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lunes, 11 de agosto de 2014
"El mundo de ayer", de Stefan Zweig, una lectura imprescindible.
Cuando un libro es capaz de aportar tanta humanidad, tanta emoción y con tal delicadeza literaria, hay que compartirlo. Lo pide el propio libro. Los principales episodios de la primera mitad del siglo XX se recorren en sus páginas con tanta pasión como impotencia. Stefan Zweig, el autor de El mundo de ayer se suicidó en 1942, expulsado no solo de su patria (Austria), sino de una Europa devorada por los odios y la guerra. El análisis que Zweig hace de la cultura, la política y la situación social de la Europa por la que tanto luchó es tan preciso que sería difícil comprender una época de manera más clara y profunda. Y no solo repara en lo circunstancial, sino que disecciona también parcelas tan íntimas como la educación sexual de su adolescencia:
"Por lo general, los niños, e incluso los jóvenes, tienden a mostrarse respetuosos sobre todo con las leyes de su entorno. Pero se someten a las convenciones que se les imponen solo cuando ven que todos los demás las observan con la misma lealtad. Un solo ejemplo de falta de veracidad por parte de los maestros o de los padres induce inevitablemente a considerar todo su entorno con mirada desconfiada y, por ende, más inquisitiva. Y nosotros no tardamos mucho en descubrir que todas las autoridades en las que habíamos depositado nuestra confianza hasta entonces (escuela, familia y moral pública) en lo referente a la sexualidad se comportaban con notable falsedad. Y más aún: que en este tema también a nosotros nos exigían secretismo y disimulo (...). Si tratamos de formular la diferencia entre la moral burguesa del siglo XIX, que era esencialmente victoriana, y las ideas hoy vigentes, de más libertad y menos prejuicios, quizá la mejor forma de abordar la cuestión sería diciendo que aquella época rehuía medrosamente el problema de la sexualidad por un sentimiento de seguridad interior..."
No sé si realmente hemos superado esa moral victoriana como dice Zweig, ni siquiera en el siglo XXI y por supuesto, también se puede aplicar el análisis sobre la rebelión de la juventud al momento actual.
Veamos con qué lucidez describe el estado de fanatismo patriótico que se vivió en los países contendientes de la Primera Guerra Mundial cuando estalló:
Aquella marejada irrumpió en la humanidad tan de repente y con tanta fuerza, que, desbordando la superficie, sacó a flor de piel los impulsos y los instintos más primitivos e inconscientes de la bestia humana: lo que Freud llamó con clarividencia "desgana de cultura", el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués y liberar los viejos instintos de sangre. Quizás esas fuerzas oscuras también tuvieran que ver con la frenética embriaguez en la que todo se había mezclado, espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos: la inquietante embriaguez de millones de seres, difícil de describir con palabras, que por un momento dio un fuerte impulso, casi arrebatador, al mayor crimen de nuestra época.
La descripción del ambiente militarista durante los primeros compases de la Gran Guerra estremece porque nos suena muy familiar siempre que estalla un conflicto bélico:
El que exponía una duda, entorpecía su actividad política; al que les daba una advertencia, lo escarnecían llamándolo pesimista; el que estaba en contra de la guerra, lo tachaban de traidor. Era la pandilla de siempre, eterna a lo largo de los tiempos, que llamaba cobardes a los prudentes, débiles a los humanitarios, para luego no saber qué hacer, desconcertada en la hora de la catástrofe que ella misma irreflexivamente había provocado. (...) Desde el principio no creí en la victoria y una sola cosa sabía con seguridad: que aunque se consiguiera a costa de inmensos sacrificios, nunca justificaría las víctimas.
Poco antes de que comience la 2ª Guerra Mundial, Zweig tiene que huir de Austria por la persecución a que se vio sometido por parte de Hitler (era un autor muy conocido y, además, judío). Hubiera querido escapar de todo, evadirse, no escuchar la tragedia que se avecinaba, pero el aislamiento es imposible en el mundo moderno. Sus palabras parecen definir mejor el momento actual que el final de la década de los 30:
Casi parece una malévola venganza de la naturaleza contra el hombre el que todas las conquistas de la técnica (gracias a las cuales le ha arrancado las fuerzas más secretas) le destruyan el alma. La peor maldición que nos ha acarreado la técnica es la de impedirnos huir, ni que sea por un momento, de la actualidad. Las generaciones anteriores, en momentos de calamidad, podían refugiarse en la soledad y el aislamiento; a nosotros, en cambio, nos ha sido reservada la obligación de saber y compartir en el mismo instante lo malo que ocurre en cualquier lugar del globo.
Stefan Zweig, fetichista de obras literarias y musicales, coleccionaba todo aquello que los genios ponían a su alcance. Esa afición iba unida a un espíritu libre, humanitario, cosmopolita, inteligente como se puede comprobar en El mundo de ayer, biografía de un hombre íntegro y de una sociedad degenerada. No perdáis la oportunidad de leerla en cuanto podáis, os transformará.
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Literatura Universal
domingo, 10 de agosto de 2014
"Nihilismo, una manera de bendecir la vida" de Juan Bonilla
Hay muchas discusiones acerca de cuál es la primera obra de la literatura moderna, pero habrá pocas en torno a la cuestión de cuál es la última obra de la literatura antigua: todos estaremos de acuerdo en que es el Zarathustra de Nietzsche.
Convencido de que el ensayo filosófico resultaba insuficiente como vehículo de expresión de un sistema doctrinal que hasta entonces sólo había conseguido asomar a martillazos que derruían otros sistemas doctrinales, con inigualables perspicacia, erudición y brillantez, Nietzsche escribe en apenas diez días la primera parte de algo que no se sabe muy bien si es novela abstracta, poema en prosa o conjunto de apólogos a la manera oriental que pretenden anunciar la llegada de un nuevo Mesías. Todo eso a la vez, con un tono bíblico al que anima con espíritu burlón, entusiasta, deprimido, cómico, insolente, trágico, amargo. Es un libro bipolar, sin duda. Se publicó en Leipzig en mayo de 1883.Luego vendrían otras tres partes más, la última de las cuales la hubo de imprimir el propio Nietzsche, que sólo regaló siete ejemplares a amigos cercanos. No sería hasta la reedición de las cuatro partes en un solo volumen que rugiría la marabunta ante la aparición de aquel personaje mesiánico. Naturalmente el Mesías no es el propio Zaratustra: Zaratustra es sólo el profeta. Un sabio que se retira a meditar a los treinta años y diez años después siente que ha llegado el momento de bajar al mundo donde algo inevitable ha acontecido: Dios ha muerto, y con él ha muerto también el hombre, de donde el profeta venga a anunciar la llegada de una nueva criatura: el superhombre.
Para la elección de su personaje, el sabio persa Zoroastro, Nietzsche cedió a la melancolía: rescató de su adolescencia la admiración que sentía por un personaje al que conoció, más que en leyendas o libros de historia, a través de un breve texto de Heinrich Von Kleist, "Plegaria de Zoroastro", que se hacía pasar por manuscrito hindú encontrado en unas ruinas. En él, el profeta se dirige al Creador -"que has dispuesto una vida rica, libre y grandiosa", pero de vez en cuando, "haces que caigan las escamas de los ojos de uno de tus siervos para que de una ojeada abarque las necedades y los errores de su especie, le armas con la aljaba de la palabra para que, libre del miedo, y lleno de amor, se adelante a todos para despertarlos de esa duermevela en la que viven. A mí, Señor, me has escogido para esa tarea y me dispongo a cumplir mi deber". La "Plegaria" se presentaba como mero prólogo de algo que Kleist no llegó a completar. El encargado de completarlo, en efecto libre del miedo y lleno de amor, fue Nietzsche.
Cabría preguntarse si es posible hoy leer el Zarathustra sin sentirse obstruido por el ejército de interpretaciones que el libro padeció o el no menos poblado ejército de influencias que generó en lugares y escuelas contradictorios entre sí, desde los vanguardistas que entendieron el mensaje de que la muerte de Dios hacía ascender al Arte a su trono y por lo tanto había que transformar la vida para convertirla en una obra de arte, hasta intentos tan populistas de cantar al héroe individual y solitario e insobornable como las novelas de Ayn Rand. Si Montaigne decía que toda la filosofía posterior a Platón, no era más que una colección de notas a pie de página de la obra de Platón, bien es posible exagerar diciendo que toda la filosofía después de Nietzsche no ha sido más que una colección de notas a pie de página -muchas de ellas, es cierto, para combatirlo- de la obra de Nietzsche, lo que en último término ha ocasionado que Nietzsche haya sido convenientemente malinterpretado para satisfacer unas ansias ideológicas particulares. Es sabido, por poner el ejemplo más evidente, que los nazis sintieron que Zarathustra les anunciaba, haciendo caso omiso a ese fragmento de Nietzsche que dice: "Espero que no seamos ni tan ingenuos ni tan cortos de miras para apoyar ese patriotismo de los terratenientes de la marca nacional y no cantemos a coro su rabioso y cretino grito de odio: Deutchland, Deutchland, über alles...". Si se le lee de manera selectiva, Nietzsche puede ser apóstol de lo que se quiera, del fascismo esteticista tanto como de la democracia real.
