miércoles, 23 de noviembre de 2022

Chico Buarque y el mar



Chico Buarque suena a barcaza deslizándose sobre una tranquila bahía. No sé por qué. Muy pocas veces he surcado los mares, ni falta que hace, porque el agua en abundancia me da pánico, me estremece. Hace poco, en Cudillero, pude admirarlo en todo su esplendor. La maravilla del paisaje, las cervezas de la Chupis y la compañía entrañable de Javi se veían en cierta manera atenuadas por la enormidad de las olas. Me imaginaba a los pescadores en mitad de la marejada, alejados de la seguridad de la orilla, cabrilleando y cabalgando su fiereza con dificultad. 

El mar de Juan Ramón Jiménez no es el mío. No encuentro en él eternidad ni sosiego, todo lo contrario.  La mar solo me remite a la insondabilidad de la muerte, de la angustia. Por eso no comprendo que la música líquida de Chico Buarque, la sensualidad de sus melodías, me traslade a un mar que no reconozco, un mar, este sí, de poetas ribereños, calmo, aceitoso, sobre cuyas olas se podría bailar con ritmo sosegado, con vaivén de mulata. Y caigo en algo que he leído cien veces, mil veces, cien mil veces y que he explicado en clase otras tantas: el mar es tanto un símbolo de muerte como de vida, una contradicción en sí mismo; un monstruo que devora a sus adoradores y que, a la vez, les ofrece lo mejor de su vientre; el mar es tan traicionero como acariciador, tan zalamero como insolente. Y sigue sonando Chico Buarque y ya no está el mar, todo me suena a fútbol y a samba brasileña. Pero en el desierto no se puede jugar al fútbol ni tampoco hacer el amor con libertad.    

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