viernes, 27 de noviembre de 2020

"Alegría de Francisco Brines" por Antonio Muñoz Molina



Hay generosidad en la alegría y paz en la tristeza, y puede no haber amargura en el desengaño ni rencor en la pérdida, porque la gratitud por lo vivido limpie al espíritu de resentimiento. La alegría relumbra en los poemas de Francisco Brines igual que la oscuridad se abre algunas veces en ellos con un miedo de abismo o una sordidez de callejón. La alegría del amor colmado irradia de la habitación secreta en la que sucedió y se extiende generosamente sobre el mundo, más allá de las veladuras de una ventana que da al paisaje de una ciudad o al de un litoral en el que la feracidad se mantiene constante a través de todas las estaciones, como se mantiene invariable el azul intenso del mar en el horizonte. Cuando Francisco Brines era joven, en sus poemas se traslucían herencias variadas de lecturas que le ayudaban a dar forma a su expresión a la vez franca y cautelosa y a su manera de retratar al ser humano en el mundo y en el tiempo. Aprendió el fervor sostenido de Luis Cernuda pero no lo rozó su propensión a la amargura, quizás por una innata diferencia de carácter. Leyendo a Cernuda y a Cavafis, Brines ideó también suntuosas evocaciones históricas, pero quizás su influencia más profunda de entonces fue la de Vicente Aleixandre: el aliento como de versículos en los poemas, la contemplación maravillada de las cosas, la conciencia imborrable de un paraíso terrenal que estuvo en la infancia y en un espacio geográfico preciso y que a pesar del tiempo, de la madurez, del desgaste de la experiencia, nunca ha llegado a perderse. La “ciudad del paraíso” de Aleixandre es para Brines la comarca de huertos y naranjos junto al mar en la que nació, pero aquel edén nunca quedó clausurado, y la expulsión que todos sufrimos más o menos al salir de la niñez en su caso queda atemperada por una perduración que llega hasta la edad madura, hasta la vejez, ahora mismo. El paraíso es un lugar exacto, localizable en los mapas, habitable y siempre habitado, tan disponible cuando se lo recuerda de lejos como cuando se regresa.

Es posible que quien lleva consigo su propio paraíso esté capacitado para encontrar otros a lo largo de sus viajes. Entre otras cosas que lo distinguen, Brines posee un sentido muy poderoso de los espacios, de los lugares: una capacidad de encontrarse plenamente allí donde está, sea en un cuarto con una ventana entornada o delante del mar, o en Madrid a esa hora al final de la tarde en la que se abre inauguralmente la noche, o en su casa en el campo, en un barco en el Nilo, en una ciudad de Italia, en una isla canaria en la que está siendo espléndidamente agasajado por el amor y la amistad. Sus poemas a veces suceden en una intemporalidad estática, que es la de la contemplación estremecida o la del cumplimiento del deseo, o la de una añoranza apesadumbrada pero sin amargura: y otras veces tienen un firme pulso narrativo, la enunciación de una historia, de un tránsito, de una búsqueda, de una caminata. La historia queda en suspenso, como una fotografía de claridades y penumbras en las que se sabe lo que está sucediendo pero no del todo. En Brines el relato del amor físico tiene una franqueza arrebatada que a mí me recuerda la de los sonetos tardíos de Lorca. El pleno abandono no borra la lucidez del sufrimiento probable: en la pura gloria del presente está latiendo la semilla del tiempo que se lo acabará llevando todo. No hay acto que no sea el “ensayo de una despedida”. En la poesía española, en toda nuestra literatura desde hace muchos años, suele haber una incapacidad para expresar abiertamente los sentimientos pasionales que se disfraza de contención, de distancia sentenciosa o irónica. Entre nosotros el sarcasmo tiene mucho más prestigio que el fervor, y a casi todo el mundo lo paraliza el miedo a ser acusado de sentimentalismo. Tal vez por eso, por falta de costumbre, hay tentativas de franqueza que desembocan en la simple grosería, igual que a veces se pasa del extremo del engolamiento al de la ramplonería sin detenerse en el término medio de la naturalidad.


