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viernes, 24 de abril de 2015
Discurso de Juan Goytisolo (entrega del Premio Cervantes 2014)
A la llana y sin rodeos
En términos generales, los escritores se dividen en dos esferas o clases: la de quienes
conciben su tarea como una carrera y la de quienes la viven como una adicción. El
encasillado en las primeras cuida de su promoción y visibilidad mediática, aspira a
triunfar. El de las segundas, no. El cumplir consigo mismo le basta y si, como sucede
a veces, la adicción le procura beneficios materiales, pasa de la categoría de adicto a
la de camello o revendedor. Llamaré a los del primer apartado, literatos y a los del
segundo, escritores a secas o más modestamente incurables aprendices de escribidor.
A comienzos de mi larga trayectoria, primero de literato, luego de aprendiz de
escribidor, incurrí en la vanagloria de la búsqueda del éxito -atraer la luz de los focos,
“ser noticia”, como dicen obscenamente los parásitos de la literatura- sin parar
mientes en que, como vio muy bien Manuel Azaña, una cosa es la actualidad efímera
y otra muy distinta la modernidad atemporal de las obras destinadas a perdurar pese
al ostracismo que a menudo sufrieron cuando fueron escritas. La vejez de lo nuevo se
reitera a lo largo del tiempo con su ilusión de frescura marchita. El dulce señuelo de
la fama sería patético si no fuera simplemente absurdo. Ajena a toda manipulación y
teatro de títeres, la verdadera obra de arte no tiene prisas: puede dormir durante
décadas como La regenta o durante siglos como La lozana andaluza. Quienes
adensaron el silencio en torno a nuestro primer escritor y lo condenaron al anonimato
en el que vivía hasta la publicación del Quijote no podían imaginar siquiera que la
fuerza genésica de su novela les sobreviviría y alcanzaría una dimensión sin fronteras
ni épocas.
“Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria”, escribe
Fernando Pessoa, y coincido enteramente con él. Ser objeto de halagos por la
institución literaria me lleva a dudar de mí mismo, ser persona non grata a ojos de
ella me reconforta en mi conducta y labor. Desde la altura de la edad, siento la
aceptación del reconocimiento como un golpe de espada en el agua, como una inútil
celebración.
Mi condición de hombre libre conquistada a duras penas invita a la modestia. La
mirada desde la periferia al centro es más lúcida que a la inversa y al evocar la lista
de mis maestros condenados al exilio y silencio por los centinelas del canon nacionalcatólico
no puedo menos que rememorar con melancolía la verdad de sus críticas y
ejemplar honradez. La luz brota del subsuelo cuando menos se la espera. Como dijo
con ironía Dámaso Alonso tras el logro de su laborioso rescate del hasta entonces
ninguneado Góngora, ¡quién pudiera estar aún en la oposición!
Mi instintiva reserva a los nacionalismos de toda índole y sus identidades totémicas,
incapaces de abarcar la riqueza y diversidad de su propio contenido, me ha llevado a
abrazar como un salvavidas la reivindicada por Carlos Fuentes nacionalidad
cervantina. Me reconozco plenamente en ella. Cervantear es aventurarse en el
territorio incierto de lo desconocido con la cabeza cubierta con un frágil yelmo bacía.
Dudar de los dogmas y supuestas verdades como puños nos ayuda a eludir el dilema
que nos acecha entre la uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la
tecnociencia en el mundo globalizado de hoy y la previsible reacción violenta de las
identidades religiosas o ideológicas que sienten amenazados sus credos y esencias.
En vez de empecinarse en desenterrar los pobres huesos de Cervantes y
comercializarlos tal vez de cara al turismo como santas reliquias fabricadas
probablemente en China, ¿no sería mejor sacar a la luz los episodios oscuros de su
vida tras su rescate laborioso de Argel? ¿Cuántos lectores del Quijote conocen las
estrecheces y miseria que padeció, su denegada solicitud de emigrar a América, sus
negocios fracasados, estancia en la cárcel sevillana por deudas, difícil acomodo en el
barrio malfamado del Rastro de Valladolid con su esposa, hija, hermana y sobrina en
1605, año de la Primera Parte de su novela, en los márgenes más promiscuos y bajos
de la sociedad?
