viernes, 22 de febrero de 2019

"Pessoa: la fatalidad de escribir" por Rafael Narbona


¿Quién era Pessoa? ¿Una máscara que se desdoblaba en identidades sucesivas? ¿Un eco que se multiplicaba hasta disolverse en un silencio donde ya no existe un yo al que atribuir un rostro o una voz? ¿Una sombra que pisaba la huella del otro, esbozando un camino hacia ninguna parte? En Cuadrivio (1965), Octavio Paz escribe: “El verdadero Pessoa es otro”. Al igual que Rimbaud, Pessoa ancla su yo en la alteridad, en la diferencia, en lo que está fuera o incluso más allá del lenguaje y la razón. Ser otro hasta desembocar en la beatitud del no ser. ¿Puro nihilismo? Sin duda, pero también escepticismo, juego, divagación, viaje hasta los límites del sentido, donde ya sólo queda la inminencia de algo que se desconoce. Pessoa no es un escritor profesional, sino un autor existencial que no puede sustraerse a la fatalidad de escribir. Su actitud repudia todos los dogmas y no concede ningún crédito al cartesianismo, según el cual el yo determina qué es real o verdadero. Al referirse a sus heterónimos, escribe: “No sé, por supuesto, si ellos son los que no existen o si soy yo el inexistente”. No descarta ser el heterónimo de otro poeta que lo ha inventado y se contempla con el asombro del que se asoma a un espejo cóncavo, preguntándose si las distorsiones son un efecto óptico o una revelación.

Pessoa es un poeta moderno. No mira hacia atrás. No siente nostalgia del mundo de ayer, con sus certezas y sus enseñanzas. No es tradicionalista, pero tampoco progresista. No piensa que la humanidad transite por la senda de una perfección creciente, gracias a las innovaciones técnicas, los hallazgos científicos y los cambios sociales. El hombre se equivoca al añorar el pasado o fantasear con el porvenir. Sólo disponemos del instante. Podemos explorarlo con los sentidos, sentir su frágil consistencia, disfrutar de sus plenitudes, pero nunca será nuestro hogar. No sabemos hacia dónde vamos, porque no hay ningún lugar al que dirigirse. La historia es un rumor incoherente, un estrépito que nunca se apaga. Podemos intentar anonadarnos en la naturaleza, pero nunca lo lograremos. Nunca experimentaremos la paz de un animal que toma tranquilamente el sol, indiferente ante el espectáculo de la muerte. La razón nos ha separado del mundo natural, confinándonos en una singularidad insalvable. Ya no podemos abolir la conciencia y, menos aún, silenciar el lenguaje, que bulle como un río desbordado. Estamos abocados a una promiscuidad con lo real que nos mantiene en un estado de confusión y caída. Pessoa nunca habla de esperanza. Su obra es oscura, negativa, fatalista. No es la crónica de una decadencia, sino el relato de una insuficiencia. Ser hombre es poca cosa. Es imposible saberlo, admitir nuestra insignificancia, y no inventar mitos que fabulan con el pecado, la redención y la salvación. Pessoa no repudia el cristianismo. La trágica peripecia de Cristo aportó algo necesario al mundo, pero no lo redimió, ni lo salvó. La muerte sigue ostentando su corona, derrotando una y otra vez a todos sus adversarios. Cristo sólo es otro hombre vencido y humillado.

Pessoa entiende que el instante nos proporciona momentos de placer físico e intelectual, pero advierte que no es una morada. Nunca se cansa de expulsarnos, de precipitarnos hacia el vacío y el desconsuelo. La palabra no redime. Sólo es una pirueta del entendimiento, un simulacro de permanencia suspendido sobre una fragilidad inconmensurable. “Toda la obra de Pessoa es la búsqueda de la identidad perdida”, apunta Octavio Paz. Una identidad perdida e irrecuperable, pues el yo sólo es un ardid de la conciencia, que lucha por no ahogarse en su propio flujo. Gracias a sus heterónimos, Pessoa descubrirá que la identidad del poeta no se forja en un yo afirmativo, sino en la dispersión de un yo fragmentario que no ofrece resistencia al tránsito inacabable hacia el no ser. La poesía nunca es algo definitivo, sino intuición de un prodigio que nunca se produce. Pessoa coincide con Borges, que en “La muralla y los libros” define el hecho estético como “la inminencia de una revelación que no se produce” (Otras inquisiciones, 1952).