Desde sus primeros poemas hasta los últimos, la escritura de Brines ha poseído una limpidez que parece volver más blanco todavía el papel en el que está impresa, y que se sostiene a través de cada uno de los registros en los que se manifiesta: cuando es sobrio y severo, cuando es jubiloso, cuando es desolado, cuando adquiere el tono de ironía de una sátira latina, cuando es descarado y al mismo tiempo pudoroso. Recorrer las casi 600 páginas de su poesía completa es comprobar la persistencia de una voz que se ha mantenido igual de limpia y segura desde el principio y asombrarse tanto de la variedad de las aventuras poéticas y vitales que ha atestiguado como de la altura invariable de cada uno de sus logros. En poemas de versos largos que se extienden por varias páginas, en epigramas, en canciones breves como madrigales o bocetos de dibujos, la sensación de máxima exigencia es tan indudable como la de un fluir sin obs­tácu­los. La actitud más constante no es la del orgullo por lo logrado, ni la queja por lo perdido, sino la del agradecimiento y el asombro. Uno sabe que las mejores cosas que le ocurren en la vida, o las que se le ocurren cuando escribe, le sobrevienen más bien, sin haberlas buscado, quizás sin haberlas merecido, regalos y no premios, hallazgos que es preciso reconocer en el momento en el que llegan, y cultivarlos, y cuidarlos. En estos tiempos de tanta desolación, que le hayan dado el Premio Cervantes a Francisco Brines es un acto de justicia, pero sobre todo es una alegría. En las fotos del periódico, el día del premio, Brines, ahora anciano, sonríe levantando una copa, asomado a un balcón, con un gesto alegre y un poco triste, porque a su edad ya le quedan lejos esas vanidades. Pero al día siguiente, en la biblioteca pública de mi barrio, el volumen de la poesía completa de Brines estaba bien visible nada más entrar, como un ofrecimiento inesperado y valioso que no quise resistir, como uno de esos dones que él ha sabido celebrar mejor que nadie
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"Aquitania", historias casi consecutivas



 

Una curiosidad literaria. El último premio Planeta se titula Aquitania y, según he leído, la protagonista es la archiconocida Leonor de Aquitania, reina y trovadora de amplia biografía. No tengo afición ni mucho menos por los premios Planeta, pero este lo voy a leer por el incentivo de que yo escribí una novela sobre el abuelo de Leonor, Guillermo de Poitiers. Mi novela se titula Te negarán la luz y estuve en un tris (qué bonita palabra) de llamarla Aquitania. No sé si me arrepentiré, porque viví con pasión durante un año en los siglos XI y XII y no quisiera quemar esa sensación de viaje en el tiempo que me supuso meterme en la piel de ese duque atrabiliario y extravagante. Ojalá y la nieta no me decepcione, ya os contaré. Os invito (con plena conciencia de oportunismo) a compararlas.  

domingo, 22 de noviembre de 2020

El opinador demagogo

 Curso rápido para ser opinador demagogo:

1. Elegir una noticia candente, aunque no tengas ni pajolera idea de su tema, por ejemplo, la educación en España.

2. Si oyes muchas voces berrear, por ejemplo, contra algunos artículos de la nueva ley educativa, no los leas, no pierdas el tiempo. En primer lugar, no los entenderías y; en segundo, no se trata de criticar con argumentos y criterio, sino de vocear con mayor fuerza demagógica.   

3. Sigue la opinión de algún famoso que haya opinado sobre el mismo tema. Si es posible, que no sea especialista ni cercano al mismo. En el caso de la educación, sería muy acertado copiar los criterios de Bertín Osborne o de Paquirrín.

4. Corea algún lema que hiera, que vaya contra algún grupo político (siempre encontrarás quien te aplauda) y no indagues sobre su veracidad. Ya que estamos con el tema de la educación, podríamos utilizar los siguientes:"Quieren acabar con el español", "No al cierre de los colegios de educación especial", "Viva la libertad", "Nos quieren quitar la religión", "Yo soy español, español, español".  

5. El fin de un buen opinador debe ser siempre alarmar, crear polémica, ser agorero, vaticinar el fin del mundo. En el campo de la educación siempre va bien quejarse de que cada vez se exige menos. No es necesario que aportes pruebas. Desde Sócrates ha funcionado este mantra.  

6. Por último, no te quiebres la cabeza inventando tú los textos, copia todo aquello que te parezca más escandaloso y difúndelo por todos los medios a tu alcance. No cotejes nada, es muy importante no dudar. Si dudas y empiezas a pensar, dejarás de ser un buen opinador demagogo. 

martes, 17 de noviembre de 2020

Celebración del Premio Cervantes concedido a Francisco Brines

Alegra y mucho conocer a alguien cuando se le premia, cuando es reconocido por su genio. No me suele ocurrir con los premios Nobel, pero sí con los Cervantes. Conozco a Francisco Brines, lo conozco porque amo su poesía, porque la vengo saboreando desde hace tiempo y porque me ha enseñado a vivir con más intensidad. Alegra y mucho que Francisco Brines viva, que viva junto a su poesía, porque, como él mismo avisa, "somos carne temporal y con la carne desaparece el alma". 

Brines es un poeta tan sencillo como profundo, su palabra es cernudiana y, como en el sevillano, en él habla la rica y diversa humanidad. Fue amigo de Carlos Bousoño, de Pepe Hierro, de Claudio Rodríguez, de Ángel González, de Caballero Bonald...; discípulo de Aleixandre y maestro de Villena, de Benítez Reyes, de Marzal y de tantos otros que lo corean y lo reivindican para clásico. 

