martes, 10 de abril de 2018

"Barojiana: juventud, egolatría" por Rafael Narbona


Pío Baroja fue un artista del exabrupto. No se me ocurre ningún autor de nuestros días con un grado de ferocidad verbal semejante. Se puede afirmar sin miedo a equivocarse que el malhumor era su estado natural, pues casi todo le irritaba: el ejército, la iglesia, el nacionalismo, el socialismo, la música de Wagner, la filosofía de Hegel, la vida bohemia, el matrimonio, los toros, los cambios sociales, el Estado. En 1917, con cuarenta y cuatro años, estimó que ya era viejo y que podía escribir unos apuntes autobiográficos donde expresara una vez más sus antipatías y sus pasiones, sus fobias y sus afectos. Su pereza incurable le eximió de urdir un plan previo que evitara las divagaciones y los desbordamientos. Su mente era muy española, muy cervantina, y despreciaba el cálculo, el orden y el equilibrio. Pensó que escribiría quince o veinte cuartillas, pero el libro creció ligeramente, transformándose en un pequeño ensayo titulado Juventud, egolatría. Entendió que sería saludable para su vida apacible y rutinaria -que nadie se engañe, nunca fue un aventurero- escarnecer su vanidad, explorando el egotismo que alimenta la vocación literaria. De paso, podría despacharse a gusto con sus coetáneos, expresando sin disimulo el fastidio que le producían sus deplorables hábitos y sus ridículas ideas. Baroja no adoptaba una pose para la posteridad. Simplemente, tenía muy mal genio y, si las circunstancias lo justificaban, prescindía de la sensatez, la moderación y los buenos modales. “Yo tengo cierta fama de atravesado -admite-, y quizás lo sea”.

El mal carácter del escritor no era una máscara para ocultar su autocomplacencia o un cargante moralismo, sino una actitud vital y filosófica. Quizás por eso a veces podía ser amable y acogedor, franqueando las puertas de su casa a cualquier escritor en ciernes. Su ira solía reservarla para los hombres de éxito, rebosantes de vanidad y acostumbrados al halago. De entrada, Baroja admite que su vida no es ejemplar. No se cree mejor que los demás, pero tampoco se considera un caso de depravación. Su apego a las charlas de sobremesa con una manta sobre las rodillas constituye un sólido freno a cualquier clase de vicio. Su vida hogareña, casi ascética, no obedece al noble propósito de buscar la verdad, sino a un sincero aprecio por la tranquilidad y la rutina. Opina que es viejo, pero no sabio. Admite que no tiene grandes cosas que enseñar. Nunca ha soñado con crear escuela y atraer discípulos. Entonces, ¿por qué escribe sobre sí mismo? Simplemente por la misma necesidad que respira o suda. De hecho, define sus notas autobiográficas como “una exudación espontánea”. No obstante, pues sabe que la escritura a veces desemboca en lo inesperado, frustrando los ardides de la discreción: “Porque allí donde menos lo ha querido el hombre que escribe, se ha revelado”.

Pío Baroja esboza una semblanza de sí mismo en las primeras páginas de Juventud, egolatría. Cuando se instaló en el caserón de Vera de Bidasoa, adoptó como primera medida ahuyentar a los niños que jugaban en la huerta y el portal, cometiendo toda clase de tropelías. Los expulsados se vengaron, llamándolo “el hombre malo de Itzea”, una expresión que hizo fortuna entre los vecinos de la zona. Su mala fama se recrudeció con los comentarios de los curas de las parroquias cercanas, que le acusaban de impío, apóstata e inmoral. A Pío Baroja nunca le quitó el sueño ser difamado por clérigos y beatas. Eso sí, rehuía el engreimiento y la petulancia. Cuando le ofrecieron firmar en el libro de visitas del Museo de San Sebastián, prescindió de títulos y distinciones, escribiendo: “Pío Baroja, hombre humilde y errante”. Poco después, ironizó sobre sus palabras: “Yo de humilde no tengo ni he tenido más que rachas un poco budistas; de errante tampoco, porque hacer unos viajecillos de poca monta no autorizan a llamarse uno a sí mismo errante”. Desde su punto de vista, cualquier ejercicio de introspección es deshonesto, pues no es posible ser objetivo. El mero hecho de observarse a uno mismo deforma el juicio, alumbrando una imagen engañosa: “Cuando el hombre se mira mucho a sí mismo, llega a no saber cuál es su cara y cuál es su careta”. ¿Es cierto que Rousseau abandonó a sus hijos o, simplemente, poseía un patológico sentimiento de culpa que inventaba pretextos para despertar el odio ajeno? ¿Acaso no hizo lo mismo Dostoievski, atribuyéndose la violación de una niña ante un asqueado Turguénev, que le apartó de su lado con violencia? Baroja no menciona estos hechos vergonzosos, pero valen como ejemplo de su desconfianza hacia el género de las confesiones, que abusa de una falsa sinceridad para deslizar -o encubrir- vivencias, cuyo significado último apenas puede atisbarse o descifrarse.

