“Agustín se pasaba el día escribiendo. Nosotros le fisgábamos en la máquina para ver en qué andaba. Cuando daba algo por terminado lo metía en una carpeta y lo dejaba en esa estantería”, cuenta Sabela García Ballestero, hija de Agustín García Calvo, en una luminosa habitación de la casa familiar de Zamora. La estantería de la que habla está ahora ocupada por enciclopedias, pero cuando murió su padre —en 2012, con 86 años— encontraron allí varias carpetas con inéditos. Entre ellos estaba el original de Desnacer, un relato de 170 páginas narrado por una voz femenina anónima que realiza un viaje hacia atrás en el tiempo para ir convirtiéndose en un ser “más niño, más fresco, menos cargado de saberes”.
El libro es un alarde de construcción que resume bien el pensamiento de su autor: la crítica a una realidad formateada por el dinero; la aversión a sacrificar el presente en el altar del futuro. “Cualquier cosa es posible mientras no se le empiezan a poner nombres”, escribe en Desnacer. “Todos los días os cambian la vida por futuro”, decía megáfono en mano a los jóvenes reunidos en la Puerta del Sol durante el 15-M. “Os dicen que tenéis mucho futuro. Para el poder futuro significa muerte”.
¿Tenía miedo a la muerte Agustín García Calvo? “No decía nada. Era el futuro. No hacía proyectos”, responden completando la frase Sabela y dos de sus tres hermanos, Víctor y Ruth, que viven en la misma casa. A ellos se ha sumado en los últimos meses Silvia, hija de Sabela, encargada de la digitalización de los cientos de originales, notas, cuadernos, recortes y cartas dejados por su abuelo al morir en estas habitaciones, en su casa de Madrid y en la de su pareja, la poeta Isabel Escudero, fallecida hace dos años. De esos papeles salieron dos poemarios inéditos ya publicados —Sermón del dejar de ser y Yo misma—, dos ensayos pendientes de revisar y el mecanoscrito de Desnacer, al que precede una hoja de instrucciones “por si alguna vez mereciera la pena hacer una copia decente” de ese, dice, “astroso original”.
A toda una constelación de notas, márgenes y tipografías García Calvo añadía su tendencia a ajustar la ortografía al habla, de ahí que escriba “esplicación” y “esperiencia”. “Trasgresiones de ostáculos subcoscientes”, dice Sabela citando el título de un artículo de su padre, al que ella, como el resto de la familia, llama siempre Agustín. Todos los libros que publicó en su última década de vida los firmó en la cubierta con el nombre y los apellidos entre signos de interrogación. “Estaba en contra del nombre propio”, explica Silvia, que recuerda cómo su abuelo les grababa a ella y a su hermano cuando aprendieron a hablar para estudiar el modo en que construían las frases. García Calvo fue poeta, filólogo, dramaturgo, traductor y ensayista pero a él le gustaba hablar de sí mismo como gramático. Gran defensor de la tradición oral, solía comenzar sus recitales con una advertencia: todo lo que los lectores encontraran de bueno en sus versos —“todo lo que les hiera”—, eso no era de Agustín García Calvo. Todo lo malo —“lo obediente”—, sí.
La dificultad de hacer entender a las editoriales su forma de escribir y de componer los libros fue lo que le llevó a crear en 1978 su propio sello. Lo puso en marcha con la ayuda de su hijo mayor, Joaco, que ahora vive en Sevilla, y lo bautizaron con el nombre de la diosa romana de los partos: Lucina. La mariquita roja y negra que le sirve de logotipo preside discreta la puerta del caserón de la Rúa de los Notarios, en el puro centro de Zamora. En la planta baja está la oficina de Víctor, que ejerce de director editorial y —40 años después de que apareciera el primer lucino: Del lenguaje (1979)— lamenta la dificultad de reeditar títulos clave como el Tratado de rítmica y prosodia y de métrica y versificación (2006), un volumen de 1.700 páginas inaudito en la cultura española. “Lucina es un desnegocio”, explica con cierta sorna. El libro más vendido de la editorial —Canciones y soliloquios—, no ha pasado de los 10.000 ejemplares pero muchos no paran de reeditarse. Ahora espera la última revisión de la edición que su padre hizo de De Rerum Natura, de Lucrecio, uno de sus hitos como traductor junto a la versión rítmica de la Ilíada. “Lo dejó muy corregido y ahora lo revisan los filólogos de la tertulia”, dice en referencia a los encuentros que todavía se celebran en el Ateneo de Madrid cada miércoles.
García Calvo promovió esa tertulia en 1997, cinco años después de jubilarse de la cátedra de latín de la Universidad Complutense de Madrid, de la que fue expulsado durante el franquismo —junto a Enirque Tierno Galván, José Luis Aranguren, Santiago Montero y Mariano Aguilar— por apoyar las protestas estudiantiles de 1965. Tras enseñar en una academia de la calle del Desengaño en la que tuvo como alumno a Fernando Savater, se exilió en Francia e impartió clases en Nanterre y Lille. Su hija Sabela recuerda cómo poco antes de morir volvió a París para participar en un congreso mundial sobre Homero: “Recitó de memoria tiradas enteras de la Ilíada en griego. Y eso que ya estaba tocado. La gente se quedó pasmada”. No es difícil encontrar en Internet vídeos de García Calvo declamando sus propios versos, a los que pusieron música Chicho Sánchez Ferlosio o Amancio Prada.
