Los cuernos de don Friolera (1921) es la segunda obra en la que se aplica la poética del esperpento. Dividida en doce escenas, Valle-Inclán expone su concepción del teatro mediante el diálogo entre don Manolito y don Estrafalario, que contemplan una pieza de guiñol desde la balaustrada de una corrala. Su posición elevada se corresponde con la estética del esperpento, que descarta escribir de pie o de rodillas, pues no considera a los personajes seres admirables, lastimosos o semejantes, sino simples marionetas cuyo destino está sujeto a los caprichos del autor, un demiurgo “que no se cree en modo alguno hecho del mismo barro que sus muñecos”. Don Manolito y don Estrafalario observan al bululú (un cómico o mimo que inventó el teatro popular gallego) y a su acólito escenificando una parodia de Otelo con sus muñecos de madera. Don Manolito es pintor y recorre España con don Estrafalario, con la idea de componer un libro de dibujos y pequeños textos que refleje la vida profunda de los pueblos, con sus corridas, ferias, carnavales, procesiones, tertulias de botica o sacristía, bailes populares y espectáculos de gigantes y cabezudos. Don Estrafalario es “un espectro de antiparras y barbas”, “un clérigo hereje que ahorcó los hábitos en Oñate”. Sarcástico, agudo y profundo, presta su voz a Valle-Inclán para expresar su interpretación del arte y la realidad. “Mi estética –proclama don Estrafalario- es una superación del dolor y la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos, al contarse historias de los vivos. […] Yo quisiera ver este mundo con la perspectiva de la otra ribera. Soy como aquel pariente que usted conoció, y que una vez, al preguntarle el cacique qué deseaba ser, contestó: “Yo, difunto” […] Todo nuestro arte -concluye con desengaño de moralista barroco- nace de saber que un día pasaremos. Ese saber iguala a los hombres mucho más que la Revolución francesa”.
El guiñol que presencian don Manolito y don Estrafalario representa la historia del teniente don Friolera, que debe matar a su esposa infiel para no ser un cornudo consentido y deshonrar a la Guardia Civil, un cuerpo que hunde sus raíces en las nociones de honra y desagravio de la vieja hidalguía española. Doña Loreta, su esposa y madre de su hija Manolita, le engaña con Pachequín, un barbero con ínfulas de donjuán, pese a su cojera y a su nuez descomunal. Doña Loreto no es una heroína enfrentada con la moral y los prejuicios, sino un ser ridículo y repulsivo. Solo es una tarasca “jamona, repolluda y gachona”, con unos enormes senos y una sonrisa escandalosa. Pachequín no es un seductor que corteja al demonio –como el Marqués de Bradomín-, sino un fantoche narigudo que se pisa la capa al caminar y toca la guitarra con los ojos en blanco, incapaz de pulsar una nota sin desafinar. Don Friolera no es más afortunado. Sus escasos pelos “bailan un baile fatuo” cuando el viento los agita y su mostacho tiembla como los bigotes de un gato al estornudar.
Don Estrafalario afirma que el tono burlesco de la pieza no se compadece con la tradición literaria castellana, reacia a hacer chanzas con el adulterio. La hipérbole y la risa son elementos extraños en una literatura, cuya “crueldad y dogmatismo” beben del espíritu sanguinario y truculento de las Sagradas Escrituras. “La crueldad española tiene toda la bárbara liturgia de los Autos de Fe. Es fea y antipática […]. Es furia escolástica”. El “honor teatral y africano de Castilla” es incompatible con las desenfadadas burlas de cornudos de las letras portuguesas, gallegas, cántabras o catalanas. Don Estrafalario opina que el teatro español podría regenerarse, impregnándose del “temblor de las fiestas de toros”. Si lograse incorporar “esa violencia estética, sería un teatro heroico como la Ilíada”. La matemática perfecta del esperpento exige al artista escribir “desde la alturas”. Solo así podrá transmutar al héroe clásico en mamarracho.
Don Friolera hierve de cólera desde su primera aparición, proclamando que no dejará impune la afrenta, pues “en el Cuerpo de Carabineros no hay cabrones. […] El principio del honor ordena matar. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum!”. Admite que tal vez una separación honrosa sería lo más razonable, pero resulta insuficiente para la galería. No le debe dar vueltas al asunto: “Soy un militar español y no tengo derecho a filosofar como en Francia”. Mientras tanto, Doña Loreta flirtea con una risa que dibuja “escalas buchonas”, acompañada por el rasgueo “chillón y cromático” de la guitarra de Pachequín, el barbero que la corteja ataviado “con capa torera y quepis azul”. La vieja beata Tadea Calderón –“pequeña, cetrina, ratonil” y “con ojos de pajarraco”- fisgonea el romance e informa con notas anónimas al burlado teniente, incitándole a cobrarse venganza. La beata es “un garabato con reminiscencias de vulpeja” y “perfil de lechuza”. Es la encarnación de los prejuicios “morunos y judaicos”, que Valle-Inclán opone al espíritu libertario. No hay que olvidar que don Manolito exclama al escuchar los razonamientos de don Estrafalario: “Es usted anarquista”, obteniendo por respuesta un regocijado: “¡Tal vez!”.
