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sábado, 17 de diciembre de 2016

"Todos los cuentos del mejor cuentista" por José Andrés Rojo


El 22 de marzo de 1897 Chéjov cenó en el restaurante L’Érmitage de Moscú con su viejo gran amigo, el editor de Tiempo Nuevo. “Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca”, cuenta Raymond Carver en Tres rosas amarillas, el cuento donde reconstruye la última época del escritor ruso.
Lo ingresaron, estaba francamente mal, así que ya no podría seguir desentendiéndose de la tuberculosis que lo estaba matando poco a poco. Su producción literaria empezó a dilatarse. A finales de 1899 publicó, tras casi un año de silencio, La dama del perrito, seguramente uno de los mejores relatos de la literatura universal. Paul Viejo, el responsable de la edición de los cuatro volúmenes de los Cuentos completos que acaba de terminar de publicar Páginas de Espuma, contó hace poco en la presentación de la última entrega que no entendió las sutilezas de aquella pieza la primera vez que la leyó. Tampoco lo tuvo fácil la segunda, pero el veneno le corría ya por las venas. Y así, hasta hoy. Aprendió ruso, terminó comprendiendo la hondura de cuanto ocurría en ese puñado de páginas que escribió con tanta maestría aquel médico que había nacido en 1860 en Taganrog y que murió el 2 de julio de 1904 en el balneario de Badenweiler. Y lleva ahora unos años entregado por completo a Chéjov.
El cuarto volumen recoge los cuentos que escribió entre 1894 y 1903, donde están algunos de los que elaboró con mayor parsimonia. El primero reunió los que Chéjov publicó entre 1880 y 1885, acaso los más juguetones y humorísticos; los del segundo, de 1885 a 1886, muestran ya a un autor dueño de sus recursos; el tercero, de 1887 a 1893, recoge piezas que lo confirman como un referente indiscutible de la distancia corta. Son más de 600 relatos, cada volumen tiene más de mil páginas. A Paul Viejo le gusta insistir en que también se trata de una antología de los traductores del escritor ruso al español: hay versiones de autores diversos y épocas muy diferentes. Y prólogos, ilustraciones, fotografías y un aparato de notas para situar el contexto e historia de cada relato. Un trabajo imponente.

Los vómitos de sangre, la época final: de un lado a otro, buscando climas propicios para aliviar el mal. Chéjov estuvo varias veces durante esa temporada en lugares diferentes de Europa: en Italia, en Francia. Se interesó por el caso Dreyfus. En septiembre de 1898 acudió a uno de los ensayos del Teatro de Arte de Moscú, que habían fundado Dánchenko y Stanislavski, y se enamoró de una actriz de 28 años, Olga Knipper. Son años en los que vende su casa de Mélijovo, cerca de Moscú, y se compra otra en Yalta, Crimea. Firmó un contrato leonino con el editor Adolf Marx para publicar sus obras completas, recaudó fondos para construir un sanatorio de tuberculosos, lo eligieron miembro de la Sección de Letras de la Academia de la Ciencia. Visitó a Tolstói, viajó con Gorki por el Cáucaso. El 25 de mayo de 1900 se casó por fin con Olga Knipper, aunque no llegaran a vivir mucho tiempo juntos. En 1903 escribió La novia, su último relato, y a finales de año se pasaba por los ensayos de El jardín de los cerezos, su última pieza teatral.
Se estrenó el 17 de enero de 1904. Stanislavski, que dirigió la obra, cuenta en Mi vida en el arte que consiguieron que Chéjov fuera al estreno. “Cuando, después del tercer acto, se hallaba en el escenario, delgado y mortalmente pálido, sin poder reprimir la tos mientras lo saludaban con pergaminos y obsequios, se nos estremecía el corazón de dolor”. Unas semanas después, le contó el argumento de su próxima obra. Stanislavski lo resume así: “Dos amigos, ambos jóvenes, aman a la misma mujer. El amor común y los celos crean relaciones sumamente complicadas, que culminan con la partida de ambos hacia el Polo Norte. Los decorados del último acto muestran un enorme navío aprisionado entre los hielos. Al final de la pieza, ambos amigos ven a un fantasma blanco que se desliza por la superficie de la nieve. Evidentemente, la sombra, o el alma de la mujer amada que había fallecido allá lejos en el rincón de la patria”.
Cuando Chéjov agonizaba al empezar julio en el hotel Sommer de Badenweiler, tenía delirios en los que aparecía un marinero. Estaba con Olga Knipper. “Ella le colocó una bolsa de hielo sobre el pecho”, cuenta Natalia Ginzburg en su librito sobre el autor de El tío Vania. Cuando Chéjov recuperó la lucidez le preguntó: “¿Para qué poner hielo sobre un corazón vacío?”.

“El doctor Schwörer llegó a las dos de la mañana. ‘Ich sterbe’ —le dijo Chéjov—. Me muero”, continúa Ginzburg. El médico le puso una inyección de alcanfor y, al rato, encargó que les subieran una botella de champán. “Chéjov aceptó la copa que le ofrecieron y dijo: ‘Hace tiempo que no bebía champán’. Vació la copa y se acostó de lado. Poco después dejó de respirar. Era el 2 de julio de 1904”.