La biblioteca de Agustín García Calvo se compone de cuatro estanterías. La primera conserva los libros de trabajo —Herodoto, Platón o Tito Livio en la edición de Oxford— y un remo de La perla del Duero, la barca en la que solía remar por el río. Se la llevó una crecida. La segunda, los libros dedicados y revistas como Archipiélago o Un ángel más. En las otras dos se agolpa un millar de libros en inglés con el lomo gastado por el uso. Son lo que la familia llama “las damas inglesas”, las novelas que el latinista leía cada noche.
Ahí están Edna O'Brien, Anita Brookner, Margaret Drabble, Patricia Highsmith y, por supuesto, Iris Murdoch. Impresionado con The Philosopher's Pupil, García Calvo dedicó a su autora —“que ha pintado compasivamente la miseria del filósofo contemporáneo viejo y malenamorado”— su traducción de los fragmentos de Heráclito: Razón común, de 1985. Entre ese año y los dos siguientes Murdoch escribió a “profesor Calvo” cinco largas cartas que completó con el envío de un poema escrito de su puño y letra: ‘John ve una cigüeña en Zamora’. La Rúa de los Notarios comunica la catedral con la iglesia de San Ildefonso, en la que todavía hoy puede verse un nido. De ahí el envío y la alusión a los impresionantes tapices de la guerra de Troya que cuelgan en el museo catedralicio. Su destinatario se lo devolvió traducido: “Al salir entre tranquila gente de la misa, / vio una cigüeña repentina / de su nido volar sobre una casa / —el cielo tan azul, tan blanca el ave—, / suceso acostumbrado para aquellas gentes: / él, de pura sorpresa, se quitó el sombrero, / se paró allí y abrió de par en par los brazos / dejando que la gente le pasara / por uno y otro lado, / atento a nada más que al vuelo de cigüeña. // Ahora (en el museo), sobre una tapicería negra / ese gesto de gozo, / tan absolutamente tú”.
Reconocimiento
Aunque en la casa de Zamora se conservan algunos borradores de las cartas de Agustín García Calvo, la familia rastrea en Oxford las enviadas a Murdoch. Las recibidas por él a lo largo de toda su vida ocupan 12 cajones en un armario. Están pendientes de una revisión detenida, explica Sabela, que reconoce que su carrera como filólogo y su larga amistad con autores como Carmen Martín Gaite o Rafael Sánchez Ferlosio tienen su reflejo en esos cajones. Ella, por ahora está transcribiendo los textos de su padre, que lo guardaba todo: desde un cuaderno escolar con apuntes sobre Tucídides hasta un recibo para una colecta contra la OTAN pasando por los guiones de los temas abordados tertulia tras tertulia. Ahora, de hecho, anda enfrascada en las llamadas “cartas circulares”, una suerte de ensayos epistolares con destinatario colectivo —Ferlosio, Dacio Rodríguez, Eugenio Gallego…— en los que García Calvo proseguía con sus amigos la discusión sobre un asunto concreto debatido en un encuentro pasado. El 18 de julio de 1960, por ejemplo, el tema es la idea de belleza partiendo de “los cristales de la nieve, el orden de los planetas, la simetría y gracia del cuerpo, el ritmo de los días y noches o del galope de un caballo”.
Cuenta su familia que Agustín García Calvo se quejaba de que se le hacía poco caso. “No tanto porque no se le diera reconocimiento”, aclara Sabela, “como porque no veía interés por los temas que le interesaban a él. ‘Se me da por supuesto’, solía decir”. También solía decir que era el precio que pagaba por negarse a salir en televisión, un “medio de formación de masas”. ¿La veía? “Algún partido de fútbol” ¿Fútbol? “Le gustaba por lo que tiene de coreografía y de cálculo de probabilidades. Por eso le daba igual que el partido fuera de hacía dos años. También le gustaban el ajedrez y los solitarios. Barajaba las cartas con tanta energía que las dejaba redondas”.
Silvia, la nieta, que actualiza continuamente la enciclopédica web de Lucina, matiza esa falta de reconocimiento: ella rastrea las muchas alusiones que se hacen en todo el mundo a los trabajos de su abuelo. “Los honores oficiales le horrorizaban”, cuenta. Se negó a que le pusieran una calle en Zamora y a que bautizaran con su nombre la estación del tren, de la que era habitual por su aversión al automóvil. Además de la labor de Lucina, Anagrama y Penguin Clásicos reeditan con frecuencia sus traducciones de Shakespeare y Ediciones del Salmón acaba de rescatar el ensayo ¿Qué es el Estado? con epílogo de Luis Andrés Bredlow, uno de sus grandes colaboradores. Por su parte, el Centro Dramático Nacional pone en escena su farsa trágica Pasión. De puertas para adentro, el orden en su archivo crece a diario aunque Sabela, bibliotecaria jubilada, no sabe si serán capaces de llevarlo a buen puerto con sus escasos medios: “Tal vez haya que plantearse crear una fundación. La idea es conservarlo para que se pueda trabajar en él. ¿Ofertas de instituciones? Ninguna. Agustín estuvo siempre al margen de lo institucional, despotricando contra los poderosos. Se entiende que nadie se haya preocupado”.