domingo, 25 de marzo de 2018

"De la názora y de otros malos desusos del lenguaje" por David Araújo


Hace unos días descubrí que hay un nombre para esa inmundicia que, agazapada en la leche hervida y con el nombre fraudulento de «nata», sin más, me amargó la infancia: «názora». Si esta palabra no hubiera caído en el olvido, yo hubiera podido rebatirles a mis padres su «no seas repunantiño y tómatela, que es la misma que te comes con las fresas». De saber entonces lo que cuarenta años después sé, hubiera podido explicarles que aquello era názora, y que, si venía especificado como «nata de la leche», sería porque no era la misma nata que la de las fresas.
Que «názora» esté, como matiza la RAE, en desuso, puede deberse a un complot; o bien de los fabricantes de coladores o bien de los padres que querían que asumiéramos que aquella nata era la misma que se le echaba al flan y no una cochinada que envenenaba, si no el organismo, sí el espíritu y las ganas de vivir. Pero ¿qué pasa con otras palabras que estamos dejando desaparecer porque sí, sin que haya poderes fácticos que nos inciten a ello? Entre todos las estamos matando y ellas solas se están muriendo.

No soy yo de los que rinda culto a la concisión (véase mi «Alegato en favor de la explayación»), pero siempre hay que tener a mano conceptos a los que podamos recurrir cuando tenemos prisa. Así, por ejemplo, una sola palabra, «filautía», es lo mismo que «amor propio». «En el quinto coño» o «a tomar por saco» son un patrimonio que, como buenos españoles, debemos proteger, pero hay un «sínsoras», parece ser que usado en Puerto Rico, que podría haber tenido más recorrido como «lugar lejano»; «amidos» condensa un «de mala cara o a la fuerza» y «peñolada» significa «acción de escribir algo corto», idea para la cual abusamos del sentido figurado de «un par de líneas», y el sentido figurado es peligroso en el actual contexto de tiquismiquismo, en el que no sabemos quién nos puede echar en cara la literalidad. Algo similar ocurre con «diuturnidad», muy a mano para dar largas, pues no te mete en el jardín de los datos que comprometen, ya que es un ambiguo «espacio dilatado de tiempo». Es cierto que no acabas antes de decir «nocturnancia» («tiempo de la noche muy entrada») que «las tantas» y que esta supone un menor gasto de energía para los órganos articulatorios, pero la primera triunfa en decoro. Y para el «arroz que queda en el fondo de la olla» tiramos del maravilloso socarrat, pero existe una palabra en castellano, «cocolón», que se usa en Sudamérica y que tiene una segunda acepción que significa «hijo menor de una familia»: el símil entre uno y otro concepto es genial. Este hijo pequeño, conocido hoy en día por «benjamín», tiene otros nombres en nuestro idioma, como «caganidos» o «secaleche», menos honorables. Su desuso, o uso restringido a una zona específica, refleja quizá un aumento de la respetabilidad de este miembro de la familia.

Lo que se entiende peor que el arrinconamiento de estas palabras, que al fin y al cabo han sido sustituidas, o absorbidas, por otras expresiones que dicen lo mismo —y que tienen sílaba más, sílaba menos, y nos quitan milésima más, milésima menos—, es el de las que definían con concisión un concepto y cuyo desuso nos sume en el intricado universo de la perífrasis.