En las primeras páginas de Juventud, egolatría, Baroja se define como agnóstico, pero estima que sería más exacto afirmar que profesa “una dogmatofagia incurable”. Detesta los dogmas políticos, religiosos y morales. Desearía masticarlos y disolverlos con su jugo gástrico. Se declara materialista e interpreta la religión como un engaño. Aventura que si los obispos recuperaran el poder de antaño, las hogueras crepitarían de nuevo con furor. La tragedia de Giordano Bruno se repetiría, evidenciando una vez más la tenaz oposición del clero al progreso. No le molesta ser acusado de ateísmo: “Eso de ateo, yo no lo consideré un insulto, sino como un honor”, replica a un periodista tradicionalista, que intentó ofenderle con ese calificativo. En el terreno político, Baroja se declara europeísta o, más concretamente, “archi-europeo”. Y no reconoce otra moral que las enseñanzas del epicureísmo. “Yo también soy un puerco de la piara de Epicuro”, confiesa con regocijo. Piensa que el hombre no es malo, sino egoísta, pasivo, torpe. Desconfía de lo presuntamente excelso y sublime. No simpatiza con la Institución Libre de Enseñanza, donde sólo advierte “el optimismo de los eunucos” o, lo que es lo mismo, una anodina corrección. Admite que prefiere una canción popular a una ópera grandilocuente. Las cosas pequeñas siempre le han seducido más que las grandes. Prefiere los jardines de Bóboli a los de Versalles: “Los grandes Estados, los grandes capitanes, los grandes reyes, los grandes dioses, me dejan frío”. El europeísmo es una vigorosa objeción contra el imperialismo. A los europeos les gustan “los pequeños estados, los pequeños ríos, los pequeños dioses a los que podemos hablar de tú”. Baroja confiesa que no vendería su alma a Mefistófeles por un título o una condecoración, pero sí por algo sentimental, humilde, entrañable y pequeño, como una melodía de acordeón, un vaso de vino o una buena siesta. No se hace ilusiones sobre sus posibilidades de cambiar o mejorar como ser humano. Solo los genios y los santos protagonizan una segunda vida que rectifica los errores de la primera.

No le cuesta trabajo reconocer que de pequeño era tozudo y algo cazurro. Sus maestros le repetían: “Nunca llegarás a nada”. A pesar de eso, recuerda con cariño su infancia en las provincias vascongadas. Su aprecio por el terruño natal nunca implicó fantasías separatistas: “Yo quisiera que España fuera el mejor rincón del mundo, y el país vasco, el mejor rincón de España”. Baroja reconoce dos patrias regionales: Vasconia y Castilla la Vieja. Además, tiene “dos balcones para mirar el mundo: uno, de casa, en el Atlántico; otro, de cerca de casa, en el Mediterráneo”. Anarquista sentimental, no esconde su rabia contra la moral represiva de su tiempo, alentada por curas y carlistones: “…la odio cordialmente y la devuelvo en cuanto puedo todo el veneno de que dispongo. Ahora, que a veces me gusta dar a ese veneno una envoltura artística”. Eso no significa que sea un libertino. De hecho, opina que “el sexo no es más que una fuente de miserias, de vergüenzas y de pequeñas canalladas”. No sin cierta sorna, afirma que no le hubiera importado ser impotente. Se pregunta si tener hijos no constituye un crimen en un mundo dominado por el hambre y la injusticia. No le gustan las masas, brutales y ciegas como un animal herido.

Su concepción de la literatura es tan directa y desinhibida como su visión de la sociedad. Detesta la retórica cuando es simple afectación, pero entiende que se convierte en estilo si brota como una forma que expresa el mundo interior de un autor. Su estilo no se basa en la sintaxis, ni en la adjetivación, sino en “una manera de respirar que no es la tradicional”. Esa manera de escribir podría definirse como “retórica de tono menor”, con “un ritmo más vivo, más vital, menos ampulosa” que la “retórica de tono mayor” heredada del latín clásico, donde resuena “un paso ceremonioso y académico”. Para dejar claro su ideario estético, el escritor pone como ejemplo a Verlaine, con su “lengua […] disociada, macerada, suelta”. No le causa problemas admitir que los libros antiguos le suelen aburrir, cuando no le parecen ininteligibles. Nunca le ha sucedido con Shakespeare, ni con la Odisea, pero sí con muchos autores venerados como clásicos inmortales. No le pasa lo mismo con la pintura. Prefiere los cuadros de Velázquez, El Greco, Botticelli o Mantegna a los de los pintores modernos. Sin miedo a las posibles réplicas o reproches, Baroja dispara en todas direcciones: Cervantes le parece “vulgar y pedestre”; Molière, “triste”; Goethe, “antipático”; Flaubert, “estúpido”; Zola, “sudoroso”; Clarín, “pesado”; Larra, “un tigrecillo amaestrado”. Solo absuelve a Dostoievski, “uno de los acontecimientos más extraordinarios del siglo XIX”, Tolstói, “un griego”, con una prosa limpia y serena, Stendhal, un gran “psicólogo”, y Dickens, “hombre admirable que quiere hacerse pequeño y que, sin embargo, es tan grande”. En el campo de la filosofía, admite su deuda con Nietzsche y reconoce que se aburrió soberanamente con La República de Platón. Prefiere la metafísica a la teoría política y las ensoñaciones utópicas. No soporta el Antiguo Testamento. Salvo el Eclesiastés, sus libros se caracterizan por “una crueldad y una antipatía repulsivas”. Sabe que sus opiniones son extremadamente subjetivas y algo arbitrarias, pero una vez más airea su individualismo irreductible, descartando buscar justificaciones: “Yo no pretendo ser hombre de buen gusto, sino hombre sincero; tampoco quiero ser consecuente, la consecuencia me tiene sin cuidado”.

Su sinceridad se extiende a su San Sebastián natal. Su gente le parece “zafia, bestia y sin ningún talento”. La influencia de los jesuitas ha contaminado la ciudad y se ha propagado en todas direcciones. En Pamplona, cuando apenas tenía nueve años, un “canónigo gordo y seboso” abandonó el confesionario y le agarró del cuello por canturrear en la catedral poco después de un funeral. No le parece un incidente casual, sino el perfecto ejemplo de lo que representa la iglesia católica, con sus curas chabacanos, groseros y vesánicos. Su opinión sobre la escuela y la universidad no es mucho mejor: “En la Facultad, en mi tiempo, ni se aprendía a discurrir, ni se aprendía a ser un técnico, ni se aprendía a ser un practicón. Es decir, no se aprendía nada”. Ser hijo de un ingeniero liberal que combatió en las guerras carlistas, le eximió del servicio militar obligatorio, pero cuando por error le citaron para incorporarse a su quinta, apenas pudo contener las náuseas: “Yo soy un antimiltarista de abolengo. […] Yo siempre he tenido un asco profundo por el cuartel, por el rancho y por los oficiales”. La medicina no le repugna pero jamás tuvo vocación. Ejercer en Cestona solo le proporcionó una satisfacción: “tener una casa solitaria y un perro”. Huyendo de una profesión que no iba con su temperamento, probó suerte como pequeño industrial, explotando un horno de panadería. No sospechaba que esa iniciativa sería ridiculizada hasta el aburrimiento en el futuro, adjudicándole el sambenito de ser un escritor con “mucha miga”. Dado que no le marchó demasiado bien con la panadería, empezó a escribir a los treinta años, pensando que era un oficio entretenido y con un amplio margen de libertad. Al principio, no tuvo mucha suerte. Sus primeros libros apenas se vendieron, pero al menos conoció a Azorín, “maestro del lenguaje y un excelente amigo”, y a Ortega y Gasset, “el viajero que ha hecho el viaje por las tierras de la cultura”. Al mismo tiempo, se ganó la enemistad de Alejandro Sawa, Joaquín Dicenta y otros escritores, que no se tomaron de buen grado su carácter áspero y sarcástico.

“Yo siempre he sido un liberal radical, individualista y anarquista”, afirma Baroja. Se trata de una declaración más retórica que real, pues su anarquismo consiste básicamente en odio a la autoridad, desconfianza hacia las leyes y desprecio por la clase política. No cree que el obrero sea mejor que el burgués. Cuando el obrero mejora su posición social, adopta las mismas malas artes que la burguesía. Baroja no lamenta hacerse viejo: “Siento que toco con el pie un suelo más firme que en la juventud. […] Es el momento de mirar las llamas en la chimenea. […] La puerta de mi casa está abierta de par en par. Que entre quien quiera, sea la vida, sea la muerte”. Pío Baroja no fue un hombre valiente. Su fama de energúmeno se basaba en sus frases tremebundas, no en sus actos. De hecho, Juan Benet lo evoca en su artículo “Barojiana” (1972) como un buen anfitrión en su piso de la madrileña calle Ruiz de Alarcón, más proclive a escuchar que a perorar. Como cualquier personalidad interesante, albergaba contradicciones, a veces muy acusadas. No se opuso a la dictadura de Primo de Rivera, se declaró amigo de la Unión Soviética, flirteó con el fascismo y el antisemitismo, criticó la Segunda República, se libró de milagro de ser fusilado por los requetés a causa de su anticlericalismo y, finalmente, se adaptó sin problemas al régimen franquista. Su meta jamás fue otra que disfrutar de una existencia plácida y sin sobresaltos. Sin embargo, finaliza Juventud, egolatría execrando la tranquilidad burguesa y fantaseando con echarse a la mar en un pequeño falucho con “la bandera roja revolucionaria”. Se objetará que corría el año 1917, pero la fecha no importa demasiado. Como escribió Juan Benet, Pío Baroja siempre vivió en “un castillo inexpugnable”, fuera del tiempo, sin otra convicción que el desencanto. No era un ogro, sino un burgués gruñón que hubiera deseado vivir en una novela de Julio Verne. “Mucho tiempo me resistí a creer que tendría que vivir como todo el mundo -admitió con pesar-; al último no hubo más remedio que transigir”. No creo descubrir nada, si afirmo que muchos hemos experimentado la misma desilusión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario