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viernes, 2 de agosto de 2019

"Cuadernos 1957-1972" de Emil Cioran


Después de la lectura de los cuadernos de Cioran, se me fija la imagen de un hombre antipático y con el que no tengo acuerdo en la mayoría de sus reflexiones. Misántropo, admirador del odio y misógino, Cioran, sin embargo, es un escéptico admirable y un aspirante a místico moderno. Admirador de Baudelaire, de Shakespeare y de Dostoyevski, abjura de los psicoanalistas y de Sartre, y, en parte, de Nietzsche. Un filósofo que reniega de serlo, como reniega de la vida y de la poesía, a pesar de estar bien engranado a todas ellas. Su tono de desprecio y el arrepentimiento de un pasado en el que admiró a partidos totalitarios, incluido el nazi, no lo redimen, a mi entender, de ser un gran pensador, con teorías controvertidas, muy cuestionables.
Algunas citas llamativas:

-"El acróbata ha suplantado al artista, el propio filósofo no es sino un pedante que se agita".
-"Un escritor debería, en el mejor de los casos, publicar solo la tercera parte de lo que ha escrito".
-"¿Qué hacen ustedes en París? Nos despreciamos los unos a los otros".
-"La beatitud aparece solo allí donde se ha roto todo apego".
-"París no es otra cosa que un cementerio bullicioso".
-Citando a los sabios griegos, con los que en esta ocasión no está de acuerdo: "¿Por qué temer la nada que nos espera, cuando no difiere de la que nos precede?".
-"No se puede hacer el amor con un tratado de erotismo al lado".
-"El psicoanálisis, al querer liberar a los hombres, no hace otra cosa que encadenarlos... a su superficie, a sus apariencias".

jueves, 11 de julio de 2019

"Casarse" de August Strindberg


Pasajes sobre el oficio de enseñante:
-"Había visto las fechas escritas en las uñas, los libros bajo la mesa, los soplos que se daban, Pero, y acababa, ¿qué demonios le vamos a hacer? Si no hacían la vista gorda, no había bachilleres titulados".
-"Aunque no sentía ningún cariño por aquellas criaturas salvajes que él tenía que amansar, es decir, enseñarles el difícil arte del disimulo, tenía siempre una sensación de vacío cuando no estaba con ellos".

Pasaje sobre el casamiento:
-"Esto era estar casada. Que te arranquen de tu entorno y te pongan en tres habitaciones vacías hasta que el esposo llegue a casa medio borracho e intratable".

viernes, 5 de julio de 2019

"Las almas muertas" de Gógol (extractos)


El fino humor y el sarcasmo de Gógol hacen de Las almas muertas un libro moderno, que no ha envejecido en absoluto. No parece escrito en la primera mitad del siglo XIX. Una lástima que su autor no lo pudiera acabar (la muerte es así de aguafiestas). Llegó a quemar algunos capítulos que se han intentado recrear, pero carecen de la fineza de los revisados. Luego, Dostoyevski y Tolstoi se pusieron mucho más graves. 

-"En los pensionados femeninos se imparten tres asignaturas principales que constituyen la base de las virtudes humanas: la lengua francesa, indispensable para la felicidad familiar; el piano, que procura tantos instantes felices al esposo; y las tareas domésticas, como la confección de portamonedas y otras sorpresas". 
-"El miedo es peor que la peste y se extiende más rápido".
-"Durante todo el año ningún alumno había tosido ni se había sonado en el aula y, hasta el momento en que repicaba la campana, no se podía saber si en esa clase había alguien o no".
-"El tedio se inventó hace poco, antes nadie se aburría".
-"Mi padre me machacaba con las reglas de la moral, me pegaba y me obligaba a copiar los preceptos morales, pero él mismo robaba madera a los vecinos delante de mí e incluso me hacía ayudarle (...) El ejemplo es más poderoso que los preceptos". 

domingo, 7 de octubre de 2018

"Usos amorosos de la postguerra española" de Carmen Martín Gaite


Al leer el ensayo de Carmen Martín Gaite de 1986, Usos amorosos de la postguerra española, me ha recorrido un profundo escalofrío. El sometimiento de la mujer durante la posguerra y su reeducación a cargo de la Sección Femenina me han recordado, y mucho, a la novela (y después serie de televisión), El cuento de la criada. Atwood inventa un mundo futuro en el que la mujer se ve sometida a unos rituales aberrantes por parte de una sociedad autoritaria de hombres religiosos. Es sorprendente, pero es así, la sociedad distópica de El cuento de la criada la inventamos en España. Es más, la actriz que interpreta el papel de ama de las criadas se parece sospechosamente a la jefa de la Sección Femenina, a la hermanísima, Pilar Primo de Rivera. 
Parecidos usos impuestos en la posguerra española por el Movimiento y por la Iglesia, resultan espeluznantes en la ficción de Atwood. Estas eran las asignaturas que se cursaban en los seis meses de Servicio Social obligatorios para toda mujer que quisiera obtener trabajo: Religión, Cocina, Formación familiar y social, Conocimientos prácticos, Nacionalsindicalismo, Corte y Confección, Floricultura, Ciencia Doméstica, Puericultura, Canto, Costura y Economía Doméstica. Además de este adoctrinamiento explícito, la convención social y las leyes exigían de la mujer sumisión al marido y preparación para ser madre, solo eso. Eso, participar en las tradiciones y no salirse de las convenciones estrictas y castradoras de la Iglesia y el poder político. Tal y como le ocurre a las esposas y criadas del cuento de Atwood. 
Como en El cuento de la criada, durante el franquismo, el sexo solo se menciona para procrear y hay una obsesión en favor de limpio contra lo sucio, de lo sano contra lo malsano. "La afición al aire libre y al sol era un antídoto contra el ambiente impuro de bares, cines y tertulias". 
Esas criadas vestidas de rojo, que sirven para la procreación de familias pudientes, cuyas mujeres son estériles, son nuestras madres y abuelas de la posguerra. A la mujer española se le impuso la perversión de los rituales religiosos y sus usos morales. Se la sometió violentamente, como se somete en la novela a esas muchachas fértiles, con una diferencia. En la ficción, la protagonista es consciente de este sometimiento y quiere escapar. En la realidad española, la mayoría de las protagonistas no eran conscientes de su suerte. Ni siquiera ahora, más de cincuenta años después, son conscientes de la bilis que arrastramos.    

