Al llegar de madrugada al hotel nos encontramos con una sorpresa, al lado de recepción unas luces de neón medio fundidas anuncian un Night Club. Preguntamos al recepcionista si los niños de doce años pueden pasar a ese antro (por curiosidad) y sorprendentemente nos dice que sí, aunque luego aclara, "eso sí, es un club de striptease".
En las calles de Cluj-Napoca una araña descuidada ha tejido una tela caótica de cables de teléfono, conducciones eléctricas y troles de tranvía. El cielo se llena de cicatrices artificiales que martirizan la piel de las nubes rumanas. Las iglesias ortodoxas, impúdicas, han colgado altavoces en sus fachadas para que los transeúntes escuchen las misas del Domingo de Resurrección. Unos kioskos como de castañeras antiguas muestran su oferta de velas con que homenajear a Cristo y así llenar las arcas de la tesorería eclesiástica. El adoquinado recio y las fachadas de cuento alemán nos trasladan a una Praga en miniatura, aunque poco cuidada. Sobre los rudos adoquines pasea la mixtura germano-turca de la población rumana: cabezas imponentes de enormes cráneos, cuerpos recios y mujeres estilizadas y largas como los cables que asolan los cielos de la ciudad.
El primer santuario que visitamos se llama "La Biblioteca". En este insigne espacio, alumbrado por la mejor música rock y por gorros de gánster, se propone entre cerveza y cerveza una idea que va a generar proselitismo entre los fervorosos creyentes de los bares de San Clemente: se propone elevar a los altares la figura del más insigne de los pobladores de estos garitos como santo mayor, se le venerará en procesión y se cantarán loas extraídas de su amplio repertorio de coplas populares; se rezará su palabra sagrada ("Eh, eh, eh, rico mío"); la hornacina con su efigie se expondrá en la fachada de los bares. Mientras, el apóstol Pedro dice que le gustan las salchichas de Frankfurt por el ojete.
Caída la noche, cenamos en un oscuro calabozo de adobe en donde hay que atravesar el espeso humo del tabaco para llegar hasta las mesas. Degustamos manjares de todo tipo, entre ellos unas lenguas de ternera tan misteriosas como el antro carcelario en el que con turcos y rumanos las compartimos. Para no elevar el lirismo del encuentro, nos retamos con los turcos al futbolín y los vencemos sin casi despeinarnos.