jueves, 8 de diciembre de 2016

"Lisabeta y la maceta de albahaca", variación sobre un cuento de Boccaccio


Lisabeta lloraba con desconsuelo todas las tardes sobre una planta de albahaca. La acariciaba como si se tratara del rostro de su amado, con una melancolía sin fondo. Vertía sus lágrimas durante horas y horas. Los vecinos contemplaban con curiosidad la intensa tristeza de Lisabeta. La muchacha había perdido la belleza y la lozanía en menos de dos meses. El descuido de su cabello y la hondura de sus ojos eran reflejo de una enfermedad del alma que le estaba robando la vida a manos llenas. A pesar de las luminosas tardes del sur de Italia. A pesar de la algarabía y la felicidad de la primavera. A pesar de que nada le faltaba: ni comida, ni joyas, ni vestidos, ni sol, ni juventud. A pesar de todo eso, un mal muy hondo corroía a Lisabeta. Lloraba sin consuelo en el alféizar de la ventana. Acariciaba las hojas de la albahaca y prestaba su vitalidad a esa planta que crecía con la desproporción de una pasión adolescente. Aspiraba Lisabeta su aroma. Aspiraba hasta marearse de perfume. Un perfume que con cada lágrima se volvía más fresco, más sólido. La vitalidad que se iba segundo a segundo del rostro de Lisabeta la recogía la albahaca para enriquecer su aroma y su verdura. Los pájaros gustaban de acercarse hasta la ventana y arrullar con su canto aquella tristeza de loba moribunda.
Los vecinos, heridos por la nostalgia de la belleza perdida, avisaron a los hermanos de Lisabeta -algunos por conmiseración, los más por malicia-. Al comprobar las locuras que su hermana dedicaba a un tiesto de albahaca, decidieron arrancárselo de entre las manos. Lisabeta se arrojó al suelo, suplicó, derramó sus últimas lágrimas para que no le arrebataran su consuelo, pero los hermanos, aún más animados por la desesperación de la muchacha, no consintieron en devolvérselo. Ella tenía que mejorar su aspecto para casarse cuanto antes con un mercader al que sacar el mayor beneficio posible del enlace. Había que alejarla de esa planta que estaba causando su desgracia y la de la familia. Sus padres habían muerto y eran ellos los que cuidaban de su hermana y de la buena herencia que les dejaron.
Abandonaron a Lisabeta en su habitación. Estaba en el suelo, agotada por el sufrimiento. La tumbaron sobre la cama y ordenaron a la sirvienta que le preparara una tisana. Cuando volvieron de su negocio, encontraron a muchos vecinos en la puerta de su casa. Lisabeta había muerto esa misma mañana, consumida por la pena. Su muerte había acercado a los curiosos hasta la rica mansión de los hermanos huérfanos y todos lamentaban la pérdida de una muchacha tan bella y joven -algunos con verdadera conmiseración, los más por malicia.
Los dos hermanos, después de haber enterrado el cuerpo decrépito de Lisabeta, se acercaron hasta la albahaca. Estrellaron el tiesto contra el suelo y de la tierra vieron brotar los rizos y luego la calavera de Lorenzo, el empleado de su almacén. Ellos mismos habían enterrado su cuerpo en un descampado, a las afueras de la ciudad.    

"Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos: el Decamerón" por Ernesto Filardi


