Cuarta entrega del estudio de David Arona sobre Criaturas del Piripao.
I.2-. Descripción expresionista. La lengua de la novela.
En la cita que recoge el parlamento entre Mencía y Torralba, se refiere a
Mencía, al principio del relato, se refiere a Berto como “hurón de caza segura” y, poco más tarde, el narrador desde la perspectiva del ama narra con dos trazos la entrada del sacerdote en el palacio de los Ansárez: “Observó con desagrado el ama el sucio rastro de lodo que el cura había dejado en el piso, pero calló ante la embestida del buey encalabrinado”. La irrupción del cura en la casa de doña Miranda, nos transporta a la violación del espacio íntimo de Elena por parte del hermano Salvador en Los girasoles ciegos. Entre una escena y otra, aunque ambas de ficción, median 340 años, pero en ambas se representa la actitud de algunos ministros de
Por otro lado, la descripción es poderosamente connotativa: “el sucio lodo” sugiere la intención del fraile, corrupta y material, aspecto que queda corroborado perfectamente mediante el sintagma “buey encalabrinado”. El cura aparece como un perfecto animal, pero su cinismo hipócrita le lleva a pronunciar palabras tales como: “¿Acaso no recuerdas, torpe vieja, que hoy debías acompañar a tu ama hasta la casa del Señor para que yo la asistiera en su confesión? No observáis ni la más mínima decencia. Dejad, dejad que se pierdan vuestras almas en las borrascas de la molicie”.
El contraste entre lo que dice y lo que siente supone una coincidencia de opuestos esencialmente barroca, que supone un juego atemporal entre apariencia y realidad, un verdadero drama entre la mentira del poder y los pardillos manipulados. Por si quedaba alguna duda sobre el personaje, el narrador certifica: “Sorbía las gotas de agua que se precipitaban desde lo más abrupto de su córvida nariz y hacía aparecer la punta de su lengua de lagarto. Imaginó a la viuda en el lecho…” El fraile es descrito con dos pinceladas expresionistas que resaltan dos rasgos que lo emparentan con animales carroñeros y es que siente una atracción perversa y enfermiza por la moribunda, una pulsión de muerte, que no es un detalle casual en la novela, sino que representa simbólicamente una obsesión macabra del catolicismo: obsérvese con fría objetividad el arte religioso o las procesiones de semana santa, repletas de crucifijos y con el crucificado por excelencia, con cuerpos torturados y sangrantes, con escenas de dolor, con hombres y mujeres abrasándose en el infierno post-mortem o flagelándose en este vía crucis en el que pretenden convertir la vida de los demás.
El cura insiste: “debo verla ahora mismo, debo atender a aquellos negocios que seguro son de mi incumbencia y de la de Dios” y acto seguido el narrador describe: “el tufillo rancio que exhalaba el hábito del cura. Quizás bajo él, se escondiera el gran badajo de la campana de la catedral batiendo las doce…amartillando el lascivo encendimiento de ese semental frailuno”. La metáfora procaz (badajo), la cosificación (hábito) y la animalización (semental) refuerzan poderosamente no solo la imagen lujuriosa del cura, sino en un plano simbólico la voracidad de una parte de la iglesia sobre su feligresía, su radical vampirismo hacia la sociedad. Un vampirismo real frente a esos cuentos draculinos para mentes infantiles, de muertos que no mueren o de diablos con cuernos y rabo que excitan el miedo pueril y nos arrojan a los pies del niño Jesús, o mejor, de sus representantes en este mundo, que saben manejar y dosificar estas emociones a su antojo, capricho e interés para nada espiritual.
Hemos hablado en un principio de Criaturas del Piripao como de una novela poemática, a pesar de todo lo dicho. El lirismo, en mi opinión, no solo asciende hacia la idea, sino que puede complacerse en la caricatura o en los carácteres más mezquinos del alma humana. En cualquier caso, un texto literario es tanto más lírico cuanto mayor sea su capacidad de sugerencia, cuanto mayor sea la densidad significativa del léxico utilizado y la novela en cuestión es un ejemplo de lirismo descendente. Concretemos lo dicho: “Berto calló… y comenzó a deslizar sus temblorosas garras sobre los muslos de la dama… Se deslizó su lengua sobre la piel desnuda de sus brazos… degustaba el sabor de la piel como el felino que lame su presa antes de engullirla”. La lujuria y la gula se aúnan en una oleada de instintos animales que adquieren toda su contundencia en el verbo final y su complemento directo que refiere a la víctima indefensa.
En otro momento se narra: “Fray Berto seguía bufando como un toro en pleno lanceo. De buena gana lo hubiera desjarretado Bernarda para que dejara por fin de embestir sin cuento a diestro y siniestro. (Continúa a través del estilo indirecto libre). Aún recordaba el día que la afrentó por primera vez: atrapada en el abrevadero de las bestias…El violento buey sabía muy bien como reducir a una mujer encabritada”. La connotación salta con cada comparación, con cada sustantivo, con cada adjetivo empleado. La bestia es el fraile y el abrevadero de las bestias donde es violada Bernarda representa el objeto de deseo del párroco, fijado desde siempre en las jóvenes criadas indefensas.