En El mendigo y otros cuentos, una colección de doce relatos incompletos o apenas esbozados publicados por Editorial Acantilado con una excelente traducción de Roser Vilagrassa, la dispersión ya no es una posibilidad existencial y literaria, sino una clave hermenéutica. Lo fragmentario no es un aspecto formal del texto, sino una certeza ontológica. O, si se prefiere, el fondo –o el trazo- último del ser. La lección de Heráclito conserva intacta su clarividencia: todo fluye, nada permanece, el sol nunca se pone en el “fuego siempre vivo” del cosmos. Pessoa despliega su canto polifónico para abordar la realidad desde una perspectiva múltiple. En sus doce cuentos, el poeta es sucesivamente, un mendigo, un artista, un borracho, un eremita, un peregrino, un ladrón, un asesino, “un suministrador de mitos”, un ladrón, un filatelista, un papagayo, un gramófono. Ser otro no significa únicamente adentrarse en una identidad distinta, sino descender hasta el último escalón de la alteridad, asimilando la mirada animal, mineral o incluso mecánica. En los otros, hay “gloriosos infinitos” que dilatan milagrosamente nuestra experiencia.

“El mendigo” es un relato que expresa uno de esos infinitos que se abren a nuestra mirada.Su protagonista, un vagabundo al que se podría confundir con un artista o un pintor, celebra la diversidad, la pluralidad de formas que percibe tanto en el mundo exterior como en su vida interior. La naturaleza se trasciende a sí misma. Para el entendimiento, es idea. Para la sensibilidad, belleza, horror, lumbre que calienta los días. “El sentido de la naturaleza es Dios”, afirma el mendigo. No el Dios trascendente de las religiones monoteístas, sino la memoria impersonal que almacena el pasado, garantizando una misteriosa permanencia. Lo que ha existido una vez, lo que ha irrumpido en el ser, subsiste: “Cada día tiene un alma diferente de los demás. Esa alma no muere. Sube al cielo como el atardecer, y cuando la luz de la luna despunta, unge de bendiciones el misterio de su ascensión”. Cada momento de un árbol es un ente. “Cada momento de cada cosa es en sí misma un alma y una vida”. ¿Alude Pessoa a la eternidad? No. Simplemente, habla del misterio que envuelve a la vida y de la impotencia de nuestra mente para explicar el universo: “La noche habita en nosotros donde los objetos son oscuros”. Detrás del horizonte, no aguarda la nada, sino el “Alma”. Dicho de otro modo: “más allá del horizonte sólo hay más horizonte”.

La naturaleza no es simple biología. La quietud no es mera inactividad. El silencio no debe interpretarse como ausencia de sonido. “El silencio es el aspecto exterior; es la naturaleza alzando las manos en oración”. La verdadera vida es “la comunión […] en el Cuerpo de Dios”. Hay que “abandonarse a la Vida”. Merecerla. “Sé casto”, aconseja el mendigo. ¿Qué es Dios para Pessoa? “Dios es nosotros; lo que en nosotros aspira y se persigue y tiene Dios”. Es difícil unificar las especulaciones de Pessoa, cuando utiliza al personaje del mendigo para hablar de Dios y de la vida. ¿Estamos ante un mensaje veladamente cristiano o ante una reflexión inspirada por la herencia del pensamiento grecolatino? ¿Dios es un nosotros meramente intelectual, filosófico, una aspiración colectiva que expresa el anhelo de sentido, de verdad, de trascendencia? ¿O quizás Pessoa se balancea en la cuerda del panteísmo, insinuando que hay dioses en todas partes? En la piedra, en el árbol, en la brizna de hierba. ¿Qué dicen el resto de sus personajes? El borracho se muestra menos ambiguo. Su pesimismo es claro y descarnado: “La humanidad es una enfermedad de la naturaleza”. El eremita sostiene que “no existe la certeza”, que “la única felicidad del saber es ignorar”, que “el sofisma es lo real”. El dolor es la única verdad indubitable. Sólo conocemos la apariencia de las cosas. Más allá, hay una esencia, pero es incognoscible. La mente sólo percibe clara y distintamente el sufrimiento, la infelicidad. El descontento es la esencia visible del hombre: “Todos los caminos están hechos de dolor y todos conducen al dolor”. El peregrino no habla. Invita simplemente a caminar, sin buscar nada, sin desear nada, sin esperar nada. El artista niega la existencia de Dios. Hay demasiado mal en el mundo. No es compatible con un poder benévolo y omnipotente. La maldad y el azar lo devoran todo, como alimañas con un hambre insaciable. El ladrón “desearía ser dos”. No vivir atrapado en una identidad. La única patria posible es la duda, la pasividad. La libertad absoluta es no tener nada, vivir al margen de cualquier expectativa, desprenderse del lastre de la conciencia. Ser un papagayo o un gramófono. Un asesino puede soportar la cárcel y la execración social, pero no el peso de una culpa particularmente insidiosa.