Cada uno de nosotros tiene una lista de libros pendientes, del mismo modo que cada uno tiene su lista de libros que desearía no haber leído. Sobre todo una a la que podríamos llamar Libros Clásicos Que De Algún Modo No Consciente Sabes Que Deberías Haber Leído Pero Te Resistes A Ello Porque No Tienes Muy Claro Por Dónde Empezar. ¿Acaso no tenemos todos nuestra lista de clásicos por leer? Algunos no los hemos leído por pereza, otros porque ya sabemos cómo acaban, y otros, sencillamente, porque hemos tenido cosas mejores que hacer. No es que debamos avergonzarnos por ello, pues tres mil años de tradición literaria (solo en Occidente) hacen que sea bastante lógico el tener algún libro pendiente. En este tema, de todos modos, es necesario tener cuidado con la semántica: ¿acaso clásico es sinónimo de antiguo cuando hablamos de literatura? Sí, pero no. Todos los libros clásicos son antiguos; pero el DRAE (Diccionario de la Real Academia Española), en su tercera acepción, nos ayuda a comprender por qué no todos los libros antiguos son clásicos:
Dicho de un autor o de una obra: Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia.
Lo que no aclara el DRAE es quién decide lo que es digno de imitación. O lo que es lo mismo: ¿quién decide lo que es bueno y lo que no? ¿Usted? ¿Yo? ¿Mi tía María la que vive en Leganés? ¿En quién podemos confiar para tener un criterio objetivo sobre un libro? Buena pregunta, ¿verdad? Dense un tiempo para buscar una posible respuesta.
Tic.
Tac.
Tic.
Tac.
¿Qué juez es lo suficientemente sincero e imparcial como para sentenciar si un texto literario es modelo digno de imitación?
Tic.
Tac.
Tic.
Tac.
En efecto. La respuesta es el tiempo. Un clásico es una obra a la que el tiempo no solo no ha olvidado sino que le ha dado una suerte de denominación de origen. Un texto que siglos después de su creación sigue vivo porque su contenido sigue vigente. Su mensaje. Su discurso. Quizás un poco oxidado si algunos aspectos tan importantes como el lenguaje o el estilo no se corresponden del todo con los que usamos hoy, pero vivo a fin de cuentas. O, si lo prefieren, que aún no ha muerto. Es decir, un libro inmortal.
Esto no tiene nada que ver con el éxito comercial. To have and to hold, de Mary Johnston, fue el libro más vendido en Estados Unidos en 1900. No les suena demasiado, ¿verdad? Claro que no. Es un libro antiguo, otro más, que el tiempo ha decidido olvidar. Tanto la Celestina como el Quijote fueron también grandes éxitos desde el primer día de su publicación. Pero no han pasado a la posteridad por ello, sino por ser buenas obras. ¿Pero qué significa «bueno» cuando hablamos de literatura? ¿O, más concretamente, «ser bueno»? Estamos tan acostumbrados a pontificar sobre lo bueno y lo malo desde nuestros minúsculos púlpitos unipersonales que solemos olvidar la diferencia entre que algo sea bueno (o malo) y que ese algo nos parezca bueno (o malo). Quizás deberíamos, en nombre de nuestro amor a la lectura, desarrollar un doble criterio: el de saber si ese libro es bueno o no, y el de si nos lo parece. A fin de cuentas, tenemos todo el derecho a que algo bueno no nos guste. Otra cosa es ser conscientes de que esa opinión subjetiva no merma su calidad, por muy subjetiva que también sea la calidad literaria. A mí, por ejemplo, Azorín y Kerouac me aburren soberanamente, aunque jamás podría decir de ellos que son malos autores.
Otro problema al abordar la lectura de los clásicos es que a muchos les entra el canguelo recordando aquellas terribles clases de Literatura en las que se tenía que memorizar la fecha de nacimiento de Jorge Manrique, las características de la épica medieval y eso tan arcaico de contar sílabas con los dedos, amén de esa palabreja tan graciosa que es la sinalefa. ¿Cómo no vamos a tener miedo a los clásicos si, en muchos casos, sus principales defensores han sido siempre filólogos armados con sesudos ensayos y profesores parapetados tras comentarios de texto con miles de apartados donde analizar la estructura externa, la estructura interna y el uso de las herramientas literarias? Filólogos y maestros que suelen olvidar que, además del estudioso de la forma y el contenido, hay un tipo de lector claramente mayoritario: el que lee por el simple placer de leer. No podemos acercarnos a los clásicos como si estuvieran en una mesa de taxidermista: los clásicos están vivos, y merecen ser tratados como tal. Hay que sacarlos de paseo, tomar un café con ellos, escuchar lo que tienen que contarnos, contarles nuestras cosas y quedar de vez en cuando para ponerse al día. «No es verdad», dirán algunos, «los clásicos son aburridos. No se entienden. Hablan raro». Bueno, unos sí y otros no. Pero lo mismo pensarán, yo qué sé, los gallegos de los de Badajoz o los mexicanos de los españoles, y no por eso vamos a dejar de hablarnos unos con otros si nos apetece entablar amistad. En el caso de la literatura, contamos además con la inestimable ayuda de las notas a pie de página, que vienen a ser algo así como ver algo en versión original subtitulada.
Anímense. Saquen un rato para abordar su lista personal de clásicos por leer. Argumentos a favor hay mil, como estosesteeste o incluso este. Pero ninguno es tan poderoso como que los clásicos son, por definición, buenos libros. No lo digo yo: lo dice el tiempo, no se me ha de tachar. Y si no saben por dónde empezar, qué más da. Cojan uno y comiencen a leer. Háganlo por orden alfabético, por el color de la portada, por el que más rabia les dé. Y si aun así siguen sin decidirse, quizás les pueda ayudar esta nueva serie de artículos de Jot Down que comienza hoy con una de las mejores colecciones de cuentos de la literatura universal.
