Baudelaire es un fervor que se adquiere de joven y no se pierde ya
nunca. Su lectura está asociada para mí al despertar definitivo de la vocación.
La vocación de escribir, desde luego, pero sobre todo la de observar
apasionadamente el espectáculo de la vida diaria, de encontrar las máximas
posibilidades de la belleza en las caminatas por la ciudad y en todos los
regalos que se ofrecen mezclados a los cinco sentidos. El despertar verdadero
de la vocación es el de la mirada y el oído, y el hallazgo de un tono de voz
que se corresponda justamente con aquello que uno siente que tiene que celebrar
y contar. Al llamar a sus breves textos narrativos y reflexivos “poemas en
prosa”, Baudelaire estaba rompiendo por primera vez el dique expresivo no entre
el verso y la prosa, sino entre el lenguaje de la poesía y el de la narración,
fundiendo el uno con el otro en una escritura incandescente que reunía las
capacidades más poderosas de los dos: la precisión del documento y la resonancia
misteriosa de las palabras del idioma; la crónica y el vaticinio, la crítica
social y el arrebato visionario. Baudelaire lanza como una consigna subversiva
su apelación a la ebriedad, Enivrez-vous!,
pero de todas las ebriedades que exalta la más indudable y la más duradera es
la ebriedad misma de la literatura. Leer en voz baja cualquier poema de Las flores del mal tiene un efecto
físico e intelectual inmediato, como la llegada a la sangre y de ahí al cerebro
de un principio activo de lucidez y ensoñación simultáneas. Pero no es menos
poderoso el influjo de sus escritos de crítica de arte o sus ensayos sobre la
música. Baudelaire enseña a escuchar y enseña a mirar. Escuchando a Wagner
después de leer las páginas que él le dedica, nuestros oídos se dilatan igual
que nuestra capacidad de atención. Baudelaire mira con avidez de descubridor la
pintura moderna, la fotografía, las ilustraciones de las revistas, pero esa
mirada abarca en el mismo vuelo la observación de la vida de la que todo ese
arte está naciendo y la admiración por los mejores maestros del pasado que
forman su genealogía. Antes que Rimbaud, Baudelaire ya había dictaminado que es
preciso ser absolutamente moderno, pero su modernidad nunca incluyó la amnesia,
y menos aún la superstición alelada del puro presente. Sus poemas son tan
subversivos que algunos de ellos siguieron proscritos en Francia hasta 1949, y
su dicción es de una radicalidad que todavía estremece, pero la métrica, la
rima y el ritmo son en gran medida los del gran clasicismo francés, los
alejandrinos suntuosos que nos recuerdan muchas veces el fluir de los largos
monólogos de Racine. En este verano errante no deja de acompañarme Baudelaire.
Se me quedó en un guardamuebles el volumen de la obra completa de Seuil, que
lleva treinta y tantos años conmigo, pero en el equipaje ligero de mi
itinerancia llevo ediciones manejables: Mi
corazón al desnudo en la edición bilingüe de Antonio Martínez Sarrión, Las flores del mal en la de Jacinto Luis
Guereña, El Spleen de París y Les paradis artificiels en tomos
livianos y flexibles de Le Livre de Poche.
Quizás el idioma de la literatura moderna, no solo en las lenguas romances, lo
fundan al mismo tiempo Baudelaire y Flaubert, igual que Manet, conocido de los
dos, funda el de la pintura. Me acuerdo del modo en que mi propio lenguaje de
aprendiz de escritor nació de Baudelaire. Me acuerdo más porque sucedió en
verano y ahora es verano. Cuando digo lenguaje me refiero también a una actitud
ante el mundo, el hallazgo no ya de una voluntad abstracta de escribir, sino de
un objetivo, un imán, un mundo que incitaran la escritura y se revelaran a
través de ella. Era el primer verano de mi vida de adulto, porque era el
primero en que tenía un trabajo y un sueldo. No eran gran cosa ni el uno ni el
otro, y su precariedad me mantenía en un equilibrio inestable, pero también me
concedían por primera vez una vida más o menos autónoma, tardes de indolencia,
un alojamiento compartido, una mesa de trabajo junto a una ventana, algo de
dinero para comprar libros. También me había comprado a plazos un radiocasete y
escuchaba copias de discos de mis amigos —aquel verano, sobre todo, Charles
Mingus y Monteverdi—. Leía sin pausa El
Spleen de París, Los paraísos
artificiales, las Confesiones de un
inglés comedor de opio, de Thomas de Quincey. Walter Benjamin, el gran
heredero de toda esa literatura, dice que el París de Baudelaire no es un
retrato, sino una profecía, porque la ciudad de sus poemas y sus crónicas de
periódico solo existió del todo después de su muerte. Es probable que el París
de Baudelaire, como el Londres de De Quincey o el de El hombre de la multitud, de Poe, fueran en gran medida
imaginarios. Pero a mí me hicieron ver de golpe la ciudad donde vivía entonces,
Granada, como no la había visto nunca antes, real y fabulosa, con ese resplandor
que solo poseen las cosas y los momentos que uno tiene ante los ojos; no como
el escenario de posibles historias inventadas, sino como la materia misma de la
contemplación y de la literatura. De todas las ebriedades que exalta la más
indudable y la más duradera es la ebriedad misma de la literatura Las cosas
suceden un día preciso, una sola vez. Llevaba en un bolsillo un sobre con el
sueldo del mes. El dinero en efectivo tenía una materialidad confortadora.
Había pasado la mañana tranquilamente en la oficina sin jefes y casi sin
público, en la placidez de agosto. Había comido en un restaurante casero y
barato. Crucé la Gran Vía y bajé por el Zacatín, umbrío y fresco en un día de
no mucho calor. Tenía la cabeza llena de las peregrinaciones exasperadas de De
Quincey por Oxford Street, “madrastra de corazón de piedra”, y de las de
Baudelaire por París, con sus éxtasis de bellezas pasajeras, de ruido urbano,
de lámparas de gas. Desemboqué en la plaza de Bib-Rambla como si de repente
acabara de llegar a una ciudad portuaria y desconocida, a un zoco deslumbrante
en alguna capital en la Ruta de la Seda. La misma plaza por la que había
cruzado tantas veces me enardecía con la multiplicación de su belleza. Los
tilos enormes invadidos de pájaros, los puestos de flores, el sonido del agua
en la fuente central, el clamor de las voces mezclado al de los pájaros y al
del agua, las mujeres jóvenes que aquel verano volvían a llevar minifaldas, el
brillo de la pulpa de los higos chumbos que las gitanas vendedoras sumergían en
cubos de agua fresca antes de pelarlos y abrirlos, la valla publicitaria con un
cartel muy grande y a todo color de cigarrillos Winston, en el que estaba
dibujada Rita Hayworth con su vestido negro de Gilda. La invitación al viaje de
Baudelaire se cumplía gratuitamente para mí en la ciudad donde vivía, a unos
pasos de la oficina en la que trabajaba. Ahora tenía que seguir leyendo y
mirando y tanteando borradores para encontrar una prosa que se correspondiera
con mi descubrimiento.
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martes, 2 de agosto de 2016
"Verano Baudelaire" por Antonio Muñoz Molina
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