viernes, 14 de marzo de 2025

"Luis Cernuda y Luis de Baviera escuchan Lohengrin" por Rafael Narbona



Luis Cernuda siempre fue un exiliado. Su compromiso con la defensa de la Segunda República, que incluyó una breve participación como voluntario en el frente de la Sierra de Guadarrama, le obligó a abandonar España durante las postrimerías de la Guerra Civil. Conmocionado por el asesinato de su amigo Federico García Lorca, al que le dedicó una hermosa elegía (“A un poeta muerto, F.G.L.”), sabía que los vencedores no le perdonarían su condición de poeta homosexual con ideas progresistas. Aparentemente, su exilio empezó cuando los nuevos bárbaros comenzaron a incendiar España “al paso alegre de la paz”, pero en realidad la sensación de ser un extraño en su propia tierra ya bullía en su cabeza desde la juventud. Por muchas razones. Por su homosexualidad. Por el espanto que le producía “la hiel sempiterna del español terrible”. Por la tristeza que le causaba le hegemonía del catolicismo, con sus “tristes dioses crucificados”. Cernuda se exiliaba a diario, refugiándose en la belleza. La música, la poesía, el paisaje, la pintura, le parecían territorios mucho más amables que la áspera realidad. Se sentía más vinculado a un poema de Góngora, un grabado de William Blake o el aria de una ópera italiana que al mundo cotidiano, infectado de crudeza. Su incomodidad no afectaba tan solo a los aspectos más sombríos de la tradición española. El poder destructor del tiempo y la fragilidad de los afectos le producían un enorme malestar y solo lograba hallar consuelo en la imaginación. Soñar le parecía la única forma tolerable de vivir. Su poesía es un intento de sustituir el mundo real por ensoñaciones capaces de abolir, al menos por unos instantes, la tristeza, el desengaño y la muerte.
¿Por qué Ludwig Otto Frederik Wilhelm, conocido como Luis II de Baviera, fascinaba a Luis Cernuda? Si repasamos su biografía, advertiremos de inmediato sus múltiples afinidades con el poeta: amor por la belleza, pasión por el arte, homosexualidad, desdén por lo material. Apodado el “Rey Loco”, el “Rey Cisne” o el “Rey de Cuento de Hadas”, Ludwig ascendió al trono en 1864, cuando solo tenía dieciocho años. Nunca le interesaron los asuntos de Estado. Solo le apasionaba la arquitectura y la música. “A Ludwig le gustaba disfrazarse -comentaba su madre al evocar su infancia-. Amaba el arte, el teatro, la música, le gustaba dar a otros sus propiedades y dinero”. Fascinado por los cuentos y leyendas de la Edad Media, de joven se hizo muy amigo de su ayuda de campo, el apuesto aristócrata Paulo de Thurn y Taxis, perteneciente a una de las familias más ricas de Baviera. Solían cabalgar juntos, leer poesía en voz alta y representar escenas de las óperas de Richard Wagner.
El 25 de agosto de 1861, Ludwig asistió a la representación de Lohengrin y su pasión por Wagner se volvió aún más intensa. Su relación con Paulo se interrumpió cuando su amigo comenzó a interesarse por las mujeres. Su prima Isabel de Baviera, más conocida como Sissi, ocupó el vacío dejado por su amigo y ayuda de cámara, sin que surgiera en ningún momento una atracción romántica. Ludwig y Sissi compartían el amor por la naturaleza, la poesía y la música. En la intimidad, la princesa se refería a su primo como “mi Águila” y él la llamaba “mi Gaviota”. Introvertido, creativo y con buena apariencia, Ludwig era muy apreciado por sus súbditos por sus gestos de generosidad. Cuando murió su padre y subió al trono, aumentó el salario de los sirvientes de la corte y conmovió hasta las lágrimas a los Consejeros de Estado con su discurso de coronación. No habló de política, sino de arte, anticipando cuáles serían sus prioridades como rey. No tardaría mucho en dejar de acudir a los actos oficiales para centrarse en sus proyectos arquitectónicos: la construcción de tres grandes castillos, Neuschwanstein, Herrenchiemsee y Linderhof. Para ello, recurrió a la fortuna familiar, evitando tocar las arcas del Estado. Mecenas de Richard Wagner, impulsó la construcción del Teatro del Festival de Bayreuth, y Anton Bruckner, que le admiraba por su sensibilidad, le dedicó su Séptima sinfonía, compuesta entre 1881 y 1883. Nunca perdió el afecto del pueblo, pues viajaba a menudo por la campiña bávara y charlaba con campesinos y artesanos para conocer sus necesidades. Siempre dejaba un rastro de gratitud, pues no escatimaba gastos a la hora de realizar obsequios y resolver los problemas de las familias que le atendían. Todavía hoy en Baviera se le conoce como “nuestro querido rey”.
Durante su reinado, Ludwig se enamoró de tres hombres: un cortesano, el principal caballerizo de la Casa Real y una estrella de teatro húngaro. En sus diarios, extraviados durante la Segunda Guerra Mundial, manifiesta el sentimiento de culpabilidad que le produce su homosexualidad y asegura que hará lo posible para respetar los preceptos de la moral católica. Su desinterés por el gobierno y su personalidad atípica provocaron que se tejiera una conspiración para apartarle de la corona. Declarado loco a instancias de su familia, pasó sus últimos días en un pabellón de reposo. Supuestamente murió ahogado en el lago de Starnberg el 13 de junio de 1886 en compañía de su psiquiatra. Todo sugiere que no se trató de un accidente, pues Ludwig era un magnífico nadador y varios testigos presenciaron cómo dos hombres seguían al rey y a su médico hasta el lago.
Era inevitable que Luis Cernuda se sintiera seducido por el “Rey Loco”. Ambos sufrían una hiperestesia que los situó en los márgenes de la sociedad. Abrumados por la estridencia del mundo, se refugiaron en la belleza y murieron lejos de sus sueños, acorralados por la incomprensión de sus contemporáneos. En 1962, un año antes morir, Cernuda publicó Desolación de la Quimera, su último libro, que incluía el largo poema “Luis de Baviera escucha Lohengrin”.