En Elca, en Oliva, descubrió el campo y las estaciones, descubrió septiembre y descubrió que "todo va al mar", con resignación, con alegría, todo va al mar, incluso sus otoños de poeta. En Elca descubrió la poesía y con ella el misterio de la creación, porque la poesía es el descubrimiento de uno mismo. Es tan valiosa como el dinero, sirve para vivir mejor, con más plenitud, con más conocimiento, con más intensidad. La poesía afina la sensibilidad, enseña a mirarnos gozosamente y, además, es una escuela de tolerancia. Todo eso es la poesía para Francisco Brines, un género para adictos; para iniciados; para gente extraña,  enganchada a la pasión de la lectura.

Brines es sobrio, preciso, como Cernuda, no escribe nunca sabiendo lo que va a decir de antemano. Porque la escritura para él es puro descubrimiento de sí mismo. En la niñez abrazó la irresponsabilidad, como todos, y, como todos, veía lo que los adultos no vemos, veía a través de la imaginación. En los veranos de su juventud conoció el amor, que exalta en su poesía, porque el amor físico es un don. Cuando estamos enamorados amamos más la vida, se transforma la realidad y, a pesar de que la vida es el "ensayo de una despedida", no deja de celebrarla, no dejamos de celebrarla en sus libros. 

Vivir es un don y Brines nos anima a brindar por él desde la vejez laureada. Nada tiene que ver con el niño que fue, ni con el joven, ni con el hombre maduro, sí su poesía. 

"Los veranos" de Francisco Brines

¡Fueron largos y ardientes los veranos! 
Estábamos desnudos junto al mar,
y el mar aún más desnudo. Con los ojos,
y en unos cuerpos ágiles, hacíamos 
la más dichosa posesión del mundo. Nos sonaban las voces encendidas de luna, 
y era la vida cálida y violenta, 
ingratos con el sueño transcurríamos. 
El ritmo tan oscuro de las olas 
nos abrasaba eternos, y éramos solo tiempo. 
Se borraban los astros en el amanecer 
y, con la luz que fría regresaba, 
furioso y delicado se iniciaba el amor. Hoy parece un engaño que fuéramos felices 
al modo inmerecido de los dioses. 
¡Qué extraña y breve fue la juventud!  

lunes, 16 de noviembre de 2020

Tiempo

Primero fue una muela. Me dolía tanto que tuve que arrancármela. Fue el primer zarpazo de la podredumbre. Aún era muy joven, pero el tiempo ya iba descubriendo sus vergüenzas: una percha donde vamos dejando piezas de nuestro vestuario hasta quedarnos desnudos y desastrados. Luego fue el fútbol. Lo abandoné porque las lesiones amenazaban con estragarme las articulaciones y reventarme los músculos (también porque era muy malo). Cuando la música empezó a no resultarle imprescindible a la soledad, cuando escuché el adagietto de la quinta sinfonía de Mahler y ya no se me erizó el vello ni me asaltó la congoja, comprendí que algo se había roto ahí adentro. Después fue la poesía: algunos de los versos con los que aprendí a vomitar bilis los trago ahora sin reacción, con indiferencia, aburridos de caer en el vacío. Más tarde fueron las novelas. Me cuesta encontrar alguna que me absorba y recurro a menudo a las antiguas lecturas, rememoro con ellas antiguas pasiones, deformadas por la melancolía. Con el cine y el teatro me viene ocurriendo algo similar: no es fácil entusiasmarse con una película o con una comedia y no andar cada media hora mirando el reloj. 

Me han quitado un menisco, me recolocaron las tripas en la ingle izquierda y en las cumbres (como diría el poeta clásico) solo hay nieve y deforestación. Están llegando más derrumbes y una piedra suelta arrastra a la otra, como en el desprendimiento de una ladera sin árboles. Espero que el humor me siga aliviando las pústulas de la cochambre, no me queda otro bálsamo. 

miércoles, 11 de noviembre de 2020

El intrusismo, la aportación española a la modernidad

En este país, desde tiempos inmemoriales, siempre estamos innovando, siempre experimentando para sorprender al oyente, al paciente, al lector, al televidente, al saboreador, al ciudadano. Además de contratar al primo en vez de al profesional preparado, hemos convertido en institución el instrusismo y le hemos otorgado carta de originalidad y buen hacer. Vayamos a los diferentes campos de juego:

-Empiezo por algo trivial. Para hacer un programa de cocina en televisión, en vez de llamar a cocineros o a significados especialistas en restauración, preferimos rescatar a malos actores o a famosillos que no tienen una dedicación clara. Sí, los profesionales nos podrían enseñar algo más, ¿y qué?, demasiado fácil. Resulta más original utilizar gente de la farándula que es mucho más simpática. 

-En las tertulias de radio y televisión se suelen tratar temas profundos: terrorismo, pandemias, educación, religión, política, guerras... Lo más lógico sería organizar las charlas en torno a especialistas de cada una de las ramas, pero no, nos puede nuestra tendencia al espectáculo. Los productores prefieren a los bocazas, a los charlatanes de feria. El insulto y la bellaquería nos privan.