lunes, 17 de septiembre de 2018

"Ordesa" de Manuel Vilas, poesía en vaso limpio


Si tienes cierta edad, es difícil no identificarte con el protagonista de Ordesa, la última novela de Manuel Vilas. Y si, además, eres de la misma generación que él y has sido profesor de instituto, hijo y padre como lo fue y es él, todavía resulta más inverosímil que no te parezca haber pensado alguna vez lo mismo que cuenta su narrador. 
La novela fluye en un constante oleaje determinado por el recuerdo de su padre, de su madre, de sus tíos y de un pasado que lo absorbe hasta ocuparlo, como si el individuo estuviera abocado a ser un copia imperfecta del padre, el otro. Con un estilo lírico y sencillo, sin ampulosidades, como es raro observar en la literatura española actual, Vilas te arrastra hasta tus propias perversiones nostálgicas, hasta un mundo que todos los de su generación hemos olido. 
Pocas obras del actual panorama literario en español exudan tanta sinceridad y tan buen hacer. En Ordesa se define con acierto y crudeza a esa generación silenciosa de la posguerra, la del padre y la madre del protagonista: "Ni mi madre hablaba de su padre ni mi padre del suyo. Era el silencio como una forma de sedición. Nadie merece ser nombrado, y de esa manera no dejaremos de hablar de ese nadie cuando ese nadie muera".Y se reflexiona continuamente sobre ese pasado que pesa, que amarga y que no debemos olvidar para no enajenarnos: "Vivir obsesionado con el pasado no te deja disfrutar del presente, pero disfrutar del presente sin que el peso del pasado acuda con su desolación a ese presente no es un gozo sino una alienación". 
Así es Vilas, un filón de frases lapidarias en las que el contenido pulveriza la forma. Desde una humildad aparentemente sincera, proclama lo siguiente: "Somos vulgares, y quien no reconozca su vulgaridad es aún más vulgar". Vilas estremece por su laconismo, por emplear el lenguaje en su justa medida. No hace falta más que esta frase para definir la madurez: "Me asustan los viejos. Son lo que seré". La novela resuda sinceridad, verdad, porque para él la literatura solo lo es si es verdad, que no es, ni mucho menos, un equivalente de la vida: "La verdad es lo más interesante de la literatura. Decir todo cuanto nos ha pasado mientras hemos estado vivos. No contar la vida, sino la verdad. La verdad es un punto de vista que enseguida brilla por sí solo". 
De su paso por las aulas, también se recoge alguna perspectiva tan interesante como la que habla del oficio de enseñante: "Había profesores que amaban la vida e intentaban transmitir ese amor a sus alumnos. Es lo único que debe hacer un profesor: enseñar a los alumnos a amar la vida y a entenderla, a entender la vida desde la inteligencia; debe enseñarles el significado de las palabras, pero no la historia de las palabras vacías, sino lo que significan; para que aprendan a usar las palabras como si fuesen balas, las balas de un pistolero legendario. Balas enamoradas. Pero yo no veía hacer eso. Están mucho más alienados los profesores que sus alumnos. Oía insultar a los alumnos en las juntas de evaluación, castigarlos por cómo eran, suspenderlos en sádicos ejercicios de poder. Ah, el sadismo de la enseñanza". De los adolescentes, Vilas, aprende un sentido de la libertad, que no tienen la mayoría de los profesores, empeñados en acabar con ella y con ellos.
 La novela está cargada de tanta poesía y de tantas cargas de profundidad que deslumbra: "Los espejos son para los jóvenes. Si respetas la belleza, no puedes respetar tu envejecimiento". Carga contra todo convencionalismo y lanza verdades como crucifijos: ""El gran enemigo de Dios en España no fue el Partido Comunista, sino la Iglesia católica". Y, a pesar de arañar sin parar el pasado y los recuerdos, nunca llega a dañar la superficie de su pulida y medida melancolía: "No, mamá, no volveremos a mirar juntos el sol jamás. Pasarán millones de años y seguiremos sin vernos". 
Pocas veces he leído algo tan estremecedor expresado con tanta sencillez. Poesía en vaso limpio.     

miércoles, 29 de agosto de 2018

"Las uvas de la ira" de John Steinbeck


Las uvas de la ira es un paradigma de la crueldad con la que se desarrolla el capitalismo salvaje durante los años 30 en los Estados Unidos. 
La familia Joad es expulsada de Oklahoma por la voracidad de los terratenientes y los banqueros que, al encontrarse con el progreso (los tractores), descubren que no necesitan a los arrendatarios de sus tierras. Los Joad son campesinos que han vivido en los campos de Oklahoma desde hace mucho tiempo. No esperan que, de repente, los echen de su lugar de residencia, pero la ambición y la falta de humanidad de los poderosos es así, amigos. Fueron cientos de miles los que tuvieron que cargar sus pertenencias en un camión, en un carro o en sus espaldas y largarse de su casa a buscar suerte en otras tierras. 
Los grandes latifundistas de California, aprovechando la coyuntura, lanzan miles y miles folletos de propaganda en los que se solicita mano de obra para recoger fruta y algodón. Cuanta más competencia, salarios más bajos. Los "okies", así se les llama de forma despectiva a los emigrantes de Oklahoma, ven la solución a su reciente desgracia y marchan hacia el "paraíso" californiano. Deben recorrer más de dos mil kilómetros en unos cacharros destartalados que les venden con usura los comerciantes. Durante el viaje reciben noticias de que, sí, California es preciosa, pero en cuanto a trabajo, poco y mal pagado. Los terratenientes californianos se aprovechan de la ingente mano de obra que les llega de Oklahoma y de otras zonas deprimidas de los Estados Unidos. Bajan los salarios hasta niveles en los que los trabajadores apenas pueden comer y se forman bolsas de miseria que las autoridades disuelven con contundencia. Los californianos rechazan con ira a esa turba de miserables que acampa en las carreteras. 
Los Joad se convierten de la noche a la mañana en un grupo de emigrantes que se van empobreciendo cada vez más conforme van avanzando en su periplo de supuesta salvación. La madre toma las riendas de la expedición porque los hombres se desangran entre la rabia, la violencia, el sexo y el alcohol. Los hijos pequeños se van convirtiendo en pequeños salvajes sin norte. La única solución es la unión de todos los pobres contra las injusticias del poderoso, pero es difícil rebelarse porque la autoridad está del lado del banquero. La última escena de la novela en la que la hija mayor, después de haber parido un hijo muerto, le da de mamar a un hombre que lleva sin comer seis días, es una imagen terrible de algo que trasciende a lo largo de toda la narración: a pesar de la degradación, solo los pobres son solidarios. 
Si cambiamos a los "okies" por africanos del siglo XXI o por emigrantes españoles en los años cincuenta o por los irlandeses de los años treinta, comprobamos que el comportamiento del gran capital y de las sociedades acomodadas siempre ha sido terrible con los más humildes.

Los que rechazan, odian, insultan y golpean a los "okies" son descendientes de los que en su día usurparon la tierra a los mejicanos. California fue usurpada a los mejicanos, no sé si Trump sabe algo de esto:
"Hubo un tiempo en que California perteneció a México y su tierra a los mejicanos; y una horda de americanos harapientos la invadieron. Y su hambre de tierra era tanta que se la apropiaron: se robaron la tierra de Sutter, la de Guerrero, se quedaron concesiones y las dividieron y rugieron y se pelearon por ellas aquellos hambrientos frenéticos; y protegieron con rifles la tierra que habían robado (...) Con el tiempo los invasores dejaron de ser teas para convertirse en propietarios..." 
Y este es un buen resumen del odio que produce la llegada de pobres en busca de un techo y de pan:
"Los hombres importantes de los pueblos, pequeños banqueros, no resistían a los okies porque de ellos no podían sacar ganancia alguna. No tenían nada. Y los trabajadores detestaban a los okies porque un hombre hambriento debe trabajar, y si debe trabajar, si tiene que trabajar, automáticamente se le paga un salario más bajo; y entonces nadie puede ganar más."     

jueves, 23 de agosto de 2018

"El capote" de Nikolái Gógol" por Rafael Narbona


Nikolái Gógol solo vivió cuarenta y dos años. Nació en 1809 en Soróchinsti (actualmente Ucrania) y murió en Moscú en 1852. Modesto funcionario de la Rusia zarista durante un breve período de su juventud, soportó malamente la rutina de un trabajo impersonal y con un sueldo miserable. Gracias al éxito literario, pudo abandonar las tareas administrativas, pero nunca olvidó su experiencia como burócrata, descubriendo que la despersonalización asociada a los quehaceres anodinos a veces produce paradojas inesperadas. No es posible desarrollar cotidianamente una actividad tediosa y empobrecedora, sin identificarse con ella antes o después. Hay que hallar un sentido y una justificación a una profesión que absorbe la mayor parte de nuestras horas. O, dicho de otro modo, hay que amar la vida que uno lleva, si no se quiere sucumbir a la desesperación. Publicado en 1842, El capote narra la historia de Akaki Akákievich, un humildísimo funcionario ruso que encarna esa paradoja. Puntual, meticuloso, dócil, se limita a copiar documentos con una caligrafía primorosa. No es capaz de asumir responsabilidades más complejas, pues carece de ingenio y perspicacia. Es un hombre sin atributos que acepta su destino y que jamás se ha planteado rebelarse o cambiar de vida. No se siente alienado, ni uncido a un yugo intolerable. Su escritorio es su tabla de salvación, el madero que le permite mantenerse a flote, creando la ilusión de que no va a la deriva, sino hacia un puerto que tal vez no es una utópica Arcadia, pero sí un lugar tranquilo y confortable. No sospecha que en realidad puede irse a pique en cualquier momento, pues sólo es un ser anónimo, insignificante, prescindible. Su precisión caligráfica, imitando los distintos tipos de letra, no es una virtud, sino una anécdota irrelevante en un mundo caótico, absurdo, gravemente desordenado por acontecimientos que trascienden las meras apariencias.

Es evidente que Gógol aprovecha su experiencia personal como funcionario y como ser humano para urdir la historia de Akaki Akákievich. De hecho, escoge como telón de fondo la ciudad de San Petersburgo, donde trabajó para la administración zarista, ocupando uno de sus peldaños más bajos. Descarta ser más concreto, alegando que las instituciones se sienten ofendidas cuando se ofrece una imagen poco favorable de su funcionamiento. La sombra del poder asoma desde la primera página, pero no como algo concreto, histórico, sino como una potencia oscura, irracional, metafísica. Akaki Akákievich no destaca por nada, salvo por su laboriosidad. Su apariencia se corresponde con la de un hombre perfectamente anónimo: pequeña estatura, calvicie incipiente, ojos miopes, piel enrojecida. Hijo de un funcionario, nadie recuerda cuándo empezó a trabajar para la administración y resulta difícil imaginar su existencia fuera de su escritorio, pues no se le conoce ninguna pasión o ambición. Su pundonor profesional le ha provocado unas severas hemorroides, pues pasa muchas horas sentado. No obstante, nadie aprecia su esfuerzo y, menos aún, lo respeta. Sus compañeros le gastan bromas crueles, los ordenanzas le prestan menos atención que al “vuelo de una mosca”, los jefes lo tratan con “una frialdad despótica”. Normalmente, el apocado funcionario ignora las distintas formas de maltrato que sufre a diario, pero a veces protesta débilmente, preguntando a sus compañeros por qué le ofenden. En sus palabras hay “algo extraño”, un tono o quizás un eco que “inducía a la compasión”. Cuando un joven funcionario recién incorporado al departamento se suma a la befas, “una fuerza sobrenatural” lo deja petrificado, cortando en seco sus sarcasmos. La cosa no acaba ahí. Desde entonces, cada cierto tiempo aparecerá en la conciencia del joven la imagen de Akaki Akákievich, exclamando como un espectro atormentado: “¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?”. Estas palabras siempre surgen acompañadas de otras aún más dramáticas: “¡Soy tu hermano!”.

A la hora de interpretar a Nikolái Gógol, no debe ignorarse su fervor religioso. Educado por una madre piadosa, su identificación con la iglesia ortodoxa se acentuó con los años, hasta el extremo de renunciar a su obra literaria. Su misticismo afectó a su salud, pues se impuso estrictos ayunos y durísimas penitencias. En mayor o menor grado, la fe impregna toda su obra. La “fuerza sobrenatural” que paraliza al joven funcionario no es una licencia fantástica, sino una alusión a la intervención de poderes sobrenaturales. La voz interior que invoca la fraternidad entre los hombres –“¡Soy tu hermano!”- tiene el mismo origen que la ley moral natural o -si se prefiere una expresión sin resonancias teológicas medievales- el imperativo categórico kantiano, donde se exige respetar la dignidad del hombre de forma incondicionada. Se trata de mandatos que brotan espontáneamente y que no pueden explicarse como productos del aprendizaje, ni de las convenciones sociales. La conciencia no puede desoírlos una vez que se han manifestado. El joven funcionario nunca podrá olvidar su visión. Durante el resto de su vida, será consciente de la depravación de la especie humana: “cuánta inhumanidad hay en el hombre, cuánta grosera ferocidad se oculta en los modales más refinados e irreprochables, incluso ¡Dios mío! en personas con fama de honradas y nobles…”. Podemos interpretar que Gógol alude a la gracia divina, pero sin citarla para no convertir el cuento en un sermón. Sin miedo al resplandor de la razón, Gógol concebía la gracia como un acto de amor unilateral e inmerecido que contrarresta el desorden imperante en el cosmos. Sumamente conservador, Gógol jamás simpatizó con el optimismo ilustrado, ni con las revoluciones liberales. Nunca creyó en el progreso moral de la humanidad, ni en la autonomía de la conciencia. Desde su punto de vista, lo que llamamos civilización surge con el pecado original y, en consecuencia, sigue un curso decadente. Satanás es “el príncipe de este mundo” (Juan 12:31) y sólo el auxilio divino puede frenar sus estragos. Akaki Akákievich es una víctima más de la trágica historia iniciada con expulsión del edén. Vivimos en mundo absurdo y grotesco, habitado por demonios y contaminado por la servidumbre de la materia. Akaki Akákievich no es un santo, pero sí un inocente, un pobre de espíritu, un hombre manso y pacífico, una de esas “almas muertas” que han perdido la capacidad de vivir, soñar y esperar. No fantasea con una vida alternativa, porque carece de imaginación. Su percepción de la realidad se reduce a su escritorio, donde se siente seguro y protegido.

En cierto sentido, Akaki Akákievich vive fuera del mundo. Carece de curiosidad. No presta atención al ajetreo de las calles. Come por necesidad, sin experimentar placer. No bebe alcohol y no le interesan las mujeres. Es innegable que Gógol traslada a su personaje aspectos de su personalidad. Tímido, abstemio, menudo y anoréxico, solo intentó casarse en una ocasión, obteniendo una contundente negativa. Sus biógrafos apuntan que murió sin haber experimentado la intimidad sexual. En sus obras, las mujeres suelen causar frustración, sufrimiento, degradación. Son la progenie de Eva, que precipitó la condenación de la humanidad. Akaki Akákievich no fantasea con el amor o el sexo. Dedica su tiempo libre al trabajo. Se lleva a casa los papeles de la oficina, incapaz de hallar otra forma de llenar su tiempo. Su obsesión por el trabajo evoca la pasión de Gógol por la escritura y su trágico final. Cuando entrega al fuego la inacabada segunda parte de Almas muertas, prometiendo no volver a escribir para dedicar todas sus energías a la salvación de su alma, cae en una apatía letal. Se recluye en la cama y deja de comer. Los médicos certifican su muerte por inanición. Sin la expectativa de escribir, Gógol abandona el mundo silenciosamente, pero permanecerá en él como un fantasma que incendia nuestra imaginación, poblándola de extraños sueños que aún no somos capaces de interpretar.

La razón que acaba con Akaki Akákievich y le convierte en un espectro es mucho más trivial, pero con un significado simbólico similar. Su capote ha envejecido tanto que ya no podrá protegerle del frío durante el próximo invierno. Con un sueldo raquítico, tendrá que hacer grandes esfuerzos para comprar otro. Su nuevo capote actúa como una prenda mágica, revelándole la existencia de pasiones hasta entonces desconocidas. Su curiosidad se activa, haciéndole reparar en un escaparate iluminado y adornado con el cuadro de una hermosa mujer, quitándose un zapato y dejando al descubierto “una pierna bien torneada”, mientras un hombre observa su gesto desde el umbral de una puerta. Akaki Akákievich menea la cabeza, sonríe y continúa su camino, interrogándose a sí mismo: “¿A qué venía esa sonrisa? ¿Se había topado con una realidad completamente desconocida, pero de la que todo el mundo tiene algún barrunto?”. Por primera vez, empieza a seguir por la ciudad a una dama que “contonea de manera inusitada todo el cuerpo”, pero de repente las calles se hacen oscuras, solitarias, hostiles. Dos hombres le asaltan y le quitan el capote, propinándole un rodillazo. Desolado, acude en busca de ayuda a un “personaje importante”, un alto funcionario de carácter adusto y arrogante. Sólo consigue gritos airados que le recriminan su atrevimiento, exigiéndole que respete los cauces legales habituales.

Abatido, Akaki Akákievich enferma y muere. Sólo deja “un pequeño paquete con plumas de ganso, una resma de papel timbrado, tres pares de calcetines, dos o tres botones desprendidos de un pantalón y el viejo capote” que ya no servía para nada. Su muerte pasó inadvertida, como si nunca hubiera existido: “Desapareció para siempre ese ser a quien nadie defendió, por quien nadie profesó afecto ni mostró el menor interés”. Al día siguiente de su fallecimiento, ocupa su puesto un joven bastante más alto, pero con una caligrafía más imperfecta. Nadie se ríe de él. Nadie intenta ridiculizarlo, pese a que la calidad de su trabajo era inferior. Akaki Akákievich reaparece, pero como fantasma que asalta los transeúntes de San Petersburgo, robándoles su capote. Sus apariciones crean alarma y miedo, pero no culpabilidad. Nadie se pregunta por qué actúa de esa manera, pero una noche aborda la calesa del “personaje importante” y le arrebata su capote, comprobando que le viene bien. No vuelve a cometer robos, pero sigue paseando por las calles de San Petersburgo. Un policía intenta detenerlo, pero le amenaza con el puño y le hace retroceder. El hombrecillo ha cambiado de aspecto. Alto, con bigote y con un puño descomunal, se parece al “personaje importante” o a los ladrones que le despojaron de su capote nuevo. Se ha cerrado el círculo, pero no se ha producido una redención. La rueda del mundo sigue girando con perversidad, escarneciendo los anhelos de paz, justicia y equidad.

Sería absurdo atribuir una intención social al relato de Gógol. El escritor defendía el régimen de servidumbre, odiaba los cambios sociales y no escondía su antipatía hacia el pueblo llano. En su opinión, el campesino nunca debería saber que existen otros libros, aparte de la Biblia. Su obligación era trabajar y obedecer. Dios así lo quería. Gógol procedía de la baja nobleza ucraniana y consideraba que la división de la sociedad en amos y esclavos reflejaba la voluntad divina. La aristocracia y la iglesia ortodoxa ostentaban legítimamente la autoridad política y moral. Las ideas reaccionarias de Gógol, que suscitaron la indignación de sus compatriotas liberales, marcan el rumbo de su pluma, pero no se puede explicar su obra simplemente como un romanticismo tradicionalista que explota los elementos folclóricos, históricos y fantásticos. Afirmar que Akaki Akákievich es un precursor del Bartleby de Herman Melville o el Gregorio Samsa de Kafka no aclara nada, pues Bartleby es el nihilista perfecto (“preferiría no hacerlo”) y Samsa, un inadaptado que sufre la exclusión familiar y social. El capote no aborda estas cuestiones. Si se compadece de su personaje, Gógol sólo lo hace de una forma tangencial, indirecta. Su peripecia únicamente le interesa en la medida en que le permite escenificar su interpretación del mundo. A su entender, no hay orden ni equilibrio en la trama de la vida. Todo es absurdo, irracional y grotesco. El ser humano podría ser digno de lástima, pero en realidad es el único responsable de su desdicha. En el principio, no reinaba el caos, sino la armonía, pero esa edad de oro casi ha caído en el olvido. Sólo tenemos viejos testimonios de esa época y hemos llegado a pensar que nunca existió. Ahora vivimos atrapados en el vértigo, el ruido, la confusión. En su Curso de literatura rusa (1981), Vladimir Nabokov lo expresa claramente: “Algo hay que funciona muy mal, y todos los hombres son lunáticos leves entregados a ocupaciones que a ellos les parecen muy importantes, mientras una fuerza absurdamente lógica les mantiene atados a sus inútiles trabajos: ése es el verdadero mensaje del cuento”.

El mundo desquiciado y cruel que nos relata Gógol puede interpretarse de distintos modos. Primero, conforme a las creencias del escritor, que suscribe los dogmas de la iglesia ortodoxa, según la cual el hombre fue creado en perfecta armonía con Dios, pero el pecado lo arrojó al vendaval del tiempo, donde reinan la fatiga, el dolor y la muerte. El desamparo y la indefensión Akaki Akákievich proceden esa catástrofe primordial. Podemos rechazar esta versión, rebajándola a la simple condición de mito, pero es esa dimensión mitológica la que imprime densidad narrativa y simbólica al relato de Gógol. En segundo lugar, podemos prescindir de las convicciones religiosas del escritor y aventurar que la obra anticipa la sensación de vacío existencial del hombre tras la muerte de Dios. Aunque Nietzsche aún no ha nacido en esas fechas, el desencanto del mundo ya ha comenzado. Sin una escatología sobrenatural, la realidad queda reducida a una pesadilla implacable. Gógol se asoma al abismo y nos muestra su fondo espeluznante. El hombre es una criatura patética porque es hombre, porque tiene lenguaje, porque sabe que va a morir, porque advierte la inutilidad de sus actos, abocados a borrarse en un porvenir cada vez más frío y desorganizado. La prosa de Gógol “haraganea”, por utilizar la expresión de Nabokov, en el filo del precipicio, desplegando su “pirotecnia verbal” para evidenciar que todo es ilógico. El arte no da respuestas, sólo atisba –concluye Nabokov- “ese fondo secreto del alma humana donde las sombras de otros mundos pasan como sombras de naves silenciosas y sin nombre”.