1348. La epidemia de peste que recorre Europa se está cebando con la orgullosa ciudad de Florencia. Nadie sabía qué hacer ante una enfermedad «que en su comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo». Así que un grupo de mozos (siete chicas y tres chicos) deciden marcharse a una quinta a las afueras de la ciudad para evitar el contagio y esperar a que este Apocalipsis en forma de plaga acabe cuanto antes. Qué planteamiento, ¿verdad? Si cambiásemos la fecha por una de dentro de unas décadas y la palabra peste por ataque nuclear, epidemia zombi o invasión alienígena nos encontraríamos con un blockbuster distópico próximamente en todas sus pantallas. Solo que el Decamerón no es un thriller ni sus personajes viven aterrorizados, pues es más una exaltación luminosa del beatus ille y del collige, virgo, rosas. O lo que es lo mismo, un canto a la esperanza del que huye del mundanal ruido. ¿A quién no le apetecería, por ejemplo, marcharse a una villa en la Toscana con unos amigos hasta que se acabe la crisis de una vez? A eso se dedican estos jóvenes: a disfrutar de la belleza de la vida. Que parece que no, pero existir existe. Oigo desde aquí los comentarios jocosos de algún lector más jocoso aún: «Si son jóvenes, lo que harán es retozar todo el día entre ellos». Muy gracioso esto, sí. Pero todos sabemos que esa no es la verdad. A lo que dedican —y no todos— la mayor parte del tiempo es a intentar retozar. Que es lo que les pasa a estos florentinos veinteañeros. Sobre todo, cómo no, a los varones. Sería más fácil emplear un verbo más directo en lugar de retozar, sí, pero estaríamos traicionando la delicadeza con la que Bocaccio describe el despertar a la sensualidad de estos muchachos y muchachas. «¿Me está usted diciendo que el Decamerón, esa joya del Renacimiento escrita por Giovanni Bocaccio, que está considerada como la primera obra en prosa escrita en lengua italiana, es un libro de jóvenes en celo?». Pues sí, caballero, es justamente eso lo que estoy diciendo. Me alegro de que usted tenga más comprensión lectora de lo que dice el informe PISA. Lo que no estoy diciendo en absoluto es que el Decamerón sea un libro que merezca la pena leer porque trate de jóvenes en celo. Pero vayamos a lo importante: ¿qué es lo que hacen estos jovencitos para intentar retozar? Pues lo que hemos hecho todos: hacernos los simpáticos, tontear compulsivamente y, sobre todo, contar historias. Da igual que nosotros comiéramos pipas y echáramos nuestros primeros cigarros en un banco del parque o que los protagonistas del Decamerón canten y rían en ese lugar paradisíaco (locus amoenus para los puristas) en el que están confinados: tanto ellos como nosotros nos desenvolvemos en sociedad contando y escuchando historias; el mayor descubrimiento del ser humano desde la época de las cavernas, cuando hombres y mujeres se sentaban en torno a la hoguera para compartir 
sus experiencias, sus temores y sus fantasías.
Dicho y hecho: cada uno de ellos contará una historia al día durante el tiempo que durará su estancia en la finca. Pero como en este reality show florentino son todos muy renacentistas (y por tanto amantes del orden y la simetría), los jovencitos deciden amablemente entre ellos que tanto cachondeo tiene que estar regido por unas normas. Así que cada noche uno de ellos será nombrado rey o reina para que, entre otras responsabilidades, decida el tema sobre el que tratarán las historias que se narren el día siguiente. Tan solo a Dioneo, el más ingenioso de todos, se le permite salirse del tema propuesto cada día. Hasta aquí el contexto en el que se sitúa el Decamerón. Muchos lectores prefieren saltarse esta introducción para ir directamente a los cuentos. Puede hacerse, pues estos son completamente independientes. Desde aquí recomendamos que no lo hagan, pues, aunque sutil, la relación que se establece entre los jóvenes es un bello estudio de usos amorosos del Trecento, por no hablar del moderno componente metaliterario: las reacciones, halagos y críticas a cada uno de los relatos por parte de los otros nueve narradores. Pero aún hay algo más: una de las características de la literatura es que nos enseña que otros mundos son posibles. Mundos ficticios como Utopía, Lilliput o Macondo,  pero también versiones mejoradas del nuestro. Si releen el párrafo anterior verán que tras esa pátina de happy hippy love, Bocaccio nos plantea la posibilidad real de que en nuestro mundo hombres y mujeres sean iguales y felices por ello; que el poderoso sea elegido en armonía, que este comprenda que su labor es promover la felicidad de sus súbditos para que esa armonía no se rompa. Y, de paso, recordarnos que la libertad individual (incluso rozando la anarquía) debe ser un elemento sine qua non para alcanzar la estabilidad social. Aún así, esto no deja de ser un marco para el desarrollo de los cuentos. Aquí cabría decir aquello de marco incomparable, pero como esto no es un lugar común sino un locus amoenus, diremos que es un marco literario que potencia la unidad de la historia (Florencia, la peste, jóvenes en celo) frente a las obras de arte individuales que son cada uno de los cien relatos (diez días, diez narradores). Bocaccio, siguiendo el gusto medieval por las colecciones de cuentos como el Sendebar, el Calila e Dimna