-Buceemos en el mundo de la literatura. Aquí, aunque parezca imposible, también hemos conseguido la filigrana de colocar en las listas de los libros más vendidos a locutores de televisión, presentadores de programas del corazón, futbolistas y otros especímenes, tan alejados de la literatura como un troglodita de la física cuántica. 

-El mundo de la música parecía reservado a esa gentecilla bohemia entregada a su arte y con necesidad de experimentar siempre con nuevos sonidos, a esos genios con el don de la creación. Bueno, el reguetón y la música indie ha acabado con estos mitos. Cuando el oído se hace al flow y a la matraca de estos géneros, ya no hay Bach ni Zappa que pueda reeducarlo.

-Revisemos el ámbito de la política. Nuestros gobernantes deberíamos elegirlos de entre un selecto elenco de sabios y eruditos de excelencia demostrada. Pues no, nos parece mucho más divertido elegir presidentes que no dominen ningún idioma o ministros de economía que no sepan sumar (este modelo lo hemos exportado con bastante éxito). Cómo vas a comparar la satisfacción de reírte o cabrearte con la ocurrencia del gobernante de turno a la posibilidad de ver solucionados los problemas acuciantes de la comunidad.  

-Y por último, las joyas de la corona, la educación y la sanidad. En cuanto a la educación, parecía que nada podríamos hacer para sustituir al cuerpo del profesorado (mamón e inútil donde los haya), pero sí, hemos encontrado un recurso acojonante, flipante, de fábula: los influencers y los youtubers. Sí, dejemos en ellos la educación de nuestros muchachos y muchachas. Se acabó la discusión que enfrentaba a la enseñanza tradicional con la finlandesa. Internet ha venido a vernos para sacarnos del marasmo intelectual. 

-En cuanto a la sanidad, qué decir, en esto sí que somos pioneros. Hace siglos que sustituimos la confianza en la ciencia por los santos y las vírgenes. Donde esté una buena procesión, que se quiten los experimentos, los laboratorios, la investigación. Más barata, más emocionante y menos quebraderos de cabeza. Solo nos faltaría crear un buen cuerpo de curanderos y sanadores para sustituir a tanto funcionario con bata. Dadnos tiempo (Miguel Bosé y acólitos otros están en ello). Ya está bien de sangrar al estado. Comparen la diferencia: morir en la cama de una fría UCI o rodeados por chamanes colocados y en cueros. Sigamos con el espectáculo hasta el final.   

-Como coda, una excepción, el mundillo del deporte. Cuando se retransmite un partido, a la vista de nuestro espíritu cachondo, se debería llamar a un cocinero, a un profesor o a un médico, pero no, ahí sí se respeta la profesionalidad: los tenistas hablan de tenis, los futbolistas de fútbol, los ciclistas de ciclismo, los jueces de política y Tele 5 de vísceras... Unos puristas.

martes, 3 de noviembre de 2020

"La vida inacabada de Antón Chéjov" por Rafael Narbona

Agnóstico, liberal y pragmático, Antón Chéjov quizás es el autor más occidentalizado de su generación. Si identificamos el latido del alma rusa con el paneslavismo y la espiritualidad ortodoxa, no cabe otra alternativa que situar al escritor en una órbita muy alejada, donde prevalecen el sentimiento cosmopolita y el escepticismo religioso. Como afirma Nabokov en su Curso de literatura rusa, “Chéjov era, antes que nada, individualista y artista”. Conviene aclarar que su conciencia artística jamás desembocó en el esteticismo o la amoralidad. En sus páginas no circula la angustia que impregna toda la obra de Dostoievski, pero jamás peca de ligereza o frivolidad. Su dura infancia, soportando el maltrato de un padre alcohólico y despótico, y la aparición de la tuberculosis en 1887 cuando solo tenía veintisiete años, le revelaron tempranamente la fragilidad de la existencia humana. La expectativa de la muerte sobrevuela por sus textos como una melodía recurrente. Sin embargo, no lo hace de una manera trágica y sombría, sino con la serenidad del pensador que ha meditado sobre la finitud y ha comprendido su necesidad. Todos tenemos que morir, pero eso no resta valor a nuestros actos. No se vive dos veces y, por ese motivo, debemos apreciar cada día, cada instante. Demasiado inteligente, Chéjov no incurre en el tópico literario del “carpe diem”, que aconseja no pensar en el mañana. No se trata de buscar el placer inmediato, sino de imprimir un significado a nuestras vivencias. Solo de este modo podremos unificar e impregnar de sentido los distintos tramos de nuestro paso por el mundo.

