miércoles, 30 de julio de 2014

"Dan Brown con paperas": Primer episodio ("La mafia calabresa en los foros romanos")


En el foro romano, junto al altar de Julio César, se acababa de descubrir una cabeza de gaviota recién cortada. De su cuello aún chorreaba un hilo denso de sangre que humedecía las monedas con que se honra en la actualidad la divinidad del primer emperador de Roma. Ni en la Guerra de las Galias profetizó Julio César que se le opondrían enemigos tan extravagantes veintiún siglos más tarde.
Fue una chica de 14 años la que descubrió la singular ofrenda. En la entrada del altar, un grupo de turistas malayos y otro de finlandeses se hacían selfies en escorzos imposibles sobre las piedras del templo de Vesta. Al escuchar el grito de espanto de la chica, entraron en el altar en fila de uno, como corresponde a turistas bien educados. Por unanimidad, después de una conferencia más difícil que la de Yalta, celebrada sobre las losas resbaladizas de una calzada romana, decidieron avisar a un grupo de carabinieri que se encontraba cerca de los urinarios. Les costó a los guardias atenderlos y dejar los móviles con los que hablaban a gritos de amor y de comida.
La cabeza de la gaviota sobre el altar de Julio César provocó el repeluzno de los carabinieri, de suyo muy dados a la superstición y a la conversación animada sobre la salsa apropiada para las mujeres y para el linguine. En un cónclave que duró todavía más que el de los turistas, llegaron a la conclusión de que la cabeza de la gaviota suponía una amenaza de la mafia calabresa contra el papado. Una semana antes, el papa Francisco, en sermón revolucionario, se metió con los miembros de esta organización criminal y los excomulgó, pese al fervor católico que muestran en todos sus asesinatos.
Los carabinieri decidieron que dos de los turistas (uno malayo y otro de Helsinki, junto a la chica española de 14 años) los acompañaran al Coliseo para hablar con el capo de la sección de crímenes contra el Estado del Vaticano. Los alrededores del monumento estaban atestados de turistas (no solo malayos y finlandeses). Entraron con mucha dificultad en el interior del Coliseo y con el peligro de perder su dignidad, tras sortear a fotógrafos armados con los trípodes más atrevidos, vendedores hindúes con rosas y paraguas y centuriones romanos con penachos de fantasía.
El despacho del capo de asuntos para crímenes vaticanos desarrollaba su actividad en los sótanos del Coliseo, lugar prohibido a los turistas. Allí era donde los sucesores de Julio César encerraban a los animales exóticos traídos de África para exhibirlos en la arena del anfiteatro. En concreto, Balbino della Vorágine, comisario de carabinieri, se sentaba delante de las argollas con las que en tiempos de Trajano sujetaban a las hienas antes de sacarlas al ruedo.
Al dejar la cabeza del ave sobre su mesa y contarle dónde la había encontrado la adolescente, Balbino se alteró y llegó a la misma conclusión que los carabinieri (a él no le hizo falta cónclave, por algo le llaman el Capo Vaticano). Se levantó y abrió un armario de diseño que tenía tras él. Sacó un trapo en el que estaban envueltas las patas de la misma gaviota que había perdido la cabeza en el altar de Julio César (un rápido examen de RH dio pruebas de ello). Según relató, esa misma mañana habían encontrado las patas del pájaro en las rodillas del Moisés, en el interior de San Pietro in Vincoli. Del templo habían desaparecido también las cadenas con que sujetaron a San Pedro en la prisión, expuestas hasta entonces en una urna de cristal para solaz de los amantes del exvoto. Todo apuntaba sin duda a un caso complicado, digno de aparecer en los papeles y los noticieros de medio mundo.
Al Capo Vaticano se le veía entusiasmado, y no era para menos, llevaba más de dos años dedicándose a atemorizar a turistas que habían intentado pernoctar en el interior del Coliseo. Se había puesto de moda entre viajeros neozelandeses quedarse dentro del anfiteatro después de la visita, para cenar y luego dormir en el entarimado que cubre una parte del ruedo romano. Esa fue la única misión del comisario durante más de dos años: sacar turistas neozelandeses del Coliseo después de amenazarlos y hacerles llorar en una celda preparada al efecto para los interrogatorios. Un policía de película como Balbino, de mejor porte que Montalbano y con la medalla del Quirinale cosida en su pecho, no soportaba vivir así.
Interrogó eufórico a los turistas y luego los llevó hasta San Pietro in Vincoli. Quería que conocieran cómo actúa un verdadero profesional, cómo se implica en las pesquisas y, sobre todo, le interesaba que alguno de ellos pudiera dar noticia en los periódicos, en la radio o aún mejor, en la televisión, de su pericia como investigador privado en defensa de la verdad y la justicia. Comenzaba una aventura por toda Roma que poco tendría que envidiar a las mejores historias de Dan Brown. Así pensaba el comisario, mientras recorría a todo trapo las calles de la ciudad, sin reparar en los transeúntes que clamaban por que algún coche parara en un paso de cebra... CONTINUARÁ.    

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