domingo, 5 de abril de 2020

La gran historia de la pandemia 1 (basada en sucesos reales)


Aprovechando la soledad de las calles, pensé en llevar adelante una de mis ilusiones de la adolescencia y que nunca creí poder cumplir: correr desnudo por mitad del pueblo. Aprovechando también que lucía el sol, me quité el pantalón de chándal, la sudadera y los calzoncillos y salí, muy emocionado, a rondar las aceras como mi madre me trajo al mundo (si no tenemos en cuenta las zapatillas). Estuve deambulando, eufórico, por los alrededores de mi barrio, corriendo, brincando, haciendo cabriolas, hasta que me crucé con el aguafiestas del domingo. Iba vestido de capuchino, con capirote en la cabeza y cirio en la mano. Se puso delante de mí, se levantó ligeramente el capuz y me pidió la documentación. Yo le pregunté que quién era él para pedirme los papeles, me explicó que la Guardia Civil y la Policía Municipal habían tenido la feliz idea de vestirse de capuchinos para que las tradiciones no cayeran en el olvido, que si no oía los partes del Ayuntamiento. Lástima que no se les hubiera ocurrido esta idea en Fallas, porque ver peinados con moñetes a los miembros del cuerpo no habría tenido precio. El número de la Guardia Civil no sabía si multarme por romper el confinamiento o por escándalo público. Le planteé un dilema: "¿A qué público estaba escandalizando yo? Se cabreó conmigo, me tapó las vergüenzas con un capote antiguo conservado entre naftalina y tomó una determinación: "¡Al cuartelillo!" 
Hacía muchos años que no pisaba el cuartel de la Guardia Civil, aunque tampoco entonces hice un tour por sus dependencias, como habría sido mi deseo. Nada más llegar, me encerraron en un calabozo junto a otros que, como yo, habían incumplido las normas de confinamiento. De las cuatro celdas que había allí, tres estaban ocupadas por gente que había perdido el sentido común; y la mía, por irresponsables como yo. La pena que debíamos pagar los de nuestra celda me la explicó un muchacho que llevaba allí la friolera de diez días: "Han contratado a una profesora que nos dicta el Quijote a través de Meet. Para eso tenemos pantallas de ordenador. A ella no la vemos, porque su ritmo de lectura es tan rápido que no damos abasto a copiar todo lo que va dictando. No podemos levantar la cabeza del papel. Paramos para desayunar, comer y cenar. Por la noche, un guardia revisa nuestro trabajo y nos pone nota. Ayer salió el primer recluso, después de haber copiado entera la primera parte sin faltas de ortografía, 52 capítulos con sus puntos y comas. Acabó con la muñeca dislocada y un hombro fuera de sitio. Acabas de entrar en la telerrehabilitación, que te aproveche". Poco después pude confirmar esta realidad y os puedo asegurar que es agotador copiar al dictado con mascarilla y guantes (con razón se quejan los telestudiantes). Pregunté por los presos de las otras celdas y se me informó con minuciosidad: "Ahí están encerrados los que han perdido el sentido común durante esta peste: charlatanes que opinan como si fueran tertulianos de radio y televisión, supuestos expertos en pandemias, agoreros de esta y otras tragedias, sepultureros de gobiernos, salvadores del mundo, videntes y algún que otro salvapatrias... Es curioso, pero el método de rehabilitación que utilizan con ellos funciona, porque he visto salir a más de uno transformado en el mismo Antonio Machado, el abrigo lleno de manchas y quemaduras de cigarro, proclamando los beneficios de la humildad y soltando sentencias a la manera de Juan de Mairena. No sé qué les harán".CONTINUARÁ

2 comentarios: