sábado, 5 de julio de 2014

De Almagro al cielo, pasando por Teresa de Ávila (Julia Gutiérrez Caba)



Al llegar al antiguo convento de Almagro escucho una conferencia sobre el misoneísmo en la Edad Media. El temor a lo nuevo que sentía el hombre medieval se presiente al contemplar los patios inmóviles del convento. Dos torreones de laureles defienden la insignificancia del pozo que ocupa el centro del claustro. Desde la celda restaurada se respira un sosiego sin movimiento que parece recoger ese sentido de que nada ha de moverse, de que todo debe permanecer incólume para no conturbarnos. Solo el gañido de un mirlo rompe el cuadro estático que contemplo desde la ventana. La celda se conserva con un gusto por lo antiguo ya extraño. Me parece sentir en la cerámica del suelo las huellas de un monje atribulado por los deseos carnales, percibo en la comba de los sillones recios la gravedad de un hábito que reposa su pasar mecánico de horas y rezos. Tras el vano del ventanuco unas palomas zurean para arrullar la lentitud del verano. Puedo oler el misoneísmo de los clásicos, puedo percibir el pánico de que un cambio trastorne la esencia de lo inmóvil, aunque sigo escuchando a través de mis auriculares de última generación la conferencia de un poeta moderno que habla de la revolución que van a provocar sus teorías.

La modernidad que nos empuja al  “filoneísmo” choca de frente contra esa otra sociedad que perseguía lo inmutable. Si ayer mismo no hubiera escuchado a Julia Gutiérrez Caba transformada en Teresa de Jesús, no me asaltarían estas debilidades mentales. “Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero…” decía la santa Julia, animada por la voz de Teresa Caba confundidas en una. La emoción contenida del éxtasis de una mujer conturbada por el cambio la supo transmitir la vieja actriz con una sensibilidad que no daba lugar a la duda: era ella la que había entrado en éxtasis, la que se estaba uniendo con otra esencia distinta a la suya, la que levitaba como nube por encima de la superficie terrestre. Ahora, en esta celda del convento remozado, las moradas de la santa Julia huelen a rosa y a laurel, a sosiego y a eternidad, a escritorio de pino gastado y a sillas remachadas, a paredes encaladas y a rosales trepando por la piedra. El misoneísmo, el miedo a lo nuevo, el que sentía la santa cuando se enfrentaba a todas esas experiencias dolorosas y placenteras que la elevaban y la herían como a un heroinómano  en pleno viaje. Comprendo que no se quisiera salir de esta paz sin ruido, de este vivir sin ser notado, de este pasar sin conciencia, comprendo que no se quisiera cambiar el mundo si se conseguía esa paz y adivino la experiencia fabulosa y conturbadora (porque la ha sabido transmitir doña Julia con maestría de demiurgo) del alma partiendo hacia territorios desconocidos. 

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