domingo, 12 de junio de 2016

"Antonio Muñoz Molina, una poética en calzoncillos" (sobre Como la sombra que se va) por Íñigo F. Lomana



El multipremiado y academizado Antonio Muñoz Molina publicó el pasado mes de noviembre Como la sombra que se va, su última novela hasta la fecha. Inmediatamente después dio comienzo la estruendosa salva de panegíricos, ditirambos y lametones con la que el periodismo cultural español suele saludar este tipo de fenómenos editoriales. Gracias a El País hemos podido saber que el autor es un “militante de la sencillez” que posee no sólo una “rigurosa transparencia narrativa”, sino también “un fraseo medido para indagar entre las brumas”. Es un hecho cierto que el autor de Úbeda vive en un territorio narrativo cubierto por una espesa niebla. Sin embargo, resulta muy discutible que su fraseo pueda considerarse “medido”. En un alarde de profundidad teórica, un reseñador de El Cultural nos informaba de que el académico jienense se ha decantado en su madurez por “enfocar los grandes temas desde los mecanismos del estilo propio”. Estoy seguro de que los eruditos del futuro tendrán mucho trabajo analizando esta arriesgada aseveración. El siempre sagaz Pozuelo Yvancos puso el broche de oro a este festival afirmando en las páginas de ABC que a Muñoz “este libro le ha salido tan bueno porque el lector lo siente verdadero”, lo cual nos recuerda aquello que decía Nabokov de que cuando oímos a un crítico hablar de sinceridad, o es tonto el crítico o lo es el autor. Con la unánime aprobación de los mandarines, Como la sombra que se va acabó encaramándose al podio de las diez mejores novelas de 2014 (muy bien acompañada por Así empieza lo malo de Javier Marías y El impostor de Javier Cercas).
Los poderosos sensores creativos de Antonio Muñoz Molina captaron el primer chispazo compositivo de Como la sombra que se va durante un viaje a Lisboa en el año 2013. Eso es al menos lo que aseguran las glosas promocionales que escoltaron al libro hasta las tiendas. Al parecer, el académico se acordó entonces de algo que había leído unos años atrás: en 1968, después de asesinar a Martin Luther King en Memphis, James Earl Ray pasó cerca de diez días escondido en un sórdido hotel lisboeta. Esta palpitante sustancia literaria pedía a gritos un fino estilista que le diera forma. Pero Muñoz quería hacer de su nueva novela algo muy picante y sofisticado. Limitarse a narrar la huida de Ray estaba muy por debajo de su talento. Así que se puso a atar cabos. Después de hondas cavilaciones se dio cuenta del asombroso póquer de casualidades que tenía entre manos. No sólo había reparado en las andazas del asesino de Luther King en Lisboa precisamente durante una estancia en Lisboa, sino que además él era autor de un libro titulado El invierno en Lisboa, ¡para escribir el cual tuvo también que viajar a Lisboa a mediados de los ochenta! Delante de sus narices parpadeaban nada menos que cuatro Lisboas y cuatro planos temporales diferentes: el sueño de cualquier escritor contemporáneo. Entonces, ¿por qué no aprovechar esta increíble conjunción de tiempos y espacios para escribir un libro que fuera al mismo tiempo el relato de un famoso atentado, la autobiografía literaria de un escritor en ciernes y una profunda reflexión metanarrativa sobre la gestación de El invierno en Lisboa? Claro que sí: ¡por qué no! Al poeta de Mágina se le presentaba una oportunidad única para hablar de lo único para lo que está verdaderamente dotado: su insondable ego.
Nace así una novela pretenciosa, cursi y llena de sonronjantes clichés (todo el mundo en ella ríe a carcajadas, come a grandes bocados y tiene sensaciones sordas) en la que su autor se ha propuesto, entre muchas otras cosas casi todas ellas fallidas, darle a la ficción metanarrativa un refrescante toque personal. En la tradición metaliteraria previa a la publicación de esta obra, los escritores solían detener sus digresiones a las puertas del cuarto de baño. Allí despedían al lector y se retiraban a la sagrada soledad de sus váteres con un ejemplar de Narratología para seguir documentándose. Muñoz Molina considera este pudor innecesario. Con un gesto de franca complicidad nos invita a que le acompañemos hasta el retrete, desde donde tiene cosas muy importantes que decirnos sobre la vocación de escritor. Al fin y al cabo, ¿qué lector de El invierno en Lisboa no se ha preguntado alguna vez cómo le olía a su autor la primera meada del día? ¿Qué fan del académico no ha deseado ser testigo de una de sus diarreas? En Como la sombra que se va estas inquietudes han quedado satisfechas con un grado de detalle que le resultaría embarazoso hasta incluso al más fanático de los exhibicionistas.
Va a ser muy incómodo para mí reproducir el siguiente fragmento, pero les ruego que disfruten de las evidentes similitudes con T. S. Eliot: “Vomité a chorros en el suelo de la bañera” –nos confiesa el Premio Príncipe de Asturias de las Letras– “en el lavabo, en la taza del váter, en el espejo en el que no reconocía mi cara. Debajo de mis pies descalzos, el suelo era un charco de vómitos. Su hedor agrio de alcohol me provocaba más arcadas y me hacía vomitar más (…) Mi cuerpo zarandeado y aterido expulsaba inmundicias por todos sus caños. Había alcohol en el sudor, en los orines, en las heces, en el aliento”. Después de leer esta increíble marranada uno se pregunta, ¿qué función cumplen estas singulares confidencias en la trama o propósito general de la novela? ¿Qué relación guardan con Martin Luther King, con Lisboa o con el arte de escribir? El propio Muñoz Molina ha reconocido en una entrevista que su novela “no tiene esa metaliteratura que lleva al escritor al estrellato”. Por muy pedestre que resulte esta frase, nos sentimos obligados a darle la razón. La suya es más bien el tipo de metaliteratura que hace descender a su responsable hasta las más inquietantes simas del ridículo.

Hace tiempo ya que la metaficción dejó de ser un simple ejercicio experimental. Lo que John Barth llamó una vez literatura del agotamiento se ha transformado en nuestros días en una grotesca estrategia de marketing editorial que actúa desde el interior de las obras mismas. Cuando una novela es elevada a la condición de arte al margen de sus cualidades, necesita acudir a algún tipo de referente legitimador para proclamar su condición literaria. En el caso de Como la sombra que se va, su autor se esfuerza por convencernos de que la elección del punto de vista es en realidad un homenaje al prodigio narrativo de El gran Gatsby. Podemos afirmar con rotundidad que no es así, aunque tenemos que reconocer que el punto de vista elegido por Muñoz Molina logra también crear su propia atmósfera de inquietud y misterio. Durante cientos de páginas el lector tiene la impresión de que Ray es un retrasado mental, un caso clínico de oligofrenia. Sin embargo, el narrador que está filtrando los pensamientos del asesino nos revela en un determinado momento que  su “coeficiente intelectual” es de 108. ¡Cómo! −exclama el lector con el corazón encogido−. Entonces, ¿por qué teníamos la impresión de estar siendo interpelados por un idiota? ¿Quién era el borderline que nos hablaba? No estamos seguros. Pero intuimos que, además de Muñoz Molina, alguien más debe haber estado enredando con las voces narrativas. Un académico de la lengua jamás escribiría “coeficiente intelectual”.
El jurado que el pasado mes de marzo concedió a Como la sombra que se va el Premio de la Crítica de Andalucía ha destacado en su fallo que la obra contiene “sugerentes consideraciones teóricas sobre la novela”. ¿Ah, sí? Pues, ¡echémosle un ojo a alguna de esas valiosas aportaciones! Lo primero que su autor nos dice al respecto es que “la literatura se hace con lo que existe y con lo que no existe”. Inmediatamente después añade que el acto de escribir es “dejar cosas no dichas” y también “envolver a las personas y a los lugares en un celofán de belleza ilusoria”. ¿Sólo eso? ¡Que va!  La literatura consiste principalmente en “ir desde lo que no se sabe hasta lo que se sabe”. Generaciones enteras de artistas se zambullirán en este pozo de sabiduría para aprender del maestro. Pero Muñoz Molina tiene también importantes consejos que darnos acerca de cómo deben titularse las novelas. Presten atención: un título tiene que ser como “una llama encendida de lejos que alumbra apenas un material desconocido, una dudosa claridad de luna en un paisaje nocturno”. En ocasiones tenemos la impresión de estar leyendo un sencillo cuento infantil o un tosco manual para pacientes con taras neurológicas severas.
De la imaginación se afirma que “no puede predecir nada” ni tampoco “simular lo inesperado de la vida”. Vaya, parece que la imaginación no sirve para nada. Debe ser que se ha quedado sin fuerzas, como todos nosotros, al ser informada por el académico de que “el porvenir puede ser muy largo”. Sin embargo poco después nos enteramos de que “en el laboratorio de la imaginación se sintetizan experiencias beneficiosas igual que se sintetizan vitaminas en un laboratorio”. Esto hace que recuperemos un poco la confianza en el poder de la imaginación, ¿no? A continuación, Muñoz Molina aparta de un empujón a Gerard Genette y afirma con autoridad que “en lo que consiste una historia es en el progreso imparable hacia una conclusión (…) Una historia exige un final”.  Y, ¿qué es un final? Pues muy sencillo, “es una raya en el tiempo. El gesto puede ser tan rotundo pero en el fondo tan irrisorio como una raya trazada en el agua”. ¡Una raya trazada en el agua! “Oír a alguien llamarse a sí mismo escritor” –concluye el Premio Nacional de Literatura en 1988– “me sonaba tan embarazoso como oírlo llamarse poeta”. A mí también me pasa esto a veces, don Antonio.
La crítica ha señalado que la novela ofrece una “desasosegante memoria literaria de Lisboa”. No estoy seguro de que pueda hablarse en sentido estricto de una memoria literaria, pero puedo garantizarles que lo que se dice de la capital portuguesa es muy desasosegante. La Lisboa de Muñoz Molina está habitada por “hombres renegridos que enseñan sus pústulas al sol o se arrastran con las piernas cortadas”. ¿Quién no sentiría una profunda desazón al encontrarse con mendigos que serpentean por las calles cargados con sus miembros amputados? También merecen nuestra atención los maniquíes de la ciudad, de los que cabe destacar, entre otros asombrosos atributos, “sus miradas perdidas”. En esto deben diferenciarse, supongo, de los maniquíes de Boston que lo desarman a uno con sus ojazos llenos de intensidad. Y, ¡qué no decir de esas prostitutas asomadas a los balcones “con los pechos estallando por las camisas desgarradas”! Imagínense el pasmo del caminante que va escuchando estas deflagraciones mamarias mientras enfila las endemoniadas cuestas de Alfama. El lector debe tener claro que ha ingresado en un espacio literario a medio camino entre Mad Max El castillo de Otranto; una extravagante anti-tierra en la que, para colmo, se habla un idioma –el siempre exótico portugués– que produce en quien lo oye “una embriaguez acústica de promesas” y es “tan molesto como un jarabe”.
Después de mucho jadeo y mucho ahuecar los sobacos, alcanzamos por fin las últimas doscientas páginas. Lo primero que nos llama la atención es lo negligente que se ha vuelto la corrección del texto. De repente la sintaxis se hace juguetona y caprichosa. Las palabras empiezan a repetirse hasta tres y cuatro veces en la misma página, y a menudo también en la misma frase. En este tramo final, todos los seres humanos con los que nos encontramos son “pálidos”, lo cual es bastante comprensible dado que apenas existe un solo lugar que no esté en “penumbra”. Llegados a este punto, empieza a sorprendernos que la novela tenga sólo medio millar de páginas. A juzgar por el profundo desconocimiento que el escritor tiene tanto del noble arte de la elipsis como de los más básicos rudimentos de la ficción, bien pudiera haber abarcado trece volúmenes. Para Muñoz Molina narrar consiste en soltarnos todo lo que ha leído acerca de un asunto y adornarlo con cientos de “generalizaciones chorridentas”, como diría Manuel García Viñó, y montañas de infantiles metáforas. La crítica más indulgente ha definido esta práctica novelística como morosidad acumulativa. Con todo, la extensión de la obra cumple una función esencial: aturdir al lector para que pierda los puntos de referencia. A partir de un determinado momento uno tiene muchas dificultades para distinguir lo ridículo de lo normal; lo banal de lo relevante. Una función similar cumple la propia novela (y todas las que juegan en su misma liga) dentro del panorama de las letras españolas contemporáneas. Gracias a ellas lo mediocre se ha convertido en cima, facilitando así el trabajo de los duendes del marketing editorial que tienen a su merced a un público desorientado y entumecido.

Una vez acabada la novela, tenemos la certeza de que lo único que realmente le importaba a su autor era contarnos cómo cambió su vida tras la publicación de El invierno en Lisboa. En realidad el asesinato de Martin Luther King es una mera excusa para ventilar una serie de obsesiones personales relacionadas con el éxito, el ascenso social y el reconocimiento público. James Earl Ray no es más que un personaje secundario en la Gran Autobiografía de Antonio Muñoz Molina; la contrafigura de un fracasado por contraste con la cual debe brillar la fulgurante trayectoria intelectual del autor. Para que veamos cómo de saneada está la contabilidad del académico, se nos presentan algunas facturas e informes. Nos enteramos así de que el “dinero inesperado y como milagroso” de las ventas de El invierno en Lisboa le permitió abandonar su vida de “funcionario raso” en Granada. Lloramos de alegría cuando declara orgulloso que en lugar de coger el tren ahora se desplaza en avión. Tampoco escribe ya a máquina, en la actualidad pilota un potente Macbook Air. La irrelevancia de todos estos chismes es sobrecogedora.
La felicidad  que el éxito y el dinero han proporcionado a nuestro autor es tal que ha dejado el alcohol (y también la ocasional rayita de coca con la que lo acompañaba). Ahora escribe “bebiendo té, o agua fresca, o nada” porque “las mismas palabras fluyendo de los dedos y deslizándose por la pantalla del ordenador liberaban sus propias sustancias euforizantes”. ¡Sublime decisión! Las cosas le van tan bien que incluso ha dejado a su mujer –¡y eso que tenía una plaza de profesora “en propiedad”!− por una exuberante periodista de veintiocho años. Irrumpe así en la narración la coqueta Elvira Lindo. Como se pueden imaginar, los enamorados están consumidos por una pasión loca. En la cama el asunto echa chispas. En este paraíso erótico, el escritor descubre algunas verdades esenciales sobre la vida que, con su habitual generosidad, no tarda en compartir con nosotros. “La felicidad sexual” −afirma− “acentúa los colores en los sueños”. Nos preguntamos si existe algún límite para lo grotesco en esta novela  Finalmente la pareja se despide del lector. El amor que se profesan es maduro, sensato y  tiene algo de lucrativa joint venture. Fruto de este glorioso vínculo no sólo ha nacido Como la sombra que se va, sino también un volumen de fotografías −el intrascendente Memphis & Lisboa, escrito por la propia Elvira Lindo−  en el que se nos explica cómo compuso Antonio Muñoz Molina su última e inmemorial novela. Esperamos con impaciencia que se cierre pronto este bucle metanarrativo con una obra en la que el académico nos cuente cómo tomó su mujer esas fotos.
Con todo, lo más sorprendente de la última novela de Antonio Muñoz Molina no es su absoluta falta de cualidades literarias, sino el estado de trance que parece haber inducido en la mayor parte de la crítica española. Si nuestros suplementos culturales fueran algo más que meras maquinarias promocionales al servicio de intereses comerciales, cualquier obra con las carencias que ésta tiene habría sido sometida a un brutal escarnio público. Quizá no podamos exigirle a un autor que se eleve por encima de su talento (aunque sería deseable ver cómo se amplían los límites de éste de cuando en cuando). Pero lo que no podemos tolerar es que quienes se han arrogado el papel de árbitros del gusto –aduciendo para ello cuestiones de preeminencia intelectual– hagan su trabajo de una forma tan deshonesta y mercenaria. Tendemos a pensar que la corrupción es una suerte de anti-milagro que sucede en ámbitos de decisión alejados de lo cotidiano. Sin embargo, se trata de algo mucho más contaminante. Es eso que ocurre cada vez que las leyes del dinero se imponen sobre los deberes de la responsabilidad.  

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