miércoles, 29 de junio de 2016

De la Toscana a Venecia: III Bolonia y Padua


A Bolonia todavía no han llegado los bárbaros. En sus calles se respira el aire decadente del ocio dominical. El sosiego, el silencio, el rumor del agua de una manguera cayendo sobre las losas de granito ayudan a disfrutar de los sólidos edificios universitarios. El pasado y el presente se concitan al pie de las dos torres inclinadas (sí, también aquí se tuercen las alturas medievales como lacayos rindiendo pleitesía). En la plaza Mayor está todo dispuesto para celebrar un festival de cine. Las sillas de plástico blanco contrastan con la reciedumbre de la piedra antigua como la gran pantalla rodeada de edificios medievales en los que el mármol no pudo conquistar por completo las fachadas. El adobe rojo muestra los músculos de la catedral, despellejada de la piel de mármol hasta su mitad. La morosidad del domingo permite disfrutar de la belleza y del pasado sin el enervante tráfago de las riadas de bárbaros.
Bajamos por una calzada romana cuyas losas aguantan sin inmutarse los cantos festivos de nuestros muchachos (del himno del Sevilla a la canción de Marco, pasando por el costumbrismo religioso). La gente observa divertida y abochornada la procesión.
Recorremos unos cuantos kilómetros en autobús, pero al bajar parece como si hubiéramos cruzado la frontera de otro continente. Las cúpulas orientales de la basílica de San Antonio de Padua recuerdan a Constantinopla. También la abierta plaza cruzada por canales y puentes. Es la fiesta de San Antonio. Las imágenes religiosas franquean la entrada de la basílica y estremecen por su patetismo: una mezcla de ninots falleros e ídolos mexicanos. Dentro, dos largas colas rinden culto a la superstición: en una se espera para venerar la tumba de san Antonio; en la otra, para besar las reliquias del santo. Un tránsito al Paraíso, la última posta antes de saborear la delicia de Venecia.  

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