Asistí a un claustro de profesores casi descalzo, con las chanclas rotas y la cabeza perdida por la fiesta del día anterior. En otro, por poco me duermo y lo peor era que yo dirigía el discurso (como le pasó a Jardiel Poncela en una conferencia). También recuerdo uno interminable en el que, imitando a los judíos de "La vida de Brian", votamos sobre la forma de votar y lo tuvimos que aplazar hasta el día siguiente. Otros, memorables, en los que algunos profesores, a imagen de nuestros diputados, nos enzarzábamos en discusiones agrias que nada tenían que ver con la enseñanza, sino con nuestros hipertrofiados egos. Cuando fui jefe de estudios, tuve la tentación de analizar en verso los resultados académicos de la evaluación. Sí, al final lo hice, aunque el resultado fue igual de pesado que cuando los recitaba en prosa. Habitualmente llegábamos a estas reuniones después de haber comido juntos y, en plena digestión de la fabada. Alguna solía dormitar con ruido de fondo, ante el jolgorio casi adolescente de la concurrencia. También se apostaba sobre su duración o sobre quién iba a soltarse en "ruegos y preguntas". Eran episodios que servían para aliviar el plomo con el que se cargaban muchas de estas sesiones.
Estas reuniones periódicas son inevitables, necesarias, y a veces hasta resuelven conflictos y aclaran malas interpretaciones, a pesar de la tenaza del trabajo burocrático y del miedo a molestar nuestras sensibles voluntades. Los últimos claustros a los que he asistido se han realizado a través del ordenador, cada uno desde casa. Se nos ha dado información relevante, bien organizada y se han planteado problemas de calado, pero ya no oigo a nadie roncando ni sin zapatos ni alterado por la discusión que ha mantenido con el compañero de comida. Hasta aquí nos va a llevar la pandemia, hasta añorar esas sesiones soporíferas de sobremesa en las que lo más interesante era esperar a oír las sandeces del profesor de...
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