Don Friolera avanza hacia un desenlace trágico con la indignidad de un pelele. “Zancudo, amarillento y flaco”, solo es un “adefesio con gorrilla de cuartel”. Sus superiores de la Benemérita no son menos grotescos. Algunos parecen gatos, “filarmónico y orondos” y otros ranas, “con sus ojos saltones y su boca de oreja a oreja”. Don Lauro Rovirosa, “teniente veterano graduado de capitán”, tiene un ojo de cristal y media cara paralizada. El ojo de cristal a veces se desprende de su órbita y regresa a su lugar tras rodar por el mármol de un velador. Las panzas de los guardias “se inflan con regocijo saturnal” al comentar que el teniente don Friolera solo sabe hacer “posturitas de gallina”, mientras el barbero se trajina a su mujer. Todos se manifiestan partidarios de expulsarle del Cuerpo de Carabineros, con escarnio y deshonor. Manolita, la hija de don Friolera, asiste al drama “con la tristeza absurda de esas muñecas emigradas de los desvanes”. El “bigote mal teñido” del cornudo sólo añade más oprobio a “sus ojos vidriados y mortecinos”.
Don Friolera finalmente dispara contra su mujer, pero la fatalidad determina que la bala acabe con la vida de su hija. “Las estrellas se esconden asustadas” ante la desgracia y el infortunado teniente es confinado en el Cuarto de Banderas. Ha hecho lo que todos exigían, pero la suerte no le ha acompañado: “el mundo solo es engaño y apariencia –exclama acongojado-. Este tinglado lo gobierna el Infierno. Dios no podría consentir esos dolores”. El Coronel que ordena su arresto también es un marido ultrajado, pues Doña Pepita, su mujer, le engaña con el asistente, lo cual viene a significar que el Cuerpo de Carabineros está lleno de cabrones, impugnando la sentencia de don Friolera, que ingenuamente creía lo contrario. La obra finaliza con un romance de ciego que refiere los acontecimientos posteriores: indultado, don Friolera sale de la cárcel y degüella a la adúltera y a su amante; la ley, lejos de castigarle, le impone una medalla. Después, lava la pena por la hija muerta en los campos de Melilla, matando a cien moros. Su nombre llega a oídos de la Casa Real, que le nombra ayudante de palacio y le premia con una banda honorífica. Detenidos por presuntos anarquistas y por echar mal de ojo a un burro de la Alpujarra, don Manolito y don Estrafalario comentan la obra representada y extraen una desoladora conclusión: el teatro popular retrata a los españoles como bárbaros sanguinarios, cuando en realidad solo son borregos.
Durante mucho tiempo, resultó imposible adquirir la obra completa de Valle-Inclán. En 1952, Editorial Plenitud lanzó dos volúmenes que reunían una buena parte de sus libros, con papel fino, piel roja y oro en los lomos. En 2002, Joaquín Valle-Inclán, nieto del autor, recogió toda la obra de su abuelo en dos gruesos volúmenes integrados en Clásicos Castellanos, la famosa colección de Espasa Calpe, con un extenso glosario que facilita enormemente la lectura. Se puede decir que se ha convertido en la edición canónica, pues incluye colaboraciones periodísticas y raros textos de adolescencia. Yo siento un especial aprecio por la Biblioteca Valle-Inclán, una edición dirigida por Alonso Zamora Vicente, cuidadosamente anotada y prologada en 27 volúmenes. Publicada en 1990 por Círculo de Lectores, el proyecto inicial contemplaba 30 libros, pero los problemas entre los herederos legales impidieron publicar cuatro títulos.
Después de conocer la miseria de los peones en México y el sufrimiento de los soldados en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, Valle-Inclán experimento un giro político hacia posiciones de izquierda radical. Algunos dicen que podría haber sido el presidente de la Alianza de Intelectuales Antifascistas creada el 30 de julio de 1936, pero en esas fechas ya llevaba algo más de seis meses muerto. Su fascinación por el boato imperial del fascismo italiano arroja una sombra de contradicción sobre sus convicciones, pero está fuera de cualquier duda que jamás habría apoyado la sublevación de Mola y Franco. Desde el punto de vista estético, Valle-Inclán creó una nueva categoría: el esperpento. Al igual que lo sublime, el esperpento no se basa en la sensación de armonía o equilibrio, sino en la desmesura y el exceso. Los cuernos de don Friolera refleja esa percepción hiperbólica de la realidad, mostrando que lo sublime y lo ridículo a veces se confunden en el mismo estrépito. En su obra dramática, Valle-Inclán fundió tradición y vanguardia para pintar el ruedo ibérico y recordarnos que solo el arte puede salvarnos. Nuestro teatro no ha vuelto a repetir esa hazaña.
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