Compuesto de largos versículos, el poema comienza con una sinfonía de colores. Sumido en la penumbra, el rey contempla un escenario donde destellan “algún oro y una estridencia granate”. El palco que ocupa Luis de Baviera se parece a esa falsa burbuja de opulencia donde pasa sus días. Aunque es un lugar lujoso, prevalece la oscuridad, es decir, la ambición de poder, la traición y la mentira. Solo la belleza aporta algo de luz. La música de Wagner es la “fuente escondida” de la que mana paz, armonía, equilibrio y color. La caverna mágica del escenario alberga un “aire fulvo” y un “iris perlado”. Cernuda ha aprendido las lecciones del Simbolismo, que utiliza el color para reflejar estados del alma. El aire del escenario oscila entre el bronce y la plata, alejando a las sombras que amenazan al espíritu. Escuchar Lohengrin es algo más que disfrutar de una ópera. La música es un rito iniciático que abre las puertas de un más allá donde los colores se escuchan y las notas se manifiestan como fogonazos o manchas de luz.
Cernuda compara a Luis II de Baviera con un elfo de la mitología nórdica. En las novelas de fantasía y folklore, los elfos son descritos como pequeñas criaturas de orejas puntiagudas y temperamento travieso. En cambio, los elfos de la mitología nórdica son representados como hombres y mujeres de gran estatura y belleza, con poderes mágicos y una vida casi inmortal. Habitan en grutas, bosques y fuentes. Luis II de Baviera rozaba dos metros y poseía un rostro de una belleza casi femenina. Cernuda destaca su “negro pelo” y sus “ojos sombríos”. Fascinado por el fulgor que desprende el escenario, su refinamiento se refleja en su atuendo: pelliza de martas y un pañuelo blanco de seda anudado al cuello. Su mirada melancólica bebe la melodía, como si fuera una tierra seca que absorbe la lluvia. Lohengrin es una ráfaga de frescor en un páramo maltratado por un sol ardiente.
Más adelante, Cernuda desdobla el relato. Por un lado, la ópera de Wagner ilumina el presente con su ensoñación romántica. Por otro, el júbilo se desata en el interior del rey, siempre ensombrecido por un destino que no ha elegido. Ambos acontecimientos se funden, “como color y forma / se funden en un cuerpo”, en una apoteosis de “razón y enigma”. La música es una ceremonia sagrada, “un ascua litúrgica”. Frente al dios cristiano, Cernuda celebra las deidades paganas, cuyas leyendas no repudian el cuerpo. No hay nada indigno en la carne. La belleza es un hecho material, no una abstracción.
Gracias a la música, Ludwig siente que es un verdadero rey. Su reino no es de este mundo. Su cetro está en el terreno de los sueños. No le interesa gobernar territorios ni someter a sus habitantes. Solo quiere correr libremente por los bosques, “beber el aire”. Anhela que le dejen vivir en paz. Desea alejarse de las ciudades. Su hogar está en las montañas nevadas y los lagos. No le agradan las multitudes. Prefiere la soledad y no ambiciona otra corona que la belleza. Sin embargo, la soledad puede ser amarga. Su corazón suspira por “el bisel de una boca, / unos ojos profundos, una piel soleada”. La gracia de un cuerpo joven es el único imperio al que se sometería sin resistencia. Frente a su encanto, no es rey, sino súbdito, “siervo de la humana hermosura”. La aparición en el escenario de un bello joven rubio despierta la ilusión de desdoblarse en espectador y actor. “¿Magia o espejismo?”. “¿Cuál de los dos es él, o no es él, acaso ambos?”. Cernuda redunda en el paradójico y esclarecedor “Yo es otro” de Rimbaud. En nuestro interior, se agitan multitudes y la alteridad, lejos de constituir una forma de oposición, es el camino más fructífero. Nuestra realización personal depende de nuestra capacidad de separarnos de nosotros mismos y confundirnos con otras identidades.
Según avanza la ópera, Luis II de Baviera experimenta la sensación de haberse introducido en un sueño y no quiere despertarse, pero de repente le asalta el miedo: “¿no muere aquel que ve a su doble?”. Su temor se diluye al advertir que el amor es la única salvación posible. No importa a quién amar. El simple hecho de amar nos rescata del río del devenir, pues revive el pasado e ilumina el futuro. “Sólo el amor depara al rey razón para estar vivo”. ¿Qué importa la aspereza del día a día, la ingrata tarea de gobernar y la aversión de los que no le comprenden? “¿No le basta que exista, fuera de él, lo amado? / Contemplar a lo hermoso, ¿no es respuesta bastante?” Cuando le juzguen en el futuro, alegará que “las sombras de sus sueños para él eran la verdad de la vida. / No fue de nadie, ni a nadie pudo llamar suyo”.
El poema concluye con una hermosa reconciliación con la existencia. El rey se refugia en la música para huir de la vida, pero en realidad la vida es música. Ahora que lo ha descubierto ya no se siente un desterrado, sino un enamorado “de lo que él mismo es”. Y ni siquiera la muerte le atemoriza, pues el que ama la música “siempre en la música vive”. ¿Experimentó algo similar Cernuda durante su exilio mexicano? La muerte le sorprendió el 5 de noviembre de 1963. Un infarto fulminante acabó con su vida en Coyoacán. Vivía en casa de Concha Méndez, la primera mujer de Manuel Altolaguirre, que le había cedido un pabellón en el jardín para que pudiera disfrutar de su amada soledad. “Leve es la parte de la vida / que como dioses rescatan los poetas”, escribió Cernuda en su elegía a García Lorca. En esa leve parte está la gruta encantada que hipnotizó a Luis II de Baviera mientras escuchaba Lohengrin y que ha llegado hasta nosotros mediante un largo poema con el poder de aplacar el sinsabor de ser polvo en el vendaval del tiempo.

