jueves, 14 de noviembre de 2024

Las palabras


 

Las palabras te rozan la cabeza, pero no te tocan. Son aves de paso que pueblan el cielo desde el principio de los tiempos. Las palabras vuelan parsimoniosamente, sin pausa. Puedes atrapar alguna si estás atento, si aprovechas algún descuido y se posan en un tendido eléctrico. ¡Cuidado con la corriente! El alto voltaje es peligroso. Sobrevuelan el firmamento todos los días, como pájaros migratorios que nunca acaban de llegar al destino. Van de un lado a otro, descansan de vez en cuando, graznan cuando nadie las reclama. Las palabras, esas peregrinas palabras que nos acompañan todo el tiempo, que sirven para desalojar la pena (no del todo), para celebrar el mundo, para cagarse en él, para alabar a Dios y, también, para escupirle a la cara. Algunos las ven pasar sin apenas reparar en ellas, otros se encantan con su cadencia rítmica o con su estético vuelo e intentan enjaularlas para tenerlas siempre a la vista. Mueren, no resisten la celada. Las palabras son animales libres sin reposo, sin hogar, dueñas del aire y de la ingravidez. Solo algunos adiestradores, pocos, guardan la habilidad suficiente para hacerlas volar a su antojo, en rítmica danza que endulza ojos y ensancha corazones. Las palabras, esos pájaros antiguos, dan sentido a la inmensidad del vacío.      

martes, 5 de noviembre de 2024

El barrio fantasma


 

El barrio de La Fuente está desierto. Nadie vive en él, nadie. Las casas, desoladas, con restos de barro, sin voces, sin trinos de pájaros, sin música, sin gritos infantiles, sin conversaciones, sin tejido. Un barrio fantasma, aletargado. Por las calles nadie sale a la compra, ni al trabajo, ni a pasear. Nadie habita esas casas, nadie. ¡Qué angustia de vacío y humedades! Allí donde yo gocé mi infancia, mi adolescencia y parte de mi juventud, ya nadie goza de su infancia, ni de su adolescencia, ni de su juventud. El barrio huele a fango y a memoria antigua, pero sobre todo a ausencias, a vacíos enormes, a tragedia inesperada. El silencio lo ocupa todo, solo el rumor del agua se escucha (ahora espantoso), viene de allá abajo, de las simas más profundas del Averno. Ahora, sosegado el río, apenas es capaz de cubrir el cemento del lecho. Se escucha, sí, ese rumor antiguo, esa letanía de la Naturaleza amordazada. De lo más hondo de la tierra, brotan lombrices, ratas muertas, huesos familiares. Todo ayuda a dibujar un paisaje apocalíptico, vaciado de humanidad, tétrico. Un paisaje lunar por el que de vez en vez se ve deambular algún alma en pena, intimidada por viviendas sin ruido, acongojada por el leve temblor del barro latente. Solo hay vida abajo, más allá del asfalto, envuelta en cieno y podredumbre. Vida sin ojos, sin voz, viscosa y lóbrega.

Los días van absorbiendo el agua, como esponjas de sol. El río ha vuelto a su ser insignificante y observa la mole en ruinas del instituto de secundaria en el que "estudié". No hay bullicio de adolescentes, solo crujir de vigas y muros destartalados. La luz, impúdica, ilumina los restos de un naufragio estremecedor. Silencio, todo es silencio.    

jueves, 31 de octubre de 2024

El río de mi infancia

 


Y el río de mi infancia se desbocó, desató su ira contra todos aquellos que viven cerca de él. Aliado con los cielos, convocó ramblas, arroyos y regatos para vengarse de cuanto le robamos a lo largo de los años. Primero le quitamos la vida: los peces, los cangrejos, las aves, hasta las ratas de agua; luego nos cebamos con sus riberas: arrasamos la hierba, talamos los chopos, lo encerramos entre muros; pavimentamos su lecho y lo envenenamos con todo tipo de vertidos ponzoñosos. Lo convertimos, al fin, en un regato triste y maloliente. Ahora sí hace honor a su nombre: "Magro", y tanto. 

Se ha vengado el río de mi infancia y de qué manera. En pocas horas devoró todo cuanto salió a su paso, se hizo mar, mar de lodo. Un Helesponto en el que el mismo Ulises habría naufragado. Fue apoderándose de las casas de mi barrio, del barrio de mi infancia, del barrio de La Fuente, donde me raspaba las rodillas y derrapábamos con los carros de roces. El barrio de la Fuente, donde luego me enamoré y donde buscábamos los rincones escondidos que nos brindaba el río de mi infancia para gustar el mosto de las granadas. 

Cuando el Helesponto, vengativo, engulló en pocas horas, con voracidad, el barrio de La Fuente, provocó una tragedia angustiosa. Los más viejos se acurrucaban en la primera planta, sin luz, sin comida, asustados por la impiedad de la riada. Mi madre y mi suegra a través del teléfono me contaban cómo el agua subía poco a poco por las escaleras, hasta casi lamerles los pies. Angustiadas, temblaban sus voces a través del teléfono, viéndose ya devoradas por las fauces húmedas del río de mi infancia. Algunos vecinos, a través de la oscuridad de la noche, aprovechando una tregua de los cielos, se lanzaron al rescate de los desesperados. Los sacaban de las casas a través de las ventanas más altas, los cargaban en palas o en barcazas. Como Nausicaa auxilió a Ulises cuando lo encontró exhausto en la playa después de sufrir la furia del mar. Pero me cuentan que algunos no tuvieron suerte, algunos no disfrutaron de la misericordia del río de mi infancia.

Hoy iré a ver los restos de muerte y barro que ha dejado esta furia incontenible. Ese paisaje rodeó mi niñez, mi adolescencia y parte de mi vida en pareja. Cuando vuelvo a él, piso terreno firme, el asfalto por donde paseaba con Eva y, antes, con mis amigos de camino al instituto y, antes, cuando trepábamos por las tapias que dividían las casas y lanzábamos piedras a los pájaros y a las lagartijas (esa crueldad de la infancia), ese asfalto que reconoce mis pisadas no estará, seguramente lo habrá sustituido el lodo, el barro y la desgracia. Y la casa donde viví tantos años, esa casa ya no será mi casa, sino el objeto de una venganza que no ha respetado a nadie, como suele hacer la Naturaleza cuando actúa: sin amigos, sin razones, sin piedad, esa crueldad inexplicable de la infancia.         

lunes, 28 de octubre de 2024

Los paseos de Valle


 

Hoy cumple siglos mi idolatrado Valle-Inclán. Hay que felicitarlo y congratularse por él porque siempre quiso ser "difunto". Difunto y protagonista del imaginario más extenso de anécdotas estrambóticas sobre vida y milagros que yo conozca. Si no hubiera leído su obra, muchas de ellas no las creería; pero quien está familiarizado con el mundo literario de Valle sabe que ese florido lenguaje, esa habilidad con la palabra, ese ritmo y ese saber ahondar en el alma humana, bien adentro, no puede nacer de un ser vulgar o, como dice Rafael Narbona, no me da la gana creer que este hombre fuera un correcto ciudadano que acataba, al fin y al cabo, el forro de su época. No, Valle es su literatura y su leyenda, sobre todo su leyenda.

 La narrativa y el teatro de Valle-Inclán no tienen parangón. Hace poco estudié un artículo sobre las concomitancias del Ulises de Joyce con Luces de bohemia. Por supuesto no voy a hacer una comparación competitiva de dos obras tan devastadoras, sería absurdo. Pero sí me llamó la atención ese espíritu burlón y demoledor que ambos escritores proponen en sus creaciones. Para Joyce, Irlanda es la cerda que se come a sus crías con delectación. La España de Valle es la del hambre y el sablazo, un país donde se premia robar y ser sinvergüenza. A los dos, miopes y estrafalarios, los veo ahora pasear por las calles de Dublín y Madrid, los dos difuntos, los dos cagándose en los muertos de sus compatriotas, descojonándose de la idiotez de la modernidad y despreciando la inutilidad de nuestra tradición. Valle espera a Rubén Darío, Joyce a Italo Svevo. Y los cuatro entran en un café o en un after o en una discoteca de moda, para tomar moldes, para seguir retratando a la jauría humana; más bien para beberse todo el veneno que les sirvan, porque destrozarse el hígado y diluirse en opio y alcohol es el único alivio que encuentran a mano, deslumbrados por las luces de neón, los riñones fritos de Bloom y los churros de la buñolería de San Ginés. Y, bueno, a lo mejor el enterrador de Valle no cayó sobre su ataúd el día del sepelio, ni lo rompió, ni descubrió el cadáver amarillento y espantoso del gallego, pero yo lo he contado tantas veces que me lo creo.         

martes, 22 de octubre de 2024

N´Daye

 N´Daye luce caligrafía de cuadernos Rubio. Hoy le dolía mucho la cabeza, se le notaba en lo despacioso del trazo. No sé si ha comido o no en todo el día. Me ha sabido mal preguntarle. N´Daye no tiene trabajo, "en el campo ahora no hace nada, busca otra ciudad" (tenemos que repasar la conjugación). N´Daye muestra una sonrisa abierta, limpia, aunque tras ella se esconde una pena negra evidente y muy justificada. Las venillas rojas de los ojos y sus temblonas manos lo delatan. No atina a situar España en el mapa, tampoco Senegal. No sé si sabe lo que es un mapa. Es listo, rápido y sonríe con desgana cuando en el manual aparece el plano de una casa con tres dormitorios. Sí, no me extraña que sonría con sorna. Sabe los números, hasta más allá del doscientos y domina el masculino y el femenino, más o menos. Hoy he conocido a su familia: tres hermanos, diez tíos y veinte primos. En su dialecto "mama" se dice "yayá" (otro ejercicio del manual). Le cuesta decir "entretenimiento", pero es tenaz y lo repite hasta decirlo como corresponde. Resulta complicado explicarle lo que significa esta palabra. En el manual la ilustran con un chico leyendo. Para él es pura necesidad. N´Daye tiene 27 años o por ahí. Le duele mucho la cabeza y no sabe qué es un vestidor. A pesar de su flojera, hoy, al despedirse, me ha chocado la mano con la misma cordialidad de siempre. Les debería doler a otros la cabeza, no hay justicia.   

martes, 15 de octubre de 2024

Juan Ramón y el diario


 

Ayer me acosté con Juan Ramón. La cama la engulló el mar y se pobló de estrellas. Mar proceloso, mar vivo, mar espuma, mar esculpido. Hay algo en sus diarios que me atrae y también algo que me repele. Ese tono melifluo y decadente se me hace empalagoso; sin embargo, su verso es férreo, poblado de almas, de naturaleza apabullante. Su deseo de fundirse con el todo, con la nada, se descubre en cada rincón del poema: el mar, el cielo, la ciudad voraz (New York), el sosiego de Cádiz, Moguer (la madre), Madrid... y el amor (Zenobia), nunca personalizado, desleído entre las aguas del Atlántico, entre los versos del diario. No sé. 

Qué descubrimiento para el poeta joven leer a Juan Ramón en 1917, en 1920, en 1927. Qué modernidad total y, latente, qué absoluta búsqueda, qué hallazgo. Si no fuera por esos movimientos de cabeza de princesa lánguida cantando a las margaritas, Juan Ramón sería poeta de cabecera. No lo es. No lo he tenido allí nunca. Lo he leído ahora, de nuevo, porque estoy redescubriendo a autores aborrecidos. ¿Mejor que antes?, sí, mejor, más compacto, más sólido, pero no termina de hacer vibrar las cuerdas de mi ¿arpa?, mejor bandurria. Hay momentos que uno busca ser agitado, ser compadecido, ser apaciguado o desmembrado (no sé) por la palabra única. Sí, Juan Ramón es poeta inmenso, pero no el mío.  

lunes, 7 de octubre de 2024

El teatro como método


 En las aulas no hay término medio. De la abulia más absoluta, se pasa a la euforia más desmedida. A primera hora a una chica se le cerraban los ojos, se dormía viva. No hay mejor opiáceo que una clase magistral mezclada con el uso de pantallas hasta altas horas de la madrugada. No sé cómo venden somníferos. Yo me presto a endilgarle a cualquiera que tenga problemas de sueño una perorata sobre el Modernismo. Eso y un móvil. En media hora, curado el insomnio. A primera hora los ánimos están calmados, la espuela de la adolescencia no se clava todavía en sus ijares. Se puede trotar con cierta mesura y hasta algunos son receptivos al discurso teórico. 

Durante el recreo preparamos una obra de teatro. Aquí los ánimos se desbocan, la pasión por actuar ante el público y el nerviosismo que provoca el oficio de cómico son acicates eficaces para levantar el ánimo adolescente hasta alturas insospechadas. Los mismos alumnos que dormitaban sobre el pupitre con el ruido de fondo de mi cantinela, se revuelven inquietos, leen su papel, se estremecen, se emocionan, se les crispan los nervios y, lo más importante, se entregan de lleno a la reinterpretación de un texto literario. 