Hace ya algún tiempo, dediqué unas páginas a los titulados Documentos cervantinos
hasta ahora inéditos del presbítero Cristóbal Pérez Pastor, impresos en 1902 con el
propósito, dice, de que “reine la verdad y desaparezcan las sombras”, obra cuya
lectura me impresionó en la medida en que, pese a sus pruebas fehacientes y a otras
indagaciones posteriores, la verdad no se ha impuesto fuera de un puñado de eruditos,
y más de un siglo después las sombras permanecen. Sí, mientras se suceden las
conferencias, homenajes, celebraciones y otros actos oficiales que engordan a la
burocracia oficial y sus vientres sentados, (la expresión es de Luis Cernuda) pocos,
muy pocos se esfuerzan en evocar sin anteojeras su carrera teatral frustrada, los tantos
años en los que, dice en el prólogo del Quijote, “duermo en el silencio del olvido”:
ese “poetón ya viejo” (más versado en desdichas que en versos) que aguarda en
silencio el referendo del falible legislador que es el vulgo.
Alcanzar la vejez es comprobar la vacuidad y lo ilusorio de nuestras vidas, esa
“exquisita mierda de la gloria” de la que habla Gabriel García Márquez al referirse a
las hazañas inútiles del coronel Aureliano Buendía y de los sufridos luchadores de
Macondo. El ameno jardín en el que transcurre la existencia de los menos, no debe
distraernos de la suerte de los más en un mundo en el que el portentoso progreso de
las nuevas tecnologías corre parejo a la proliferación de las guerras y luchas
mortíferas, el radio infinito de la injusticia, la pobreza y el hambre.
Es empresa de los caballeros andantes, decía don Quijote, “deshacer tuertos y
socorrer y acudir a los miserables” e imagino al hidalgo manchego montado a lomos
de Rocinante acometiendo lanza en ristre contra los esbirros de la Santa Hermandad
que proceden al desalojo de los desahuciados, contra los corruptos de la ingeniería
financiera o, a Estrecho traviesa, al pie de las verjas de Ceuta y Melilla que él toma
por encantados castillos con puentes levadizos y torres almenadas socorriendo a unos
inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de vida y el ansia de libertad.
Sí, al héroe de Cervantes y a los lectores tocados por la gracia de su novela nos
resulta difícil resignarnos a la existencia de un mundo aquejado de paro, corrupción,
precariedad, crecientes desigualdades sociales y exilio profesional de los jóvenes
como en el que actualmente vivimos. Si ello es locura, aceptémosla. El buen Sancho
encontrará siempre un refrán para defenderla.
El panorama a nuestro alcance es sombrío: crisis económica, crisis política, crisis
social. Según las estadísticas que tengo a mano, más del 20% de los niños de nuestra
Marca España vive hoy bajo el umbral de la pobreza, una cifra con todo inferior a la
del nivel del paro. Las razones para indignarse son múltiples y el escritor no puede
ignorarlas sin traicionarse a sí mismo. No se trata de poner la pluma al servicio de
una causa, por justa que sea, sino de introducir el fermento contestatario de esta en el
ámbito de la escritura. Encajar la trama novelesca en el molde de unas formas
reiteradas hasta la saciedad condena la obra a la irrelevancia y una vez más, en la
encrucijada, Cervantes nos muestra el camino. Su conciencia del tiempo “devorador y
consumidor de las cosas” del que habla en el magistral capítulo IX de la Primera
Parte del libro le indujo a adelantarse a él y a servirse de los géneros literarios en
boga como material de derribo para construir un portentoso relato de relatos que se
despliega hasta el infinito. Como dije hace ya bastantes años, la locura de Alonso
Quijano trastornado por sus lecturas se contagia a su creador enloquecido por los
poderes de la literatura. Volver a Cervantes y asumir la locura de su personaje como
una forma superior de cordura, tal es la lección del Quijote. Al hacerlo no nos
evadimos de la realidad inicua que nos rodea. Asentamos al revés los pies en ella.
Digamos bien alto que podemos. Los contaminados por nuestro primer escritor no
nos resignamos a la injusticia.
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