Tontos no somos los hablantes, y el idioma evoluciona con la lógica de la selección natural (del «regatón» hablaremos otro día, quizá en la sección de fenómenos paranormales), teniendo en cuenta, entre otras cosas, el encuentro de lo que supone un menor esfuerzo para el transmisor del mensaje con la mayor posibilidad de comprensión para el receptor. Y, por supuesto, atendiendo a lo que se lleva y a lo que no: hay expresiones o vocablos que dejan de usarse sencillamente porque las realidades a las que aludían se dan cada vez con menos frecuencia. Es lógico que la acepción de «cantarada», «obsequio de un cántaro de vino que los mozos de un pueblo exigían al forastero para dejarle hablar la primera vez por la reja a una joven», vaya desapareciendo. O quiero creer que es lógico, porque la RAE recoge este significado sin matizar que sea p. us o desus., lo cual quiere decir que no hace tanto tiempo que era frecuente. Pero hay otras palabras cuya agonía a mí me cuesta comprender. «Columbrón», por ejemplo, «aquello que alcanza una mirada», además de representar un bonito significado (aunque es verdad que el significante no le hace justicia), daría mucho juego en situaciones en las que queremos decir que no vemos algo, pero nos vemos obligados a explayarnos para justificar si esto ocurre porque no estoy acertado en mi ejercicio de ver, o porque hay obstáculos que pueden ocultar lo que pretendo mirar, o porque lo que se pretende que busque no está en mi… columbrón. El «campo visual» del que solemos tirar en estos casos chirría por pedante, suena a terminología científica.

«Asteísmo», que tampoco es una palabra atractiva, nos vendría al pelo para explicar los malentendidos ocasionado por la «alabanza que se dirige con gracia y delicadeza bajo apariencia de reprensión y vituperio». A los que vivimos en Asia, en donde el doble sentido no siempre se capta como queremos que se capte, si ese término tuviera popularidad, nos daría la forma de justificar con exactitud las tan españolas lisonjas «serás hijo puta», «qué cabronazo eres» o «matarte era poco» que dirigimos a personas que estimamos. ¿Qué tenemos ahora? Un «te estoy insultando de broma» o «te lo decía con cariño», pero no hay manera, o yo la desconozco, de plasmar esta idea en una sola palabra. En el Diccionario del castellano tradicional de César Hernández Alonso y María del Carmen Hoyos Hoyos se recoge el verbo «amecer» —y este sí tiene una pronunciación agradecida— como «pelear o luchar de forma amistosa y a modo de juego». También en esa obra nos encontramos «arrancadera»: «Última copa o trago que se toma con los amigos antes de despedirse». En el RAE no está con esta acepción y hoy expresamos la antigua arrancadera con un «va, la última», al que no se le puede negar sencillez y claridad, pero no deja de ser una maniobra de retórica coloquial. Es, asimismo, una pena que se haya perdido «escurrir» como «salir acompañando a alguien para despedirlo». Esta acción sigue perteneciendo, que yo sepa, a la esfera de lo celebrado (cuántas veces hemos considerado un triunfo haber encontrado la manera de sacar de nuestra casa a los visitantes) y, por lo tanto, deberíamos concederle la naturaleza de palabra única y no de perífrasis. ¿Cómo le dices a tu mujer que ya es hora de que vaya echando a sus padres, que se pasaban por casa porque les pillaba de camino, y ya llevan cuatro horas sentados en el sofá? Un «escúrrelos» es lo suficientemente conciso y la mitad de despótico que un «despáchalos», concepto este que además no incluye la diplomática y considerada noción de «salir acompañando».

«Lechigado» es «acostado en la cama». Con ese matiz —no en el sofá, no en la tumbona, sino en la cama— el «no tocar los cojones» queda claro, pero vete tú a saber por qué misteriosa razón hemos despreciado esa palabra. Y hablando de cojones, la historia del español es un continuo ir y venir de términos que, bien por cuestiones eufemísticas, bien porque es el de la salacidad un campo propicio para experimentar con nuestro salero y chispa naturales, nos ha dejado un legado inabarcable de joyas léxicas: «cirio pascual» para el pene (que es un «capirote echado» cuando pasa por su mejor momento), o basándose en cuestiones onomatopéyicas, «dinguilindón» (me pregunto qué golpearían con el pene, o qué se colgarían en él, para obtener un sonido semejante); «cosquilloso» para los testículos, «bostezo» para la vagina, a la que también se aludía con la ampulosa expresión «honsario do fenecen los mortales». En estos casos, el desuso (del significante, no del significado; toquemos madera) se debe a que la mente humana es un continuo bullir de ideas y analogías en el campo de la libídine, y todas las genialidades no caben, por muchas horas de conversación que dediquemos al tema.

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