¿Qué más pruebas se necesitan para entender que la enseñanza pasiva no puede ser el método cardinal de una clase? ¿Qué evidencias hay que aportar más para entender que esto de educar no puede pasar siempre por el rodillo del discurso teórico? Coño, que en Grecia el método de enseñanza fundamental ya tenía al teatro como fundamento. Y eran más espabilados que nosotros, eso está claro.     

martes, 1 de octubre de 2024

El silencio y la montaña


 El silencio guarda a la montaña en otoño. Un silencio denso, lenitivo, que penetra por todo el cuerpo para desaguarlo de impurezas. Entre pinos negrales que compiten por llegar cuanto antes allá arriba, sobre la fronda mullida de las agujas, el silencio se hace dueño de todo, te subyuga, te posee. Un silencio abrumador que apaga la conciencia y la devuelve a su origen: a la pureza de lo natural. La Serranía de Cuenca tiene esa virtud. La masa, la muchedumbre, no se ha enseñoreado de ella. Está libre del mal del turismo y se entrega, lúbrica, frondosa, apabullante. Nadie (ni siquiera los poetas) ha conseguido explicar todavía por qué uno se diluye, se deshace, cuando se sumerge en la espesura de los montes. Nadie ha sido capaz de provocar tanto ensimismamiento como el vuelo sosegado de los buitres. La vida y la muerte están tan próximas entre las montañas que pierdo la personalidad, la vanidad, el oficio de ser uno. 

El rumor del agua, transparente, cristalino, árabe, rompe el silencio. Nadie (ni los músicos) puede igualar esta armonía, este runrún vibrante que invita al reposo y a la evasión de uno mismo. El río rompe el bosque con un rayo de vida, le saca lustre, lo ilumina. Nadie en lontananza, nadie, ni siquiera yo, evaporado a los pies de los árboles. Entre la espesura flota un sol arañado por las ramas, un sol aromático como lluvia de luz. Un sol que cae sobre el agua y la convierte en plata. Ya no soy, no es necesario. Me basta. Me diluyo. Me evito. Soy otoño.   


La foto, por supuesto, no es mía. Es de Hermi.       

martes, 24 de septiembre de 2024

Sobre el duelo y la ausencia (a partir de un artículo de Rafael Narbona)

 En un artículo tan estremecedor como certero, Rafael Narbona habla del duelo y del dolor que provoca la ausencia del ser amado. Es un homenaje a Javier Marías y se apoya en el libro que la mujer del escritor, Carmen Mercader, ha publicado hace poco en Reino de Redonda

De Duelo sin brújula, el libro de Mercader, extrae fragmentos como estos: "Nadie nos prepara para la pérdida" y añade el propio Narbona: "Es un dominio particularmente hostil, donde no es posible utilizar brújulas ni mapas, pues todo es incierto, desconocido y despiadadamente abrupto". Y sigue diciendo el articulista, apoyado en las palabras de Carmen: "El dolor asociado a las pérdidas no es una aflicción poética, sino algo “primario y animalesco”. Solo es posible soportarlo, cediendo el paso a las automatismos básicos del día a día: comer, dormir, trabajar". Y continúa: "Cuando le llega la muerte a un ser querido, piensas que nadie ha sufrido un duelo tan desgarrador, pero es una impresión falsa, fruto del desconocimiento de lo que acontece en el interior de los que ya han soportado algo similar (...) el matrimonio es una institución narrativa, afirmaba Javier Marías, y por eso, cuando uno de los dos falta, la historia se interrumpe bruscamente", para volver a apoyarse en las afirmaciones estremecedoras de Carmen: “Los muertos permanecen en el más absoluto silencio. […] Javier no está en ninguna parte. Y eso me resulta inconcebible más allá de lo que soy capaz de expresar”. Y sigue Narbona explicando de forma admirable los efectos devastadores de la ausencia: "Las fases del duelo solo son falsas estaciones de paso. El duelo nunca finaliza. Quizás te acostumbras a convivir con una ausencia particularmente dolorosa, pero ya nada vuelve a ser igual. El duelo no se supera. Sobrevives a él de mala manera, como el alpinista que casi muere en la montaña y vuelve a la vida con la mente contaminada por el recuerdo de las noches heladas, los aludes y el silencio sobrecogedor de la cordillera. Cuando crees que al fin has logrado algo de paz y serenidad, el dolor vuelve a golpearte con fiereza. No se avanza. Se camina en círculos. La Meca solo es el nombre de un lugar quimérico al que no llegarás nunca. Eres un peregrino hacia ninguna parte, un sonámbulo que camina a ciegas". 

No he encontrado mejor análisis que el de este artículo para definir mi propia experiencia. Ni el libro de Rosa Montero, ni el de Madame Curie, ni nada de lo que he leído hasta ahora sobre este asunto (y ha sido mucho) se acerca tan certeramente y sin subterfugios al sentimiento real que provoca la ausencia de la compañera o compañero. Dice, desengañada ante los consejos, la mujer de Marías: “Yo no quiero ser otra. Me había costado mucho llegar a ser la que era. Aunque veo que el cambio es inevitable”. Y concluye con un aserto incuestionable y tenebrosamente inapelable: "El duelo no enseña nada. No curte, no fortalece: Es malo de manera absoluta, completa y sin resquicios”. 

Como Carmen Mercader, yo también he sentido, al poco de morir, el tacto de la compañera en la cama, en el sofá, en todos lados y, como bien define ella, no es sino una "cruel elaboración de la mente afligida". Y sí, llega un momento en que los recuerdos dejan de ser fuente de dolor y se convierten en una extraña forma de alivio. 

Hay muchos aciertos, muchas certezas, mucha sinceridad y buen hacer ensayístico y narrativo en este artículo de Rafael Narbona, tanto que, a pesar de su descarnada crudeza, me ha proporcionado el consuelo necesario que se encuentra a veces en el arte. No hacen falta tratados ni grandes novelones. Un sencillo artículo periodístico tan cuidado como este es suficiente para comprobar la necesidad de la literatura. Agradecido.    

lunes, 23 de septiembre de 2024

"De duelos, brújulas e ilusiones: en recuerdo de Javier Marías" por Rafael Narbona