George Bernard Shaw dijo del Zaratustra que era el único libro moderno superior a los Salmos de David, y Yeats aconsejaba su lectura como antídoto contra la vulgaridad democrática. El mismo Yeats afianzaba su esperanza en la eugenesia leyendo a Nietzsche, y se jactaba de que, gracias a la tecnología, había llegado la hora en la que unos pocos, los mejores, aplastaran a la masa. De hecho temía que el único peligro que corría el mundo estribaba en que los oprimidos no trataran de levantarse para justificar una guerra, y "los preparados" se conformasen con la decadencia, como "aquellas civilizaciones antiguas que vieron cómo triunfaban sus estirpes gangrenadas". La clase intelectual, como se ve, vio en Nietzsche y en su Zarathustra una herramienta idónea para sus insólitas ansias de aplastar a la masa, de la que por supuesto no formaban parte. El campeón en eso fue D.H. Lawrence, que en Fantasía del Inconsciente defiende que en determinados periodos de la historia la necesidad de los humanos tengan que morir por millones, después de lo cual da tres hurras por la invención del gas tóxico. Jünger sacará de Nietzsche la figura mítica del trabajador como superhombre, y alguno de lo apólogos del libro debió inspirar alguna de sus ficciones a Kafka (¿o no es kafkiana la figura del sepulturero que descubre que en las tumbas que vigila no hay ningún cadáver, y aún así, sigue en su puesto, vigilándolas?). Gottfried Benn, el más alto representante de la "estatización de la vida", reconocía, por su parte, que jamás hubiera escrito un verso de no haber sido por la lectura del libro de Nietzsche.
¿Está todo esto en el Zarathustra? ¿Ese nihilismo enfermo de quienes, sin demostrarlo, se creen superiores y, naturalmente, cuando el profeta habla de una "guerra contra la mediocridad", se sitúan de inmediato en el otro bando, el de los aristócratas, los santos y los artistas como si no pudiera caber duda alguna de que ellos no son tan mediocres como todos los demás? ¿Está la necesidad de un plan eugenésico que mejore la fisiología racial para dotar de mayor plenitud a los seres futuros? Sí y no, naturalmente: un libro es como un espejo, si a él se asoma un simio no puede esperar que salga reflejado un apóstol, decía Lichtenberg, pasando por alto que los grandes libros son quizá como espejos deformantes que lo que consiguen es, precisamente, que el simio que se asoma a ellos vea que lo que se refleja es un apóstol y al revés, el apóstol que busca su imagen lo que encuentra es la fisonomía de un simio.
El término nihilismo, al que Nietzsche llega tardíamente, procede de una novela de Turgueniev, Padres e Hijos, al que le dio vuelo un ensayo dePaul Borgeut sobre psicología contemporánea en el que, al estudiar obras de Baudelaire, Flaubert o los hermanos Goncourt, percibe un mortal cansancio de vivir, una tétrica percepción de la vanidad de cualquier esfuerzo. El marbete le vino bien a Nietzsche, que hasta ese momento,llamaba pesimismo o "voluntad de nada" a lo que a partir de entonces sería nihilismo. Pero entendía que ese pesimismo no era más que un síntoma. Lo peor que le puede pasar a un pesimista es que convierta su pesimismo en ideología (justo al contrario de lo que le pasa al optimista, al que lo mejor que le puede pasar es que convierta en filosofía su optimismo). Por eso Nietzsche entendía que el movimiento pesimista no era más que la expresión de una decadencia fisiológica, en ningún caso una escuela de pensamiento. De ahí que los mejores escoliastas de Nietzsche -Heidegger o Deleuze- no hablen de nihilismo en singular, sino en plural, o completen la matriz con adjetivos distintos, pues tan distintos resultan que son auténticos enemigos el nihilismo pasivo o negativo y el nihilismo activo o positivo. Zarathustra es el capitán de éste último, y es por ello que no puede resultar más paradójico que, siendo como es un libro lleno de entusiasmo y plenitud, influyera en autores tan cabizbajos y apagados como muchos de los de nuestro 98, que tomaron el síntoma denunciado por Zarathustra -el pesimismo- como ideología con la que andarse por la vida, sin duda dejando que se filtrara el nihilismo de un Turgueniev, que lo empleó para caracterizar al personaje de Padres e Hijos, y a Dostoievsky, es decir, un nihilismo con conciencia de culpa y, por decirlo así, sin arreglo, sin vías de escape. Un callejón sin salida.
El nihilismo activo es en esencia afirmativo, y no conoce la culpa: "Nosotros, los inmorales, abrimos nuestro corazón a toda especie de comprensión y afirmación. Negar no nos resulta fácil, pues basamos nuestro honor en la pura afirmación". El nihilismo es la coartada perfecta para la acción, según lo supo ver un jovencísimo Fernando Savater, y no un bajar los brazos o tirar definitivamente la toalla para dar por perdido un combate. Como se ve, nada que ver con lo que el propio Nietzsche llamaba "el fatalismo ruso", un me da lo mismo ocho que ochenta, según el cual el soldado ruso al que le resulta muy dura la campaña en la que se ha enrolado se tiende en el suelo a esperar su final (a esto Deleuze lo llamaba "pesimismo de la debilidad").
Es éste Zarathustra afirmativo, rebelde, entusiasta, el que protagoniza las más hermosas páginas del libro de Nietzsche. Ridiculiza, en efecto, al que se entrega al dolor, al que se humilla y reza, sí, pero porque entiende que hay que correr hacia la muerte con el frenesí de quien practica un deporte por superarse, convencido de una sola cosa: la vida es inmortal y por lo tanto no necesita de un inventor, ni siquiera de un fin: se vale y se justifica por sí sola. Todos los conceptos que pone sobre el tapete Zarathustra están animados por la energía de quien está apelando a la vida para que ésta se dé en su vórtice, es decir, en su máximo punto de esplendor. De ahí su condición dionisíaca: vivir no es otra cosa que tener el don de la ebriedad. Que ello subvierta los valores morales que han venido acompañando al hombre hasta el advenimiento de la nueva criatura es condición obligada de ese entusiasmo, toda vez que esos valores morales no han servido para salvar a nadie sino con pobres efugios dogmáticos que la ciencia ha echado abajo. Y el canto que emprende Zarathustra al avisar de ese advenimiento es un canto que afirma la vida como suficiente en sí misma, no necesitada de las muletas de explicaciones metafísicas: vivir es ya de por sí suficiente milagro y la condición indispensable del milagro es que no tenga explicación. Este entusiasmo insensato -es decir, sin sentido- por la vida le lleva por definición al odio acerca de todo aquello que perjudique esa intensidad del vivir: la enfermedad, por supuesto, es una de sus enemigas, la decrepitud otra. Ni que decir tiene que los enemigos de Nietzsche entenderían esto como una falta de piedad -falta de piedad que sin duda hay- por los enfermos, los viejos, los, como dice el propio texto, maltrechos. Pero no se entiende, o no se quiere entender, que al colocar la vida intensa en el más alto peldaño del existir, todo lo que colabore a que no se dé en su vórtice de energía, no tiene más remedio que causar la repugnancia de quien construye el himno, o la sucesión de himnos, a una vida que se puede valer por sí misma para insuflar aliento y divinidad a quienes posee o la poseen. Entender de esto que cualquier sistema que sentara sus bases en Zarathustra lo que debe hacer es sacrificar a los enfermos, es no darle a Zarathustra la consideración primera que tiene: la de personaje literario. Sería como si alguien quisiera proyectar en un sistema dogmático las locuras de Don Quijote, haciéndolo escapar de su indispensable condición de figura ficticia.