"Pedro Páramo: 70 años de Comala, la ciudad donde hablan los vivos y los muertos" por Rafael Narbona



¿Verdaderamente nos acercamos a los clásicos con “un previo fervor y una misteriosa lealtad”, como señaló Borges? ¿O tal vez sería más exacto decir que adjudicar a un libro la condición de clásico equivale a extender un certificado de defunción? Creo que la definición de Borges solo puede aplicarse a los lectores exigentes, pero no a los que se acercan a una obra buscando entretenimiento. Sin embargo, los clásicos no son aburridos y, por supuesto, no están muertos. Pedro Páramo acaba de cumplir setenta años y conserva intacta su capacidad de suscitar ternura, espanto y perplejidad. Se ha dicho que la novela de Juan Rulfo fundó el realismo mágico, lo cual no es cierto, pues la combinación de elementos fantásticos y crudo realismo ya estaba presente en obras como Leyendas de Guatemala, de Miguel Ángel Asturias, de 1930, Las lanzas coloradas, del venezolano Arturo Uslar-Pietri, de 1931, o El reino de este mundo, del cubano Alejo Carpentier, de 1949. Lo cierto es que las innovaciones absolutas no existen en la ciencia ni en la literatura. Los cambios se gestan poco a poco, imitando el lento trabajo de los estratos geológicos. El éxito de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, puso de moda el realismo mágico, abriendo las puertas a una riada de imitadores con un talento desigual. García Márquez elogió Pedro Páramo y calificó a Rulfo de maestro. Es un noble gesto, pero ese reconocimiento ha favorecido las interpretaciones poco atinadas.
Publicado en 1955, Pedro Páramo está muy lejos de la sensualidad, el neobarroquismo y la exuberancia de Cien años de soledad. Su austeridad y minimalismo no se corresponden con el concepto de lo “real maravilloso”. La coexistencia de los vivos y los muertos no puede calificarse de fantasía, sino de anomalía ontológica. Los muertos no vuelven a la vida gracias a la imaginación. Por el contrario, desdibujan la vida, sugiriendo que la existencia es una ilusión extraordinariamente frágil. No es que la línea entre la vida y la muerte sea finísima, sino que tal vez no existe. Al contacto con los muertos, los vivos se difuminan. El ser no es sinónimo de vida, sino de carencia. Lo vivo es deficiente, incompleto, irreal. La muerte es lo único completo, real y definitivo. No ser es más lógico que existir. Juan Preciado, el hombre que viaja a Comala para conocer a su padre, Pedro Páramo, un cacique despiadado y venal, no parece un ser de carne y hueso. Solo es una sombra que se arrastra por los yermos y los pueblos muertos de Colima y Jalisco. Sabemos que cumple un encargo de su madre, Dolores, un personaje igualmente borroso. Ambos son seres huecos y sin atributos, breves formas o chispazos de una tierra violenta y olvidada. Presumimos que los dos son infelices y carecen de un propósito vital. Su desdicha es la de miles de hombres y mujeres que viven y mueren en una región maltratada por el clima y la historia. Son las víctimas sin nombre de la injusticia, la pobreza y la corrupción. Salieron de la tierra y volverán a la tierra. Solo son polvo en mitad de un desierto infinito.
Cuando Juan Preciado llega a Comala, ignora que Pedro Páramo, la vieja alcahueta Dorotea, Eduviges Dyada y su hermana María, el padre Rentería y otros habitantes del pueblo murieron hace tiempo. De hecho, todos parecen intensamente reales. No son fantasmas, sino vidas que palpitan y se retuercen como llamas. Pedro Páramo aún suspira por Susana San Juan. Para convertirla en su esposa, mató a su padre, Bartolomé San Juan, que abusaba de su hija. No lo hizo para protegerla o castigar al padre violador, sino para que solo le perteneciera a él. Hijo de Lucas, propietario de la hacienda Media Luna, Pedro había crecido rodeado de desconfianza y desdén. Su padre no le creía capaz de asumir el papel de hacendado, pero él, con su falta de escrúpulos, incrementó el patrimonio familiar. Con el apoyo de su capataz, Fulgor Sedano, cometió todo tipo de exacciones y jamás experimentó remordimientos. Cuando estalló la revolución, se alineó con los insurgentes para no perder sus bienes. No le quitó el sueño que asesinaran a Sedano. Eso sí, admitió que había sido “muy servicial”. Miguel, el único hijo que reconoció, no poseía su ambición, pero su conducta no era menos amoral. Con la ayuda de Dorotea, asaltaba a las jóvenes de Comala y las violaba. Miguel muere con diecisiete años al caerse de un caballo. Su padre sufre con la pérdida, pero no le asalta la misma desolación que le produce la pérdida de Susana San Juan.
La violencia que impera en la región parece un reflejo del carácter inclemente del paisaje. En verano, la canícula es implacable. El aire quema los pulmones. La tierra se resiste a ser cultivada y el cielo, al caer la tarde, se asemeja a un mar de sangre. Los hombres y mujeres que viven en esa región parece que “no existieran” y la muerte, lejos de ser muda, chilla como un animal herido. Comala huele a desdicha, pero “hay esperanza”, susurra el padre Rentería. En realidad, es una afirmación teñida de inverosimilitud. El sacerdote que habla de esperanza admite sobornos y perdona los pecados a cambio de dinero. Su comportamiento poco ejemplar destruye la credibilidad de su profecía escatológica. No hay esperanza en Comala. Solo penuria, humillación e impotencia. Por sus calles circula un rumor de ultratumba. Caminar por ellas significa morir un poco. Un murmullo de difuntos entierra todo lo que se mueve. Para Pedro Páramo, sus vecinos pobres son muertos vivientes. Solo los utiliza mientras los necesita y después deja que vuelvan a sus sepulcros, esas casas humildes sin pan ni aire limpio.
El amor de Pedro Páramo por su esposa enferma y enajenada es una de las pocas notas de ternura de la novela. Tras su muerte, el cacique no se cansa de evocarla con un tono lírico y delicado que contrasta con su crueldad habitual: “Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna: tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan”. Sin embargo, Susana nunca le amó. Solo quiso a su primer marido, Florencio, que falleció prematuramente, dejándola sumida en un desconsuelo que desembocó en locura. Su mente herida aún conserva la lucidez necesaria para recordarle y cuestionar la existencia de Dios: “¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Esto te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos? ¿Qué haré con mis adoloridos labios?”.
En Comala, la vida vale poco, especialmente la de los pobres. Cuando Miguel mata a un campesino, Pedro Páramo se encoge de hombros y comenta despectivamente: “Esa gente no existe”. Nada se escapa a la muerte. Dorotea, que asume la continuación del relato cuando Juan Preciado se desvanece, ha pasado por la experiencia de morir y viajar al más allá. Sabe que al otro lado solo hay una especie de infierno similar al que narraban los antiguos mitos. La nada sería un destino mejor que ese abismo. Dios no existe y el paraíso solo es un mito. La vida y la muerte son las dos caras de la misma tierra baldía. Pedro Páramo es un gigantesco planto por el destino del ser humano, una criatura particularmente desdichada. Para Rulfo, la conciencia es una maldición, pues a cambio de unos escasos momentos de felicidad, casi siempre asociados al placer físico, sensual, nos revela la dolorosa fragilidad de nuestro existir. Somos cañas a punto de romperse. Solo nos curvamos para demorar ese instante, pero al final, nos quebramos y nos confundimos con el polvo.
Nuestro carácter efímero solo agrava el peso de las injusticias. Los pecados quedan impunes. La expiación y la redención son sueños irrealizables. Nada puede reparar el daño que perpetran los amos del mundo. Pedro Páramo y sus víctimas compartirán el mismo fin: la irrelevancia, el olvido. Juan Rulfo se alinea con los grandes clásicos. La vida carece de significado. Solo es una melodía cruel, la logorrea de un idiota, el estrépito ciego de una avalancha. La palabra es lo único que introduce algo de orden en ese caos. No es un hecho trascendente, sino un gesto de resistencia. Nuestra especie no se resigna a pasar por el mundo sin dejar su huella, si bien sabe que al cabo del tiempo se borrará. La palabra es una nota que vibra hasta disolverse en el silencio. No podemos aspirar a más.

La editorial RM y la Fundación Juan Rulfo se han unido para conmemorar el 70 aniversario de Pedro Páramo con una hermosa edición en pasta dura que incluye las portadas originales de la novela en distintos países y un pequeño álbum con imágenes facsímiles de los relatos que sirvieron de fundamento al autor para escribir la historia definitiva. Los amantes de las buenas ediciones agradecerán este trabajo que recoge las palabras de Manuel Vilas en un acto organizado por la Casa de América de Madrid en 2017 para celebrar el Centenario de Juan Rulfo. Releer Pedro Páramo me ha enseñado que el fatalismo de Rulfo no es estéril. Comala no es una simple fantasía, sino un grito. El ser humano nunca se resignará a vivir oprimido y humillado. Siempre se rebelará de un modo u otro. A veces de forma trágica, como el arriero bastardo Abundio Martínez, que mata a Pedro Páramo porque se niega a darle el dinero necesario para enterrar a su mujer. Y en otras ocasiones de forma existencial, como Juan Preciado, que viaja a Comala para averiguar quién es. Las revoluciones que han incendiado México constituyen la evidencia de que la historia nunca se interrumpirá. El anhelo de un mañana mejor es un impulso tan elemental como el amor, el odio y el asombro. El páramo parece muerto, pero no cesa de crepitar, como unas brasas avivadas por la obstinación y la rabia.