Hay artículos que cuesta trabajo escribir, pero que se imponen como una necesidad ineludible. Hoy, sábado 14 de septiembre, he recibido dos ejemplares de Duelo sin brújula, un pequeño libro de Carme López Mercader, editora y viuda de Javier Marías. Es la última obra que publicará Reino de Redonda, una editorial creada en 2000 y que ha alumbrado 40 títulos exquisitos en unas ediciones cuidadísimas. Marías seleccionaba los títulos con su finísimo olfato literario y su exquisito buen gusto, y López Mercader se ocupaba del proceso de edición y publicación. Solo aparecían dos o tres títulos al año y los beneficios eran irrisorios o inexistentes. En 2019, Reino de Redonda perdió 1.000 euros, pero ese descalabro no pudo oscurecer la gloria de haber aportado al idioma castellano títulos que aún no habían sido traducidos. Redonda es un pequeño islote deshabitado en las islas de Barlovento perteneciente a Antigua y Barbuda, uno de los trece países que forman las Antillas. Javier Marías la convirtió en un Reino literario y se coronó como el rey Xavier I, concediendo títulos de nobleza a figuras como Pedro Almodóvar, Francis Ford Coppola, Alice Munro, Umberto Eco, George Steiner, Ray Bradbury, Frank Gehry, J. M. Coetzee, Éric Rohmer y Philip Pullman. Ahora el trono ha quedado vacante, si bien el rey difunto dejó dispuesto que ocupara su lugar el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez.
Carme López Mercader aventura que algunos criticarán la publicación de su planto en Reino de Redonda, pero yo creo que no hay mejor homenaje a Javier Marías que evocar su figura y reflexionar sobre el duelo en una colección que constituye un fiel reflejo de su concepción de la vida y la literatura. Solo cabe lamentar que la colección se interrumpa, pero quizás es la inevitable consecuencia de la desaparición de su creador. Hergé dejó dispuesto que no se publicaran nuevas aventuras de Tintín después de su muerte. Así como Madame Bovary era Flaubert, Tintín era Hergé y creo que no equivocarme al afirmar que Reino de Redonda era Javier Marías. El pequeño libro de Carme López Mercader es un excelente broche de oro a una aventura romántica que nació del amor a la buena literatura. Su pequeño tamaño me ha recordado la excelente obra de Edmond Jabès, Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, aparecido en 1989. Según Jabès, el libro es la patria de los espíritus libres, de los que prefieren echar raíces en las palabras, un territorio intangible, y no en un lugar físico, siempre propicio a los desengaños y a las pasiones más oscuras. El color negro de la cubierta y el rojo de la flecha ascendente no recuerdan a un réquiem, con su promesa de resurrección, sino a uno de esos poemas de George Trakl, con sus tristezas púrpuras y sus ocasos ahogados en la penumbra. Carmen López Mercader sitúa en el umbral de su texto una cita del psiquiatra Sue Stuart-Smith: “Aunque tenemos una gran capacidad innata para establecer vínculos, no hay nada en nuestra biología que nos ayude a lidiar con la ruptura de éstos, lo que significa que el duelo es algo que tenemos que aprender por experiencia propia”. Ciertamente, “nadie nos prepara para la pérdida”, como escribe López Mercader, y cuando esta se produce, hay que partir de cero, afrontarla como el explorador que se adentra en una “tierra incógnita” habitada por “dragones”. Es un dominio particularmente hostil, donde no es posible utilizar brújulas ni mapas, pues todo es incierto, desconocido y despiadadamente abrupto.
El dolor asociado a las pérdidas -aclara Carme López Mercader- no es una aflicción poética, sino algo “primario y animalesco”. Solo es posible soportarlo, cediendo el paso a las automatismos básicos del día a día: comer, dormir, trabajar. Es lo que hizo ella mientras Javier Marías permanecía en la UCI, aquejado por una neumonía bilateral. En esos momentos, no vives. Simplemente, funcionas, a veces con la ayuda de la farmacología, que permite conciliar el sueño. Cuando le llega la muerte a un ser querido, piensas que nadie ha sufrido un duelo tan desgarrador, pero es una impresión falsa, fruto del desconocimiento de lo que acontece en el interior de los que ya han soportado algo similar. La ausencia de alguien muy querido “cambia la inclinación del eje del mundo”. El matrimonio es una institución narrativa, afirmaba Javier Marías, y por eso, cuando uno de los dos falta, la historia se interrumpe bruscamente. Carme no cree que los difuntos sobrevivan en la memoria de los que los amaron ni que exista algo más allá de la muerte. “Los muertos permanecen en el más absoluto silencio. […] Javier no está en ninguna parte. Y eso me resulta inconcebible más allá de lo que soy capaz de expresar”.
Las fases del duelo solo son falsas estaciones de paso. El duelo nunca finaliza. Quizás te acostumbras a convivir con una ausencia particularmente dolorosa, pero ya nada vuelve a ser igual. El duelo no se supera. Sobrevives a él de mala manera, como el alpinista que casi muere en la montaña y vuelve a la vida con la mente contaminada por el recuerdo de las noches heladas, los aludes y el silencio sobrecogedor de la cordillera. Cuando crees que al fin has logrado algo de paz y serenidad, el dolor vuelve a golpearte con fiereza. No se avanza. Se camina en círculos. La Meca solo es el nombre de un lugar quimérico al que no llegarás nunca. Eres un peregrino hacia ninguna parte, un sonámbulo que camina a ciegas. Una compañera de UCI que también perdió a su pareja comentó a Carme que las dos habían bajado al infierno, pero volverían fortalecidas. Sin embargo, esa idea no le aporta ningún consuelo: “Yo no quiero ser otra. Me había costado mucho llegar a ser la que era. Aunque veo que el cambio es inevitable”.
El duelo no enseña nada. No curte, no fortalece: “Es malo de manera absoluta, completa y sin resquicios”. López Mercader cree que el mal existe y que algunos malvados disfrutan haciendo daño a los demás, pero al mismo tiempo admite que “el ser humano tiende a la empatía y la solidaridad”. No obstante, esa calidez puede ser intempestiva e hiriente. Preguntar cómo está a alguien que ha perdido a su pareja, solo produce incomodidad. ¿Qué se puede decir? ¿Estoy mal, mejor, tengo mis días? El culto al difunto tampoco constituye una ayuda. Carme cuenta que visitó con Javier las casas de muchos escritores ya fallecidos y contemplar sus pluma, sus pipa o sus escritorios no les sirvió para comprender mejor al autor o su obra. Por eso no le agrada la idea de que el hogar de Marías se transforme en un mausoleo, especialmente porque él apreciaba mucho su intimidad y detestaba el exhibicionismo. No le preocupaba lo que otros pensaran de él. Prefería callar y no deshacer malentendidos.
Carme nos cuenta que Javier bailaba mal, pero le gustaba dar unos pasos con ella. Por ejemplo, cuando llegaba el Año Nuevo y sonaba el Danubio Azul, el famoso vals de Johann Strauss hijo. Evocar esos momentos produce consternación, pero también cierto temor: “El miedo es un sentimiento que está siempre presente en el duelo, como he descubierto con infinito asombro”. C. S. Lewis confiesa lo mismo en Una pena en observación. De hecho, comienza así el libro dedicado a narrar el duelo por la pérdida de su mujer, la escritora Joy Gresham. El miedo a veces se mezcla con el estupor. A los pocos días de morir, Carme sintió el tacto de Javier en la cama y en el sofá: un brazo que se posaba en la cintura, una caricia en el cuello. Descarta que se trate de algo real, una especie de contacto entre el mundo físico y un hipotético más allá. Piensa que solo fue “una cruel elaboración de su mente afligida”. Una hoja del manuscrito de Tomás Nevinson introducida en el bolso al azar volvió a crear la impresión de que era posible la comunicación con los difuntos, pues en ella se leía: “…convenía que todo el mundo me creyera muerto y por lo tanto fuera de juego e inalcanzable…”. Carme descarta otra vez la posibilidad de una experiencia sobrenatural. La muerte solo es un vacío desolador, un espacio deshabitado, mudo. Sin embargo, al recordar la bondad, generosidad y paciencia de Javier mientras escuchaba sus explicaciones sobre las plantas que decoraban la terraza, escribe: “no me cabe la menor duda de que está en el cielo, sea este real o inventado por nosotros, pobres seres desolados, derrotados y anhelantes”.
