El multipremiado y academizado Antonio Muñoz Molina publicó el
pasado mes de noviembre Como la sombra
que se va, su última novela hasta la fecha. Inmediatamente después dio
comienzo la estruendosa salva de panegíricos, ditirambos y lametones con la que
el periodismo cultural español suele saludar este tipo de fenómenos
editoriales. Gracias a El País hemos
podido saber que el autor es un “militante de la sencillez” que posee
no sólo una “rigurosa transparencia narrativa”, sino también “un
fraseo medido para indagar entre las brumas”. Es un hecho cierto que el autor
de Úbeda vive en un territorio narrativo cubierto por una espesa niebla. Sin
embargo, resulta muy discutible que su fraseo pueda considerarse “medido”. En
un alarde de profundidad teórica, un reseñador de El Cultural nos informaba de que el académico jienense se ha
decantado en su madurez por “enfocar los grandes temas desde los
mecanismos del estilo propio”. Estoy seguro de que los eruditos del futuro
tendrán mucho trabajo analizando esta arriesgada aseveración. El siempre sagaz
Pozuelo Yvancos puso el broche de oro a este festival afirmando en las páginas
de ABC que a Muñoz “este libro le ha
salido tan bueno porque el lector lo siente verdadero”, lo cual nos recuerda
aquello que decía Nabokov de que cuando oímos a un crítico hablar de
sinceridad, o es tonto el crítico o lo es el autor. Con la unánime aprobación
de los mandarines, Como la sombra
que se va acabó encaramándose al podio de las diez mejores novelas de
2014 (muy bien acompañada por Así empieza
lo malo de Javier Marías y El
impostor de Javier Cercas).
Los poderosos sensores creativos de Antonio Muñoz Molina captaron
el primer chispazo compositivo de Como
la sombra que se va durante un viaje a Lisboa en el año 2013. Eso es
al menos lo que aseguran las glosas promocionales que escoltaron al libro hasta
las tiendas. Al parecer, el académico se acordó entonces de algo que había
leído unos años atrás: en 1968, después de asesinar a Martin Luther King en
Memphis, James Earl Ray pasó cerca de diez días escondido en un sórdido hotel
lisboeta. Esta palpitante sustancia literaria pedía a gritos un fino estilista
que le diera forma. Pero Muñoz quería hacer de su nueva novela algo muy picante
y sofisticado. Limitarse a narrar la huida de Ray estaba muy por debajo de su
talento. Así que se puso a atar cabos. Después de hondas cavilaciones se dio
cuenta del asombroso póquer de casualidades que tenía entre manos. No sólo
había reparado en las andazas del asesino de Luther King
en Lisboa precisamente durante una estancia en Lisboa, sino
que además él era autor de un libro titulado El invierno en Lisboa, ¡para escribir el cual tuvo también que
viajar a Lisboa a mediados de los ochenta! Delante de sus narices
parpadeaban nada menos que cuatro Lisboas y cuatro planos temporales
diferentes: el sueño de cualquier escritor contemporáneo. Entonces, ¿por qué no
aprovechar esta increíble conjunción de tiempos y espacios para escribir un
libro que fuera al mismo tiempo el relato de un famoso atentado, la
autobiografía literaria de un escritor en ciernes y una profunda reflexión
metanarrativa sobre la gestación de El
invierno en Lisboa? Claro que sí: ¡por qué no! Al poeta de Mágina se le
presentaba una oportunidad única para hablar de lo único para lo que está
verdaderamente dotado: su insondable ego.
Nace así una novela pretenciosa, cursi y llena de sonronjantes
clichés (todo el mundo en ella ríe a carcajadas, come a grandes bocados y
tiene sensaciones sordas) en la que su autor se ha propuesto, entre muchas
otras cosas casi todas ellas fallidas, darle a la ficción metanarrativa un
refrescante toque personal. En la tradición metaliteraria previa a la
publicación de esta obra, los escritores solían detener sus digresiones a las
puertas del cuarto de baño. Allí despedían al lector y se retiraban a la
sagrada soledad de sus váteres con un ejemplar de Narratología para
seguir documentándose. Muñoz Molina considera este pudor innecesario. Con un
gesto de franca complicidad nos invita a que le acompañemos hasta el retrete,
desde donde tiene cosas muy importantes que decirnos sobre la vocación de
escritor. Al fin y al cabo, ¿qué lector de El invierno en Lisboa no se ha preguntado alguna vez cómo le
olía a su autor la primera meada del día? ¿Qué fan del académico no ha deseado
ser testigo de una de sus diarreas? En Como
la sombra que se va estas inquietudes han quedado satisfechas con un
grado de detalle que le resultaría embarazoso hasta incluso al más fanático de
los exhibicionistas.
Va a ser muy incómodo para mí reproducir el siguiente fragmento,
pero les ruego que disfruten de las evidentes similitudes con T. S. Eliot:
“Vomité a chorros en el suelo de la bañera” –nos confiesa el Premio Príncipe de
Asturias de las Letras– “en el lavabo, en la taza del váter, en el espejo en el
que no reconocía mi cara. Debajo de mis pies descalzos, el suelo era un charco
de vómitos. Su hedor agrio de alcohol me provocaba más arcadas y me hacía
vomitar más (…) Mi cuerpo zarandeado y aterido expulsaba inmundicias por todos
sus caños. Había alcohol en el sudor, en los orines, en las heces, en el
aliento”. Después de leer esta increíble marranada uno se pregunta, ¿qué
función cumplen estas singulares confidencias en la trama o propósito general
de la novela? ¿Qué relación guardan con Martin Luther King, con Lisboa o con el
arte de escribir? El propio Muñoz Molina ha reconocido en una entrevista que su
novela “no tiene esa metaliteratura que lleva al escritor al estrellato”. Por
muy pedestre que resulte esta frase, nos sentimos obligados a darle la razón. La
suya es más bien el tipo de metaliteratura que hace descender a su responsable
hasta las más inquietantes simas del ridículo.
Hace tiempo ya que la metaficción dejó de ser un simple ejercicio
experimental. Lo que John Barth llamó una vez literatura del agotamiento se
ha transformado en nuestros días en una grotesca estrategia de marketing
editorial que actúa desde el interior de las obras mismas. Cuando una novela es
elevada a la condición de arte al margen de sus cualidades, necesita acudir a
algún tipo de referente legitimador para proclamar su condición literaria. En
el caso de Como la sombra que se va,
su autor se esfuerza por convencernos de que la elección del punto de vista es
en realidad un homenaje al prodigio narrativo de El gran Gatsby. Podemos afirmar con rotundidad que no es así,
aunque tenemos que reconocer que el punto de vista elegido por Muñoz Molina
logra también crear su propia atmósfera de inquietud y misterio. Durante
cientos de páginas el lector tiene la impresión de que Ray es un retrasado
mental, un caso clínico de oligofrenia. Sin embargo, el narrador que está
filtrando los pensamientos del asesino nos revela en un determinado momento
que su “coeficiente intelectual” es de 108. ¡Cómo! −exclama el lector con
el corazón encogido−. Entonces, ¿por qué teníamos la impresión de estar siendo
interpelados por un idiota? ¿Quién era el borderline que nos hablaba? No estamos seguros. Pero intuimos
que, además de Muñoz Molina, alguien más debe haber estado enredando con las
voces narrativas. Un académico de la lengua jamás escribiría “coeficiente
intelectual”.
El jurado que el pasado mes de marzo concedió a Como la sombra que se va el Premio
de la Crítica de Andalucía ha destacado en su fallo que la obra contiene “sugerentes
consideraciones teóricas sobre la novela”. ¿Ah, sí? Pues, ¡echémosle un ojo a
alguna de esas valiosas aportaciones! Lo primero que su autor nos dice al
respecto es que “la literatura se hace con lo que existe y con lo que no
existe”. Inmediatamente después añade que el acto de escribir es “dejar cosas
no dichas” y también “envolver a las personas y a los lugares en un
celofán de belleza ilusoria”. ¿Sólo eso? ¡Que va! La literatura consiste
principalmente en “ir desde lo que no se sabe hasta lo que se sabe”.
Generaciones enteras de artistas se zambullirán en este pozo de sabiduría para
aprender del maestro. Pero Muñoz Molina tiene también importantes consejos que
darnos acerca de cómo deben titularse las novelas. Presten atención: un título
tiene que ser como “una llama encendida de lejos que alumbra apenas un material
desconocido, una dudosa claridad de luna en un paisaje nocturno”. En ocasiones
tenemos la impresión de estar leyendo un sencillo cuento infantil o un tosco
manual para pacientes con taras neurológicas severas.
De la imaginación se afirma que “no puede predecir nada” ni
tampoco “simular lo inesperado de la vida”. Vaya, parece que la
imaginación no sirve para nada. Debe ser que se ha quedado sin fuerzas, como
todos nosotros, al ser informada por el académico de que “el porvenir
puede ser muy largo”. Sin embargo poco después nos enteramos de que “en el
laboratorio de la imaginación se sintetizan experiencias beneficiosas igual que
se sintetizan vitaminas en un laboratorio”. Esto hace que recuperemos un poco
la confianza en el poder de la imaginación, ¿no? A continuación, Muñoz Molina
aparta de un empujón a Gerard Genette y afirma con autoridad que “en lo que
consiste una historia es en el progreso imparable hacia una conclusión (…) Una
historia exige un final”. Y, ¿qué es un final? Pues muy sencillo, “es una
raya en el tiempo. El gesto puede ser tan rotundo pero en el fondo tan
irrisorio como una raya trazada en el agua”. ¡Una raya trazada en el agua! “Oír
a alguien llamarse a sí mismo escritor” –concluye el Premio Nacional de
Literatura en 1988– “me sonaba tan embarazoso como oírlo llamarse poeta”. A mí
también me pasa esto a veces, don Antonio.
La crítica ha señalado que la novela ofrece
una “desasosegante memoria literaria de Lisboa”. No estoy seguro de que
pueda hablarse en sentido estricto de una memoria literaria, pero puedo
garantizarles que lo que se dice de la capital portuguesa es muy desasosegante.
La Lisboa de Muñoz Molina está habitada por “hombres renegridos que
enseñan sus pústulas al sol o se arrastran con las piernas cortadas”. ¿Quién no
sentiría una profunda desazón al encontrarse con mendigos que serpentean por
las calles cargados con sus miembros amputados? También merecen nuestra
atención los maniquíes de la ciudad, de los que cabe destacar, entre otros
asombrosos atributos, “sus miradas perdidas”. En esto deben diferenciarse,
supongo, de los maniquíes de Boston que lo desarman a uno con sus ojazos llenos
de intensidad. Y, ¡qué no decir de esas prostitutas asomadas a los
balcones “con los pechos estallando por las camisas desgarradas”!
Imagínense el pasmo del caminante que va escuchando estas deflagraciones
mamarias mientras enfila las endemoniadas cuestas de Alfama. El lector debe
tener claro que ha ingresado en un espacio literario a medio camino entre Mad Max y El castillo de Otranto; una extravagante anti-tierra en la que,
para colmo, se habla un idioma –el siempre exótico portugués– que produce en
quien lo oye “una embriaguez acústica de promesas” y es “tan molesto
como un jarabe”.
Después de mucho jadeo y mucho ahuecar los sobacos, alcanzamos por
fin las últimas doscientas páginas. Lo primero que nos llama la atención es lo
negligente que se ha vuelto la corrección del texto. De repente la sintaxis se
hace juguetona y caprichosa. Las palabras empiezan a repetirse hasta tres y
cuatro veces en la misma página, y a menudo también en la misma frase. En este
tramo final, todos los seres humanos con los que nos encontramos son “pálidos”,
lo cual es bastante comprensible dado que apenas existe un solo lugar que no
esté en “penumbra”. Llegados a este punto, empieza a sorprendernos que la
novela tenga sólo medio millar de páginas. A juzgar por el profundo
desconocimiento que el escritor tiene tanto del noble arte de la elipsis como
de los más básicos rudimentos de la ficción, bien pudiera haber abarcado trece
volúmenes. Para Muñoz Molina narrar consiste en soltarnos todo lo que ha leído
acerca de un asunto y adornarlo con cientos de
“generalizaciones chorridentas”, como diría Manuel García Viñó, y montañas
de infantiles metáforas. La crítica más indulgente ha definido esta práctica
novelística como morosidad acumulativa. Con todo, la extensión de la
obra cumple una función esencial: aturdir al lector para que pierda los puntos
de referencia. A partir de un determinado momento uno tiene muchas dificultades
para distinguir lo ridículo de lo normal; lo banal de lo relevante. Una función
similar cumple la propia novela (y todas las que juegan en su misma liga)
dentro del panorama de las letras españolas contemporáneas. Gracias a ellas lo
mediocre se ha convertido en cima, facilitando así el trabajo de los duendes
del marketing editorial que tienen a su merced a un público desorientado y
entumecido.
Una vez acabada la novela, tenemos la certeza de que lo único que
realmente le importaba a su autor era contarnos cómo cambió su vida tras la
publicación de El invierno en Lisboa. En realidad el asesinato de
Martin Luther King es una mera excusa para ventilar una serie de obsesiones
personales relacionadas con el éxito, el ascenso social y el reconocimiento
público. James Earl Ray no es más que un personaje secundario en la Gran
Autobiografía de Antonio Muñoz Molina; la contrafigura de un fracasado por
contraste con la cual debe brillar la fulgurante trayectoria intelectual del
autor. Para que veamos cómo de saneada está la contabilidad del académico, se
nos presentan algunas facturas e informes. Nos enteramos así de que
el “dinero inesperado y como milagroso” de las ventas de El
invierno en Lisboa le permitió abandonar su vida de “funcionario
raso” en Granada. Lloramos de alegría cuando declara orgulloso que en
lugar de coger el tren ahora se desplaza en avión. Tampoco escribe ya a
máquina, en la actualidad pilota un potente Macbook
Air. La irrelevancia de todos estos chismes es sobrecogedora.
La felicidad que el éxito y el dinero han proporcionado a
nuestro autor es tal que ha dejado el alcohol (y también la ocasional rayita de
coca con la que lo acompañaba). Ahora escribe “bebiendo té, o agua fresca, o
nada” porque “las mismas palabras fluyendo de los dedos y deslizándose por la
pantalla del ordenador liberaban sus propias sustancias euforizantes”. ¡Sublime
decisión! Las cosas le van tan bien que incluso ha dejado a su mujer –¡y eso
que tenía una plaza de profesora “en propiedad”!− por una exuberante
periodista de veintiocho años. Irrumpe así en la narración la coqueta Elvira
Lindo. Como se pueden imaginar, los enamorados están consumidos por una pasión
loca. En la cama el asunto echa chispas. En este paraíso erótico, el escritor
descubre algunas verdades esenciales sobre la vida que, con su habitual
generosidad, no tarda en compartir con nosotros. “La felicidad sexual” −afirma−
“acentúa los colores en los sueños”. Nos preguntamos si existe algún límite
para lo grotesco en esta novela Finalmente la pareja se despide del
lector. El amor que se profesan es maduro, sensato y tiene algo de
lucrativa joint venture. Fruto
de este glorioso vínculo no sólo ha nacido Como la sombra que se va, sino
también un volumen de fotografías −el intrascendente Memphis & Lisboa, escrito por la propia Elvira
Lindo− en el que se nos explica cómo compuso Antonio Muñoz Molina su
última e inmemorial novela. Esperamos con impaciencia que se cierre pronto este
bucle metanarrativo con una obra en la que el académico nos cuente cómo tomó su
mujer esas fotos.
Con todo, lo más sorprendente de la última novela de Antonio Muñoz
Molina no es su absoluta falta de cualidades literarias, sino el estado de
trance que parece haber inducido en la mayor parte de la crítica española. Si
nuestros suplementos culturales fueran algo más que meras maquinarias
promocionales al servicio de intereses comerciales, cualquier obra con las
carencias que ésta tiene habría sido sometida a un brutal escarnio público.
Quizá no podamos exigirle a un autor que se eleve por encima de su talento
(aunque sería deseable ver cómo se amplían los límites de éste de cuando en
cuando). Pero lo que no podemos tolerar es que quienes se han arrogado el papel
de árbitros del gusto –aduciendo para ello cuestiones de preeminencia
intelectual– hagan su trabajo de una forma tan deshonesta y mercenaria.
Tendemos a pensar que la corrupción es una suerte de anti-milagro que sucede en
ámbitos de decisión alejados de lo cotidiano. Sin embargo, se trata de algo mucho
más contaminante. Es eso que ocurre cada vez que las leyes del dinero se
imponen sobre los deberes de la responsabilidad.
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