Una pareja de compañeros de profesión y yo coincidíamos en que cada vez resulta más raro oír hablar de literatura en las salas de profesores. No de forma forzada o por imperativos del departamento de Lengua, sino como conversación que surge de forma natural. Porque cuando uno comparte la afición de la lectura siempre es agradable, entretenido y edificante comentar las impresiones acerca del argumento, del estilo, de las nuevas tendencias, de los advenedizos, de la atracción enfermiza que provocan algunos autores, de su conexión con la vida, con nuestro mundo o con otros mundos. Las ramificaciones de las charlas sobre literatura auténtica son infinitas (se comienza hablando de Ulises y se enreda uno en la inmortalidad o en las propiedades alucinógenas de la flor de loto). Coincidíamos en que, desde unos años a esta parte, se pueden oír en las salas de profesores (las que nosotros hemos frecuentado) todo tipo de conversaciones (pañales, coches, series de televisión, estándares...), pero son cada vez más raras las que tratan de los libros y sus alrededores.
A menudo nos quejamos en nuestro gremio (y en otros más estrambóticos) de que los chicos no leen; de que, en cuanto llegan a secundaria, los pocos que se han aficionado a la lectura en el colegio abandonan este vicio en las aulas del instituto.
La lectura es una afición que se extiende por contagio natural. Si los profesores y padres no leemos, no esperemos que de la nada aparezcan lectores juveniles. Y más si tenemos en cuenta la atracción irrresistible de lo audiovisual. Cuando muchos leen, la conversación sobre la lectura surge de forma espontánea, no hay que forzarla. Si se habla poco de libros en las salas de profesores, es porque no leemos. Y si nosotros no leemos, es difícil convencer al alumnado de que lo haga, por mucho que los obliguemos. La afición por leer se extiende como la gripe, como el sarampión. Si nos vacunamos los mayores, es difícil que nuestros pupilos contraigan la enfermedad. No hay forma de propagarla si no es por contagio natural.
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