Abatida por la pérdida, Carme descuidó las plantas de la terraza y murieron por culpa del calor y la suciedad, pero algo le impulsó a comprar un bambú y una orquídea. Aunque no se preocupó mucho de ellas, crecieron y, al llegar la primavera, adquirieron un aspecto luminoso. Gracias a ese milagro, sintió que los recuerdos podrían dejar de ser una fuente de dolor y proporcionar alivio. Una mimosa que plegaba sus hojas al sentir el tacto de la mano traía a la memoria la amabilidad distante de Javier, su pudor y su humor delicado, nada ofensivo. Carme cita la frase que un viejo jefe indio le dice a una mujer blanca en una película: “mi espíritu está dentro de ti y el tuyo dentro de mí”. El recuerdo de los seres queridos no es solo evocación, sino una forma de fusión con el ausente. Se puede decir que recordar es una manera de ser otro, de hacerle un hueco al que ya no está, de mezclarse con él y transformarse en algo distinto y mejor.
López Mercader se describe como una mujer independiente. De hecho, Javier y ella vivían en ciudades diferentes y, aunque compartían largos períodos, también permanecían separados durante muchas semanas. Aficionada al senderismo de montaña, Carme a veces realizaba extensas travesías sin la compañía de Marías, pues al escritor los paisajes naturales solo le producían indiferencia. Eso no significa que los paisajes urbanos le fascinaran. De hecho, los únicos paisajes que le cautivaban eran los interiores, los que podían encontrarse dentro de las personas o los que aparecían en una buena película, pues el cine era una de sus grandes pasiones. A pesar de esa independencia, Carme ha descubierto que no puede vivir sin Javier y su dolor parece una travesía inacabable. No pierde la esperanza de llegar a la meta, de conseguir cierta paz interior, pero de momento no atisba esa serenidad que supuestamente el tiempo suele proporcionar. No tira la toalla. Solo pide que los buenos amigos le permitan ir a su ritmo, que no le fuercen a quemar etapas, pues ella ha aprendido en la montaña que cada senderista necesita un ritmo diferente. Si acelera su paso por encima de sus posibilidades, lo más probable es que abandone su objetivo.
Javier Marías se sentía atraído por los fantasmas. Su película favorita era El fantasma y la señora Muir (Joseph L. Mankiewicz, 1947) y, aunque no creía en lo sobrenatural, sí pensaba que de alguna manera los muertos acompañan a los vivos. Siempre tenía muy presente en su memoria a su madre, Dolores Franco, a su hermano Julianín, que murió con solo tres años, a su padre don Julián, a los escritores Juan Benet, Heliodoro Carpintero y Rosa Chacel. Todos estaban presentes en él y, de alguna manera, lo acompañaban. Javier no tenía prisa por morir, pero a medida que pasaba el tiempo sentía que él también se convertía en un fantasma y confiaba reencontrase con sus seres queridos. Carme se considera una mujer estrictamente racional, pero siente la presencia de Javier a todas horas y su mente comienza a abrirse a perspectivas hasta ahora desechadas por absurdas o ilógicas: “Ojalá, ojalá ese otro mundo exista y lo haya recibido con los brazos abiertos, ojalá mi Javier esté rodeado ahora del cariño de los que le faltaban en su vida mortal y nunca se ausentaban de su pensamiento”. López Mercader finaliza su breve planto con una conmovedora rebelión contra la razón: “Que me lleve a creer que esa eternidad que decía concebir sólo conmigo exista y que él esté aguardándome pacientemente en ella. Que me haga soñar con lo que no puede ser”.
Siempre he admirado a Julián Marías. Padre e hijo convivieron durante un tiempo como dos solteros bien avenidos. Don Julián albergaba una profunda fe que su hijo no compartía y eso le ayudó a sobrellevar la pérdida de su mujer, Lolita Franco. Solía repetir que Lolita estaba en todas las páginas que había escrito. En 1897, Ramón y Cajal describió a la mujer intelectual, poco frecuente en esa época por culpa de los prejuicios sociales y los impedimentos legales, como una mujer “inteligente y ecuánime, rebosante de optimismo y fortaleza”. Heliodoro Carpintero utiliza esa cita para describir a Lolita en la nota de homenaje que escribió con ocasión de su muerte. Julián, que sufrió enormemente con su pérdida, estaba convencido de que “volvería a verla y a estar con ella”, pues “la persona que era Lolita no podía haberse destruido por un proceso corporal”. El amor que sentía por ella demandaba un mañana compartido: “En la medida en que se ama, se necesita seguir viviendo o volver a vivir después de la muerte, para seguir amando”. Julián Marías sostenía que “el hombre ha acontecido de manera fecunda y complejísima sobre la Tierra; no parece lícito entender su destino más alto como una simplificación”. ¿Cómo será esa eternidad donde Julián esperaba encontrarse con Lolita? En ningún caso, una vivencia estática, sino algo dinámico y creativo. “Nuestra realidad personal, inteligente, amorosa, carnal, ligada a formas históricas, hecha de proyectos de varia suerte, articulados en trayectorias de desigual autenticidad, es la que ha de perpetuarse, transfigurarse, salvarse. No puede imaginarse ninguna mutilación ni disminución”. Julián Marías no ignoraba que el racionalismo había mermado la esperanza, no reconociendo otro horizonte que el no ser. “Nuestros contemporáneos prefieren lo único de que se puede tener seguridad: la nada. Acaso la escasez de amor es un factor que entibia el deseo, la necesidad de otra vida: si no se ama, ¿para qué?”.
Sé que Javier Marías y Carme López Mercader están muy lejos de esta perspectiva. Entiendo su postura, pero yo prefiero guiarme por las razones del corazón y no por las evidencias empíricas. He perdido a muchos seres queridos y hace poco mi mujer ha superado un cáncer, lo cual ha convertido nuestra rutina en un camino de miedo e incertidumbre. La muerte me parece obscena e intolerable. Cuando El Cultural me comunicó que Javier Marías había muerto y me pidió un artículo sobre su desaparición, experimenté una profunda tristeza. Solo habíamos hablado por teléfono en tres o cuatro ocasiones. Después de leer mi relato “El día que no conocí a Javier Marías”, publicado en la revista Zenda, me llamó por teléfono para contarme cuánto le había gustado y, poco después, me concedió una de sus últimas entrevistas. Durante hora y media, hablamos por teléfono. Si alguien quiere escuchar la conversación, puede hacerlo en Youtube. Javier Marías me pareció un hombre bueno y amable, con un sentido del humor elegante y una inteligencia muy aguda. No descubro nada si digo que fue uno de los mejores escritores de los últimos cincuenta años y que -como escribió Pérez Reverte- el Nobel ha perdido mucho al no incluirlo entre sus premiados. Como sostiene Javier Gomá, el mundo se empobrece trágicamente cada vez que muere una persona buena y valiosa. Por eso, prefiero pensar que hay otra vida, similar a la que comparten la señora Muir y el capitán Gegg, una vida donde también se encuentra Julián y Lolita y, por supuesto, Javier Marías, esperando a todos los que le quisieron. William Blake sostenía que la existencia no discurre en el tiempo y el espacio, sino en el fecundo seno de la Imaginación. La Imaginación, y no la materia, es la realidad primordial. Esa idea es la brújula que debe guiar nuestros duelos. Soñar es la mejor forma de vivir y la única alternativa para adentrarse en la “tierra incógnita” de la muerte con la esperanza de no extraviarse en la oscuridad y el silencio.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

