sábado, 26 de noviembre de 2016

"Derivas continentales" por Antonio Muñoz Molina


Siempre son inusitadas las geografías de la literatura. Los libros, los escritores, los lectores, las influencias crean conexiones tan complicadas como los circuitos neuronales, para desconcierto de quienes aspiran a la organización administrativa o patriótica de los hechos literarios. Escribo y me viene a la memoria una mesa redonda sobre “novela granadina” a la que asistí, en Granada, hace muchísimos años. Un profesor universitario explicó en la introducción que la principal dificultad para escribir novelas en Granada era que la ciudad —o la provincia, no me acuerdo—, si bien había sido tan fértil engendrando poetas, carecía de tradición novelística, si se exceptuaba a Pedro Antonio de Alarcón. Este profesor clarividente luego se ganó un gran prestigio académico demostrando, con el rigor propio del gremio, que Federico García Lorca y Francisco Ayala eran tan falangistas como José Antonio Primo de Rivera, si no más.
Afortunadamente, un escritor no descubre ni educa su vocación gracias a los modelos o a los predecesores nacidos en su comarca de origen; ni siquiera en su país, y ni siquiera en su lengua. Uno suele escribir usando los materiales que tiene más a mano, el idioma y el mundo que mejor conoce, pero la atracción de lo distinto y lo extranjero puede ser mucho más poderosa que la de lo más cercano, aunque esto entristezca o incluso indigne a los celebradores de las identidades. Era evidente que la Granada de los años ochenta en la que yo empezaba a escribir carecía de una tradición de novelistas locales casi tan radicalmente como carecía de una escuela de físicos teóricos o de compositores de ópera. Pero mi tradición era la de toda la literatura que había leído y que me había importado hasta el punto de influir mi manera de estar en el mundo, y mi geografía abarcaba desde el San Petersburgo de Dostoievski y el Moscú de Tolstói y Chéjov hasta los bosques australes de Pablo Neruda, y el sur de William Faulkner no me era menos familiar que el de mi propia tierra, aunque lo conociera entonces filtrado por las traducciones y por el trabajo exclusivo de la imaginación. Mucho antes de la interconexión universal de Internet ya existía la de las lecturas. Como aspirante a novelista yo vivía más en Buenos Aires, en Macondo, en Santa María, en Comala, en la Lima triste del Zabalita de Vargas Llosa que en la Granada de mi vida familiar y mis obligaciones laborales. En la época en la que empezaban a imponer su halago y su chantaje las identidades comarcales forzosas, el mejor antídoto contra la obligación de ser andaluz, y además novelista andaluz, era trazar un mapa aproximado de todas las influencias de las que uno se alimentaba. Por supuesto que uno tiende a escribir sobre ámbitos muy limitados del mundo, sobre mundos que no se extienden mucho más allá de su experiencia directa y profunda. Pero la literatura consiste en esa paradoja, la de lo extremadamente singular que sin dejar de serlo se vuelve inteligible para cualquiera en cualquier parte y en cualquier tiempo.
Sin salir apenas de Úbeda y de Granada, mi geografía de la literatura abarcaba entre otras amplitudes la de América Latina. Para intentar escribir una novela en Granada no había necesidad de resignarse a Pedro Antonio de Alarcón. Estaban Rulfo, Onetti, Vargas Llosa, Bioy Casares, Carpentier, Cortázar, García Márquez, Manuel Puig. También ellos habían elaborado sus propias geografías, en sus novelas y en sus vidas. Habían elegido maestros en otras lenguas y habían escrito sobre sus países de origen en capitales extranjeras, o habían inventado ciudades y países a la medida de sus imaginaciones.
Las capitales de la literatura latinoamericana han sido y son con mucha frecuencia ciudades extranjeras. Cabrera Infante escribía sobre Cuba en Londres, Vargas Llosa sobre Lima en París y Barcelona, Onetti sobre su Santa María inventada en Buenos Aires y luego en Madrid, García Márquez sobre Macondo en México, Ricardo Piglia sobre Buenos Aires en Nueva Jersey, Roberto Bolaño casi en cualquier capital sobre cualquier otra capital, tan errante en México como en Barcelona.
Ahora una de las capitales de las literaturas hispánicas es Nueva York. Pertenecemos a países muy poco comunicados entre sí, a pesar de la comunidad engañosa del idioma; países casi siempre muy enconados en sus ensimismamientos. Fuera de los nombres más evidentes, es muy difícil que un escritor de América Latina sea leído en España; pero es igual de difícil que en un país de América Latina se lea lo que se escribe en el país de al lado. Tendemos a vivir encerrados en las habitaciones muy pequeñas de una casa muy grande. Nuestra curiosidad o nuestro papanatismo nos mantienen al tanto de todo lo bueno y todo lo mediocre que se escribe en inglés en Estados Unidos. Pero nuestra amplitud de miras se vuelve condescendencia a la hora de leer a escritores que nos parecen irrelevantes por la exclusiva razón de que no nos suenan sus nombres.

En Nueva York, a lo largo de unos cuantos años, en una maestría de escritura creativa en la que trabajaba —en español de España “maestría” se dice “máster”— he tenido la oportunidad de poner al día y ampliar mi geografía de la literatura. En una ciudad, en unas aulas, en los cafés y los bares y las librerías de las calles cercanas, cabe el boceto de un continente de palabras escritas. También de acentos, y vocabularios: me he adiestrado en distinguir las músicas sutiles del español de cada país, y las variedades jugosas y desconcertantes de su léxico. Cuando una persona se hace mayor tiende a pensar que también envejece y declina el mundo. He conocido a jóvenes que conocen y aman tanto o más que yo libros que a mí me apasionaban cuando ellos aún no habían nacido. Algunos de ellos ya van siendo conocidos. Otros desplegarán su talento en muy pocos años. Han llegado a Nueva York desde casi cualquier país de habla española, y aquí han descubierto no sin asombro lo que tienen en común y lo que los distingue, y lo que los sitúa a todos a este lado de la divisoria entre el español y el inglés, en el punto de fricción y encuentro entre dos mundos. Hay que estar muy atento a lo que va a suceder, a lo que está sucediendo ya.

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