Cae la noche. Me he propuesto superar la murria de la tarde. No quiero desgarrarme, ni abroncarme, ni compadecerme de mí mismo. Sí, cae la noche, y saldré a saborearla, a sentir el aire de noviembre en el rostro, a deambular por las calles iluminadas de la pequeña ciudad. Visitaré bares y tomaré cervezas. Cae, cae la noche, y yo no caeré con ella, porque estoy cansado de andar como alma en pena por los rincones de la memoria. Cae la noche, se adueña de los descampados y devora a los perros y a sus dueños, y me anima a envolverme en ella, a arroparme en su aliento de loba implacable. Ando y ando sin rumbo. Observo el pasar cotidiano de la vida junto a mí, la niña que oye reguetón en el bus, el abuelo que se tambalea sobre el bastón, la señora que acaba de salir de la peluquería, el adolescente que besa a su pareja con los ojos cerrados. Cae la noche y salgo de casa, con la esperanza de que suene jazz en el próximo antro o que baje el precio de los licores. Porque no sé si os habéis fijado, pero los vicios son cada vez más caros y peor vistos. El poder del bizcocho de zanahoria está pudiendo con los torreznos y la leche de soja se impone al güisqui de malta. Cae la noche y, con ella, la bohemia. Que caiga la noche es un proceso natural, pero que se sirvan en los bares tés negros, no.
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miércoles, 16 de noviembre de 2022
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