Los pinos y la enseñanza



A través de las ventanas de mi aula de 2º de bachillerato se ve la copa de unos pinos enormes, un bosque frondoso, con aluvión de palomas y otras aves escandalosas. Desde Cañete no había tenido un paisaje así mientras doy una clase. La naturaleza es poderosa, mucho. No sé por qué, aún no lo sé, se me sosiega el ánimo y el paisaje se vuelve nostalgia. Observo desde las ventanas antiguas el paisaje esplendoroso y no me cabe sino dejarles hablar a los chicos para pensar en el pasado. Se me antoja que este es el final de un trayecto y aquí, a la altura de las copas de los árboles, puedo esperar la solución final (no, eso queda muy mal), el colofón a una peripecia singular (mejor). 

En mi adolescencia nunca pensé en ser profesor, nunca, ni se me hubiera ocurrido. Fue Eva quien me empujó a serlo. Y bien que se lo agradezco. Antes tuve diversas dedicaciones de las que guardo pocos recuerdos. La docencia, por mucho que se empeñen en desdeñarla muchos, ofrece la oportunidad perfecta para removerte las tripas, para crecer o menguar, para enquistarte o renovarte, para vivir o para morir. He conocido muchos profesores inanes, asesinados por la rutina y, al contrario, resucitados por el entusiasmo. 

Enseñar desde las copas de los pinos es una ocasión para observar la vida desde arriba, desde donde Valle gustaba pintar a sus personajes. Y sí, seguimos apegados al esperpento (la enseñanza en España se atiene, desde tiempos inmemoriales, a esos parámetros). Ni leyes de educación ni hostias, el esperpento es nuestra guía permanente. La Administración nuestra de cada día es así. 

Y pese a todo, disfruto de estar en clase, de acariciar las agujas de los pinos desde la ventana, de ver reír a los alumnos, de oírlos argumentar una opinión, de conversar con ellos, de jugar, de verlos enredar, de ovillarse en la delicia de la adolescencia. Y no voy a terminar diciendo, "quien lo probó lo sabe", porque se ha utilizado tanto que suena a tópico, no. "Quien subió a los árboles, conoce la tierra que pisa", casi queda mejor el verso de Lope.        

viernes, 13 de septiembre de 2024

Mar


 

Todavía no puedo visitar su tumba, está demasiado profunda, soy incapaz de sumergirme tanto. Me falta el oxígeno. Imposible visitarla, porque ahora, ya cerca de la superficie, cerca del aire que empieza a aliviarme los pulmones, no resistiría la apnea. No he hecho cursos de buceo y aguanto poco sin respirar. 

Sigue ahí, permanentemente, no me obliguéis a que me hunda en las profundidades abisales, en las simas tenebrosas de la tragedia, otra vez. No. No puedo visitar su tumba todavía. Quizás en algún momento, algún día en que la memoria no me convierta en peso muerto cayendo en el mar, quizás. 

Ahora mismo acabo de aprender a nadar. He sacado la cabeza y vuelvo la boca a uno y otro lado para atrapar el aire nuevo. Ahora que la espesura del agua ha dejado paso a la atmósfera clara, al cielo limpio, no puedo volver a sumergirme. Perdona, no puedo. Quizás más tarde, cuando el mar se seque, cuando el río deje de correr por su cauce, cuando los sumideros se abran y traguen toda la bilis que tengo acumulada.  