y otros tantos, recopila aquí un microcosmos  en el que todos los lectores u oyentes puedan quedar satisfechos ante el despliegue de cuentos trágicos, cómicos, satíricos, religiosos, sensuales, de aventuras, exóticos, dramáticos, reflexivos, heroicos… Algunos son simples chistes populares y otros, novelas cortas. Muchos están anclados irremisiblemente en la época en que fueron escritos, pero otros nos aportan un punto de vista que incluso hoy nos parece, digamos, no mainstream. La claridad de su estructura, la multiplicidad de temas, la brevedad de la mayoría de los relatos y la sencillez del lenguaje convierten al Decamerón en una lectura muy recomendable para todos aquellos que todavía sienten por los clásicos ese respeto reverencial de se-mira-pero-no-se-toca. Sería impensable hablar aquí de todos y cada uno de los relatos. Ni siquiera en Jot Down nos atrevemos a escribir algo tan largo. Así que nos conformaremos con detenernos en un relato que resume las principales características del libro. Se trata del cuento 32, en boca de Pampinea.
El rey Agilulfo vive feliz en Pavía sin saber que uno de los palafreneros está enamorado de la reina Teudelinga. El palafrenero piensa que eso de la fidelidad está muy bien para los demás; y que si la reina quiere serlo, por él no hay problema siempre que él también pueda conseguir lo que pretende. Así que el buen mozo aprovecha que los reyes duermen en habitaciones separadas para colarse por la noche en la de ella, que, debido a la oscuridad y al silencio del palafrenero, piensa que es su marido y pasa su buen rato con él. Poco después, cuando el supuesto marido ya se ha marchado, al auténtico rey le apetece darse un revolcón con su esposa. Al llegar a la habitación y comenzar a hacerle arrumacos, la reina, juguetona, le pregunta el motivo de tanto fervor. Que si lo de antes le ha sabido a poco.
Llegados a este punto, los contemporáneos de Bocaccio habrían asesinado sin piedad a la adúltera y al vil palafrenero. Garcilaso hubiera compuesto una dolorosísima égloga en la que el rey, años después, seguiría lamentando su dolor. En manos de Shakespeare, el rey decidiría desterrarse tras un extenso monólogo en el que examinaría profundamente el comportamiento del alma humana. Calderón también le daría al monólogo, aunque lo llenaría de antítesis y paralelismos complejos antes de enviar a la reina al convento o, en última instancia, rebanarle el cuello con dolorosísimo pesar. Cualquier autor ilustrado aprovecharía la situación para valorar la necesidad de educar a los criados y así infundir en ellos el deseo de manifestar una actitud ejemplar. En un drama romántico vendría ahora una escena en la que, por este orden, el rey se habría tirado de los pelos, de los cabellos, exclamado «¡oh, ah!» una docena de veces, puesto los ojos en blanco, proferido juramentos espantosos en los que poder incluir aleatoriamente los términos horror, pavor y justo cielo, habría saltado por la ventana, caído encima del criado matándolo por accidente y salido de escena tras soltar una carcajada diabólica con los ojos otra vez en blanco. Galdós habría situado la escena en Madrid y se escucharían a lo lejos los buhoneros del Rastro. La Pardo Bazán argumentaría que nada de esto habría pasado si la mujer tuviera permitido socialmente iniciar ella el acercamiento sexual. Chéjov susurraría algo sobre la lentitud con la que cae la lluvia esta tarde mientras se calienta el samovar, Unamuno haría que el rey se replanteara la existencia de un dios tan inmisericorde, Lorca lo llenaría todo de lunas verdes con hormigas y Juan Ramón Jiménez hablaría de lo maravilloso que es ser Juan Ramón Jiménez. Pero Bocaccio no hace nada de esto. El rey Agilulfo es el más humano, el más cabal y, paradójicamente, el que más nos hace sonreír por lo inesperado de su reacción. Tan solo Cervantes, admirador del florentino, habría podido escribir un final tan redondo. Final que, por supuesto, no vamos a desvelar ya que pueden leer el relato completo aquí y así solo les quedarán noventa y nueve cuentos para terminar esta joya de la literatura universal.
Ayuda para vagos y maleantes: Si, a pesar de todo, la idea de leer cien cuentos escritos en el siglo XIV se hace un poco cuesta arriba, existen varias opciones para acercarse a este clásico: el Decamerón ha sido llevado al cine varias veces, aunque nunca de forma completa. Dado el alto componente erótico de muchos de los cuentos, casi todas las adaptaciones cinematográficas son de la época del destape. La mejor de todas es sin duda la dirigida por Pasolini en 1971. Al igual que Bocaccio crea un marco para unificar los cien cuentos, el director italiano lleva a la pantalla nueve cuentos engarzados gracias a una pequeña trama en la que un alumno de Giotto, interpretado por el propio Pasolini, pinta un fresco en el que incluye a personajes de diversos cuentos. El lirismo de algunas escenas se mezcla con el marcado erotismo de otras, difuminando un tanto la delicadeza característica de Bocaccio. Porque, a pesar de ser un libro de jóvenes en celo, no hay que entrar en el Decamerón con la idea de que vamos a encontrarnos cien cuentos picantes. Es mucho más que eso, igual que los clásicos son mucho más que libros antiguos que hablan raro: ¿por qué no pensar en ellos como en un locus amoenus donde disfrutar de todo tipo de historias mientras esperamos a que la peste pase de largo? 
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sábado, 26 de noviembre de 2016

"Absenta, la reina de los bulevares" por Enrique Redondo de Lope


Hizo a Hemingway saltar al ruedo e intentar lidiar un toro bravo. Empujó a Van Gogh a cortarse una oreja para ofrecerla como presente. Inspiró a Pablo Picasso en alguna de sus mejores pinturas. El Drácula de Stoker lo consideraba su afrodisíaco. Es la Fée Verte; el Hada Verde, el Diablo Verde. La musa de los artistas. La absenta.
¿Pero qué es la absenta? Esta pócima, como otras muchas bebidas, inicia su comercialización como un elixir medicinal, un digestivo capaz de curar todos los males. Basándose en la rica botánica de los valles alpinos suizos, parece ser que la madre Henriod, una destiladora de Neuchâtel, perfuma alcohol de gran pureza con una suma de hierbas más o menos secretas, con alrededor de un 80% de alcohol. Pero en todos los éxitos hay un visionario; en ese caso el antes y el después de esta bebida no se producirá hasta 1797, cuando el mayor Dubiedcreó su propia marca bajo el nombre «Dubied Père et Fils». Había nacido la absenta, tal y como la conocemos. Cierto que el uso del ajenjo (una planta amarga y muy aromática) para la creación de bebidas ha sido constante desde la antigüedad, pero no es hasta finales del XVIII cuando se comienza a destilar, en vez de macerar.
Suiza, 1905; Jean Lanfray, borracho y alterado, asesina a su esposa embarazada y a sus dos hijas, actuando bajo el influjo de la absenta. Una ola de indignación recorre Suiza, recogiéndose más de ochenta mil firmas exigiendo la prohibición de la bebida. En 1908, y tras un referéndum a nivel nacional, el Parlamento aprueba una ley que entró en vigor en la medianoche del 7 de octubre de 1910. Así, la producción y venta de absenta quedaban prohibidas en Suiza hasta su rehabilitación en 2005, extendiéndose esta prohibición por diversos países europeos y Estados Unidos. Más tarde se hará público que aparte de dos copas de absenta, Lanfray había consumido grandes cantidades de vino, coñac, brandy y crema de menta. Pero la absenta, como desde hace más de un siglo, era la estrella de la fiesta. ¿Pero por qué se prohibió realmente la absenta en Suiza? La realidad parece menos cinematográfica que esos terribles crímenes. Según varios historiadores, una de las razones para prohibir la absenta fue que contribuyó a una excesiva liberación de las mujeres. Por razones culturales, en Suiza (y en el resto de Europa) la absenta cautivó a las mujeres, como se puede observar en la publicidad de la época, que casi en exclusiva se dirigía a ellas. Otra importante razón que se maneja es la durísima competencia que representaba esta bebida para los productores de vino y cerveza. La absenta era una bebida muy barata de producir, incluso más barata que la cerveza, y con más efecto sobre quienes la consumían. Con todo ello en el país helvético se produjo una extraña alianza entre los productores de cerveza y vino, a los que se sumaron las ligas antialcohol, los médicos y la Iglesia. La absenta siempre ha creado extraños compañeros de cama.
Pero si Suiza fue el comienzo, su mayoría de edad se produjo en la vecina Francia. Año 1830. Francia comienza la colonización de Argelia, que sería su protectorado por más de cien años. Las tropas francesas no solo sufren los rigores de un clima duro y desértico, sino también el azote de enfermedades típicas de la región, como las temidas fiebres palúdicas. El Estado Mayor toma una determinación. La tropa recibirá cantimploras llenas de absenta, la cual, convenientemente rebajada en agua, garantizará la inmunidad contra las terribles fiebres y las infecciones estomacales. Esas enfermedades no se sabe si se evitaron (aunque tiene toda la pinta de que no: «La absenta ha matado a más soldados franceses en el norte de África que las balas árabes» llegó a escribir Alejandro Dumas) pero sí que hizo que la campaña africana fuera menos dura para los soldados. Si la marihuana fue el bálsamo en Vietnam para las tropas americanas, los destacamentos franceses hicieron su campaña en Argelia un poco más llevadera gracias al hada verde. Estos soldados regresaron a casa, con sus recuerdos, sus historias y, por supuesto, su gusto por la absenta… Poco a poco empieza a hacerse habitual en bares y bistrós, en cabarés y comercios. Se inicia una popularización que lleva a que el consumo de absenta supere largamente el de vino. Hay que señalar que las cosechas de vino habían sido diezmadas en años anteriores por la filoxera —un parásito de la vid—, con lo que la absenta comienza a ocupar su lugar. Era barata, era un alcohol industrial y era muy fácil de comprar. Todo encajaba. En Francia durante el año 1910 se consumen treinta y cinco millones de litros. Estamos en plena Belle Époque, Francia es la cuna cultural y París el referente en el arte y la creación. Y el mundo artístico adopta esta bebida, glamurosa, de referencias malevas, origen turbio y con un pasado atractivo. La absenta empieza a convertirse en mito.