Por decirlo bíblicamente, hemos sido capaces de comer por fin del fruto de aquel árbol prohibido, el de la Ciencia del Bien y del Mal, y hemos aprendido que la moral es una falsa moneda que defendía una Institución más alta y más falsa aún: nuestro propio miedo a la vida, necesitado de inventarse fantasías que sólo venían a poner en evidencia nuestra debilidad. El miedo inventó a Dios: si dejamos de tener miedo, no será necesario Dios. Lo que llamamos justicia no es otra cosa que el afán de venganza para sostener un sistema en el que triunfa la voluntad de poder. Quien niega al mundo, la belleza del mundo, la energía del mundo, no es Zarathustra, que para abundar en ese entusiasmo, resulta un libro donde se celebra constantemente la naturaleza, sino precisamente la moral que nos tuvo apresados en sus omniscientes dogmas. La pregunta fundamental, nos dice Nietzsche, no es por el "ser" sino por el "vivir": "no conozco ningún ser que esté muerto". La nada, esos dos paréntesis de nada entre los que ocurre la existencia de cualquiera, esa nada que en Schopenhauer era fin -y por lo tanto daba origen al principio del pesimismo- en Nietzsche es más bien un trampolín para transformar la angustia de ser en la pura celebración de vivir. Para ello no podía el autor darle a su libro una forma doctrinal, sino hacer estallar su talento más provocador y pujante, el de poeta. Zarathustra , anunciando el tiempo nuevo (en el que por cierto será derrotado por el hombre rutinario, por ese Estado en el que "se le da el nombre de vida al lento suicidio de cada uno") es, fundamentalmente, un poema antiguo, con la fuerza exacerbada de la Ilíada y el lirismo misterioso de Gilgamesh.
Entre sus intérpretes, ninguno mejor que el propio Nietzsche, que llenando de anotaciones uno de sus cuadernos para explicar su libro, alcanzó a escribir: "La disolución de la moral conduce, en sus consecuencias prácticas, a la individuación atomística, y a la división de cada individuo en multiplicidades: una fluctuación absoluta. Por eso resulta necesario, ahora más que nunca, encontrar un amor, un nuevo amor". Y ese nuevo amor era la vida porque sí, es decir, la vida inmortal que nos bendice mientras la habitamos. Porque como el propio Nietzsche apuntó: "Hay que dejar de ser seres que rezan para convertirse al fin en seres que bendicen." Esa capacidad de bendición es la que anega, impulsa y mantiene vivo a Zarathustra.
martes, 5 de agosto de 2014
"Dan Brown con paperas": Quinto episodio ("El Campo dei Fiori y las sandalias de un joven alemán")
Un cierto desánimo se apoderó de Balbino. Un caso como el que se le había presentado podría irse por la alcantarilla si no actuaba con rapidez. Después de acostar al abuelo, se dedicó a diseñar un plan para el día siguiente, no podía rendirse a las primeras de cambio.
Se levantó cuando el sol ya calentaba, bajó las escaleras de su apartamento y se asomó al perfume abigarrado del Campo dei Fiori. La plaza estaba tomada por los puestos de fruta y de productos típicamente italianos, aunque también observó un aumento considerable del flujo turístico. Era principio de agosto, la fecha en que se concentraban las juventudes cristianas para homenajear al nuevo papa. Alrededor de la plaza había un trasiego constante de muchachos ataviados con los colores de su grupo en sombreros, camisetas y pañuelos. La mayoría de ellos los encabezaba un falto con una bandera bien llamativa. Curas vestidos de sport con alzacuellos y muslos rozados dirigían a esta plaga que todos los veranos llenaba Roma de adolescentes europeos con el acné rezumando cristiandad y suero a partes iguales. El comisario Balbino vio en ese desfile continuo de banderas y uniformes un aliado perfecto para el propósito de Carmelino y sus secuaces. Eran las once de la mañana y ya se sudaba con temple en Roma. Las sandalias de un muchacho de 130 kilos perteneciente a las juventudes cristianas de Francfort acababan de reventar debido a la presión insoportable de unos dedos que se habían transformado en gárgolas. Le refrescaban los pies en la fuente, mientras un vendedor de productos tradicionales italianos esperaba su turno con cara de pocos amigos.
En los puestos, los fruteros se reían sin ningún disimulo de los modelos que algunos turistas paseaban en el mercado y desnudaban a las chicas que se cimbreaban entre las sandías y los higos. Balbino no arrancaba, estaba oxidado, demasiado tiempo inactivo. Se pasó más de tres horas reflexionando, hablando por teléfono y lanzando pullas a los vendedores que conocía. Así no podía avanzar en el caso, ni trazaría ningún argumento digno de novela de suspense. Pero es que el calor y el bullicio de Roma en agosto no invitaban a otra cosa. Solo una señal divina podría salvarlo de la desidia.
Fue en ese momento de apatía cuando apareció Hermann, el muchacho de Francfort de 130 kilos. Un cura rubicundo, con mofletes de querubín se afanaba por quitarle la sandalia al muchacho alemán. Cuando estaba a punto de liberar a las gárgolas amoratadas que pugnaban por hacerle saltar las uñas, el muchacho se derrumbó y atrapó en su caída al que intentaba aliviar sus pies.Se formó un tumulto alrededor de los dos cuerpos obesos y sudorosos tumbados en la boca de la fuente. Los vendedores reían, los alemanes pugnaban por levantar a Hermann, dos carabinieri hablaban por teléfono, los relaciones públicas de los restaurantes llamaban la atención a los transeúntes para que se sentaran en sus establecimientos, los motocarros pitaban para que les dejaran pasar... Todo se fundió en un caos muy italiano de donde surgió una nueva prueba. De la mochila de Hermann salió despedida en su caída el ala macilenta de una gaviota. Tras la recuperación de los fardos alemanes y el cuestionario oportuno, Balbino supo que Hermann había hallado el ala en la iglesia de San Agustín, en la capilla donde se muestra la crucifixión de Pedro, pintada por Caravaggio. El rompecabezas del ave se iba completando, aunque el retraso de Balbino y su desorientación podía arruinar la misión...CONTINUARÁ.
lunes, 4 de agosto de 2014
"Dan Brown con paperas": Cuarto episodio ("El Panteón y el síndrome de Stendhal")
No volvió Carmelino a la mesa, alterado por una luciérnaga de silicona que le cayó desde el cielo sobre su cabeza. Miró a su alrededor, pero ni siquiera vio al pakistaní que le pedía disculpas por el suceso, mientras le ofrecía el juguete. Convencido de que alguien lo seguía, se perdió entre las columnas del Panteón. Pagó Balbino la cuenta con precipitación y dolor (se había dejado media pizza sobre la mesa), cogió a su abuelo del brazo y salió corriendo tras él. Vio cómo Carmelino se introducía por una pequeña puerta en el interior del edificio. Llamó con fuerza para que le abrieran, pero solo consiguió llamar la atención de dos chicos japoneses que retozaban protegidos por la penumbra. Balbino forzó el portillo con una ganzúa y entró en el Panteón con su abuelo cogido del brazo. Por el óculo de la cúpula, un chorro de luz circular descubría cómo el capo de la mafia trepaba hasta el sepulcro del rey Víctor Manuel II. A su padre aún le duraba el síndrome de Stendhal, además, al entrar en el templo y ver el suelo de mármol en penumbra, iluminado por las estrellas, comenzó de nuevo a cantar el "Torero" de Carosone con mucha más emoción que en la plaza Navona. Carnelino, al oír al viejo, se asustó y salió corriendo por otra puerta.
Balbino subió al sepulcro de Víctor Manuel y no halló nada. Desde la altura de los casetones, se oía retumbar con más fuerza la voz de su abuelo y él también sintió ganas de llorar por la confluencia de tanta belleza y por haber dejado escapar al presunto culpable de una presunta acción contra los presuntos salvadores de almas de la presunta capital católica del mundo, por culpa del presunto padre de su madre y de su segura locura...CONTINUARÁ.
domingo, 3 de agosto de 2014
Goethe y Roma
En la Vía del Corso, muy cerca de la plaza del Popolo, se encuentra la casa donde residió Goethe en Roma a finales del siglo XVIII. El autor alemán viajó hasta la capital italiana para despejar sus dudas sobre el clasicismo y sobre todo, para encontrarse con la carne y la vida. Solo odiaba cuatro cosas de Roma: "el tabaco, las pulgas, los ajos y los cristianos". Del tabaco se han deshecho las administraciones públicas modernas, no así del resto. Los estragos de las pulgas se dejan ver todavía en las piernas rubicundas de los turistas del norte; el ajo (por suerte) sigue imperando en la cocina romana, casi libre, en la ciudad vieja, de las malditas franquicias que han arrasado con todas las ciudades occidentales; y en cuanto a los cristianos, su proliferación es manifiesta y con seguridad más molesta y escandalosa que en tiempos de Goethe.