lunes, 9 de septiembre de 2024

"Las tres vidas de León Tolstói" por Rafael Narbona



Un 9 de septiembre nació León Tolstói. El joven Tolstói, pendenciero y frívolo, no se parecía nada al viejo Tolstói, pacifista, vegano y anarquista cristiano. ¿Cuántas vidas puede vivir un hombre? La fe y la política, dos pasiones con no pocas similitudes, muchas veces introducen una cesura radical en una biografía, transformando a un escéptico en un proselitista implacable. En su juventud, Cioran exaltó el nacionalsocialismo, creyendo que su credo épico y anticristiano despertaría la conciencia histórica de Rumanía, despojándola de su desidia ancestral. En su madurez, más desengañado que arrepentido, desplazó su fervor político al ámbito de lo metafísico, abrazando el nihilismo. Se puede decir que vivió dos vidas. En la primera, prevaleció la cólera; en la segunda, la melancolía.
León Tolstói no se conformó con dos vidas. Su peripecia vital incluyó tres identidades que se forjaron a base de negar con vehemencia la anterior. Durante su juventud fue un hedonista y, en ocasiones, un bárbaro. Jugaba, bebía, contraía deudas, cazaba, alardeaba de su insaciable apetito sexual. Nacido en el seno de una familia de la nobleza rural, perdió su madre a los dos años y a su padre a los nueve. Fue un mal estudiante, pero leía a Voltaire y Rousseau. Quizás fantaseaba con ser un libertino. Incapaz de hacer nada de provecho, se marchó a la Guerra de Crimea con su hermano Nikolái, teniente de artillería. No tardó en alistarse como suboficial. Pidió ser enviado a primera línea de fuego y, en su correspondencia, admitió sin problemas de conciencia que disfrutaba de la guerra. En esas fechas, ya escribía un diario y acariciaba la idea de ser escritor, pero su vocación era menos firme que su determinación de explorar todos los placeres de la vida, sin permitir que le estorbaran las objeciones morales.
Hay un retrato de esa época. Con el pelo corto, una especie de gabán de amplias solapas y un pañuelo anudado al cuello, posa sentado en una butaca señorial. Su faz, inequívocamente eslava, transmite dureza y cierto desprecio. La frente alta, los ojos pequeños y crueles, los labios finos y sensuales, la mandíbula afilada, las orejas grandes y casi en punta. Hay algo de Calibán en ese rostro. No se aprecia una pizca de ternura y sí una insoportable combinación de orgullo, insolencia y malicia. La pared desnuda que sirve de fondo evoca el cielo del perro semihundido de Goya, con su pavoroso aspecto de cieno vomitado por una deidad mitológica.
El sitio de Sebastopol, con sus 100.000 muertos, revela al joven León Tolstói la inhumanidad de la guerra. Aquella orgía de sangre y sufrimiento disipa su visión romántica de la violencia en el campo de batalla. Cuando regresa a San Petersburgo, ya no soporta la frivolidad de los salones, ni los excesos bohemios. Una perspectiva humanista ha acabado con la insensibilidad que salpicó su juventud de excesos. Siente deseos de retomar la vida campesina de su niñez. Vuelve a la hacienda familiar, Yásnaia Poliana, con la cabeza llena de ideas sobre reformas sociales y pedagógicas. Su vocación literaria ocupa el centro de su vida. Ya es un artista, con obras tan notables como los Relatos de Sebastopol, Infancia, Adolescencia, Juventud, La felicidad conyugal o Los cosacos. No tardarán en llegar las obras maestras. Según George Steiner, Guerra y paz y Ana Karenina lo sitúan a la altura de Shakespeare, Cervantes y Dante. Viaja por Europa y, tras presenciar una ejecución en París, promete no volver a servir a un gobierno. Identificado con el espíritu anarquista, considera que el orden social es injusto y pervierte al ser humano, estimulando sus pasiones más indignas. Regresa a Yásnaia Poliana con la determinación de emancipar a sus setecientas almas, pero el zar se le adelanta, aboliendo la servidumbre.
Hay una imagen de esa época donde posa otra vez sentado, pero ya no es el mismo hombre. Casado y con hijos (su prole llegará a los trece vástagos), su rostro ha perdido dureza. Se ha dejado crecer la barba. Con levita y las piernas cruzadas, ha dejado su chistera sobre una mesa baja cubierta con una tela de rayas. A su izquierda, hay una cortina. Parece un burgués, pero sobre todo es un literato. Sus ojos ya no son crueles, sino curiosos y casi indulgentes. Es el novelista que tanto seduce a Nabokov, el que ha asimilado la lección de Flaubert, según el cual el narrador omnisciente debe ser invisible. Aunque a veces incurre en incongruencias temporales, sus novelas expresan una profunda comprensión del tiempo. No se limita a encadenar los años y las horas, con las licencias de un novelista. Capta esa duración que funde memoria y devenir, reflejando el espesor de la vida, su creatividad infinita y su indestructible continuidad, inapreciable para los que solo cuentan los minutos. No escribe para entretener, sino para comunicar su visión de las cosas. Apasionado y obsesivo, sus manuscritos revelan su elevada exigencia artística.
Diez años después de la imagen de artista burgués, acontece una crisis espiritual que transforma a Tolstói en un asceta y quizás un profeta. Empieza a pensar que la literatura es un lujo inútil. Aun así escribe dos novelas con un trasfondo moralista, La sonata a Kreutzer y Resurrección, y un cuento magistral, “La muerte de Iván Illich”, la historia de un burócrata que al llegar al final de su existencia descubre que sus sueños, parcialmente cumplidos, constituían una meta absurda. Toda su vida ha sido un trágico y ridículo error. Atormentado por los errores de su juventud, cuando se dejaba arrastrar por la violencia y el frenesí sexual, Tolstói decide seguir un estricto ideal ético basado en el regreso al cristianismo primitivo. Elogia el pacifismo, la desobediencia civil no violenta, el vegetarianismo, la abstinencia sexual y el trabajo manual. Condena la propiedad privada y renuncia a sus derechos de autor. Escribe al zar Alejandro III para que conmute la pena de muerte de los asesinos de su padre, citando el mandato moral de Cristo: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian”. Se cartea con Gandhi, lee a Thoreau, estudia el Evangelio, escribe a favor del esperanto, fabrica y repara zapatos, abre una escuela para los hijos de sus trabajadores, empleando una pedagogía anarquista que excluye los exámenes, las lecciones magistrales y el principio de autoridad. El maestro no debe calificar ni reprobar, sino escuchar y acompañar. Se dedica escribir ensayos pedagógicos y religiosos. En El reino de Dios está en vosotrosreivindica el mensaje evangélico original. Niega la existencia de los milagros y acusa a todas las iglesias de haber traicionado a Cristo. La iglesia ortodoxa lo excomulga y prohíbe a los fieles leer sus obras.
En una fotografía de 1908, con ochenta años, posa en los jardines de Yásnaia Poliana. Ya no queda nada del joven engreído y desdeñoso. Parece un campesino. Sentado en una humilde silla de enea, muy alejada del lujoso butacón en el que posó con veinte años, viste como un campesino: botas altas, pantalón de tela basta y pobre, amplio blusón azul. Se ha quedado parcialmente calvo y su larga barba es enteramente blanca. En sus ojos, ya no hay dureza, sino compasión e indulgencia. Es un asceta que sueña con la santidad. Algunos atribuyen su transformación a un desarreglo neurótico, pero al observar sus facciones, que en este caso sí son el espejo del alma, no se aprecian los estragos de la locura, sino los signos de una fructífera aventura espiritual. Tolstói ha viajado hacia dentro, se ha desprendido de las pasiones más dañinas y ha adoptado el compromiso de vivir para los demás. Su deriva moral le aleja de las preocupaciones estrictamente literarias y, en cierto aspecto, lastra su pluma, pues se siente obligado a moralizar. Al margen de eso, su vejez se ha convertido en una inspiración para todos los que sueñan con cambiar el mundo pacíficamente. Cuando en 1901 comienza a circular el rumor de que la Academia Sueca va a concederle el Nobel de Literatura, Tolstói se indigna y anuncia que repartirá el dinero entre los perseguidos políticos. Para muchos, es la conciencia de su tiempo, una voz que se alza contra las injusticias y los abusos. Creo que podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que ha adquirido la estatura de los profetas. Ya sabemos que los profetas concitan tanto fervor como odio y Tolstói no es una excepción. Algunos opinan que solo es un viejo chiflado, un juicio que aún pervive entre los cínicos y desencantados.
El último acto de la vida de Tolstói está a la altura de su ideal de sencillez y fraternidad. “Es una vergüenza y una bajeza el querer hacerse superior al prójimo”, escribe, abrumado por su fama y sus posesiones. Quiere ser un hombre anónimo, un simple trabajador. Se ha negado a instalar electricidad y agua corriente en Yásnaia Poliana. Siega y cuida sus manzanos, y desea desprenderse de su patrimonio, pues piensa que la riqueza provoca podredumbre moral. Su ética se condensa en una frase: “No hay regla moral más simple que la de hacer que los otros nos sirvan lo menos posible y que uno sirva a los demás cuanto más mejor”. Su mujer, Sofía Behrs, se opone vehementemente a sus deseos de repartir sus bienes entre los pobres y Tolstói decide abandonar su hogar. Con un humilde equipaje compuesto de libros y manuscritos, se sube a un tren con un billete de tercera. Está enfermo, pero eso no le hace cambiar de planes. Sin embargo, el malestar físico le obliga a detenerse en la estación ferroviaria de Astápovo. Apenas puede respirar. No tarda en descubrirse su identidad e infinidad de personas se acercan para ayudarle o movidos por la curiosidad. Sus últimas palabras expresan su incomodidad por recibir tantas atenciones mientras millones de hombres sufren ante la indiferencia generalizada. Muere el 20 de noviembre de 1910. De acuerdo con sus disposiciones, será enterrado en un túmulo de hierba y tierra -sin cruces ni inscripciones- en el bosque de Stary Zakaz, en Yásnaia Poliana. Aunque las autoridades intentan impedirlo, su funeral se convierte en un acontecimiento multitudinario.
¿Quién era realmente Tolstói? ¿El hedonista, el artista o el asceta? Creo que los tres, pero de forma sucesiva, como una de esas muñecas rusas que se desmontan, mostrando cada vez una figura más pequeña. En su caso, hay que invertir la escala, pues Tolstói se hizo más grande cada vez. Su plenitud como escritor aconteció a medio camino, pero como ser humano alcanzó su momento más alto al final de su vida. Muchos le acusan de santurronería, sin disimular la irritación que les produce su última etapa. Esa indignación es comprensible, pues los seres humanos que logran el milagro de la coherencia entre lo que dicen y lo que hacen ponen de manifiesto nuestra debilidad, algo que no se perdona fácilmente. Las tres vidas de Tolstói son un canto a la libertad. Nos enseñan que no estamos condenados a ser siempre la misma persona. Convertirnos en otro, romper con nuestro pasado, repudiar lo que fuimos, no es un gesto de incongruencia, sino una de las formas más inteligentes de no quedar atrapados en el barro de nuestras equivocaciones.

