El alimento del poeta, la vitamina, el hidrato, la proteína, es la
lectura. Muchos han intentado explicarnos el misterio del autor telúrico que
era Federico García Lorca como a un genio iluminado por la gracia divina. Sostenían
que el hecho de que fuera mal estudiante, un pupilo corriente y moliente sin
grandes notas en sus devaneos universitarios, demostraba su falta de formación.
Pero más allá de la atención a los expedientes académicos de sus días entre
tratados de Derecho o manuales de Filosofía y Letras, fue formándose un lector
anárquico, impulsivo y voraz. Con muy buen gusto. Que hurgaba sin parar en la
biblioteca familiar y acudía a los ultramarinos de las librerías, donde su
padre había abierto cuentas familiares. Así fue como, según Luis García
Montero, poeta granadino también, catedrático de Literatura en la universidad
de la ciudad que les alumbró a ambos, ha ido demostrando cómo sus lecturas
fueron determinantes en la infancia, adolescencia y a lo largo de toda su vida.
“Pudo parecer para algunos que estuvo mal preparado desde joven, pero no hizo
otra cosa, con todo lo que leyó, que saber utilizarlo en su provecho como autor
e ir así negociando su propia identidad, gracias a los libros que elegía”.
En Un lector llamado
Federico García Lorca, García Montero traza el retrato de un aspirante a
creador deslumbrado por Victor Hugo, tocado por Metamorfosis de Ovidio, seducido por El sueño de una noche de verano, de Shakespeare… Un genio que
deglutía páginas a su conveniencia e iba encontrando en muchos otros los
caminos de la sombría ambigüedad necesaria para expresar sus fantasmas íntimos
gracias a una poderosa semilla de sugerencia. Hay una frase del poeta que Luis
García Montero utiliza para la portada de su libro Un lector llamado Federico García Lorca: “Si tuviera hambre y
estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan: pediría medio pan y un
libro”. Esa era la clave de su dieta. Si tan solo, según él, se conservan
alrededor de 500 ejemplares de su biblioteca, más allá de extravíos en mitad
del exilio de su familia, García Montero contempla el hecho de que al autor de Poeta en Nueva York le apasionara
regalar libros por encima de acumularlos. Además, para él, la lectura iba unida
al poder del aire volatilizado en palabras, como la misma música. “Se formó
escuchando a doña Vicenta, su madre, leer en alto a los campesinos de la Vega
de Granada. Eso, unido a las conversaciones que escuchaba sin cesar en su casa,
conforman la raíz de su literatura, descendiente, en gran parte, de la pura
oralidad”. Se alió para ello con los simbolistas. Selló pactos con la tradición
para conducirla hacia una modernidad sin vuelta atrás y disfrazó sus tabúes
hasta convertirlos en arte gracias a Platón, Maeterlinck y a Oscar Wilde, pero
también a Machado, Unamuno, Juan Ramón Jiménez... “Cuando abres los ejemplares
que se conservan de su biblioteca en la Fundación García Lorca, ves que son
libros habitados, subrayados, llenos de anotaciones muy reveladoras, como una
que aparece en El tesoro de los humildes
de Maeterlinck a un lado donde escribe: “Hablar plata y callar oro”. En tiempos
donde la homosexualidad no podía exhibirse bajo pena de cárcel o cosas peores,
debió impactarle hasta lo más hondo De
profundis, el testimonio abiertamente identitario de Oscar Wilde, que le
costó pena de prisión. Si comulgaba con la búsqueda espiritual de Unamuno,
había algo innegociable que a la vez le separaba de él: “Su abierta enemistad
con todo rastro de lo sensual”, asegura García Montero. “Comulgaba con una
traslación de la intrahistoria a Andalucía, pero necesitaba construir dentro
del universo propio una sensualidad para su tierra”. El romanticismo fue uno de
sus troncos principales. “Lo defendía como culto, no hallaba mejor ataque al
sistema, ni manera de solidarizarse con los oprimidos”. Pero también los
clásicos de Grecia y Roma, que lo acercaban a la mitología. “Desde El banquete de Platón, a la Teogonía de Hesíodo o Metamorfosis de Ovidio —un libro en el
que según le dijo a una amiga íntima, lo encontraría todo—, Lorca exprimió a
los oráculos del Mediterráneo. En ellos hallaba amores y fusiones extrañas
tanto como transformaciones radicales, fuera de norma, que lo consolaban en su
miedo al rechazo”. Hurgaba sin parar en la biblioteca familiar y acudía a las
librerías De ahí, nada le impedía viajar a la modernidad que además le servían
Rubén Darío o Ibsen y a los referentes de robustez poética que encontraba en
Machado y Juan Ramón Jiménez. “Este le acogió desde el principio, aunque si
algún defecto —corregible— veía en él, era que escribía poemas demasiado largos
para su gusto”. Todos ellos le permitieron a menudo rescatar lo que Lorca
llamaba la mariposa ahogada en el tintero. Pero también las lecturas de T. S.
Eliot o Walt Whitman, de Bécquer, Zorrilla, Baudelaire o Ramón Gómez de la
Serna, “pese al daño que le debían producir sus prejuicios contra los
homosexuales”, anota García Montero. Daba igual, en cada texto intuía pistas,
mordía yugulares para extraer transfusiones de sangre útil a su propia voz.
“Era un vampiro, si te acercabas a él, te absorbía”.
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