Disfruté de Otelo (versión de Eduardo Vasco, interpretada por la compañía "Noviembre") en el Festival de Almagro, lo sentí vivo, salvaje, terrible, sajando las miserias del alma humana con un cuchillo mellado que iba destrozando todos los nervios del cuerpo. Sentí los escupitajos de Yago y de Otelo como si sus diatribas fueran contra mí, como si yo fuera el interlocutor único de sus parlamentos. La complicidad de los dos protagonistas nos ofreció un Otelo espléndido que se aprovechó de un texto sin afectaciones arqueológicas, natural, excelente.
"Los hombres son estómagos y nosotras su alimento. Disfrutan cuando nos digieren y cuando se cansan de nosotras, nos vomitan", así define a los hombres la esposa de Yago. "Nuestra voluntad depende de con quién hablemos, de quién nos trate. No existe la virtud... Llena tu bolsa de dinero", dice Yago a Rodrigo para convencerlo de la traición. Al ver el retrato de la miserable condición humana, al comprobar con qué maestría es capaz Shakespeare de mostrarla, el público sentía que todo lo que se decía sobre el escenario se decía contra él o contra su vecino, no solo contra los personajes que aparecían en escena.
Alguien que es capaz de denunciar así la estulticia del hombre no ha muerto, conmueve más que cualquiera de las palabras inanes que oímos a lo largo del día, provoca más convulsiones que muchas de las pasiones que vivimos.
He visto muchas representaciones (inmejorables) de Lope, de Calderón, de Tirso, de Rojas Zorrilla, de Moreto. En algunas de ellas me he emocionado, he gozado del teatro como si fuera verdadera vida, pero nada comparable a los textos de Shakespeare. Con el inglés no son necesarias las referencias históricas, ni el conocimiento del mundo barroco, ni siquiera las básicas concepciones de la representación teatral. Para disfrutar de Shakespeare, para sufrir con Shakespeare, solo es necesario estar vivo y haber sido hombre o mujer, nada más y nada menos.
Existe el peligro de asistir a un Shakespeare desnaturalizado por traductores o directores iluminados y aborrecerlo para siempre (por desgracia es muy frecuente), pero cuando se tiene la suerte de ver a Shakespeare desnudo uno se ve a sí mismo desnudo y siente vergüenza de su condición.
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