Rosita
"Amor caprino"
Todos los miércoles aparecía por la tienda de comestibles sobre
las diez de la mañana. Se proveía de víveres: latas de fabada, callos,
garbanzos con chorizo, jurel... Era un hombre sencillo. Bajaba todas las semanas
desde un pueblecito de la serranía conquense porque se alimentaba de conservas.
Le gustaban los sabores conocidos: ese regusto metálico de los guisos
recalentados en la estufa de leña.
Todos los miércoles lo recibía el tendero, a quien conocía desde
hacía muchos años, desde que acompañaba a su padre. Hicieron desde el principio buenas migas. Los dos eran apretados como la mojama, pero se reblandecían con la
historia de su amorío. Y no es que hubiera que contar demasiado, porque su
romance siempre fue sosegado y de pocas palabras. Un amor sin saliva. Sin los
aditivos de la retórica ni del estridente romanticismo.
"Y cómo va Rosita". "Pues tranquila, como siempre.
Ella pide poco: algo de hierba y un paseo por la tarde, ya la conoces. Ahora,
eso sí, la lana cada vez más suave. Le sienta bien estar conmigo. Yo, para mí,
que me entiende. En cuanto entro en casa, me recibe con un balido. Se pone a mi
lado cuando recojo sus miserias y no me deja solo ni un minuto. Por eso no
puedo perder el tiempo cocinando, porque me quiere cerca. De vez en cuando, me
suelta un "beeee.." que me deshace. Sobre todo cuando tengo intimidad
con ella. Si la vieras volver la cabeza... Me mira y bala con agradecimiento. Y
no dice nada más. Me siento en el sillón, miro la montaña a través de la
ventana y pienso que no puede haber nadie más feliz que yo, mientras le
acaricio el morrillo. A las mujeres ni las miro".
Un miércoles, como otro cualquiera, apareció por la tienda un poco
más tarde de lo habitual. No parecía el mismo. Se limitó a darle la nota del
pedido al tendero con la cabeza gacha, sin decir ni buenos días.
"¿Te pasa algo?" "No tengo ganas". "¿No
tienes ganas de hablar?". "No. Se me ha muerto la Rosita".
"Pues te acompaño en el sentimiento". Levantó la cabeza y el tendero
vio cómo se empañaban los cristales de sus gafas. "El moquillo".
Mejillas abajo le corría una lágrima. Sacó el pañuelo, se sonó con fuerza y se
despidió sin dar las gracias, sin las conservas y sin poder aguantarse el
soponcio. No lo volvimos a ver.
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