La prosa de Pessoa es extraordinaria. Su pensamiento desprende destellos que revelan agudeza, intuición, ingenio, profundidad poética. Deja abiertos todos los caminos, salvo el de la esperanza, que considera cerrado e intransitable. Se muestra más cercano al neoplatonismo que al cristianismo, al panteísmo que al monoteísmo, al Dios de los poetas que al de los filósofos. Su nihilismo encierra al hombre en un callejón sin salida. Pessoa no es un moralista, ni un pedagogo. No pretende enseñar nada. Quizás por eso rehúye la coherencia e incluso la congruencia. Su obra se inscribe en el proceso de desencantamiento del mundo que comienza con la Ilustración. Pessoa no es Nietzsche. No intenta expandir su voluntad. No cree en las posibilidades del hombre para invertir los valores y alumbrar una nueva aurora, donde la finitud no se conciba como un yugo. No dice sí a la vida. Pessoa es el poeta de la melancolía, del suave desaliento y la tristeza sin estridencias. Un fatalista al que el pudor le impide arrojarse en brazos de la desesperación. Se conforma con inclinarse sobre el papel, reflejando su hastío. Impugna el mito de la identidad, la idea de un único yo al que pueden atribuirse incontables predicados. Por eso, se desdobla, liberando impulsos contradictorios. No se fija metas. No le quita el sueño quedarse a medio camino. No transige con los lamentos. Prefiere suscribir la ética del estoicismo, que aconseja entereza y dignidad. Es un ser fragmentario, un peregrino que camina sin rumbo, un escéptico que hace juegos de prestidigitación con las evidencias y los mitos, los hechos y las alucinaciones. Se siente cómodo en la ceremonia de la confusión. Aunque El mendigo y otros cuentos incluye una historia de amor, falta algo esencial en la poesía de Pessoa: la mujer. No por misoginia, sino por temor a lo femenino o, más exactamente, a lo que encarna y representa. Al igual que Nikolái Gógol, murió sin conocer el amor. Quizás tampoco el sexo. Ya hemos visto que el mendigo aconseja ser casto. No por afán de pureza, sino por la turbación que produce el contacto con la mujer, la alteridad más radical y fecunda. Permanecer lejos de lo femenino es distanciarse de la vida. También significa cerrar los ojos a esa dimensión sobrenatural que llevamos dentro de nosotros. Pessoa teme a la mujer no por cuestiones eróticas o inhibiciones morales, sino por el prodigio de la maternidad. La natalidad no le parece un milagro, sino una calamidad. El que no ama a la vida y tal vez no se ama a sí mismo, no quiere pensar en un mañana. Prefiere el silencio, el vacío, la nada.

El mendigo y otros cuentos es un regalo, casi un don. Nos recuerda que Pessoa es una de las voces más poderosas del siglo XX. Un poeta profundo, esencial, que recoge el latido de su tiempo, explorando todos sus ecos y variaciones. Desgraciadamente, su época es una época de indigencia, que ya no reconoce una estructura metafísica en el universo. Vivimos en el vértigo de una liquidez incontenible que disuelve cualquier atisbo de certeza. Sin embargo, la conciencia sigue asomándose a las profundidades para buscar algo perdurable, sagrado, y ahí encuentra invariablemente a los poetas, cuyas palabras proclaman que la grandeza del hombre reside en sus sueños y no en sus reflexiones. En ese sentido, Pessoa no es una excepción, aunque su prosa y sus poemas nos dejen en la boca un sabor a ceniza.

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