La segunda posta la hicimos en el Reino de los Vinos Antiguos. Rezan los evangelios apócrifos de Valle que allí, Max Estrella se echó al coleto lo que luego sería el veneno que acabaría con su vida, un vino de Madrid con aromas a amoníaco y bostas de la estepa. También entre esas mismas paredes se encontraron don Latino y Sancho Panza, se besaron en las mejillas y se espetaron insultos impronunciables, que sus acompañantes no quisieron oír, uno por ciego y falto de malicia; el otro, por estar fuera de sus cabales.
Tras saludar a Larra, que contemplaba lloroso los muros del Palacio Real, caímos en un palacio de cristal, en el templo del modernismo y las croquetas. Asustados por el lujo de sus vidrieras y deslumbrados por las luminarias, descubrimos que fue allí donde Max Estrella se veía de joven con el que luego sería gobernador, donde conquistó a madame Collet, donde vivió mejores tiempos que los que se cuentan en el libro de Valle. Embriagados por la claridad, el modernismo y la cerveza, salimos de otro talante.
La lluvia había cesado y nos encaminamos hacia la buñolería modernista, pero igual que Cervantes desvió el camino de sus héroes hacia Barcelona para llevar la contraria a los amigos de Lope, nosotros hicimos un quiebro y paramos en un antro oscuro, este sí en el callejón de Álvarez Gato. Después de reírnos de nuestros cuerpos descompuestos en los espejos del esperpento, asaltamos la Pompeyana. Allí, Max Estrella abrazó la lúbrica religión de los antiguos dioses, se hizo fiel a Atenea y nombró sacerdote de los sátiros a su infame compañero. Comimos y bebimos arrinconados por los turistas y reconfortados por las herejías de las paredes.
Quedaba la última posta, el fin de nuestro camino literario y no pudimos elegir mejor destino, animados por los vapores etílicos y el desgobierno de nuestras entendederas: un bar de copas inspirado en Lewis Carroll, aunque pasado por el tamiz de Telecinco. Tuvimos que esperar en la entrada porque tenían prioridad las rubias de más de uno setenta. Nos sirvieron licores en tazas con el rostro de Valle (su lengua, atravesada por un piercing y su dignidad arrastrada por la decoración del local). Allí fue donde don Latino fornicó con la Lunares, donde Max Estrella sufrió el síncope que acabó con su vida. A pesar de su ceguera, no pudo aguantar el efecto del vino de Madrid y el mal gusto de la decoración. Cuando palpó la taza en la que le sirvieron el aguardiente y notó que la nariz, la barba, la lengua y las lentes eran las de su creador torció el gesto y espichó. Nosotros salimos más contentos de lo que habíamos entrado. Al fin y al cabo, las muertes literarias apenas duelen.
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