La plaza del Popolo se abre hermosa a la vida y al erotismo que se respira en las Elegías Romanas del autor alemán, pese a estar presidida por dos iglesias gemelas. La majestuosidad de los edificios religiosos no puede, a pesar de todo, con el bullicio de la vida (aunque sea producto de una impostura de las agencias de viajes). Goethe canta a la lujuria y a la pasión de las noches romanas, se deja llevar por la ciudad que ha amamantado a todos los dioses paganos y a los autores que imita en sus versos (Catulo, Ovidio, Marcial...). Quería gozar de los restos de la cultura pagana que aún quedaban en Roma. Los cristianos habían llenado la Arcadia de llagas, pecados, remordimientos y terrores: convirtieron en un cenagal de miseria el gran paraíso del sol. Volver, por tanto, al paganismo y a la Antigüedad constituía recuperar la juventud y la alegría del mundo y del género humano que el cristianismo había estropeado.
La casa de Goethe es un museo patrocinado por dos marcas comerciales de coches de lujo alemanes, no ofrece pocas curiosidades, una de ellas el conocimiento de que en esas habitaciones transcurrió la vida más excesiva del genio, en la que se liberó de los hierros de las costumbres germanas. Ni siquiera el patrocinio de "Mercedes" da realce a este museo, incrustado entre tiendas de camisas y de ropa deportiva.Sin embargo la sombra del Werter se oculta tras las paredes vacías de las habitaciones y entre la insulsa exposición de sus manuscritos.
"Los tesoros que me llevo conmigo los van a disfrutar todos", decía Goethe cuando partía hacia Alemania, convencido de que la ciudad lo había transformado. Había conocido de primera mano las maravillas que se había resistido a ver hasta tener madurez suficiente para disfrutarlas y se había revolcado en todos los tugurios y con todas las mujeres que pudo. Volvía de Roma convencido de que su estancia en la ciudad lo había cambiado y de que los lectores de su obra se lo agradecerían. "No se puede comprender esta ciudad hasta que no se vive en ella", dijo, y no le faltaba razón. Valgan algunos versos de estas Elegías Romanas para mostrar la fascinación y el peligro de su goce:
"No me paré a pensarlo, cogí a la fugitiva; amorosa,
ella me devolvió de inmediato besos y abrazos expertos.
¡Qué feliz fui!... Pero, calma, el tiempo ha pasado.
y me desligo de vosotros, lazos romanos."
sábado, 2 de agosto de 2014
"Dan Brown con paperas": Tercer episodio ("Torero en la piazza Navona")
Balbino della Vorágine se había quedado solo al frente de una misión que no era moco de pavo. Se releyó la contraportada del Código da Vinci y se convenció de que el capo de la mafia calabresa también había leído ese libro o había visto la película al menos. Subió en su Fiat, después de echarles vaho a los retrovisores y frotarlos con un pañuelo un tanto acartonado. Se dirigió hacia la piazza Navona. Allí, si no recordaba mal, se desarrollaba uno de los episodios cruciales del libro. Era media tarde, último día de julio, y la plaza se encontraba atestada de turistas. Los pakistaníes iluminaban con sus luciérnagas de silicona el cielo romano y dos acordeonistas competían por un lugar de privilegio. Las terrazas de los cafés de lujo han sustituido a las cuadrigas que en otros tiempos disputaban su honor alrededor del obelisco. Aún conserva la plaza el diseño del estadio antiguo, pero los pintores de coliseos y los músicos húngaros le dan otro aire. Solo las sandalias de los turistas alemanes y los que la recorren en una especie de patinete eléctrico con ruedas, recuerdan a los aurigas que conducían los carros de la Roma imperial.
Balbino se dirigió hacia la fuente de los Cuatro Ríos. Allí buscó otra pista con desesperación: un ala de la gaviota, la pechuga, los higadillos o alguna porción de otro animal muerto. Lo único que encontró fue a su abuelo, Giovanni Pastoracci, cantando el "Torero" de Renato Carosone con un radiocasete en el hombro. El abuelo mostraba sus dos únicos dientes a la concurrencia, bailaba al son de la música y meneaba el brazo como si estuviera atornillando un tapacubos. Balbino sabía que su abuelo iba a la plaza a sacarles los cuartos a los turistas con este número. Al abuelo le gustaba el limoncelo y la grappa amarilla y no le daban dinero para que no recayera en su vicio. Cogió Balbino al padre de su madre y lo llevó a rastras hasta el coche. Lloraba y pataleaba el viejo ante la mirada ofendida de los que habían gozado de una versión desconocida de Carosone .
En la fuente no había nada, salvo las hojas de una guía de Roma de una turista argentina que había discutido con su novio y daba explicaciones a dos policías de paisano con chaleco fluorescente. Volvió Balbino al coche con aire de derrota y, al ver llorando a Giovanni, quien se sorbía las babas a sabiendas de que no debía manchar la tapicería de leopardo del Cinquecento, Balbino se compadeció de él y lo llevó a la plaza del Panteón. Cuando lo ponía frente a las columnas de Agripa, su abuelo suspiraba y se le transformaba la sonrisa de loco en una mueca de inocencia que a Balbino le ponía los pelos de punta. Mientras contemplaba la serenidad beatífica de Giovanni, Balbino se dio cuenta de que en una de las terrazas de la plaza, el hijo de Carmelo Gallico (el jefe calabrés) cenaba unos cozze en su jugo y una tagliata de manzo muy sangrienta...CONTINUARÁ.
jueves, 31 de julio de 2014
"Dan Brown con paperas": Segundo episodio ("El Fiat Cinquecento del comisario Balbino")
El Fiat Cinquecento del comisario Balbino no le tenía nada que envidiar al coche fantástico de Michael Knight. A pesar de haber atropellado a dos alemanes de gran peso en el último mes, su chapa apenas presentaba deterioro. Besaba sus llantas de perfil bajo antes de arrancarlo, lo lavaba todas las mañanas y cada dos días le daba un abrillantador especial con cuyo lustre causaba sensación por las calles de Roma. Los tres turistas bajaron del coche casi sin respiración, poco acostumbrados al ambientador de jazmín negro y peperoni.
Se alojaron en una pensión próxima al Vaticano, después de cenar en el restaurante Palazzeto, propiedad del hermano de Balbino. Después de unos ravioli (con mucho ajo) y de las llamadas pertinentes para avisar a sus familiares, el finlandés, el malayo y la española, aceptaron de buen grado la colaboración.con el especialista en crímenes vaticanos.
Cayó una tormenta veraniega sobre la ciudad papal, presagio, según Balbino, de que algo importante estaba ocurriendo en la ciudad. El último lugar que habían visitado, la iglesia de Santa Mª la Mayor, no había aportado gran cosa a la investigación. Los mendigos e inmigrantes a los que interrogó Balbino no le supieron decir si algún miembro de la mafia calabresa había pasado por el templo, Eso sí, le pidieron encarecidamente que mandara quitar las vallas que rodean la escalinata de la catedral para poder pasar la tarde en ella y así dejarían libres las aceras de la plaza. También lo invitaron a un trago de vino de brick que el comisario aceptó, poco escrupuloso.
Por la mañana seguía lloviendo. Tuvieron que agenciarse unos impermeables de plástico que les daban el aire de una brigada del espacio. Muchos deambulaban por la plaza de San Pedro ataviados con chubasqueros similares, pero el comisario había tenido la perspicaia de comprarlos de color amarillo y con el escudo vaticano en el pecho y en la espalda, lo que permitía reconocer a sus colaboradores a la legua.
Balbino había concertado una cita con el secretario del papa, pero antes quería echar un vistazo a los Museos Vaticanos. Esperaba encontrar allí la tercera pista. Se pasearon en fila de a tres todos los pasillos que conducen a la Capilla Sixtina. La cara bovina que se les quedó a los cuatro les transformó el rostro y les costó reaccionar al vapuleo a que los sometieron los aguerridos visitantes de los museos. Incluso Balbino, más acostumbrado a la idiotizante tarea de alternar con el turismo de grupos, se vio afectado, balaba al querer hablar y por poco no consigue ver a tres personajes que aparecieron en la Capilla Sictina con unos gorros que parecían de waterpolo. Tenían permiso para entrar así pues se suponía que llevaban unos electrodos en la cabeza y en los dedos para captar imágenes y movimientos. Al parecer solo era una manera de filmar para la Televisión Vaticana con las últimas tecnologías la obra de Miguel Ángel, sin embargo uno de ellos no había trabajado nunca en la televisión. Cuando salían de la sala, Balbino se dio cuenta de que el del gorro amarillo tenía la misma nariz que el jefe de la mafia calabresa, Carmelo Gallico. No pudo abordarlo, una masa de japoneses, encabezados por una guía que pinchaba un girasol gigante en una antena, se lo impidió. El grupo de turistas era tan compacto que no dejaban una fisura, ni siquiera para la penetración desesperada de un carabinieri experimentado.Además, ya no llegaban puntuales a la cita con el secretario del papa.