martes, 11 de marzo de 2025

El abrigo

 Salgo de un local atiborrado de gente después de tomar varios refrescos. Ya en la calle, departiendo con los compañeros sobre el vuelo del colibrí, se me acerca una mujer, muy airada. Me recrimina que le he robado el abrigo. Y ahora viene un monólogo interior: "¿Pero qué dice esta mujer?, ¿cómo voy a confundir mi abrigo con uno de señora?". Me lo quito y compruebo que uno no debe fiarse del flujo de la conciencia. Sin duda esa prenda no es mía. La mujer no me pega una hostia (con razón) porque se la ve educada. Y ahora incluyo aquí una reflexión sobre la moda actual: "Es conveniente que las prendas de abrigo, sean masculinas o femeninas, tiendan casi todas ellas al negro o al azul marino..." Y aquí interviene otra vez el flujo de la conciencia: "¿Por qué no me compraría yo aquella parca fucsia con clavos en la cremallera?, ¿por qué tengo que pasar este bochorno?, ¿por qué los colibríes son capaces de mantenerse prácticamente inmóviles en mitad del firmamento?..." Vuelvo al local de los refrescos y después de buscar durante un buen rato encuentro mi abrigo. Efectivamente, se parece al de la señora. Y finalizo con una segunda persona necesaria: "No es la primera vez que te pasa, lo sabes. Tu madre ya te hizo sufrir un invierno sin abrigo por haberlo perdido en octubre, en una de esas confusiones que producen los refrescos a la salida de los tugurios. De esto hace ya casi 45 años, y, al parecer, has aprendido lo justo para atarte los cordones de los zapatos".  

domingo, 9 de marzo de 2025

Viudo

 Decir que uno es viudo es declarar que te define tu desgracia. No está bien, porque en este mundo de la adolescencia infinita no es de buen gusto presentarse con la tarjeta de la ausencia. La escatología no es moderna. Nos molesta todo aquello que nos recuerda a la muerte, huimos de su constancia, de su nombre, de su evidencia. No estaría bien abrir un programa de televisión o de radio o de Youtube diciendo que todos somos próximo alimento del gusano, polvo en potencia. No está bien ir cacareando que tu estado civil está determinado por la muerte. La muerte no es comercial, no está de moda, no es chic, no mola. A la muerte hay que arrumbarla en un rincón, para que no estorbe, como antes se hacía con los tullidos, con los pirados. La muerte es una realidad muy molesta en esta sociedad del viaje y del jolgorio. No sé por qué lo haces, no sé por qué en vez de "viudo" no te presentas como idiota vivo e itinerante. Es mucho más moderno.  

Bar "No Thingan Prisa"

 


El bar "No Thingan Prisa" está en la calle comercial de Úbeda. Lógicamente, tiene un éxito absoluto de clientela. Ese nombre atrae a cualquiera. Aún más, cuando los locales de alrededor están bautizados de cualquier manera: mesón "El Asador", bar "Juan"... Hay que currárselo un poco más. No puede uno abrir un negocio y nombrarlo con la dejadez de un tío paterno al que le encargan el bautizo de su apadrinado. El bar "No Thingan Prisa" no tiene nada especial, no es muy cómodo, las tapas son muy normalillas y se le ve sin pretensiones de estrella Michelín; pero ese nombre, ese nombre es un reclamo inevitable. Hasta arriba está de parroquianos, con razón. Para que luego digan que la literatura no le importa a nadie. 

jueves, 20 de febrero de 2025

"Ultramarinos: todo un mundo en cinco sílabas" por Álex Grijelmo




Pasaba antes a menudo por el número 103 del Paseo de La Habana, en Madrid. Y he visto hace unos días que el comercio tradicional que funcionaba ahí a pie de calle ya no existe. Qué pena, porque desaparece así uno de los escasísimos establecimientos de la capital donde aún flameaba la palabra “Ultramarinos”. Ahora se ve un cartel que dice “Coko’s Catering”.
Eso probablemente sucedió tiempo atrás, pero me he dado cuenta ahora. (A veces ocurren hechos que uno, en su ingenuidad, tarda en percibir, y que después se le manifiestan con crudeza por no haber estado atento).
Siempre me fascinó el vocablo “ultramarinos”, porque representa el mecano que nuestra lengua ensambla para ampliar sutilmente el significado de un término.
“Ultramarinos” consta de cinco sílabas, doce letras y seis cromosomas o rasgos morfológicos que ponen luz sobre su significado. Antes de llegar a la simple base “mar”, apreciamos el elemento compositivo latino ultra-, que, entre otros valores semánticos, significa “más allá” o “al otro lado de”. Con ello disponemos ya de la base ampliada “ultramar”.
Por la parte derecha se le añadió el sufijo -ino, acerca del cual todos los hablantes sabemos intuitivamente que sirve para formar adjetivos con el significado de pertenencia o relación (cervantino, andino, capitalino…). Así pues, deducimos en un milisegundo que a la base “mar” y al elemento ultra- –y por tanto a la nueva base “ultramar”– se ha incorporado la noción de adjetivo que se refiere a aquello que se encuentra al otro lado del mar.
Y finalmente, dentro de ese sufijo -ino identificamos los morfemas del masculino (-o) y del plural (-s).
Todas esas piezas constituyen la extensa palabra “ultramarinos”, a partir de una sencilla sílaba que nos habla del mar. En este caso, del mar por antonomasia: el océano; y del océano por antonomasia: el Atlántico. Y de los productos ofrecidos en esas tiendas, que llegaban de América principalmente pero también de Asia: el cacao, el café, el azúcar cande, la canela, el clavo, el té… Los traían en abundancia durante el siglo XIX decenas de barcos que entraban por el puerto de Cádiz.
Cuántos recursos de la lengua depositados en una sola palabra. Y cuánta memoria. Y cuántos alimentos en una sola tienda, porque con el tiempo acogieron también los recolectados o fabricados acá. “Tiendas de (productos) ultramarinos” se llamaron, para luego acortar su designación con un solo vocablo: “Lo compraré en el ultramarinos”.
Sin embargo, la modernidad reciente fue acorralando a la palabra y luego a estos comercios. Primero aparecieron términos más prestigiosos: “autoservicio”, “supermercado”; sin que eso afectara a la viabilidad del negocio. Pero después se establecieron los hipermercados de la periferia, y más tarde se instalaron en el centro las grandes cadenas de distribución, que podían ofrecer marcas blancas y ofertas llamativas en un mayor espacio.
El poder financiero y empresarial que hacía ejecutar todo tipo de desahucios sin despeinarse no iba a reparar en daños con este asunto menor. A quién le importa el pequeño comercio que articula los barrios, el tendero que fiaba al vecino apurado. A quién le importa un vocablo.
Y así hemos llegado hasta aquí, a la desaparición de ese letrero que durante tantos años vi en el paseo de La Habana, firme entonces ante el poder del dinero. Ya siempre asociaré la palabra “ultramarinos” con todo lo valioso que se extingue.