Por último, podemos renunciar a interpretar el cuento de Gógol, afirmando que sólo es lenguaje, literatura, forma. Nabokov también suscribe esta lectura, destacando las virtudes de un estilo que ha soportado el paso del tiempo sin mostrar signos de extenuación. Personalmente, yo he sentido al releer el cuento que asistía a un desfile de máscaras. Nadie es lo que parece. El “personaje importante” se vuelve insignificante tras sufrir el asalto de Akaki Akákievich. Akaki Akákievich se vuelve importante tras expirar, suscitando el miedo de los que antes se burlaban de su timidez y torpeza. El capote transforma a sus propietarios, invirtiendo sus roles sociales. Como en la parábola bíblica, los poderosos son humillados y los humildes ensalzados. El “hombre importante” se vuelve compasivo y el insignificante, feroz. Tal vez esas inclinaciones vivían aletargadas en su interior y sólo se han manifestado bajo la presión de los acontecimientos. “¿Quién puede meterse en el alma de una persona y adivinar lo que se le pasa por la cabeza?”, pregunta Gógol, insinuando que cualquier juicio sobre los otros constituye una temeridad. Lo cierto es que El capote, como buen clásico, conserva su misterio, con independencia de las interpretaciones. Sería una necedad intentar despejar definitivamente su enigmático significado. Podemos vivir sin certezas. O dicho de otro modo: debemos preservar el asombro, la perplejidad, la duda. Quizás esa es una de las grandes enseñanzas de la verdadera literatura.

lunes, 13 de agosto de 2018

Universo Saunders: "Pastoralia"

El universo Saunders es un festival de humor, parodia y disparate. El universo de George Saunders es particular (como el patio de mi casa) y desconcierta por su densidad y originalidad. Los cuentos de Pastoralia son universo Saunders. Lugares en los que se funde la prehistoria con los parques temáticos, los zombies con los estríper, los seres patéticos con sus ridículas esperanzas de gloria. En los cuentos de Pastoralia nos asaltan seres enfermos, de existencia mezquina, abocados a la miseria y al ridículo por una sociedad despótica. Y sobre este paisaje desolador no dejamos de reír. El ingenio lingüístico con el que Saunders construye a todos estos personajes sin suerte los dota de un carácter guiñolesco que conturba, porque tras el divertimento trasciende el fétido hedor de una sociedad despiadada. Cierto, es la sociedad Saunders, el universo Saunders, pero cuesta poco relacionar estos mundos disparatados y patéticos con escenarios reales americanos. 
Hay episodios desternillantes, inusuales: ese peluquero cincuentón y soltero, que tiene que divertir y servir a las amigas ancianas de su madre; esa pareja de empleados de un parque temático prehistórico que debe recoger su propia mierda; esa tía mayor que muere y vuelve a la vida con un talante muy agrio con el que intenta cambiar la vida de sus dos sobrinas descerebradas y su sobrino estríper... Todos estos personajes sorprenden y cautivan a pesar de su mediocridad, y sobre todo divierten, por el ingenio desmesurado de su creador, que sabe enredar y cautivar al lector con situaciones estrambóticas (no menos que las reales). 
Algunos se nos presentan así: "La noche anterior, por primera vez en mucho tiempo, se había sentido alguien diferente del tipo que se hace pajas en un taburete de ordeñar en la despensa de su madre." O así: "-¡Tienes suerte, tío! -dice mi hermana-. Acabaste el instituto. Te sacaste el puñetero título. Nosotras no. Por eso tenemos que hacer esta mierda del graduado escolar. Si tuviéramos el título, podríamos ver la tele sin distracciones." Y las reflexiones de sus personajes tienen este calado: "La cuestión era: ¿ella lo querría? Era viejo. Tirando a viejo. Cuando se ponía de pie demasiado deprisa se le descolocaban las articulaciones de las rodillas. Últimamente habían empezado a sangrarle las encías. Y además no tenía dedos de los pies."  
Ya sabes, no te pierdas el universo Saunders: fama, religión, dinero, desamor, cobardía, sexo y escatología, mucha escatología ingeniosa.  

viernes, 10 de agosto de 2018

"La madre" de Máximo Gorki



El comienzo de La madre de Máximo Gorki es demoledor. Se describe con crudeza naturalista el paisaje de los obreros de principios del siglo XX: su situación de alienación, esclavitud y embrutecimiento. El relato está inspirado en los movimientos prerrevolucionarios de 1905 en San Petersburgo. Esta novela supone un ejercicio de memoria muy interesante para recordar de dónde procede el capitalismo, cuáles son sus medios y a qué monstruo se enfrentaban sus primeras víctimas. No hay mejor manera para comprender la Revolución Industrial y los movimientos obreros que acercarse a obras como esta. También es una buena forma de ver el desgaste de palabras como "socialista" y de comprobar por qué es necesaria la educación y por qué son inevitables las revoluciones. Que luego tiranos y asesinos se aprovechen del sacrificio del pueblo, es una maldición eterna. 

"Cada mañana, entre el humo y el olor a grasa del barrio obrero, la sirena de la fábrica mugía y temblaba. De las casuchas grises salían apresuradamente, como cucarachas asustadas, gentes hoscas, con el cansancio todavía en los músculos. En el aire frío del amanecer, iban por las callejuelas sin pavimentar hacia la alta jaula de piedra que, serena e indiferente, los esperaba con sus innumerables ojos, cuadrados y viscosos. Se oía el chapoteo de los pasos en el fango. Las exclamaciones roncas de las voces dormidas se encontraban unas con otras: injurias groseras desgarraban el aire. Había también otros sonidos: el ruido sordo de las máquinas, el silbido del vapor. Sombrías y adustas, las altas chimeneas negras se perfilaban, dominando el barrio como gruesas columnas.
Por la tarde, cuando el sol se ponía y sus rayos rojos brillaban en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba de sus entrañas de piedra la escoria humana. Y los obreros, los rostros negros de humo, brillantes sus dientes de hambrientos, se esparcían nuevamente por las calles, dejando en el aire el aliento húmedo de la grasa de las máquinas. Ahora, las voces eran animadas e incluso alegres: su trabajo de forzados había concluido por aquel día, la cena y el reposo los esperaban en casa. 
La fábrica había devorado su jornada: las máquinas habían succionado en los músculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban. El día había pasado sin dejar huella: cada hombre había dado un paso más hacia su tumba, pero la dulzura del reposo se aproximaba, con el placer de la taberna llena de humo.
Los días de fiesta se dormía hasta las diez. Después, las gentes serias y casadas, se ponían su mejor ropa e iban a misa, reprochando a los jóvenes su indiferencia en materia religiosa. Al volver de la iglesia, comían y se acostaban de nuevo, hasta el anochecer. 
La fatiga, amasada durante años, quita el apetito, y, para comer, bebían, excitando su estómago con la aguda quemadura del alcohol.
Cuando se encontraban, hablaban de la fábrica, de las máquinas, o se deshacían en ataques contra los capataces. Las palabras y los pensamientos no se referían más que al trabajo. Apenas alguna idea, pobre y mal expresada, arrojaba una solitaria chispa en la monotonía gris de los días. Al volver a casa, los hombres reñían con sus mujeres y con frecuencia les pegaban, sin ahorrar los golpes. Los jóvenes permanecían en el café u organizaban pequeñas reuniones en casa de alguno, tocaban el acordeón, cantaban canciones innobles, bailaban, contaban obscenidades y bebían. Extenuados por el trabajo, los hombres se emborrachaban fácilmente: la bebida provocaba una irritación sin fundamento, enfermiza, que buscaba una salida. Entonces, para liberarse, con cualquier excusa, se lanzaban unos contra otros con furor bestial. Se producían riñas sangrientas, de las que algunos salían heridos; algunas veces había muertos...
En sus relaciones, predominaba un sentimiento de violencia al acecho, que dominaba a todos y parecía tan normal como la fatiga de los músculos. Habían nacido con esta enfermedad del alma que heredaban de sus padres, los acompañaba como una sombra negra hasta la tumba, y les hacía cometer actos odiosos, de inútil crueldad.
Los días de fiesta, los jóvenes volvían tarde por la noche, los vestidos rotos, cubiertos de lodo y polvo, los rostros contusionados; alardeaban, con voz maliciosa, de los golpes propinados a sus camaradas, o bien, llegaban furiosos o llorando por los insultos recibidos, ebrios, lamentables, desdichados y repugnantes. A veces eran los padres quienes traían su hijo a casa: lo habían encontrado borracho, perdido al pie de una valla, o en la taberna; las injurias y los golpes llovían sobre el cuerpo inerte del muchacho; luego lo acostaban con más o menos precauciones, para despertarlo muy temprano, a la mañana siguiente, y enviarlo al trabajo cuando la sirena esparcía, como un sombrío torrente, su irritado mugir. 
Las injurias y los golpes caían duramente sobre los muchachos, pero sus borracheras y sus peleas les parecían a los viejos perfectamente legítimas: también ellos, en su juventud, se habían embriagado y pegado; también a ellos les habían golpeado sus padres. Era la vida. Como un agua turbia, corría igual y lenta, un año tras otro; cada día estaba hecho de las mismas costumbres, antiguas y tenaces, para pensar y obrar. Y nadie experimentaba el deseo de cambiar nada.
Algunas veces, aparecían por el barrio extraños, venidos nadie sabía de dónde. Al principio, atraían la atención, simplemente porque eran desconocidos; suscitaban luego un poco de curiosidad, cuando hablaban de los lugares donde habían trabajado; después, la atracción de la novedad se gastaba, se acostumbraba uno a ellos y volvían a pasar desapercibidos. Sus relatos confirmaban una evidencia: la vida del obrero es en todas partes la misma. Así que, ¿para qué hablar de ello?
Pero alguna vez ocurría que decían cosas nunca oídas en el barrio. No se discutía con ellos, pero escuchaban, sin darles crédito, sus extrañas frases, que provocaban en algunos una sorda irritación, inquietud en otros. No faltaban quienes se sentían turbados por una vaga esperanza y bebían todavía más para borrar aquel sentimiento inútil y molesto.
Si en un extraño observaban algo extraordinario, los habitantes de la barriada no lo miraban bien, y lo trataban con una repulsión instintiva, como si temiesen que influyera en su existencia, algo que podría turbar la regularidad sombría, penosa, pero tranquila. Habituados a ser aplastados por una fuerza constante, no esperaban ninguna mejora, y consideraban que cualquier cambio solo les haría el yugo todavía más pesado. 
Las gentes del barrio huían en silencio de los que hablaban de cosas nuevas. Entonces estos desaparecían, volvían al camino, o si se quedaban en la fábrica, vivían al margen, sin lograr fundirse en la masa uniforme de los obreros...
El hombre vivía así unos cincuenta años; después, moría..."

martes, 7 de agosto de 2018

"Solenoide" de Mircea Cartarescu


La novela de Cartarescu es un relato singular, con demasiadas pretensiones. El interés del lector asciende en ocasiones hasta los límites que suele ofrecer la mejor narrativa y cae en otras en la abulia de la absoluta desatención. No es una obra difícil, tampoco un elaborado mecanismo metaliterario, ni un experimento lingüístico, nada de eso. Bebe directamente de la prosa de Proust, eso sí, y se enreda en una trama fantástica que une con los sueños del protagonista, un profesor y escritor frustrado. Desentraña con detalle la ciudad de Bucarest, la convierte en mitología literaria y la integra con el decadente intelectual que nos sirve de narrador. La prosa es brillante, siempre, incluso en esos fragmentos en los que uno se despega de la trama y del discurso del personaje. Quizá el deseo demasiado ambicioso de abrazar la fantasía, la realidad, los sueños, la introspección psicológica y la metaliteratura malogre en parte la intención del autor, pero Solenoide se lee con la esperanza de recalar en fascinantes remansos literarios como los que siguen, casi todos ellos relacionados con las reflexiones sobre la actividad del protagonista, profesor de enseñanzas medias:

La impresión de un profesor sobre su cometido: "Serás torturado durante una hora y luego escaparás. Durante una hora serás provocado, retado, burlado, por seres que, aunque te llegan al pecho, son demasiados y atacan en oleadas. No puedes enfrentarte a ellos con la infinidad de tus conocimientos sobre el mundo. Tu mundo no es el suyo. Tu autoridad cesa en la puerta de la clase, donde comienza la suya."

Los libros: "Cada libro era una ranura por la que veía el interior del cráneo de un hombre."

El juicio de los exámenes: "Qué fuera de lugar estoy yo, situado por encima de ellos y obligado a juzgarlos, como un dios ridículo, con mi obscena pluma de tinta roja."

Las salas de profesores: "El paso de los años uniformiza a los que comparten una sala de profesores hasta que todos llegan a parecer polillas secas en un viejo insectario."

Cuestionamiento de la educación: "¿Por qué había que domesticarlos durante años y años, para transformarlos finalmente en seres como nosotros? ¿Solo para no ser devorados por ellos?"

Métodos de enseñanza: "La loca de Agripina, a la que los críos temían casi tanto como a Gionea, utiliza un único método para enseñar literatura: les dicta a los chavales comentarios literarios de diez o doce páginas y después les obliga a aprendérselos de memoria palabra por palabra. Pobres de aquellos que no los recitaran como papagayos cuando les tomaba la lección: les llovían cuadernos a la cabeza, les arrancaba las patillas y el sello les dejaba unos moretones como manzanas."

lunes, 9 de julio de 2018

"Blonde" de Joyce Carol Oates


La literatura, la narrativa, a veces te proporciona emociones más intensas que la vida, mucho más. Esto ocurre con Blonde de Joyce Coral Oates. Al finalizar la lectura he sentido la impotencia, la rabia y la desazón de no haber podido ayudar a esa pobre muchacha que muere a manos de los hombres poderosos, he experimentado la angustia de haber vivido junto a Norma Jean y me he lamentado por no poder actuar para que su vida fuera de otra manera. La ficción, la buena ficción, te somete a estos trances. 
He estado sumergido durante varias semanas en el mundo de Holliwood de los años 50, en la neurosis permanente de una actriz que sufrió los manoseos, los abusos, las violaciones, las tropelías de un mundo de lujo, "glamur", capitalista y profundamente inhumano. 
No sé si Norma Jean Baker sería así, pero la ficción de Joyce Carol Oates ("Blonde") nos hace creer que todo fue así realmente. Una narración impresionista, estimulante, en la que las voces de la protagonista y sus alrededores suenan tan próximas como si de veras estuviéramos tomando Nembutal o leyendo a Chéjov o asistiendo a la felación de un presidente de los Estados Unidos. El personaje que crea Joyce, sea o no próximo a la verdadera Norma Jean, es un verdadero prodigio narrativo que nos subyuga y nos somete a esa experiencia mágica de la literatura: la de enredarnos en un mundo ajeno en el que satisfacer la perversión del voyeur sin mancharnos, por obra y gracia de la pericia de autoras como ésta.
Marilyn Monroe es un personaje de culebrón, de novela sentimental, que Joyce consigue realzar hasta la altura de una creación literaria sólida y de una riqueza sublime. Norma Jean es paria desde su infancia (una madre loca e incendiaria y un padre imaginario) y víctima, desde su adolescencia, de la violencia de los hombres y de la envidia de las mujeres (su madre adoptiva la casa a los 16 años para evitar las miradas lascivas de su marido). El fotógrafo que la descubre actúa con ella como casi todos lo van a hacer: como un desaprensivo. La explota como la van a explotar los hombres de la industria del cine que ven en ella a un producto sexual del que gozar y al que sacarle provecho monetario. Y el drama de sus historias reside en una clave: ella es demasiado consciente de todo esto. 
Marilyn tiene el don de la actuación espontánea y, además, quiere cultivarse, en la música, en la literatura, en el teatro, en el cine. Está ávida de conocimientos y estos conocimientos provocan en ella una desolación absoluta que la desespera. La única solución que encuentra para calmar su ansiedad está en las pastillas, en esos calmantes y somníferos que su madre consume en dosis industriales y que la aletargan, la sedan, para no sufrir la crudeza del mundo. 
Las escenas impresionistas que retratan a algunos de sus hombres (Bucky Dougherty, Cass Chaplin, Edward G. Robinson Jr., el exdeportista Dimagio, el dramaturgo Miller, el presidente Kennedy...) son claves para entender los anhelos y las desdichas de una mujer que persigue el amor y la vocación de actriz con un cuerpo (el de Marilyn Monroe) que no es apto para romanticismos. Recela de que todo el mundo quiere reírse de ella, de que solo sirve para la diversión de los otros, mientras que ella no disfruta ni siquiera del sexo. Norma Jean se ve obligada a pasar por los despachos de los productores/violadores, por los caprichosos espacios de drogas y sexo de los hijos de las estrellas, por las veleidades pornográficas de los actores con los que comparte reparto... Se convierte en otra, en una especie de invención de su maquillador y de su médico, una esclava de una imagen que no es la suya. Un producto artificial que los productores han vendido al público. Y todo con la conciencia de que ella no es Marilyn Monroe, de que ella no es una rubia tonta cuyas únicas virtudes residen en complacer las necesidades sexuales de los hombres. Lee a Schopenhauer, a Dostoievski, a Freud, a Darwin..., intenta comprender el mundo para salvarse de él, pero solo consigue enfangarse más y más en su suciedad. Se obsesiona con la maternidad y aborta una y otra vez. Su vida es un continuo vapuleo del que siempre sale sola. "¡Me lo estoy pasando tan bien en la vida que creo que van a castigarme!", esto lo escribe en su diario, en su diario de niña. Pero Marilyn destrozará a Norma Jean porque, como dice John Huston: "Monroe arrastraba a los hombres como una hembra en celo. Cuanto menos les daba, más deseaban ellos." Mantiene una relación de temor con el público porque "todo actor arrastra una maldición y es que siempre necesita público. Y cuando el público ve esa necesidad, es como si oliera la sangre. Empieza su crueldad." 
En cada una de sus películas, desde Niágara hasta Vidas rebeldes, Norma Jean se transforma en su personaje, vive su personaje y se lo lleva a casa para utilizarlo. Joyce sabe introducirnos en la obsesión a la que se sometía Norma Jean con sus actuaciones. Tiene a sus personajes protagonistas siempre presentes, como si en la vida real también estuviera actuando y, a veces, se siente Angel (La jungla de asfalto), Rose (Niágara), Lorelei Lee (Los caballeros las prefieren rubias), Nell (La tentación vive arriba), Cherie (Bus Stop), Elsie (El príncipe y la corista), Sugar Kane (Con faldas y a lo loco), Roslyn (Vidas rebeldes)... Se siente todas ellas en diferentes episodios de su vida, como se siente Marilyn o Norma Jean según su maquillaje.
A la protagonista de Blonde, un "francotirador" a sueldo de la "agencia" (la CIA) la asesina con una inyección de Nembutal. Ella no se suicida porque no quiere morir. No sabe cómo vivir, pero, desde luego, no quiere morir. De todas formas, su destino fatal, el de Norma Jean, estaba escrito en una de las baldosas de su casa: "CURIUM PERFICIO" ("Estoy llegando al final de un viaje"). Su amigo Chaplin llegó unas semanas antes, a su amigo Brando le dolió su partida, pero ninguno de los dos estaba junto a ella.      

miércoles, 23 de mayo de 2018

Hoy ha muerto Philip Roth


Hoy ha muerto Phlip Roth. Para mí no, porque me quedan muchas novelas suyas por descubrir. Sus historias me han conturbado, me han absorbido, me han alterado, me han hecho otro, si en algún momento era algo.
La primera fue Elegía. En ella se dibuja el panorama devastador y agrio de los últimos años de un ser humano acabado. Me costó acercarme a otra novela de Roth por temor a experimentar la misma angustia. Roth disecciona la vejez sin ningún edulcorante: “La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre.”
En la segunda, entre otras muchas cosas, se respiraba el olor a rancio que despedimos los que vivimos permanentemente en un pequeño pueblo. La América profunda, que podría trasladarse a la España profunda o a la Noruega profunda, se plasma en La mancha humana como un cáncer que devora a sus habitantes y los corrompe hasta la podredumbre: “El Diablo del Pequeño Lugar: el chismorreo, los celos, la acritud, el hastío, las mentiras. No, los venenos provinciales no ayudan. Aquí la gente se aburre, es envidiosa, su vida es como es y como será, y por eso, sin poner el relato en tela de juicio, lo repiten, por teléfono, en la calle, en la cafetería, en el aula. Lo repiten en casa a sus maridos y esposas.”
En la tercera, experimenté la turbación de lo políticamente incorrecto. Ese profesor universitario de El animal moribundo causa el mismo efecto que la atracción por lo prohibido, por lo perturbador. El sexo sin prejuicios, el hedonismo llevado a su última expresión. El significado de la existencia se destripa entre los muslos de una cubana treinta años menor que su amante.
En Pastoral americana se deleita en la destrucción de de su protagonista, el Sueco, paradigma del sueño americano. Alegoría de la decadencia de unas convenciones sociales (las de la civilización occidental) que no aguantan ya la realidad.
Por último, en La conjura contra América, el autor introduce a sus personajes en un pasado histórico que no existe, pero que podía haber existido. Estremece el hecho de cómo podría cambiar el mundo si una circunstancia anecdótica no se hubiera producido, escuece la fragilidad del individuo ante los acontecimientos e intriga la volubilidad de la Historia (así, con mayúsculas).
Roth es un autor identificable que nunca provoca indiferencia. Su literatura produce urticaria, desazón, bilis, dolor, angustia... Su literatura está viva, a pesar de su muerte.

miércoles, 2 de mayo de 2018

"Los viajes de Gulliver" de Jonathan Swift


Hay que tener muy mala voluntad para convertir Los viajes de Gulliver en un cuento infantil. O muy mala conciencia o muy poco criterio literario. Es cierto que si a esta novela del dieciocho le arrancamos la ironía, los diálogos, la sátira, se queda en un cuento infantil; sí, un cuento infantil que no tendría nada que ver con la obra original. Es como si a una pastilla de Omeprazol le vaciáramos el polvillo que contiene y nos tragáramos únicamente la cápsula que lo envuelve. Desde luego, no curaríamos nuestra indigestión y, por supuesto, el plastiquillo tampoco dejaría efecto alguno. 
Los viajes de Gulliver es un libro para adultos, qué duda cabe. Hiere la piel sensible de muchos próceres de su tiempo y su retrato sarcástico de la sociedad inglesa (por extensión la occidental) disgusta en grado máximo a los biempensantes. En sus páginas hay reflexiones irónicas (atentos) sobre la justicia, la corrupción, el progreso científico, la guerra, la administración del poder político, la elección de los cargos, la modernidad, la cultura, la intelectualidad y sobre el comportamiento humano en todas sus vertientes. 
Era el siglo XVIII. En España estaba vigente la Inquisición y en Inglaterra también se perseguían las obras que tenían el descaro de meterse con las instituciones. El propio autor temió al publicarla por su integridad y, de hecho, la primera edición es anónima. 
Convertir una agria sátira contra la vanidad y la maldad del ser humano en un cuento infantil es muy propio de la factoría Disney y sus antecesores. Una forma de desactivar el poder de la literatura (si alguna vez tuvo alguno). Desnaturalizar una obra como esta y situarla en la estantería de los libros de aventuras es, sin duda, una tarea malintencionada de todos aquellos que tildaron a su autor de obsceno y de los que lo declararon "incapaz mental". Comenzaron por cambiar el título original, Viajes a las remotas naciones del mundo y hemos terminado por convertirlo en una película vomitiva de humor para tarados. Es muy ilustrativo que las versiones para jóvenes se centren sobre todo en los dos primeros viajes (Liliput y  Broddingnag), porque son los menos ácidos; y pasen por alto los otros dos (la isla de Laputa y el país de los caballos sabios) porque en ellos se profundiza con más agudeza en las críticas al género humano. 
Era el siglo XVIII, pero muchas de los pasajes los podríamos aplicar a la actualidad con poco esfuerzo. Parece un tópico, pero no lo es, Los viajes de Gulliver es un clásico intemporal con la mordacidad propia de las obras eternamente útiles. Y, por supuesto, no es un libro juvenil de aventuras, eso no.   

lunes, 30 de abril de 2018

"Clavícula" de Marta Sanz


Clavícula es como un largo poema en el que se nos descubre nuestro pequeño mundo burgués de pequeños ridículos. El detonante del dolor, de un dolor quizá imaginario, quizá hipocondríaco, quizá real, descubre el mundo íntimo de la narradora, que es menos suyo cuanto más nuestro es. Nos identificamos enseguida con esa mujer de mediana edad que acaba de llegar a la menopausia y disecciona su vida con la originalidad y la profundidad sarcástica de un ser doliente. La introspección de la autora en su cotidianidad no es píldora indigesta ni bolo egotista imposible de tragar, todo lo contrario. La autoficción se resuelve con naturalidad y se presiente la sinceridad y el buen oficio de una narradora lírica, sencilla, sin oropeles, aunque bien armada de cargas de profundidad. 
Desde santa Teresa  ("estoy condenada a pensar con retruécanos como santa Teresa de Jesús") hasta Zenón de Citio pasando por Nietzsche ("Nietzsche afirmó que no existe dolor más intenso que el referido por una señorita burguesa bien alimentada y bien educada") son objeto del rodillo irónico y humorístico de la autora. Para ella la creación es algo como esto: "Escribir para que no me vea, como si hiciera algo malo, como cuando me masturbaba siendo demasiado niña, me estimula." 
El pasar feliz de una occidental con éxito se ve contrariado por un dolor agudo sin diagnóstico, un dolor necesario. Un dolor que convierte la mirada sobre sí misma en un arma de distancia cáustica, un arma con la que herir al occidental bien alimentado. El poema sobre su viaje a Manila sirve para reflexionar sobre la consternación y la idiotez burguesa que provoca el aterrizaje en un mundo desvalido e inseguro: "Cada occidental, cuando va de viaje, guarda en la cartera un pederasta, un patriota, un hipocondríaco, y un ministro de Dios o del Interior (...) cada occidental, cuando va de viaje, guarda en la cartera un sommelier, un meteorólogo, un futbolista y un bardo (...) Al otro lado, nos aguarda la frescura del aire acondicionado, el sushi y los siberian husky que caminan con patuquitos de perlé (...) Guardamos en la cartera. un pediatra, un futbolista, un ingeniero de caminos, un cantante muy apenado, un quesito de "La vaca que ríe" light, un solidario, un compulsivo, toallitas perfumadas y un contador de historias." La experiencia en un crucero le sirve para lanzar un mensaje cosmopolita que da cuenta del clasismo: "Las nacionalidades se anulan en la alianza crucerista. No somos españoles, italianos, rusos, franceses, ingleses o alemanes, somos gente zafia, que está por encima del servicio." 
Y finaliza con una serie de alegatos estoicos contra la banalidad del mundo posmoderno: "Soy una clienta perfecta a la que quieren vender pastillas para todo. Pastillas porque no quiero y pastillas si quiero demasiado." "Mataré al vendedor a domicilio que me venda un deseo que siempre será una emulación. Impostura. Falsedad." 
Descubro a Marta Sanz y me relamo con su voz doméstica. Frescura narrativa y autoficción no impostada. Lirismo, al fin y al cabo, tan carnal como distante del instinto suicida de los románticos: "Quejarse y patalear no se parece nada al deseo de desaparecer. De hecho, yo no deseo desaparecer y me encantan las explicaciones materialistas de las psicofonías."