Recogió Balbino los restos de la chica de 14 años, quien pronunciaba palabras sueltas en diferentes idiomas sin ninguna coherencia, y al neozelandés y al malayo, afectados por el llamado mal de Benidorm, Habían comprado cada uno de los accesorios que les había ofrecido un vendedor ambulante pakistaní: luciérnagas de silicona, gafas con luz, sombreros de proxeneta, punteros láser y mecheros en forma de váter.Tuvo que pedirles a dos compañeros suyos, que se estaban besando tras la celosía de la capilla, que los llevaran al hotel. Ya no servían para la misión... CONTINUARÁ.
miércoles, 30 de julio de 2014
"Dan Brown con paperas": Primer episodio ("La mafia calabresa en los foros romanos")
En el foro romano, junto al altar de Julio César, se acababa de descubrir una cabeza de gaviota recién cortada. De su cuello aún chorreaba un hilo denso de sangre que humedecía las monedas con que se honra en la actualidad la divinidad del primer emperador de Roma. Ni en la Guerra de las Galias profetizó Julio César que se le opondrían enemigos tan extravagantes veintiún siglos más tarde.
Fue una chica de 14 años la que descubrió la singular ofrenda. En la entrada del altar, un grupo de turistas malayos y otro de finlandeses se hacían selfies en escorzos imposibles sobre las piedras del templo de Vesta. Al escuchar el grito de espanto de la chica, entraron en el altar en fila de uno, como corresponde a turistas bien educados. Por unanimidad, después de una conferencia más difícil que la de Yalta, celebrada sobre las losas resbaladizas de una calzada romana, decidieron avisar a un grupo de carabinieri que se encontraba cerca de los urinarios. Les costó a los guardias atenderlos y dejar los móviles con los que hablaban a gritos de amor y de comida.
La cabeza de la gaviota sobre el altar de Julio César provocó el repeluzno de los carabinieri, de suyo muy dados a la superstición y a la conversación animada sobre la salsa apropiada para las mujeres y para el linguine. En un cónclave que duró todavía más que el de los turistas, llegaron a la conclusión de que la cabeza de la gaviota suponía una amenaza de la mafia calabresa contra el papado. Una semana antes, el papa Francisco, en sermón revolucionario, se metió con los miembros de esta organización criminal y los excomulgó, pese al fervor católico que muestran en todos sus asesinatos.
Los carabinieri decidieron que dos de los turistas (uno malayo y otro de Helsinki, junto a la chica española de 14 años) los acompañaran al Coliseo para hablar con el capo de la sección de crímenes contra el Estado del Vaticano. Los alrededores del monumento estaban atestados de turistas (no solo malayos y finlandeses). Entraron con mucha dificultad en el interior del Coliseo y con el peligro de perder su dignidad, tras sortear a fotógrafos armados con los trípodes más atrevidos, vendedores hindúes con rosas y paraguas y centuriones romanos con penachos de fantasía.
El despacho del capo de asuntos para crímenes vaticanos desarrollaba su actividad en los sótanos del Coliseo, lugar prohibido a los turistas. Allí era donde los sucesores de Julio César encerraban a los animales exóticos traídos de África para exhibirlos en la arena del anfiteatro. En concreto, Balbino della Vorágine, comisario de carabinieri, se sentaba delante de las argollas con las que en tiempos de Trajano sujetaban a las hienas antes de sacarlas al ruedo.
Al dejar la cabeza del ave sobre su mesa y contarle dónde la había encontrado la adolescente, Balbino se alteró y llegó a la misma conclusión que los carabinieri (a él no le hizo falta cónclave, por algo le llaman el Capo Vaticano). Se levantó y abrió un armario de diseño que tenía tras él. Sacó un trapo en el que estaban envueltas las patas de la misma gaviota que había perdido la cabeza en el altar de Julio César (un rápido examen de RH dio pruebas de ello). Según relató, esa misma mañana habían encontrado las patas del pájaro en las rodillas del Moisés, en el interior de San Pietro in Vincoli. Del templo habían desaparecido también las cadenas con que sujetaron a San Pedro en la prisión, expuestas hasta entonces en una urna de cristal para solaz de los amantes del exvoto. Todo apuntaba sin duda a un caso complicado, digno de aparecer en los papeles y los noticieros de medio mundo.
Al Capo Vaticano se le veía entusiasmado, y no era para menos, llevaba más de dos años dedicándose a atemorizar a turistas que habían intentado pernoctar en el interior del Coliseo. Se había puesto de moda entre viajeros neozelandeses quedarse dentro del anfiteatro después de la visita, para cenar y luego dormir en el entarimado que cubre una parte del ruedo romano. Esa fue la única misión del comisario durante más de dos años: sacar turistas neozelandeses del Coliseo después de amenazarlos y hacerles llorar en una celda preparada al efecto para los interrogatorios. Un policía de película como Balbino, de mejor porte que Montalbano y con la medalla del Quirinale cosida en su pecho, no soportaba vivir así.
Interrogó eufórico a los turistas y luego los llevó hasta San Pietro in Vincoli. Quería que conocieran cómo actúa un verdadero profesional, cómo se implica en las pesquisas y, sobre todo, le interesaba que alguno de ellos pudiera dar noticia en los periódicos, en la radio o aún mejor, en la televisión, de su pericia como investigador privado en defensa de la verdad y la justicia. Comenzaba una aventura por toda Roma que poco tendría que envidiar a las mejores historias de Dan Brown. Así pensaba el comisario, mientras recorría a todo trapo las calles de la ciudad, sin reparar en los transeúntes que clamaban por que algún coche parara en un paso de cebra... CONTINUARÁ.
lunes, 28 de julio de 2014
En el asedio de Roma (de nuevo)
Te puede arder la cabeza después de horas y horas de colas en los aeropuertos como dolían el cuello, la espalda y la fiereza cuando el caballo se convertía en parte de las extremidades. Te pueden cortar los empeines las cintas de cuero de las sandalias tras hincharse los pies en los insufribles tránsitos de avión, como escocían los arneses de las armaduras en la piel ahumada de los asediadores de la ciudad. Llegarás aturdido por los largos periodos de insomnio que provoca la preparación del viaje y sus desvelos, como el comandante de la tropa que no confía en sus fuerzas para abatir las murallas del enemigo. Te ahogará la angustia de la muerte accidental y el peligro que entraña surcar el cielo con un cachivache de hierro y plástico con dos alas nada flexibles, como al guerrero le estrangulaba la posibilidad de ser abatido por una piedra del camino o por el invierno indómito o por la enfermedad que acecha en cada viaje o por los perros salvajes que se esconden en las raíces de los arbustos.
Serás una piel sin ánimo, un esbozo de tu retrato, una amalgama de músculos sin voluntad que solo desean caer sobre las sábanas del hotel para recomponer el físico y el espíritu, como las hordas que, llegadas a la puerta de la ciudad, se entregaban a la blandura de los campamentos y a las curas del sueño con las que preparar el ataque. Serás un hombre en reparación al llegar al destino, un soldado que se alimenta de la sangre caliente de los sacrificios para buscar los buenos augurios de la batalla que se va a librar de madrugada. Serás un seguidor de la fe que nos lleva a los rincones más insospechados del universo para someternos a las leyes de la secta del viajero: descubrir su comida, sus gentes, su pasado y las diferencias de nuestra distancia.
Todo está dispuesto para el asedio, todo, incluido el guerrero que ya descansado y alimentado con los jugos calientes del sacrificio se propone descubrir la ciudad con entusiasmo. El problema es que este lugar, la fortaleza que nos espera es el centro del mundo (todavía), es una muralla inexpugnable que alberga en sus entrañas el poder de miles de años de victorias, de miles de armas con las que aplastar nuestras sienes y nuestro pecho. La dificultad estriba en no saber cómo acceder con éxito a tanta belleza, a tanta historia escondida, a tanto placer para los sentidos.