Los rumores de prohibición no hicieron sino acrecentar el atractivo de la absenta, pero los millones de francos que ingresaba el Tesoro de la República por medio de los impuestos a la bebida actúan como un importante contrapeso. Como el destilado de absenta es amargo, precisaba para su aceptación de un toque dulce indispensable para hacer agradable su consumo. La forma de endulzarlo es básica en los rituales de invocación de las muchas musas que despierta la absenta. Se trata de colocar en el fondo del vaso la cantidad exacta de alcohol (muchas veces el vaso tiene una talla que da la medida exacta), colocándose sobre el borde una cuchara con una porción de azúcar. Luego, con mucha lentitud, se vierte agua helada sobre el azúcar que, al disolverse lentamente cae sobre la absenta, iniciándose un proceso de coloración en el que pronto aparece el verde pálido de la musa. El juego de colores que va apareciendo en la copa forma parte del ritual inspirador. Se comparan los tonos logrados. Las cucharas que lo contienen han dejado de ser las de café, sustituidas por espátulas y palas pequeñas, perforadas con filigranas, realizadas en metal, acero, plata y oro. Con la Exposición Universal de 1899 de París muchos visitantes regresan a su país de origen con el hábito adquirido del consumo de absenta. Con su colorido ritual, es un indispensable en tertulias, y se convierte en la bebida por antonomasia de escritores y artistas, es el «catalizador» de las musas, su reclamo, su alimento. Se crean poemas elogiosos y aparece en novelas. Rubén Darío y Victor Hugo la idolatran. Degas y Picasso la hacen protagonista de sus cuadros. Charles Cros, mientras desarrollaba el telégrafo y el primer fonógrafo, llegó a beber veinte vasos diarios. Paul Verlaine empezó a beber ajenjo en compañía de Arthur Rimbaud. Alfred Jarry solo la consumía en puro y se paseaba en bicicleta pintado de verde. Para muchos críticos de arte los colores que utilizan Van Gogh comienzan a ser relacionados al consumo de absenta. Pero paralelamente a su implantación en medios artísticos, millones de trabajadores se convierten en adictos a estas copas que llevan al delirio, la alucinación y la locura, sobre todo cuando en la elaboración de la absenta se han utilizado alcoholes de mala calidad o el temido metanol, causante de intoxicaciones y ceguera. Hasta se inventaban artilugios para poder servirla más rápido y con más eficiencia: pequeños depósitos de agua con hielo y varios grifos.
1914; se desencadena la Primera Guerra Mundial, «la Gran Guerra». El recuerdo de la humillante y bochornosa derrota de la guerra franco-prusiana de 1870 estaba en la cabeza de todos los políticos y mandos militares franceses. El comienzo de la contienda no puede ser más desesperanzador. La pérdida de Alsacia y Lorena fue achacada a un ejército mal liderado y débil, y algunos analistas empiezan a apuntar al consumo de absenta como una de sus causas. En el subconsciente se ve al soldado francés como adicto a la bebida verde. Se empieza a extender la idea de que las tempranas victorias alemanes son el triunfo de lo natural y sano (la cerveza) contra lo artificial y dañino (la absenta). En Francia sería prohibida en 1915, como en casi la mayoría de los países europea (con las excepciones de España, Portugal y Reino Unido, países en las que este elixir nunca llegaría a ser verdaderamente popular). Es sorprendente que los fabricantes de absenta no hicieran ningún comunicado ni llevaran ninguna forma de presión al Gobierno para evitar su prohibición. Siempre se rumoreó que fueron silenciados mediante una suculenta indemnización, pagada en parte por los fabricantes de cerveza y las grandes bodegas de vino.
Para 1920, la máxima graduación tolerada en Francia era de 30 grados. En 1922 se autorizaron los aperitivos de hasta 40 grados: Berger y Tomysette salen al mercado. Ricard lanzó el «pastís marsellés». Pero de los sucedáneos, ninguno gozó de la fama del Pernod, aunque su filiación con la absenta es apenas sentimental.Poco a poco en Francia la prohibición fue relajada y se permitió que la bebida fuera vendida siempre y cuando la etiqueta dijera «una bebida a base de extractos de la planta de ajenjo». El ajenjo fue legalizado en la Unión Europea en 1988, siempre que la cantidad de tujona permaneciera dentro del límite acordado de 10 mg/kg, o 35mg/kg de ajenjo amargo. En 2010, esta absenta modernizada, rebajada y versionada, volvió a ser legal en Francia. En la actualidad, España, Reino Unido y República Checa son los mayores productores de esta bebida.
¿Pero cómo de dañina era la absenta? ¿Qué había de cierto en su mito? El ajenjo, o Artemisia absinthium, pertenece a la familia de las margaritas, y desde la antigüedad se le atribuye un gran valor medicinal. Antes de la aparición de la absenta, el ajenjo ya era un ingrediente popular para dar sabor a las bebidas alcohólicas. El vermut se inventó en Italia a finales del siglo XVIII y debe su nombre al alemán wermut (ajenjo). El principio activo del ajenjo es la tuyona, y su estructura química se parece a la del mentol, que puede ser peligroso en dosis elevadas y es cierto que tiene un efecto psicoactivo, pero no con la concentración de diez miligramos por litro que parece ser que contenían la mayoría de absentas. Hay que señalar que la salvia o el estragón tienen niveles parecidos de tuyona, pero curiosamente nunca se han asociado a conductas enfermas como en el caso de la absenta. Los legendarios efectos de esta mítica bebida se deben, casi con toda certeza, a su elevada graduación alcohólica, que a un 75-80% supera con mucho a la mayoría del resto de alcoholes destilados, que suelen estar a un 40%. Además, el consumo de absenta nunca se hacía de manera exclusiva y solía ir mezclado con hachís, opio, y todo tipo de licores, de ahí que los resultados fueran totalmente imprevistos. 
Pero sea como sea, la absenta ocupará ya siempre un lugar en el imaginario de la cultura europea, fundamentalmente en Francia, donde siempre estará ligada al impresionismo, a las vanguardias, a la Belle Époque y a una manera de entender el arte y la vida que quizás desapareció con la Primera Guerra Mundial. Y es que, como dijo Oscar Wilde, «tras el primer vaso, uno ve las cosas como le agradaría que fueran. Tras el segundo, uno ve las cosas que no existen. Por último, uno termina viendo las cosas como son y eso es lo más terrible que puede acontecer».

