevista. En una de sus respuestas, les contó a los chicos el mito de Casandra. Con un punto de soberbia, venía a decir que los politólogos eran capaces de adivinar lo que le iba a ocurrir a un país, pero tenían la maldición de que nadie los creía y, por tanto, no se ponían soluciones ante los problemas que auguraban esos derviches. No sé si en la dimisión de Monedero han sido los medios los que han actuado de Zeus o el propio Pablo Iglesias, pero más que el mito de Casandra, Monedero parece haber sufrido lo que le ocurrió a Narciso.