Roma no es una conquista cualquiera, Roma es, a pesar de conocerla, de ir preparado como un mercenario de Aníbal, una plaza que requiere de los mejores caballos para ser conquistada, del valor de la mirada más profunda, de la uña precisa que sepa hacer estallar su burbuja de caos y de decadencia para llegar a las esencias de un sexo que te otorgará placer eterno.
Me dispongo al asedio, a pesar de observar en el embrutecimiento que provoca el cansancio de los preparativos, las dificultades previstas: el río de turistas, la extorsión de la modernidad, las sandalias con calcetines, los japoneses de encargo, el empalago de los empleados, una niña con una tablet y el escándalo de los "Teletubbies" rompiendo el encanto de la historia, la mirada enturbiada por el aburguesamiento y la madurez, el adormecimiento de los flashes fotográficos, unos compatriotas renegando de la tierra extranjera que acaban de pisar para añorar con estupidez sus usos y costumbres...
Todo se puede acabar bajo el paso torpe de los elefantes. Es fácil destruir la belleza con la rotundidad de un ejército llevado en los lomos de bestias tan poco sutiles. Ojalá no ocurra y se me abran con deliicadeza el mito y las ruinas, que me posean los centuriones hasta que puedan sorber los humores de mis tripas envueltas en su saliva.
jueves, 24 de julio de 2014
Carpe diem en el parque
Se sentó en el banco con los calambres
propios de la edad (provecta iba a decir,
pero no, voy a hacerlo más sencillo).
Se sentó en el banco, íbamos diciendo,
con dificultad, muy jodido, viejo.
Iba a tirar migas a las palomas
(una escena muy tópica, es cierto)
cuando un amigo se sentó a su lado.
¡Carpe diem, Bonifacio! -le dijo.
Lo miró (de hito en hito iba a decir,
pero no, voy a ser original)
con una escopeta en las pupilas,
levantó sus manos (no sarmentosas)
alteradas por el odio y la medi-
cación (esto ya lo hizo una vez Góngora).
No pudo estrangularlo en el momento.
¡Carpe diem, Bonifacio! -otra vez.
Le escupió la dentadura a la cara
y disfrutó del momento como nunca.
lunes, 21 de julio de 2014
El botellón y el "ubi sunt" (ripios veraniegos)
Vidrios rotos en el suelo
bostezan al mediodía
de las calles.
Bolsas sin restos de hielo
sobrevuelan la autovía
y los valles.
Cuellos de botellas muertas
se exponen al sol ardiente,
sin pudor.
Bolsas de papas abiertas
muestran su vientre caliente
con ardor.
Condones fosilizados
hierven sobre las aceras,
desmayados.
Vómitos deshidratados
se exhiben en las esteras
de adosados.
¿Qué se hizo de muchachos
que abrían su maletero
con estruendo?
¿Qué fue de aquellos borrachos
que mostraban el plumero
sonriendo?
¿Dónde están esas muchachas
que ocultas tras el tomillo,
en cuclillas,
con las bragas en las cachas
se meaban el tobillo?
¡Qué chiquillas!
¿Y qué fue de las litronas,
de los ríos de ginebra,
del chupito,
de la música del Jonas,
del baile de la culebra,
del machito?
¿Dónde paran las berreas
de adolescentes en celo,
embriagados?
¿Dónde están las verborreas
de los que beben a pelo
y abrazados?
jueves, 17 de julio de 2014
"Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos: La Regenta" de Ernesto Filardi
Haga la prueba: acérquese a su librería más cercana y vaya a la sección de novedades. Es matemáticamente imposible que no haya una novela de vampiros adolescentes, otra de detectives suecos resolviendo un sangriento y complicadísimo crimen en la nieve, y otra de mujeres luchadoras que se ven obligadas a salir adelante en un mundo distinto al que conocen. Más aún: es muy probable que haya al menos dos novelas de mujeres luchadoras, pues una de ellas contendrá una trama de hoy en día mientras que la otra será una novela histórica ambientada en un lugar lejano y/o exótico. Esta repetición de historias durará hasta que el público esté ya cansado de amores melancólicos entre vampiros y humanas, sectas satánicas secretas y mujeres desarraigadas descubriendo a su pesar que con el tesón suficiente todo se puede solucionar. Y entonces habrá que encontrar otros temas suficientemente amplios como para poder crear muchas novelas pero suficientemente concretos como para acertar con el nicho de público al que se quiere llegar.
Esto de las modas literarias no es nada nuevo: si echamos la vista atrás podremos recordar que gracias al realismo sucio de los ochenta un escritor era casi un fracasado si no salpimentaba su prosa con vocablos tan atrevidos como polla, coño o follar. En los setenta, el principal daño colateral de la guerra fría fue la proliferación novelística de megavillanos soviéticos que querían invadir el mundo. El modernismo de finales del XIX impregnó
nuestras almas dolientes de abril
con fragancias nocturnas de un beso,
el sabor del placer y el exceso
y dos cisnes turgentes de añil.
con fragancias nocturnas de un beso,
el sabor del placer y el exceso
y dos cisnes turgentes de añil.
Y qué decir del siglo XVI, donde todo se llenó de novelas pastoriles, en las que el único problema de los protagonistas es estar enamorados en un campo feliz y florido donde los ríos son mansos y no huele a estiércol ni a mierda de vaca.
El caso es que en el último tercio del siglo XIX surgieron las novelas protagonizadas por mujeres infelices en su matrimonio, fueran o no fueran sus maridos el mismo demonio. Esta moda literaria dio lugar a verdaderas joyas: Madame Bovary y Ana Karenina son las más célebres, pero en Portugal apareció El primo Basilio, Effi Briest en Alemania y en España La Regenta. Las más famosas son las dos primeras, claro, pero es en esta última donde se abre el zoom para hacernos ver no solo el proceso interno de la protagonista sino el nudo completo de ambiciones, deseos, hipocresías y represiones latentes en la sociedad de Vetusta, la ciudad no tan imaginaria en la que vive la susodicha.
Ana Ozores es la mujer ideal. Casada con don Víctor Quintanar, exregente de la Audiencia de Vetusta —de ahí que la llamen la Regenta—, tiene todo aquello a lo que puede aspirar una mujer de su clase. Es guapa, modélica y casta en los dos sentidos de la palabra. Los hombres la idolatran, las mujeres la admiran y a unos y a otras les molesta que sea tan perfecta porque les recuerda que ellos no lo son. La Regenta no es una mujer cualquiera, pero a media ciudad le gustaría verla convertida en una cualquiera. Sobre todo sus amigas de la alta sociedad, damas linajudas de rango y copete, pues todas ellas ya han probado en sus carnes los placeres de la lujuria adúltera y sueñan con que Ana caiga al lado oscuro como han caído todas.
Esta diferencia de enfoque entre La Regenta y otras novelas sobre el mismo tema ya aparece desde el mismo título: Ana Karenina es la novela de una mujer llamada Ana, casada con el señor Karenin, al igual que Madame Bovary —o mejor aún, La señora Bovary— es la historia de Emma Rouault, esposa de Charles Bovary. Ambos títulos, por tanto, nos remiten a mujeres que han adoptado el apellido de su esposo mientras que La Regentanos indica que el interés que despierta la protagonista se debe al cargo institucional de su marido. Ya saben: la mujer del César no solo tiene que ser honesta sino también parecerlo; pero si no lo es, que se vaya preparando porque la vamos a poner a caldo. Aunque nosotros mismos no tengamos motivos ni para estar orgullosos ni para tirar la primera piedra.
Vetusta es, por tanto, la verdadera protagonista de la historia. A pesar de estar inspirada en Oviedo podría ser cualquier ciudad de provincias de aquel siglo o del nuestro, que conserva aún muchos de los vicios y defectos más de cien años después. No es una novela que pretenda hacer amigos: su autor, Leopoldo Alas «Clarín» carga las tintas contra la Iglesia y contra los ateos, contra los caciques y contra los obreros, contra los señores y contra los criados, contra las mujeres y contra los hombres. En el fondo, la historia de Ana Ozores es una excusa —deliciosa, pero excusa a fin de cuentas— para construir una tremenda crítica a todos los estamentos de una sociedad rancia cuya medicina es un aire nuevo que nadie sabe, quiere o puede proporcionar.