Comienza el curso



Voy a mi nuevo instituto. Entro por la puerta grande y veo una disposición un tanto extraña de los espacios. En fin, me dirijo a una de las aulas, allí están los que creo son mis alumnos. Un poco crecidos para ser de 2º de bachillerato pero, bueno, tengo oído que en la ciudad los chicos maduran más aprisa que en los pueblos (pero mucho más, hay algunos que parecen mayores de cuarenta). Se extrañan muchísimo con las indicaciones que les voy dando. Les entrego una ficha de datos para que me la rellenen. No lo hacen todos. Es bastante estrambótico este principio de curso. Me paro a pensar, salgo de la supuesta aula y del supuesto instituto y compruebo que me he metido en la Subdelegación del Gobierno. Cualquiera puede tener un desliz, me digo a mí mismo, ¿como este? Pues sí, como este. A cualquiera podría haberle pasado. ¿A cualquiera? En fin, lo dejo para mañana porque me he dado cuenta de que hoy no teníamos clase, una vez revisado el calendario. Estoy muy confundido. El problema es que poco más allá, en la misma acera, hay un sex shop y una tienda de animales. Espero llegar más espabilado porque yo de vibradores y de ropa de cuero no tengo apuntes. Menos aún de jaulas para pájaros.

sábado, 31 de agosto de 2024

"Un anarquista llamado Valle-Inclán" por Rafael Narbona



Ramón María del Valle-Inclán se hizo anarquista en su vejez, alejándose del carlismo estético de su juventud. Su radicalismo hoy tal vez le costaría un disgusto. En la escena sexta de Luces de bohemia, publicada en 1920, Max Estrella, poeta ciego y clarividente, se encuentra con un preso anarquista. Con blusa, alpargatas y grilletes, se trata de un obrero catalán que se define a sí mismo como “un paria”. No es un término despectivo, sino el lúcido reconocimiento de su lugar en un orden social donde se “menosprecia el trabajo y la inteligencia” y se rinde culto al dinero. Max afirma que pronto llegará la hora de los parias de la tierra, pero ese momento sólo será posible, instalando “la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol”. El anarquista objeta que “el ideal revolucionario” no se cumplirá con la simple “degollación de los ricos”. Hay que llegar más lejos. Sólo destruyendo la sociedad capitalista podrá surgir “otro concepto de la propiedad y el trabajo”. Algo escéptico, Max se conforma con pequeños logros: “Todos los días, un patrono muerto, algunas veces, dos… Eso consuela”. El preso sabe que le aguarda la muerte: “Cuatro tiros por intento de fuga. […] Por siete pesetas, al cruzar un lugar solitario, me sacarán la vida los que tienen a su cargo la defensa del pueblo. ¡Y a esto llaman justicia los ricos canallas!”. No le atemoriza morir, pero sí que le den tormento, sólo “para divertirse”. “¡Bárbaros! –protesta Max, con el alma temblando de indignación-. […] ¿Dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España?”. Cuando el preso anarquista se despide de Max, anuncia su inminente fin: “Van a matarme… ¿Qué dirá mañana esa Prensa canalla?” “Lo que le manden”, responde Max, con lágrimas de impotencia y rabia.
En la escena undécima, Max –ya en libertad- se cruza con una madre con su hijo muerto entre los brazos. Sólo es un niño con “la sien traspasada por el agujero de una bala”. La policía mantiene el orden público, masacrando inocentes. Antonio Maura, presidente del Consejo de Ministros durante el reinado de Alfonso XIII, promueve el terrorismo de Estado para frenar la cólera de un pueblo maltratado y humillado. La pobre mujer chilla desolada: “¡Negros fusiles, matadme también con vuestros plomos!”. “Esa voz me traspasa”, exclama Max, sobrecogido. Poco después, se escuchan disparos y un sereno anuncia con indiferencia que la policía ha abatido a un preso anarquista, mientras intentaba fugarse. “Ya no puedo gritar –masculla Max-. ¡Me muero de rabia!... Estoy mascando ortigas. La Leyenda Negra, en estos días menguados, es la Historia de España. Nuestra vida es un círculo dantesco. Rabia y vergüenza”.
¿Se atrevería algún autor contemporáneo a escribir algo así? Probablemente, ninguna editorial se prestaría a publicar una obra como Luces de bohemia y si por un milagro viera la luz, su autor acabaría ante los jueces de la Audiencia Nacional, acusado de terrorismo. Jean-Paul Sartre fue una de las últimas plumas dispuestas a desafiar al capitalismo. Su indignación le hizo cometer el error de minimizar los crímenes de la Unión Soviética, pero sería injusto no reconocer su coraje. Criticó con firmeza la guerra de Vietnam y denunció vigorosamente los crímenes del gobierno francés en Argelia, que incluyeron torturas masivas y miles de ejecuciones extrajudiciales. En cambio, Albert Camus, santificado por la posteridad, evitó pronunciarse. Se echan de menos los escritores valientes y comprometidos. El anhelo de ventas y el deseo de no complicarse la vida ha prevalecido sobre la rebeldía y el inconformismo. Una pena.