lunes, 27 de enero de 2025

Panza de burro


 

Panza de burro es una novela fresca, rica en registros y de una originalidad apabullante. Ayer tuve la oportunidad de verla representada sobre los escenarios. Una compañía canaria, "Delirium Teatro" ha conseguido dar cuerpo, y de qué manera, al libro de Andrea Abreu. La puesta en escena es tan sencilla como el planteamiento de la novela y tan compleja como asentarlo todo en la apuesta por el lenguaje, a la manera del teatro más clásico, pese a romper muchos moldes. El argot canario y ese tono arrastrado de su fraseo convierte el espectáculo en una fiesta para la metáfora atrevida y el chascarrillo. Pero la obra va mucho más allá. En el teatro solo hay que regirse por una intuición muy precisa: cuando entras en una sala, empieza la obra y a los cinco minutos ya estás dentro del mundo que proponen los actores, todo se ha conseguido. Parece fácil, pero no lo es en absoluto. En Panza de burro me pasó eso. Al poco ya era una más de las amigas de Isora y de la Shit, ya estaba encaramado a lo alto de las bardas para ver qué ocurría en su patio. Solo un "fisquito" de texto y el espectador se convierte en canario, en niña, en playa. Y no, no es una obra localista que solo puede ser apreciada por los habitantes del volcán, no. Esas niñas sin padre ni madre, con abuelas mal encaradas, que buscan constantemente el refugio del mar (y que son engullidas por las olas, como en el poema de Federico); esas niñas son las protagonistas de una historia dura y tierna a la vez (como no lo puede ser un chuletón); divertida y desgarradora; rompedora y tradicional; localista y universal; contradictoria, vibrante. Otra vez el teatro. Y esta vez no fue un "rosquete".   

viernes, 17 de enero de 2025

Huir



Otra vez de viaje, de nuevo huyendo de mis demonios. Otra vez Sevilla, destino constante de mis últimas escapadas. El sur, tantas veces. Busco el olvido o el recuerdo, no sé. Es de los pocos lugares del mundo donde alguien me espera. Desasosiega esa sensación de no importarle a nadie, la insignificancia, la transparencia, ser desechable. En Sevilla sí, alguien espera mi llegada. La necesidad de ser tangible me lleva hasta allí, más allá de la benignidad del clima o del sabor de sus rincones. Ser esperado es siempre agradable, te vuelve corpóreo. “Buen viaje “, “¿a qué hora llegas?”… Cuando no son fórmulas de cortesía, alimentan.

martes, 14 de enero de 2025

"La mecánica del endecasílabo" por Francisco J. Tapiador




En España, el verso de once sílabas se empezó a cultivar en serio en el Renacimiento. En los siglos que han transcurrido, esta medida ha hecho fortuna y hoy se acepta que es el que mejor se adapta a la forma de hablar en castellano, el que corresponde de manera natural con grupo fónico mayor; ese segmento de un discurso considerado como límite en una pronunciación normal y no forzada. Es decir, el que queda delimitado por dos pausas sucesivas de la articulación. Sucediendo además que a partir de doce sílabas los versos suelen ser compuestos (un alejandrino, de catorce, es casi siempre un 7+7), el endecasílabo viene a ser lo más largo que se puede decir vocalizando sin respirar.

Si identificamos una respiración con una idea, y de ahí a un verso con una idea, tendremos que el endecasílabo es la manera ideal para transmitir algo de cierta extensión de una manera natural. La unidad de pensamiento poético mayor en castellano. En francés, por cierto, la medida es un poco diferente: en ese idioma se dejan de contar sílabas a partir del último acento. En inglés también es diez.

Si hay un grupo fónico mayor, lo habrá menor. Efectivamente. En castellano, ese se corresponde con ocho sílabas, el octosílabo de los romances, el de los temas populares, festivos, y de ideas sencillas. Pero es difícil hilar una idea completa con solo ocho sílabas, y aun siendo el octosílabo el más largo de los cortos, a menudo no es suficiente. Las coplas de Manrique son una excepción, aunque más allá de las dos más conocidas, su esquema resulta monótono.

Por el otro lado, el de los versos que tienen más de once sílabas, tenemos el alejandrino, un verso que exige una cesura, un corte para no ahogarte al recitar (porque la poesía es para ser dicha). No soy al único al que los versos de catorce sílabas le parecen pesados, ampulosos y solemnes, quizá porque cuando los estudiábamos en el instituto lo hacíamos a través de Los cisnes de Rubén Darío. Versos tales como:


Brumas septentrionales nos llenan de tristezas,
se mueren nuestras rosas, se agotan nuestras palmas,
casi no hay ilusiones para nuestras cabezas,
y somos los mendigos de nuestras pobres almas.

justifican la crítica de «decoradores de la decadencia» que les hicieron a los modernistas. El tema del poema no ayuda tampoco a apreciar al alejandrino como se merece, pero hay que reconocer que tampoco los versos más antiguos y épicos aguantan una medida tan larga. Un ejemplo de Berceo:


En Toledo la buena esa villa real,
que yace sobre Tajo esa agua caudal,
hubo un arzobispo coronado leal,
que fue de la Gloriosa amigo natural.

Esto, la cuaderna vía, con su cesura bien indicada, está muy bien en pequeñas dosis. Al cabo de un rato, cansa por su monotonía. El poema del Cid, ese que estudiaban durante varios meses los que iban por letras en educación secundaria, le pasa algo parecido. Resulta interesante por su encaje en la historia del español (el primer poema largo en esta lengua) más que por sus virtudes poéticas, las cuales Borges, —sensible a la épica, pero también a la lírica— calificó de rústicas.

El verso de siete sílabas se ha usado mucho en la poesía castellana, y queda bien combinado con el once. Pero empleado por sí mismo ofrece pocas posibilidades expresivas. Las estrofas de heptasílabos acostumbran a quedarse cortas para tratar temas de cierto calado. A los versos intermedios entre ocho y once, a los de nueve, diez, doce y trece, se les tiene por incompletos, como que les falta algo. Al de doce se le ha tachado de empalagoso. Compárese el famoso endecasílabo:


se muestra la color en vuestro gesto

Con una versión en doce sílabas:


en vuestro gesto se muestra la color

Cualquier lector habitual de poesía notará la diferencia: el primero fluye (gracias a la colocación de los acentos), mientras que el segundo se atasca en «gesto», y después en «la». Ambos versos dicen exactamente lo mismo, pero uno de manera poética y el otro prosaica.

Como se ve, los acentos son fundamentales para que un verso castellano funcione. Marcan su ritmo sonoro, que en otros idiomas se basa en la intensidad, cantidad, entonación, aliteración o rima, pero que en español se asienta con fuerza en el acento. Esto es algo que no sucede en, por ejemplo, el latín o el griego, que priman la cantidad. Un hexámetro clásico suena bien no por dónde estén colocados los acentos, sino por la cantidad de sus sílabas, breves o largas. En castellano, todas las sílabas duran lo mismo.

Mi editor de poesía, Abelardo Linares, me dijo hace muchos años que la poesía sigue unas reglas tan precisas como la física. Me sorprendió mucho su afirmación, y debo confesar que enarqué las cejas al escucharla, pero viniendo de él, no la olvidé. Con el tiempo y tras reflexionar, he venido a darle la razón. Hay versos buenos y versos malos; estrofas que funcionan y estrofas que se despeñan, y hay razones técnicas que explican el éxito o fracaso de los poemas. Las durezas rítmicas ocasionales se pueden emplear con fines estéticos, como la disonancia en la música, pero hay reglas entreveradas en la manera que tenemos de hablar en español, en la estructura rítmica de la lengua, que hacen que en poesía no valga cualquier cosa, por más que haya gente que se empeñe en que unas palabras en cierta disposición sobre una página conforman un poema.

Los tratadistas llevan hablando de estas cosas desde hace siglos. El Terenciano o Arte Métrica de Gregorio Mayans i Siscar (1770) recoge ya algunas de las ideas que he recogido arriba. Pero fue Andrés Bello con sus Principios de la Ortolojía (sic) y Métrica de 1835 quien marca un punto de ruptura. De alguna manera, fue él quien fundó la métrica moderna, aunque hoy se discrepe de su concepción del ritmo. La ciencia del verso (1908) de Mario Méndez Bejarano es también una obra formidable cuyo título es una declaración de intenciones. Más cerca de nosotros, es muy conocido el texto de Tomás Navarro Tomás (Métrica española, 1956), pero sobre todo los de Isabel Paraíso (La métrica española en su contexto románico, 2000), y de Antonio Quilis (Métrica española, 1969), reeditados incansablemente al ser textos de referencia en los estudios universitarios de filología.

La premiada tesis de Quilis, publicada en 1964, es un buen ejemplo de lo que se puede lograr analizando la mecánica de la poesía empleando métodos físicos. Trata sobre el encabalgamiento, ese desajuste entre sintaxis y métrica que tantas alegrías nos da a los poetas al permitir huir de la monotonía y sorprender al lector. Como todo recurso, hay que usarlo con moderación. Aunque también sirve para parir engendros, como hizo fray Luis de León cuando perpetró esto:


Y mientras miserable-
mente se están los otros abrazando
con sed insacïable
del peligroso mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.

No es un error de composición. Fray Luis hizo eso, una tmesis, para que la estrofa se pudiera considerar una lira. Pero no es esa la idea de esta licencia. Garcilaso sí que sabía usarla bien:


Las hojas que en las altas selvas vimos

cayeron, y nosotros a porfía

en nuestro engaño inmóviles vivimos

El salto entre «vimos» y «cayeron» se adecúa perfectamente a lo que se está diciendo. La forma sigue al contenido: las hojas efectivamente parecen caer de un verso a otro. Acabamos de leer el primer verso felices, ingenuos de nosotros, y al empezar el segundo, viene el mazazo. El placer estético que se experimenta al leer eso es extraordinario. Con este otro ejemplo de Herrera, el gran Herrera, sucede lo mismo:


Quebrantaste al cruel dragón, cortando

las alas de su cuerpo temeroso.

Aquí coinciden el corte de las alas y del verso. Casi se las puede ver desplomarse cuando se empieza a leer el segundo verso. El adjetivo «temeroso» introduce un sentimiento adicional que culmina los dos versos y los enriquece. Aclarar ahora —para acabar con este aparte sobre el encabalgamiento— que hay dos escuelas sobre cómo se deben leer los versos. Unos dicen que la pausa versal se hace siempre. Otros afirman que el encabalgamiento evita esa pausa, una postura a mi juicio incomprensible, porque destroza el efecto que persigue la licencia. La tesis de José Manuel Bustos (1992) creo que zanjó la cuestión, aunque aún se escuchan poemas leídos sin la debida pausa al final del verso. Si se sabe que esa era la intención del autor, no hay problema, pero al menos Garcilaso y Herrera (y legión de poetas tras ellos) pensaban como Bustos.

Volviendo a la tesis de Quilis, el de Larache llegó muy lejos en su aplicación de la física para cuantificar el ritmo y elucidar la mecánica de la poesía. Su análisis de sonogramas mediante una técnica de análisis de Fourier que se emplea para identificar armónicos fue más que novedosa en España teniendo en cuenta los medios limitados con los que contaba, ya que estábamos aún en la era analógica, la de las grabadoras de cinta. Hoy, en la digital, es mucho más fácil. Gracias a la tecnología, cualquiera puede analizar el canto de un pájaro con una aplicación del teléfono e identificar la especie a la que pertenece. Lo mismo para la voz. Mi lectura del famoso primer verso del soneto XXIII de Garcilaso tiene este aspecto:Screenshot

Además de la «pausa boomer» (ese medio segundo del principio sin nada, que tanta gracia hace a mis estudiantes), se aprecia que esta «huella dactilar» del primer verso del soneto XXIII de Garcilaso permite medir con precisión, a la décima de segundo, los acentos y las pausas. A partir de ahí se pueden sacar conclusiones que pueden llegar a ser muy sofisticadas, como hizo Quilis. Su tesis es muy recomendable, pero como en tantas otras cosas, llega un momento en que para avanzar en el conocimiento experto del tema hace falta estudiar. La divulgación tiene sus límites y su ámbito, que es fundamentalmente excitar la curiosidad y animar a leer sobre el tema.

Le mecánica del endecasílabo es lo suficientemente rica como para haber merecido decenas de libros, tesis y artículos en revistas técnicas. Como verso de once sílabas, tiene un acento fijo en la décima sílaba. Luego puede tener otro en la sexta o en la cuarta. En el primer caso se habla de un endecasílabo mayor. En el segundo de uno menor.

Los endecasílabos mayores, los que llevan acentos en la sexta y décima sílaba, pueden tener un tercero en la primera, segunda o tercera sílaba. Se les llama endecasílabos enfáticos, heroicos y melódicos, respectivamente. Pero puede haber más acentos, claro, lo que multiplica las combinaciones. En 1891 Eduardo de la Barra se entretuvo en hacer una bonita compilación de ritmos con ejemplos de versos castellanos, que en formato tabla (y aportando algunos ejemplos diferentes) sería algo así:Screenshot

Estos treinta tipos de endecasílabos son los más comunes. En realidad, solo los veintitrés primeros son kosher; aunque a los versos dactílicos algunos tratadistas los tachan de horrendos. Dicen (y es verdad) que no tienen gracia, que suenan a prosa, y que parecen octosílabos a los que se le ha pegado un trisílabo. Nótese que los endecasílabos buenos no tienen acento en la séptima: si se lo pones, creas un octosílabo y entonces las tres sílabas que quedan dan la impresión de ser un añadido. Las estructuras rítmicas que hacen el número 24 y 25 de la tabla se los tuvo que inventar Bello para ejemplificar sin ofender a nadie que esas dos combinaciones de acentos suenan fatales. Como regla general, dos acentos seguidos estropean el ritmo del endecasílabo. Se puede hacer un verso de esa forma, pero tiene que haber una buena razón para ello; un contenido que se adecúe a ese tropiezo rítmico, como en el caso del encabalgamiento.

Los versos del final de la tabla: los galaicos (también llamado «de gaita gallega», y ese nombre no pretendía ser un halago), guaraníes y sáficos inversos se tienen por monótonos. El ejemplo que he escogido del sáfico inverso de Darío es particularmente doloroso al oído. Es de un empezar brillante, con acento en la primera, para atropellarse en la sexta y séptima; lo cual puede ser aceptable si lo que dice el verso es congruente con esa idea, pero no es el caso. Darío era muy bueno, y ya quisieran la variedad de su poesía los modernistas franceses de su época, pero este verso no es muy afortunado.

El último caso de la lista, el endecasílabo melódico 3-8-10, presenta otras complicaciones, pero tampoco es especialmente agradable al oído. Se puede arreglar rítmicamente, cambiando «cuanto» por «cuánto», lo que lo convertiría en un melódico largo, pero eso no es lo que quería decir Garcilaso en su canción segunda. En poesía, añadir un tilde, una coma, o alterar el orden de las palabras cambia un (buen) poema, cosa que no sucede con la prosa. La forma es clave.

Hay más elementos que contribuyen al ritmo de un poema. Se le puede añadir textura, o timbre a los acentos. Hasta se ha identificado a cada letra con un conjunto de características, y a su repetición en los versos con sonoridades e intenciones estéticas concretas. En el caso de las vocales, la «a» se considera una letra que no es suave pero sí magnífica, cuya repetición resulta adecuada para hablar de temas importantes. La «e» se considera la mejor vocal, no tan sonora como la «a», pero clara, graciosa y elegante, sin que ofenda al oído cuando se repite (no en vano el valenciano tiene tres sonidos para esta letra). La «i», siendo floja, serviría para las cosas débiles, y su repetición acordaría bien con temas tristes. La «o» expresa un carácter repentino, y repetida sirve para expresar afecto, engrandeciendo la oración. Por último, la «u», que es nasal, se emplea para temas ocultos, de misterio y oscuridad. A estas disquisiciones de los preceptistas uno las puede hacerle el caso que quiera, pero sí que es cierto que «búho» es un palabra que asusta y que resulta oscura, una palabra que realmente da miedo (lo que, por otro lado, se conjuga mal con ese precioso animal).

Con las consonantes también hay una serie de reglas más o menos subjetivas. Sí que es cierto que repetir el sonido de la «c» o de la «k» queda feo, que demasiadas eses hacen un verso sibilante, pero que cansa; o que la «n» refrena a la vocal que la sigue (como se puede ver en el sonograma de arriba) siendo una letra que va bien para hablar de temas interiores. Lo mismo que con las vocales, a esto se le puede dar el crédito que se quiera, pero nadie me negará que «Alicia» es un nombre precioso. A la zeta (fonéticamente es |a ‘li θja|) se la considera la consonante más suave; y a la ele, líquida, blanda y dulce. Enlazadas con dos aes y dos íes (que se compensan: la magnífica «a» sonora queda modulada por la debilidad y languidez de la «i»), el conjunto es una combinación irresistible al oído.

Ante este despliegue de preceptos que a muchos parecerán arbitrarios surgen varias dudas. La primera, si hay que saber de esto para escribir buenos poemas. Naturalmente que no, y habrá poetas excelentes que jamás hayan oído hablar de estas cosas. Construir un buen poema requiere sobre todo de oído, sensibilidad y buen gusto, que son destrezas que se adquieren leyendo mucha poesía. Para que un verso suene bien no hace falta saber por qué lo hace, de la misma manera que para bailar bien no hace falta saber ni mecánica ni física. Hace falta práctica. Y por supuesto nadie te obliga a escribir en endecasílabos. Esta medida, en el Renacimiento, fue objeto de furibundos ataques de, por ejemplo, José de Castillejo. Aunque Alfonso X y el marqués de Santillana ya habían compuesto versos de once sílabas, a mucha gente los de Garcilaso, italianizantes, les sonaban raros. A los nuevos ritmos cuesta acostumbrarse.

La segunda duda que puede surgir, relacionada con esto último, es si estas reglas se pueden romper. Ante esto hay que recordar que por supuesto, que el arte es transgresión continua, pero también que lo que dicen los preceptistas suele ser una senda firme, un camino seguro del que salirse únicamente cuando ya se domina, al igual que una cosa es lo que te enseñan en la autoescuela cuando aprendes a conducir y otra cosa la forma de conducir de Fernando Alonso subido a un F1. Hay que transgredir si se quiere ir más allá, claro, pero para eso primero hay que dominar de lo que se trate, ya sea escribir poemas, novelas o diseñar satélites. Advertir no obstante que es raro que en la ciencia del verso una transgresión inconsciente se traduzca en un poema feliz. Es mucho más probable que se trate de un error que afecte gravemente a algún aspecto del poema. No hay que olvidar tampoco que la inmensa mayoría de las obras que han sobrevivido al paso del tiempo son las que cumplen con las «leyes físicas» de la poesía de las que hablaba Linares.

¿Podemos extender estas ideas sobre el endecasílabo para juzgar si un poema «es bueno»? No tan rápido. Con el ritmo del verso solo hemos arañado la superficie, y de un único metro, el de once sílabas. Los lectores hacemos trampas al leer, yendo más deprisa o más despacio para ajustarnos a lo que suponemos que tiene medir un verso, especialmente con las estrofas clásicas, que nos inducen unas medidas determinadas. Hay muchos matrices y excepciones. Un verso como


En tanto que de rosa y azucena

se puede contar como de diez o de once sílabas, dependiendo de cómo se lea la sinalefa, si doble o triple. De la métrica se sacan tesis doctorales; no es un tema trivial ni que se pueda despachar en un artículo. Por otro lado, el análisis de un poema completo requiere tratar no solo el ritmo, sino también y como mínimo: tema, asunto, estructura, título, citas, pragmática, y niveles léxico, semántico y sintáctico. El tema de la traducción es otro mundo: traducir el endecasílabo al francés al español es una odisea.

Queda todavía mucho que decir sobre el resto de los aspectos de un arte, la lírica, que no solo es una fuente casi inagotable de placer estético, sino una actividad que proporciona una aproximación singular al mundo. La poesía culta vive en el reino de la metafísica, de lo que no se puede explicar, de lo que está —por definición— más allá del conocimiento científico. Ese mundo solo puede ser, si acaso, vivido; no explicado. Lo que la poesía pretende es en realidad un imposible: trasladar lo inefable. Lo hace no explicando, sino mediante la resonancia, generando una vibración sutil que pretende ser capaz de inducir un estado correspondiente en el lector. Pero ese intento desesperado, en el marco de lo que desde Kant y Wittgenstein sabemos que no puede formar parte del saber compartido de la especie, la convierte en una necesidad y en una forma única de comunicación humana.

"Koko Jean and the Tonics



Tendría que pasar los fines de semana junto al brasero, quemándome las pantorrillas y los empeines, mientras les escupo barbaridades a los nietos por quitarme la dentadura y meterla en la sopa. Y no, sigo con las fiestas interminables, los festines de marisco, los conciertos de blues y hasta las actuaciones patéticas de karaoke. Esto no es de recibo. Ni siquiera me queda tiempo para escribir (neuronas tampoco). No sigáis mi ejemplo, sed formales. Es muy dura la carrera del descerebrado. Por cierto, los “Koko Jean and the Tonics”, soberbios.

viernes, 10 de enero de 2025

La Torre del Oro



Estoy tomando una copa en el Kiosko de las Flores. Enfrente, la Torre del Oro y el Guadalquivir, río para mí tan mítico como el Leteo. Por el Arenal he llevado de la mano a Lope y Cervantes. Y en los ochenta comprábamos costo en sus puentes. Ahora espera tranquilo los viajes anodinos de los cruceros, lejos del trajín delincuente del Siglo de Oro y del XX. También ahora surcan su curso traineras conducidas por remeros musculados, embutidos en trajes de neopreno. El sosiego de este rincón trianero contrasta con las imaginaciones y los recuerdos confusos de mi destartalada cabeza. Sale un crucero. Creo que no va a las Indias y está prohibido fumar en sus dependencias. La Torre del Oro es mucho más firme que la de Pisa, pero cuando se refleja en el río, se deshace y contorsiona como la traicionera memoria.

Machado y la lírica



Cuando leo los poemas de Antonio Machado dedicados a su esposa, no me duele su dolor, sino el mío, revivido a partir de la remembranza de Leonor en los estremecedores versos. En cierta forma, es una emoción espúrea, porque no nace de que el otro me dé pena, sino de que yo mismo me la doy por encontrarme en una situación similar a la de Machado en Soria. Es posible que la poesía auténtica consista en esto: en despertar los monstruos latentes del alma, los que te resquebrajan y te identifican con las pasiones y vivencias más desgarradoras. Todos somos polvo.

martes, 17 de diciembre de 2024

Sin Ítaca

 


No siento hogar en ningún sitio. No tengo Ítaca a la que volver. Imaginad que los pretendientes hubieran matado a Penélope y Telémaco hubiera huido. La casa arrasada, completamente, asolada. Imaginad. El viaje de Ulises no tendría sentido y su relato tampoco. Imaginad. La Odisea se habría quedado sin motivos. Odiseo se habría eternizado junto a la ninfa Calypso y no habría naufragado en la isla de Nausicaa. Imaginad. Homero se habría visto obligado a cambiar de héroe y hubiera escrito otra cosa, qué se yo, un anime, por ejemplo. 

Solo Sevilla me sabe a algo parecido a Ítaca. Solo siento hogar cuando estoy junto a mi hija, cuando hablo con ella, cuando comparto la mesa con ella, cuando me habla (con la "t" ya líquida) de sus esperanzas, de sus sueños, de sus peripecias, de su nuevo trabajo telemático (así renuevo yo los clásicos, con estos juegos de palabras). El resto es compañía, a veces muy grata, pero compañía solamente, restos del naufragio, restos de un viaje que apenas tiene sentido ya relatar. Y más sabiendo que Homero era mortal, que ya no está, que no va a volver para contar una historia sin destino final, sin Ítaca.       

lunes, 16 de diciembre de 2024

Fuera de temporada


 

Deliciosa película Fuera de temporada. Otra historia de amor, otra. Al leer la sinopsis, no me atraía en absoluto, no sé por qué la he visto. Una historia sencilla, trabajada con una delicadeza extraordinaria. Todas las historias de amor son iguales (como las familias ricas de Tolstoi), salvo las que introducen las pausas y el sentido del humor necesarios para que exploten y nos alcance su onda expansiva. Sí, todas las historias de amor son iguales, salvo las de los verdaderos desgraciados que encuentran la espoleta y la activan, de quienes el tiempo se ríe a reventar. Esas historias son las que nos conmueven, las que nos agitan, las que nos deshacen. A pesar de que todas sean iguales, esas parecen distintas porque las hacemos nuestras. 

La película acaba con una frase maravillosa: "Prométeme que no volverás aquí". Voy a reservar un spa. Por cierto, esa actriz, Alba Rohrwacher (he tenido que mirar Google tres veces para escribir su apellido), me acongoja. 

domingo, 8 de diciembre de 2024

Alabanza de corte

 El primer piso del instituto más antiguo de Albacete, ahí está mi aula. Alumnos de un nivel desconocido para mí hasta ahora: motivados, interesados, aplicados, con referentes culturales... Y no solo unos cuantos, sino la amplia mayoría. Entrar en una clase de 2º de bachillerato en este centro es descubrir una especie de realidad paralela. No es que yo no me recuerde igual cuando estaba en el mismo nivel educativo que ellos, es que se nos consideraría -taxonómicamente hablando- como razas distintas, si atendemos a los intereses y preocupaciones de la mayoría de este alumnado. 

He estado en otros centros (todos rurales), me he encontrado con chicas brillantes, claro que sí, pero por norma general su hábitat quedaba tan lejos del mío que he hecho esfuerzos ímprobos por inculcarles un poco de cultura general. No sé si tendrá que ver con la distancia de lo urbano frente a lo rural, que yo creía casi extinguida; o de la clase social a la que pertenecen estos muchachos..., no sé, pero me encuentro con gente educada, interesada por la pintura, por la literatura, por la educación, por el teatro, por el cine, por la música... qué sé yo. No sé si esto es una isla en medio de la idiocia o no, no lo sé. Pero estoy disfrutando en mis últimos años como docente de una sensación que no había gozado hasta ahora. Se me escucha mayoritariamente, y no solo eso, se me escucha y dialogo con ellos porque les interesan los temas de los que hablamos; y no solo eso, también tienen asideros sólidos y de alta cultura en los que sustentan sus conversaciones. No puedo desaprovechar esta oportunidad. 

Y, por otra parte, pienso, si todos gozáramos de la bonanza social que rodea a estos chicos, si todos disfrutáramos de un acceso fácil y habitual a la cultura, si todos tuviéramos la posibilidad de interesarnos por las variadas opciones de ocio que ofrece una ciudad (aunque sea pequeña), ¿no seríamos todos mejores seres humanos?, ¿no participaríamos todos de esta sensación que proporciona sacarle jugo a la inteligencia? Ahora veo mucho más claro un libro de Thomas Bernhard, del que he sacado muchos fragmentos para el comentario de textos, donde se expone un menosprecio de aldea y alabanza de corte, que yo creía desmesurado; pero constato ahora que no, que incluso se queda corto.

 Al profundizar en los comportamientos de los chicos de pueblo (yo mismo lo era), observo que sus impulsos, sus intereses y sus hábitos están marcados totalmente por las convenciones locales, en la mayoría de los casos impuestas por la Iglesia o por unas tradiciones, como poco, chocantes. La familiaridad con el cosmopolitismo, los libros, el arte, la música, el teatro, el cine, la cultura entendida en su más alta expresión, no es algo habitual en el entorno rural, sino, por regla general, extravagancias de algún concejal moderno, al que se le suele echar pronto del cargo.