Es posible que, al sentarse a escribir, Clarín se planteara de qué forma podía sacar más jugo a una historia que otros ya habían contado antes de forma magistral. Así que se quedó dándole vueltas a lo de forma magistral y llegó a la conclusión de que lo mejor era que la protagonista se sintiera atraída por un Magistral. O sea, un canónigo. Un cura, vamos. Pero no un cura cualquiera, ¿eh?, sino el hombre más admirado y más odiado de toda la ciudad. Un montañés metrosexual que se aprovecha de ser el confesor de Ana para manejarla a su antojo porque, vaya por Dios, no sabe bien cómo canalizar el impulso sexual que le sale por los poros… Y para darle aún más gracia al asunto, el típico triángulo amoroso mujer-esposo-objeto de deseo se convierte en cuadrilátero mujer-esposo-objeto de deseo 1-objeto de deseo 2. Así que, aparte del Magistral, a Ana también le hace tilín y tolón don Álvaro Mesía, cacique de Vetusta y donjuán de medio pelo, de quien todas las mujeres de la ciudad podrían decir cuántos lunares tiene en cada nalga. No son malas opciones, sobre todo teniendo en cuenta que la otra posibilidad es permanecer fiel a su esposo, que casi le dobla la edad y la trata como una niña.
La novela arranca con mucha mala leche desde la primera frase:
La heroica ciudad dormía la siesta.
O lo que es lo mismo, que a los vecinos de Vetusta les gusta creerse el ombligo del mundo aunque a la hora de la verdad sean más parecidos a este ombligo. Es en ese momento de modorra cuando el Magistral sube a lo alto de la torre de la catedral para observar la ciudad con un catalejo como un pastor voyeur que se excede un tanto velando el sueño de su rebaño. Fiel a la famosa máxima de «muéstramelo y no me lo cuentes», Clarín nos explica a la perfección la personalidad de Fermín y de la ciudad —dominador y dominada— con esta escena que se corona con una frase-guinda de solo siete palabras: «Vetusta era su pasión y su presa».
Pero no anticipen juicios de valor. No piensen desde ya que Fermín es el malo malísimo del cuento. Entre los muchos aciertos de la novela hay que destacar el ojo sagaz del autor para hurgar en la psicología pero también en los hechos. Nos gustan, sí, las historias en las que nos plantean las razones por las que los personajes actúan como actúan, ¿verdad? De ese modo nos da la sensación de que el autor sabe cómo hacer para que el malvado nos parezca noble. Pues Clarín le da una hermosa vuelta de tuerca a todo eso diseccionando a cada uno de los personajes para mostrarnos su descontento con toda la sociedad. Al terminar La Regenta, el lector se queda con la sensación de que el autor no está de parte de ninguno. Tan solo un personaje se libra de la quema y no es casual que sea el que menos afín se siente con la vida en la ciudad, el que más ganas tiene de alejarse del mundanal ruido de la Vetusta/España caciquil y mohosa.
Para lograr esa descripción social tan oscura como atinada, Clarín recurre a una galería fascinante de personajes secundarios. Si esto fuera una serie de televisión —y luego hablaremos de ello— muchos de ellos podrían tener su propio spin-off. Esto sucede sobre todo con las mujeres, como la feroz doña Paula, madre de Fermín; Visitación, la mejor/peor amiga de Ana; Obdulia Fandiño, cuya religiosidad es solo superada por su escote, o con Teresina y Petra, las criadas que todo lo saben. Cada uno de los más de cien personajes aporta su grano de arena para dar forma a una novela que fue considerada un verdadero escándalo en la época. El libro está lleno de momentos en los que no podemos entender cómo hizo Clarín para no aparecer en el fondo del mar con una piedra al cuello: la denuncia social es tan dolorosa como lúcida como sincera como feroz. Quizás la escena más lograda sea la de la procesión —estén tranquilos, que no haremos spoilers—, donde Clarín convierte a todos los asistentes en una versión ridícula de los judíos que se burlan, ningunean o desprecian a Jesús. Ni siquiera al clero o a los mismos penitentes les interesa la Pasión de Cristo: «Ni un solo vetustense pensaba en Dios en tal instante», dice el narrador. Porque la sociedad biempensante de esa Vetusta que tan bien caracteriza a la Españaza de ayer, hoy y siempre ha sustituido a Dios por el morbo, el postureo, el orgullo, el qué dirán, el qué han dicho y el a ver lo que decimos, olvidando que san Pablo dejó dicho que debemos ocuparnos de nuestros propios asuntos (Tesalonicenses, 4:11).
No es en absoluto una novela de ritmo rápido sino de tempo sosegado y continuo. Pasan muchas cosas y muy gordas, pero casi siempre sotto voce, por lo bajini, como sucede con el mismo inicio desde la torre ya mencionado o con algunos episodios que indagan en el carácter psicológico de los protagonistas a través deflashbacks donde se nos narra su infancia y su juventud. No se desesperen. Respiren y concéntrense, por ejemplo, en la belleza de la prosa. Algunos pasajes pueden hacerse más cuesta arriba pero tienen una función básica en el relato. Sobre todo aquellos que tienen que ver con una barca y, ¡ay!, con un sapo. Cuando terminen la novela verán que todo tenía su porqué y también comprenderán por qué el mismo obispo de Oviedo calificó la novela como «un libro saturado de erotismo, de escarnio a las prácticas cristianas y de alusiones injuriosas a respetabilísimas personas». Al buen hombre no le faltaba razón. La Regenta está llena de todo eso y más, pero no por eso debe dejar de leerse: como dijo Oscar Wilde, «Los libros que el mundo llama inmorales son libros que muestran al mundo su propia vergüenza. Eso es todo». Pocas novelas son tan lúcidas al plasmar ese cainismo español de satisfacción indisimulada al imaginar al virtuoso retozar por el barro.
Pero más allá del contenido social, una buena novela ha de construirse sobre una trama adictiva, de las que uno no puede dejar de leer para saber qué va a suceder. Bien. La tenemos. Una mujer virtuosa de la que no sabemos si será capaz de salir a buscar fuera de casa la salsa del estofado ya es un filón. Pero que durante toda la novela oscile entre el quiero, el no puedo, el madre mía si quiero y el a ver si al final voy a descubrir que sí que puedo le da un plus añadido de interés. Más aún si el suspense no solo está en si será o no capaz sino, en caso de hacerlo, con cuál de los dos. O si incluso hasta se liaría la manta a la cabeza para matar dos pájaros de un revolcón.
¿Qué más necesitamos para una buena novela además de una buena trama? Personajes interesantes y bien construidos. Buf. De esto tenemos de sobra. Ana Ozores, al igual que sus colegas Emma Bovary y Ana Karenina, destilan fuerza literaria. Esto no significa que nos caigan bien, claro, porque en más de una ocasión nos gustaría acercarnos a Vetusta y zarandear a la Ozores para que no sea tan bobalicona y melindrosa. Pero no cabe duda de que la Regenta partiría con ventaja en un hipotético ranking de los personajes femeninos mejor construidos de la literatura española. Que a todo esto, ¿se han dado cuenta ustedes de que la mayoría de esos grandes personajes —Celestina, Laurencia, doña Inés, Fortunata, Jacinta, Yerma, Adela y la novia deBodas de sangre, por citar solo algunas— tienen en común una relación digamos peculiar con la sexualidad? Esto es frecuente en nuestra literatura, pero ya no lo es tanto en el caso de los hombres. Ya saben, la tontería esa del macho hispano seguro y confiado en lo que tiene ahí colgado. Pues nuestro amigo Clarín nos presenta a tres hombres que no saben muy bien qué hacer con su carga de testosterona. El marido, a quien no le interesa el sexo y no se entera del problema que eso puede acarrearle; el Magistral, un semental encerrado en una sotana; y por último Mesía, que tras tantas idas y corridas está a punto de necesitar la pastillita azul y ya en su cincuentenez comprende que tanto vicio no le ha proporcionado la felicidad deseada. De todos ellos es Fermín el personaje más completo y con más recovecos por donde hurgar y deleitarse. Galdós, que sabía un poco bastante de esto de crear personajes, dejó escrito que el Magistral es la figura culminante de la obra de Clarín, además de ser «el estado eclesiástico con sus grandezas y sus desfallecimientos, el oro de la espiritualidad inmaculada cayendo entre las impurezas del barro de nuestro origen». En serio, querido lector: aunque no le importe la represión sexual de la mujer en el siglo XIX, aunque le aburra la crítica social, aunque a usted esto de la descripción de caracteres le suene a chino, lea La Regenta aunque solo sea para conocer a don Fermín de Pas y luego hablamos. Si no le parece que el Magistral es un personaje ídem entonces yo ya no sé lo que le puede interesar en este mundo.