domingo, 20 de noviembre de 2016

"¿Cuál ha sido la mejor adaptación al cine de Shakespeare?" por Javier Bilbao

En un tiempo en el que el Puente de Londres estaba bellamente decorado con picas de las que pendían cabezas de traidores y la gente se entretenía con peleas de osos o con chimpancés montados a caballo siendo atacados por una jauría de perros, Shakespeare tuvo que estrujarse mucho las meninges para idear historias que pudieran cautivar al público, sin apenas decorados y con actores pobremente pertrechados. Todo debía depender de la imaginación y de la fuerza de la palabra. Dejó escritas casi un millón de ellas, con tal acierto que siglos después Hollywood no podría encontrar mejor guionista, de manera que en la lista de nombres más citados en la base de datos IMDb ahí lo vemos bien acompañado de Ron Jeremy y Adolf Hilter. Tiene más de un millar de referencias, aunque su influencia en el cine es sencillamente incalculable… al menos hasta la publicación de esta encuesta. Nos proponemos a continuación escoger nuestra adaptación favorita de un texto shakesperiano, o la segunda mejor, dado que difícilmente nada podrá superar esto.
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Macbeth
Orson Welles, Roman Polanski, Akira Kurosawa… muchos de los mejores cineastas han quedado prendados de esta obra en torno a la ambición por el poder, que nos deslumbra como una bombilla incandescente a las polillas e igual que a ellas nos termina achicharrando cuando nos aproximamos demasiado. Macbeth, como es costumbre en los personajes del dramaturgo, tiene además la lucidez suficiente para ser consciente de la perdición a la que es arrastrado, de ahí que acabe asumiendo aquello de que la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada. Cómo un director podría resistirse a una historia de tan altos vuelos. Todas las adaptaciones han sido meritorias, destacando por su originalidad Trono de sangre con Toshiro Mifune —que ya tiene desde esta semana su estrella en el Paseo de la Fama— aunque nos quedamos con la más reciente, esta del 2015, por la espectacularidad de sus imágenes y por contar nada menos que con Michael Fassbender y Marion Cotillard.
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West Side History
La primera adaptación de Romeo y Julieta vio la luz en una fecha tan temprana como 1908. Desde entonces ha padecido toda clase de experimentos, desde el que propinó Baz Lurhman hasta Gnomeo y Julieta, pero si hemos de preguntar por la versión más celebrada casi todo el mundo nos dirá este musical ambientado en Nueva York que a punto estuvo de ser protagonizado por Elvis Presley. Qué mejor ocasión para recordar este momento.
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El mercader de Venecia
Desde comienzos de la Edad Media los judíos no podían poseer tierras ni ejercer muchos trabajos en buena parte de Europa; por su parte a los cristianos los Evangelios les decían bien claro que los préstamos con interés no eran moralmente aceptables. La solución idónea resultó ser la especialización de los primeros en dicha actividad económica: nacía así el estereotipo del judío usurero. El problema es que los acreedores no suelen caernos simpáticos… Shakespeare recogió el antisemitismo de su tiempo y moldeó con él uno de los mejores personajes de la historia de la literatura, Shylock. En lugar de convertirlo en un simple malvado lo dotó de tal humanidad que su discurso se convirtió en un alegato mil veces recordado desde entonces, como en la escena final de Ser o no ser.
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Hamlet
Entre el encorsetamiento de las adaptaciones clásicas del Bardo y la espantajería pop de algunas de las más recientes hay un virtuoso término medio que Franco Zeffirelli supo encontrar. Aunque naturalmente es algo susceptible de opinión, así que aquí tienen para comparar el monólogo de la versión de Laurence Olivier, aquí el de la película de Kenneth Branagh, aquí el de la interpretada por Mel Gibson y por último el de la versión de Ethan Hawke.
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Enrique V
Las seis películas ha dirigido Kenneth Branagh en torno a la obra de Shakespeare lo convierten en uno de sus adaptadores oficiales. Enrique V fue la primera de todas ellas, y tal vez la mejor, al menos le valió sendas nominaciones como actor y director. No podemos olvidar su escena cumbre, en la que arenga a sus soldados antes de la batalla del día de San Crispín.
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Mucho ruido y pocas nueces
Sus comedias generalmente no han tenido unas adaptaciones de calidad semejante a sus tragedias, quizá el motivo sea que el humor es perecedero y está más sujeto al contexto cultural. Pese a todo el resultado fue aceptable en esta versión de Branagh en la que contemplamos a un insólito Pedro I de Aragón. Otra comedia de este director, que no era una adaptación aunque sí estaba vinculada al universo de Shakespeare, fue aquella tan simpática titulada En lo más crudo del crudo invierno. Por otro lado, Joss Whedon tuvo tiempo entre Vengadores y Vengadores para filmar su propia versión de la obra, con cuatro duros y la participación de sus colegas habituales. Una simpática adaptación en blanco y negro en escenario contemporáneo.
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Otelo
En la época de nuestro autor andaban al acecho los puritanos, que lógicamente no veían con buenos ojos algo que divirtiera a la gente como era el teatro. Lo que no existía, por suerte para él, era esa evolución posterior del puritanismo conocida como corrección política, con su empeño por fiscalizar la ficción. Por esta obra hoy día hubiera tenido que dar muchas explicaciones pero afortunadamente ya está escrita y no puede cambiarse. En esta versión vemos de nuevo a Kenneth Branagh, esta vez interpretando a Yago, uno de los personajes más sugerentes y perversos que ha dado la obra shakesperiana.
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Campanadas a medianoche
Como vemos, hay personajes salidos de su pluma que parecen adquirir vida propia y tomar su propio rumbo. Es el caso del vitalista Falstaff, a quien interpretó un esférico Orson Welles en esta cinta rodada en España (por ahí vemos a Fernando Rey) que recrea fragmentos de un total de cinco obras suyas. De nuevo estamos ante un cineasta adicto a Shakespeare, pues previamente ya había dirigido Macbeth y Otelo.
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Ran
De Kurosawa podemos decir lo mismo. Entre las diversas obras literarias occidentales que adaptó al contexto japonés destacan las del dramaturgo inglés, como la mencionada al inicio o esta superproducción que recreaba El rey Lear.
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Diez razones para odiarte
Hollywood se ha recreado siempre en la descripción de los institutos americanos a la manera en que lo hace un documental cualquiera sobre los antílopes de la sabana, sin ahorrarnos detalle sobre sus ritos de apareamiento y sus luchas jerárquicas. Era inevitable que semejante hábitat terminase siendo el escenario de alguna adaptación shakesperiana, en este caso de la que es quizá su comedia más conocida: La fierecilla domada. El resultado fue mejor de lo que cabía esperar en esta película protagonizada por el malogrado Heath Ledger.
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Julio César
Mankiewicz coescribió y dirigió esta tragedia en la que nuestro autor recreaba la conspiración y el asesinato de Julio César. Quiso cuidar cada detalle, y para ello contó con actores que ya estaban familiarizados con esta obra salvo en el caso de Marlon Brando, que a pesar de ello supo estar a la altura y resultó nominado al Óscar. John Huston describió su interpretación aquí como «abrir un horno caliente dentro de una habitación oscura», aquí tenemos un ejemplo.
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Shakespeare in Love
No es una adaptación de una obra en concreto pero sí de la vida y del universo de Shakespeare, por lo que merece que la incluyamos. Obtuvo siete Óscar esta encantadora historia que juega con el travestismo que tanto gustaba al escritor inglés (la quinta parte de sus obras lo incluyen, qué vicio llevaba), con una Viola disfrazándose de hombre para poder actuar en el teatro y aproximarse al escritor, quien terminará dedicándole un personaje en Noche de reyes.
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Planeta Prohibido

Basta con que cambiemos un mago por un científico, Miranda por Altaira, Robby por Ariel, la isla por el planeta Altair-4, Calibán por aquel ente maléfico que «renueva su estructura molecular de microsegundo en microsegundo», los supervivientes del barco por la tripulación capitaneada por Leslie Nielsen y en lugar de La tempestad tendremos frente a nosotros este clásico de la ciencia ficción.