Cuando Emilio Lledó recuerda a aquellos alumnos, cita un verso de Lope de Vega: “España, madrastra de tus hijos verdaderos”. Corrían los años cincuenta y acababa de mudarse a la Universidad de Heidelberg, en Alemania, donde transcurrieron algunos de los años más reveladores de su carrera docente. Poco después de que se trasladara, comenzaron a llegar a las fábricas de las localidades de alrededor oleadas de obreros españoles. Eran hombres jóvenes y sin estudios, con un castellano rústico y un alemán inexistente que “habían nacido con un no de plomo en la cabeza” por carecer de un verdadero acceso a la educación.
Lledó (Sevilla, 1927) se hizo amigo de un grupo de ellos y les ofreció reunirse en una cafetería un par de veces al mes. La excusa fue enseñarles alemán, pero acabaron aprendiendo unos y otros de la vida. “El entusiasmo, la inteligencia y la sensibilidad de esos jóvenes han quedado para mí como la experiencia docente más maravillosa que he tenido”, asegura más de 60 años después el filósofo sentado en el sofá de su piso, junto al Retiro madrileño. “Y mira que me he llevado bien con mis alumnos”, cuenta quien también ha sido catedrático de instituto en Valladolid y en las universidades de La Laguna, Barcelona y la UNED en Madrid.El filósofo vive en una casa llena de luz y de libros (más de 10.000) entre los que encaja las fotografías de sus hijos y nietos. Sobre el piano, reposan dos cuadritos pintados con un paisaje y una casa roja que le han regalado sus nietas pequeñas en su reciente 90 cumpleaños.
Acaba de presentar su último libro, Sobre la educación (Taurus), un compendio de sus artículos y reflexiones sobre la enseñanza, los exámenes, el papel que tiene la filosofía en las aulas o el de la Universidad en la vida de los alumnos. El lema del libro, de Aristóteles, es una defensa de la igualdad en la educación: “Puesto que toda la ciudad tiene un solo fin, es claro que también la educación tiene que ser una y la misma para todos los ciudadanos”. No cree que España se esté encaminando a esa igualdad. “Es el camino absolutamente equivocado, en mi opinión”. Vuelve a los obreros con los que se cruzó en Alemania y lamenta que, sin un sistema que garantice que el aprendizaje del más humilde es equiparable al del más pudiente, los que quedan atrás salen perdiendo, pero la sociedad también: “Se pierden talentos extraordinarios para la música, para la poesía, para la literatura”.
Enseñar la libertad
El profesor recuerda a don Francisco, su primer maestro, que les enseñaba en el entonces pueblo madrileño de Vicálvaro, hoy un distrito de la capital: “Nos hacía leer el Quijote y también a otros autores. Y luego nos pedía sugerencias de la lectura. Solo con eso, preguntando qué podía sugerir Miguel de Cervantes Saavedra a niños de nueve o diez años, aniquilaba el asignaturismo”.
En su obra y durante la charla defiende saltarse las costuras de las materias y las asignaturas, no obligar a memorizar nombres o fechas de nacimiento en literatura, “sino enseñar a leer un libro clásico porque pasar un semestre con Galdós, Baroja o, no digamos, Cervantes, no es un invento utópico”. No se trata de no evaluar, sino de no hacerlo como en la actualidad. “El asignaturismo, hacer exámenes continuamente, es la muerte de la cultura”, recalca. Es la diferencia, añade, entre el conocimiento profundo o “los grumos pringosos que te meten en la cabeza, que están desconectados y no te dejan fluir las neuronas. Hay que enseñar a los niños la libertad”.
El subtítulo de su nuevo libro es La necesidad de la literatura y la vigencia de la filosofía. Esta última materia quedó arrinconada con la actual reforma educativa. Su reducción en los currículos desembocó en una movilización de filósofos y docentes en la que Lledó estuvo implicado. Aún lo está: “Son los profesores los que tienen que darse cuenta del carácter crítico y formativo que tiene esa disciplina. Quererla quitar es un crimen pedagógico, un crimen cultural contra el desarrollo mental del país”.
Emilio Lledó escribe en su último libro que el paso por la escuela y la universidad maltrata la mente de los alumnos, que acaban “pensando que el apasionante mundo del saber y de la ciencia es ese horroroso organismo de mediocridad”. Cuando se le lee la frase, apunta: “No sé en qué año lo escribí, pero sigue vigente. Fíjese en los másteres que, en general, son de un paletismo terrible”.
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