Me llamó esa noche… y fue. La multitud agolpada en las
estrechas callejas de la vetusta ciudad. La emoción contenida de innúmeras
almas que se hermanan en un solo sentimiento. La devoción que abriga como un
manto de lana en una fría noche a la intemperie. Nunca había sentido el fervor
de la masa, la conmoción de fundirse en uno con todo un pueblo. Noté una herida
luminosa en lo más profundo, una saeta de cera fundida atravesándome el pecho,
un dolor dulce lamiéndome las entrañas. Noté el fuego de sus mejillas
sonrosadas al verlo aparecer por encima de las cabezas de la multitud, flotando
sobre los hombros de los costaleros. Lo vi, me miró… y fue. Iluminó mi noche
oscura del alma con llama de amor viva y coreamos al unísono el cántico
espiritual como si las gargantas se hubieran fundido en una sola voz: “¡Genaro,
Genaro, Genaro es cojonudo...” La Moncha había avisado con una teta fuera,
avivada la imagen por el vaivén de los penitentes. Pero no esperaba la
conmoción de su mirada; una mano alzando la botella de orujo al cielo, la otra
asida a la farola que sirve de báculo al señalado con el poder del licor
ardiente. Su nariz esculpida con mano diestra para señalar el fuego de la
ebriedad, Pasó bajo mi consternación y llegaron como un fogonazo los tres
misterios que iluminan la vida de un redimido:
1. 1. El bofetón de tu padre al llegar a casa por
primera vez con la mirada turbia,
2. 2. La primera mañana que preguntas por lo que hiciste
la noche anterior.
3. 3. La noche que recibes la iluminación de Genarín por transustanciación del orujo en fe.
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