Un último elemento para asegurarnos de que estamos ante una buena novela: que el estilo esté depurado y a la altura de la trama. Ay, amigos, el estilo de La Regenta. La obra maestra del naturalismo español. Sí, ya saben, ese movimiento literario creado en Francia que busca plasmar la realidad analizando a los personajes con la distancia y la asepsia de un científico. Que oye, fantástico por Zola. Yo acuso y Germinal y todo eso muy bien, sí. Pero vamos, que pocas lecciones de describir la realidad nos tienen que dar los franceses, sabiendo que cuando nosotros estábamos con el Lazarillo de Tormes ellos todavía estaban con Gargantúa y con Pantagruel, unos gigantes alcohólicos que conquistaban ciudades inundándolas a base de meadas. Que no es por criticar a los franceses, ojo. Que ojalá hubiéramos tenido aquí su Ilustración y sus vanguardias. Pero si para una cosa en la que hemos sido buenos en literatura vienen de fuera a darnos lecciones, apaga y vámonos. Y si creen que esto es una exageración, ahí tienen la Celestina, la novela picaresca, el Arte nuevo de Lope, los artículos deLarra, los Episodios nacionales… y por supuesto el Quijote, cuyo realismo echó por tierra el mundo irreal de las novelas de caballería: un género que nació, oh là là qué casualidad, en Francia. Sí, amigos. Si buscan buen naturalismo, elijan el de un experto en la materia. Porque, por el mismo precio, en España le añadimos al naturalismo algo que no es tan frecuente por allí fuera: un sentido del humor amargo y cínico que ayuda al lector a saborear mejor la realidad más descarnada. Y de esa tradición tan cervantina y quevedesca bebe precisamente Clarín para terminar de dar lustre a esta joya literaria. Así que no lo duden y tachen ustedes por su cuenta la última casilla que falta.
Ayuda para vagos y maleantes: antes de nada, es preciso aclarar que es muy complicado adaptar La Regentaen texto y alma. Es por eso que las tres versiones existentes se quedan cortas a la hora de dar vida a tanta chicha. La primera, dirigida por Gonzalo Suárez en 1975, está protagonizada por una Emma Penella cuyo buen trabajo no siempre logra hacer olvidar al espectador que el papel no parece hecho para ella. Además, varias de las tramas de la novela fueron eliminadas para que la película no fuera excesivamente larga. Por otro lado, la versión televisiva de Méndez-Leite de 1995 cuenta con algunas interpretaciones estupendas, como las de Aitana Sánchez-Gijón, Carmelo Gómez o Cristina Marcos, aunque se nota demasiado que al director le caen más simpáticos unos personajes que otros —Mesía mejor que Fermín, por ejemplo— y la carga crítica a todos los estratos sociales queda así más diluida. Suárez, Gómez y Sánchez-Gijón se reunieron en 2007 para rodar Oviedo Express, en la que una compañía de actores llega a Oviedo para representar una versión de La Regenta. Se trata de una simpática comedia que precisamente por serlo carece de la crueldad del original. Así las cosas, parece necesario que para disfrutar de esta joya tendrán que echar mano al libro. O crear una petición en change.org para que la HBO se plantee hacer una versión de La Regenta ambientada hoy día en un pueblecito del sur de Estados Unidos y así conseguir que todo el mundo se entere de una vez que alguna vez también supimos ponernos oscuros, críticos y profundos y, ya de paso, que Clarín goce del prestigio que merece: el de un insolente jovenzuelo que con solo treinta y tres años consiguió escribir una verdadera obra maestra.
martes, 15 de julio de 2014
Playa de las Marinas, Denia
Playa de las Marinas, Denia, 9:45, carrera lenta. En la diadema rosa que se ajusta a mis orejas oigo la Rosa de Sanatorio de Valle-Inclán y una selección de epigramas de Marcial sobre el mito de Príapo. Sol de justicia, aunque no abrumador (al principio). Humedad, la destilo yo toda. Cuerpos de mirar agradable, dos. Cuerpos descolgados en puertas de la descomposición, más de 100, incluido el mío (los que deberíamos estar dando lecciones a los jóvenes y gobernando las haciendas, nos exhibimos sobre la arena; mientras a la cabeza de los gobiernos se pide a gente guapa y joven que debería estar aquí, en la exposición pública de sus vergüenzas físicas). Cabezas enterradas en los móviles, 90 % (con el riesgo de que unos granos de arena les estropeen el aparato y se produzca lo que se viene llamando, síndrome vacacional o depresión playera. Además, se pierden las libélulas del wind surf flotando sobre el turquesa del horizonte). Castillos de arena: 4. Castillos de arena destrozados por mi torpeza de corredor de camino rural, 2. Alemanes, 10. Alemanes cabreados porque a sus hijos les han destrozado los castillos, 2 parejas. "Top less": 2. "Top less" de saldo, 2. Corredores, 2 (otro idiota y yo). Andarines, muchos (entre ellos, uno, que previendo su próxima descomposición, se ha vaciado un frasco entero de colonia cara). Chiringuitos, dos. Algas, montones de ellas.Final de carrera. Sol extenuante y abrumador (ahora sí). Humedad (ya no me queda). Cuerpos de mirar agradable (ya no los veo). Cuerpos descolgados, en puertas de la descomposición (no los aprecio, pero deberían venirse conmigo al camino del cementerio, donde corro habitualmente y donde me siento mucho más acorde con el paisaje).
domingo, 13 de julio de 2014
Menosprecio de playa y alabanza del finlandés
¿Qué locura nos asalta a los pueblos mediterráneos para acudir en masa a la playa durante el verano? ¿Cuál es el atractivo de pasar los días de ocio en una ciudad costera?: ¿rebozarnos en arena?, ¿no poder acercarnos al mar sin pisar a alguno de los cadáveres que ya a las 9 de la mañana descansan en el suelo?, ¿asarnos bajo un sol de justicia?, ¿derretirnos en sudor con esos climas húmedos que no te dejan ni respirar?, ¿mezclarnos con la masa de guiris o de indígenas entregada al trikini y a la borrachera fácil?, ¿disfrutar de las hermosísimas vistas de los rascacielos a pie de mar?...
No sé, es todo un gran misterio. Comprendo que alemanes, ingleses y hasta finlandeses se mueran por recoger unas horas de sol de nuestros veranos cuando han estado sepultados durante el año entre nieves, nubes y frío esterilizador, pero no consigo entender por qué nosotros, que hemos almacenado suficiente radiación solar durante el año como para iluminar varios bares con entusiasmo, cantos y bailes, nos empeñamos en tostarnos todavía más, con el peligro de que se nos se seque el cerebro, se nos amojame el deseo y se nos fundan las córneas. Por qué, repito, nos empeñamos en empotrar nuestro verano entre sombrillas, cuerpos calcinados, arena y el bullicio de todo el año multiplicado por cien.
Nuestros adolescentes, por ejemplo, no imitan a los finlandeses el resto del año. No se dedican a estudiar sin descanso para superar nuestra valoración en el informe PISA. Algo muy natural, por otra parte. Los impulsos que ofrece el clima mediterráneo no son los de Escandinavia. ¿Qué puede hacer un chico finlandés cuando fuera de casa ni siquiera hay luz y el pavimento está helado? ¿Qué puede hacer un chico español sino salir a disfrutar del clima templado de los inviernos y de la suavidad de la primavera y el otoño? Es un comportamiento natural. No así el que nos lleva a imitarlos en su diáspora veraniega.
A una actriz porno (y conste que no conozco a ninguna, hablo por intuición) cuando llega a casa en su tiempo de reposo, lo último que se le ocurriría sería llamar al vecino para tener una sesión de sexo que le aliviara el día. Su entrepierna escaldada y el desgaste físico la empujará a perseguir placeres espirituales como acariciar a su perro, leer un libro o ver una película francesa de la Nouvelle Vague. ¿Por qué entonces a nosotros, hombres y mujeres del Mediterráneo, con la piel curtida por el sol y la cabeza llena de ruidos, no se nos ocurre otra cosa en nuestro tiempo de ocio que perseguir el calor y el escándalo? ¿No sería mucho más natural buscar un sitio fresco, verde, lluvioso incluso, silencioso y tranquilo donde reposar nuestra trepidante vida mediterránea, como la actriz busca sin duda las lanas del perrito y la paz de un libro para escaparse del tráfago de los penes y los mordiscos? Es una pregunta retórica, no respondáis.
Y dicho todo esto, expuesta mi postura con analogías y lógica aplastante (faltan las citas de autoridad), mañana mismo me voy a la playa. Así somos los de estos lares, morenos, inconsecuentes, irreflexivos y un poco idiotas. Si fuera finlandés, como primer cambio sería rubio, luego me comportaría con mayor rectitud y racionalidad, aunque es posible que todo fuera un poco más aburrido.
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