A diferencia de Nikolái Gógol, Chéjov era un firme partidario del progreso y el cambio social. En una carta de 1894 a su editor y amigo Alekséi Suvorin, explica su punto de vista, forjado por las amargas experiencias de su niñez: “Adquirí mi fe en el progreso cuando era niño; no podía dejar de creer en él, porque la diferencia entre el período en que me daban palizas y el período en que dejaron de hacerlo, era enorme”. Aunque admiraba a Tolstói, nunca se dejó seducir por su anarquismo cristiano, que supeditaba la regeneración moral de la sociedad a la propagación del ascetismo como modelo de vida: “Algo me dice que hay más amor a la humanidad en la energía eléctrica y la máquina de vapor que en la castidad y el vegetarianismo”. Chéjov era un hombre reservado y modesto, con una madurez prematura, casi innata, y una ilimitada generosidad. Maksim Gorki admite que en su presencia: “todos sentían un deseo inconsciente de ser más sinceros, más sencillos, más ellos mismos”. Chéjov siempre obró desinteresadamente. Mientras estudiaba medicina en la Universidad de Moscú, comenzó a escribir relatos humorísticos a una velocidad vertiginosa para costearse la carrera y mejorar la situación económica de su familia. Su padre, que poseía un comercio, se había arruinado y tuvo que ocultarse para no acabar en la cárcel. Aunque no era el hermano mayor, sino el tercero de seis, Chéjov asumió el cuidado de toda su familia, escribiendo a destajo para garantizar su bienestar. Su éxito como autor de cuentos y obras teatrales no le empujó a desentenderse de los problemas ajenos. En un cuaderno de notas, escribió: “El turco abre un pozo para la salvación de su alma. Sería bueno que cada uno de nosotros dejara tras de sí una escuela, un pozo o algo semejante, de suerte que nuestra vida no pasara a la eternidad sin dejar una huella tras de sí”.

Chéjov no se limitó a expresar un deseo con hermosas palabras. Su altruismo fue real y se materializó en iniciativas concretas, que aliviaron el sufrimiento de los más vulnerables y desdichados. Durante una epidemia de cólera, prestó sus servicios como médico desde su dacha de Mólijevo, situada en las afueras de Moscú. Atendió a veinticinco pueblos sin cobrar nada. Solía decir: “La medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante”. Cuando regresaba de sus viajes, alzaba una banderita roja para anunciar que podían acudir a su consulta los enfermos de la zona. Para organizar mejor su trabajo, construyó un dispensario cerca de su vivienda e impartió gratuitamente clases de higiene, con el fin de frenar las epidemias. Su hermana María Pavlovna, que le ayudaba como enfermera, relata que al año atendía de forma gratuita a más de un millar de campesinos, suministrándoles sin ningún coste todas las medicinas. Más adelante, ayudaría a recaudar fondos para combatir la hambruna desatada por la pérdida de las cosechas en Samara. Cuando su tuberculosis se agravó, se trasladó a Yalta con su esposa, la actriz Olga Knipper. A pesar de su creciente deterioro, continuó ocupándose de los enfermos sin recursos e incluso adoptó a dos perros. Su actividad filantrópica coexistió con una fuerte inquietud social. En 1890 realizó un viaje de ochenta y dos días en coches de caballos, vapores y destartalados carruajes para visitar la colonia penitenciaria de la isla de Sajalín, un verdadero infierno que lo dejó conmocionado, mostrándole la faceta más inhumana de la Rusia zarista. Su clarividencia moral nunca se convirtió en arrogancia. Dos años antes, había escrito en una carta dirigida al novelista y dramaturgo Iván Scheglov: “Debemos dejarnos de charlatanería y declarar con franqueza que en este mundo no hay nada claro. Sólo los tontos y los charlatanes lo comprenden todo”. No es posible comprenderlo todo, pero no debemos abstenernos de especular, inquirir, razonar. Por eso, creó tres escuelas para proporcionar instrucción a los hijos de las familias campesinas.

Chéjov no pretendía ser un narrador omnisciente, ni un moralista: “El artista no debe convertirse en juez de sus personajes y de lo que dicen; su única tarea consiste en ser un testigo imparcial, […] presentarlos bajo una luz apropiada y hacer que hablen con su propia voz”. Chéjov no dedicaba mucho tiempo a sus cuentos: “No recuerdo un solo cuento en el que haya trabajado más de un día”. Su forma de escribir estaba más cerca del periodismo que de la poesía, lo cual no significa que no fuera capaz de introducir un delicado lirismo en sus textos: “He escrito mis relatos de la misma manera que los reporteros redactan sus notas sobre los incendios, de manera mecánica, apenas consciente, sin preocuparme lo más mínimo por el lector o por mí mismo”. Chéjov era más cuidadoso con los jardines de sus sucesivas casas que con su propia prosa. Paradójicamente, su forma ágil y fluida de escribir jamás incurrió en la estridencia o el desaliño. Su pasión por los jardines parece una metáfora de su incapacidad de escribir novelas. Si hubiera sido músico, no habría compuesto sinfonías, sino tríos, cuartetos o, a lo sumo, quintetos. No le atraía lo sublime, sino lo bello y simétrico. Ese talante explica su desconfianza hacia las ideologías. Aunque detestaba el régimen de servidumbre, casi podemos aventurar con certeza que jamás habría apoyado la dictadura de los soviets. Su desconfianza hacia las ideologías incluía los dogmas religiosos: “He perdido la fe hace mucho tiempo y siempre me he quedado perplejo ante el espectáculo de un intelectual que sea al mismo tiempo un creyente”. Cuando Tolstói, al que apreciaba y admiraba, le hablaba de la inmortalidad reaccionaba con incredulidad e ironía. El autor de Guerra y Paz especula que “todos nosotros (hombres y animales) seguiremos viviendo en algún principio (como razón y amor), cuya esencia es un misterio. Pero solo puedo imaginarme ese principio o fuerza como una masa gelatinosa; mi yo (mi individualidad, mi conciencia) se fundiría con esa masa; no siento la menor necesidad de esa clase de inmortalidad, no la comprendo”. El escepticismo de Chéjov nunca implicó cobardía o tibieza moral. Cuando la Sección de Letras de la Academia de la Ciencia, a la que pertenecía desde 1900, vetó el ingreso de Gorki por sus actividades políticas, protestó enérgicamente y presentó su dimisión.

Chéjov detestaba la imagen del artista maldito, atormentado. En 1901, Olga le escribe: “el corazón se me encoge cuando pienso en el silencioso y profundo pozo de melancolía que hay dentro de ti”. El escritor responde: “¿Qué tontería es ésa, querida? No soy un hombre melancólico y nunca lo he sido; me siento tolerablemente bien y cuando estás conmigo, completamente bien”. Hay varias versiones sobre la muerte de Chéjov. Algunos aseguran que cuando Olga se disponía a ponerle una bolsa de hielo en el pecho, se dirigió a ella con una triste sonrisa, rogándole que no lo hiciera: “No pongas hielo en un corazón vacío”. Sin embargo, otros testimonios modifican la frase, afirmando que en realidad dijo: “No pongas hielo en un estómago vacío”. Eso sí, hay consenso en que, poco antes de expirar, susurró en alemán: “Ich sterbe” (Me muero). Chéjov murió el 15 de julio de 1904 en Badenweiler, un balneario de la Selva Negra. Su cadáver fue trasladado a Moscú en un vagón refrigerado que se utilizaba habitualmente para transportar ostras, lo cual indignó a Gorki. Pienso que a Chéjov, en cambio, no le habría molestado, pues nunca le agradó lo trágico y solemne.

Maestro del relato, Chéjov nunca se sintió satisfecho con su producción teatral. Aunque nos dejó piezas tan notables como La gaviota (1896), Tío Vania (1900) y El jardín de los cerezos (1904), se mostró implacable con su faceta como dramaturgo: “He desaprovechado los temas, los he desaprovechado para nada, de una forma escandalosa y estéril. […] No estoy hecho para el teatro”. Sabemos que no es así, que sus creaciones teatrales abordan magistralmente los problemas del hombre moderno, acosado por el desencanto, el tedio y el escepticismo. No son piezas coloristas e ingeniosas, sino estudios sobre la infelicidad, el hastío, la soledad y el fracaso. Chéjov escenifica con elegancia y delicadeza la incertidumbre de una época de transición. La Rusia tradicional se deslizaba por una pendiente de decadencia y disgregación, pero el porvenir se perfilaba incierto y quizás igualmente imperfecto. Sin el misticismo de Tolstói, la angustia metafísica de Dostoievski o el conservadurismo de Gógol, Chéjov compone cuadros sumidos en la penumbra. Es el cronista de lo cotidiano, el testigo desapasionado de un mundo sin belleza ni heroísmo, el frío psicólogo de las pasiones ajenas. No pretende cautivar, ni deslumbrar. Sólo desea narrar lo que acontece a su alrededor. Durante el otoño de 1945, Isaiah Berlin se encontró con Anna Ajmátova y hablaron de literatura. Berlin reprodujo su entrevista con notable elocuencia: “Se movía y actuaba como una reina trágica. De inmensa dignidad, con gestos pausados, una noble cabeza, rasgos hermosos y algo severos, y una expresión de inmensa tristeza, […] me preguntó qué leía: antes de que pudiera responderle, atacó el mundo de color de barro de Chéjov, sus aburridas obras de teatro, la ausencia en su mundo de heroísmo y martirio, de profundidad, oscuridad y sublimidad”. Ajmátova concluyó su diatriba, observando que en Chéjov “no brillan las espadas”. No se equivocaba, pero nada de eso resta mérito a la obra de Chéjov. “La dama del perrito”, uno de sus cuentos más perfectos, discurre en una atmósfera de tristeza y tedio. No hay espadas, heroísmo ni sublimidad, pero sí indulgencia y compasión. Las vidas fracasadas de sus personajes nos conmueven, sin la necesidad de movilizar las notas grandilocuentes de un poema trágico.

Publicado en 1899, “La dama del perrito” se concibió como una respuesta a Anna Karenina. Chéjov deseaba contar la historia de dos amantes sin condenarlos. El adulterio no es algo ejemplar, pero no debería considerarse una grave falta que exige un castigo y una redención. Por eso, no maltrata a sus personajes e intenta explicar sus motivaciones. Gúrov, un banquero de mediana edad, y Anna Serguéievna, un joven triste e insatisfecha, no son felices en sus respectivos matrimonios. Se conocen en Yalta e inician un romance con una fuerte carga sexual. Gúrov es un donjuán que presume de su misoginia, pero no soporta la compañía masculina. No sabe cómo hablar, ni cómo comportarse entre amigos de su sexo. En cambio, habla animadamente con las mujeres y entiende su mundo. De nuevo, la sombra del donjuanismo aparece asociada a cierto afeminamiento, escarneciendo la virilidad del hombre con un hambre insaciable de conquistas. Gúrov, que engaña sistemáticamente a su esposa, considera a la mujer “una raza inferior”, pero es incapaz de respetar un compromiso. Su idilio con Anna está contaminado desde el principio por su egoísmo. De hecho, no ignora la vulnerabilidad de su amante: “Hay algo en ella que inspira piedad”. Anna se desprecia a sí misma por su comportamiento. “Parece la pecadora de un cuadro antiguo”, con su rostro desolado y su mirada húmeda.

Los amantes viven una mentira, pues en realidad apenas se conocen. Solo les une su insatisfacción. Después de una breve separación, su breve idilio se transforma en encuentros mensuales en un hotel de Moscú. Llevan una doble vida, soportando el dolor que acarrea cualquier impostura. Por un lado, mantienen la apariencia de normalidad, fingiendo emociones falsas. Por otro, cultivan el secreto, amándose furtivamente. Ninguno es feliz con esa situación, que les condena a ocultarse como ladrones. Confinados en un espacio opaco, se preguntan si alguna vez podrán salir a la luz y vivir sin mentiras. La historia finaliza sin moralejas, pero sin omitir que el paso del tiempo ya afecta a los amantes. Las canas de Gúrov y las incipientes arrugas de Anna ponen de relieve que han comenzado a dejar sus vidas atrás, casi sin advertirlo. No son culpables de un horrible delito. Simplemente, son desgraciados, como la mayoría de los seres humanos.

Los cuentos de Antón Chéjov no son obras dispersas, sino fragmentos de un gigantesco mosaico que nos ofrece una visión panorámica de un tiempo de cambios y transformaciones. Muchos relatos parecen inacabados, como la vida del escritor, que se interrumpió prematuramente. No es un defecto. En la existencia del individuo y del cosmos no hay finales concluyentes, sino saltos y cortes abruptos. Lejos de cualquier forma de nostalgia por el pasado, la literatura de Chéjov se adelanta a su época, mostrando que el hastío, el desarraigo y la frustración dominarán el siglo XX y que sólo podrán aplacarse mediante el humor, la tolerancia y la ternura.

sábado, 31 de octubre de 2020

"Seis propuestas para tu próximo clásico" por Marilena De Chiara




Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. (Italo Calvino)

El poro es una estructura de la piel que permite la secreción de sudor. Es también un intersticio entre las moléculas que constituyen un cuerpo y la alteración de la superficie del sol que precede a la formación de una mancha solar. Un poro absorbe y expulsa, unifica y altera. Por eso un clásico es un texto poroso, un organismo mutante. La parte y el todo, la construcción y el andamio. Determinado por su historicidad y vivo por la renovación de su dimensión contemporánea. Y podría seguir. No es fácil resistir a la tentación de jugar con definiciones posibles, con clasificaciones imposibles. Precisamente en esta imposibilidad está la belleza, en la intimidad a través de la distancia: ven conmigo, observa tu clásico, no pienses en su pasado, en las características que lo convirtieron en canónico (breve digresión en forma de pregunta: ¿tiene sentido seguir hablando de un supuesto canon literario?). Volvamos a tu clásico. Toca su piel y busca, en los poros —los tuyos, los suyos— la secreción, la grieta, la alteración. Para ello, aquí te ofrezco seis formas de mirar, seis dispositivos de este milenio.

La reescritura

«Leemos hoy la Ilíada con una sensibilidad formada, entre otras cosas, por toda una tradición de reinterpretación y reescritura de su texto», escribió Gérard Genette. Y bien lo sabe Alessandro Baricco. En 2004 publicó Homero. Ilíada (Anagrama, traducción de Xavier González Rovira), una reescritura del poema homérico a través de una operación de desmembramiento en tres movimientos: transforma el verso en prosa, elimina completamente a los dioses y plantea la narración en primera persona. También corta repeticiones y añade matices. E introduce un personaje y un episodio de la Odisea en el final. Fascinante.

Baricco reescribe la Ilíada a partir de su sensibilidad personal, de una intención narrativa específica —la lectura en voz alta del texto homérico— y del interés contemporáneo por la épica, en su vertiente ética y política. ¿Y qué es la reescritura, sino una relectura, tanto más profunda cuanto más visible es la seducción que ejerce el texto de partida?

En los versos 369-502 del libro VI, Homero relata la despedida de Héctor y su esposa. La escena funde logos (el discurso), ethos (la norma) y pathos (la emoción) en la desesperación de Andrómaca, el honor del príncipe de Troya y la presencia del pequeño Astianacte. En la versión de Baricco, la nodriza toma la palabra y su mirada nos revela la complicidad entre Héctor y su esposa, la fragilidad del guerrero ante su hijo: «Así habló el glorioso Héctor y luego vino hacia mí. Yo tenía a su hijo en mis brazos. ¿Comprendéis? Y él se acercó e hizo ademán de cogerlo entre sus manos. Pero el niño se estrechó contra mi pecho, rompiendo a llorar. Se había asustado al ver a su padre, lo asustaban aquellas armas de bronce, y el penacho sobre el yelmo. Lo veía ondeando, terriblemente, y por eso rompió a llorar. Y me acuerdo de que Héctor y Andrómaca se miraron y sonrieron». Aquí, en esta sonrisa, la reescritura ha abierto un poro entre el siglo de Homero y el nuestro.

La traducción entre lenguajes

«¿Hay algo que ames tanto que lo protegerías sin importar el coste, el daño que podría hacerte?», le pregunta Jax Teller a Tara, su mujer. El presidente del club de moteros y protagonista de la serie de televisión Sons of Anarchy (Hijos de la Anarquía, FX: 2008-2014) es un Hamlet contemporáneo. Clay Morrow (quien usurpó la presidencia del club a John Teller) es Claudio; Gemma Teller, una Gertrudis hecha de fortaleza y secretos; el diario de John es el fantasma del padre de Hamlet: la escritura evoca su presencia, la magia presente de la palabra escrita que construye la autobiografía y sedimenta la identidad. El fantasma en Shakespeare es un recurso escénico, el diario de John es un recurso textual. El texto, el teatro y la pantalla fusionan el tiempo del pasado y el presente en el horizonte de la narración. Más allá de la duda, Hamlet/Jax viven el drama de la interpretación, de la hermenéutica relacional. Quien narra está ausente, la palabra incompleta es la herencia simbólica que imprime la huella del final trágico. 

E incompleta es la profecía de las brujas de Macbeth. Es deseo lingüístico (de poder y control), el mismo que orienta y justifica los actos de Frank y Claire Underwood, protagonistas de House of Cards (Netflix: 2013-2018). «Ya sabes, para mí es pura sensación. Luz versus oscuridad. Y aquella línea donde se encuentran», nos explica Claire/Lady Macbeth. Conspira con su marido para que la profecía se cumpla, y nos mira, nos miran los dos, rompiendo la cuarta pared desde la pantalla que siempre es gris, ambigua como ellos, como nosotros. En el tránsito entre escenarios se abre otra grieta, el clásico shakesperiano se descompone para recomponerse en otra dimensión, idéntica y distinta a la vez. 

El laberinto

Toda forma de intertextualidad es un laberinto, un jardín de senderos que se bifurcan. La belleza de la posibilidad, de los caminos alternativos, de la lateralidad del laberinto. En 1967, el psicólogo Edward de Bono acuñaba el termino «pensamiento lateral» para indicar la aplicación de nuevos patrones en la búsqueda de soluciones: «El pensamiento lateral no pretende sustituir al pensamiento vertical, ambos son necesarios en sus respectivos ámbitos y se complementan mutuamente; el primero es creativo, el segundo es selectivo». 

La formulación de preguntas es el elemento clave para activar el proceso creativo e interpretativo. Un clásico es un texto que interpela, que invoca la pregunta, en la cadena cambiante de circunstancias (históricas, sociales, culturales, lingüísticas, personales). Aquellos —estos— textos se leen como clásicos precisamente porque reformularon los patrones, los códigos, las normas, a través de procesos de combinación y metamorfosis. La inversión de problemas, el fraccionamiento y la reducción de modelos a elementos mínimos, para facilitar nuevas combinaciones, son métodos activadores de pensamiento lateral. Son dispositivos textuales que reconfiguran lectura y escritura. Finalmente, se trata de generar redes, de abrir nuevos laberintos: «Quien crea poder superar los laberintos huyendo de su dificultad se queda al margen; pues no es pertinente pedir a la literatura que, una vez presentado un laberinto, proporcione también la llave para salir de él. Lo que puede hacer la literatura es definir la mejor actitud para encontrar la salida, incluso aunque esta no sea más que un pasadizo que conduce a otro laberinto. Lo que queremos salvar es el desafío al laberinto, lo que queremos separar y distinguir de la literatura de entrega al laberinto es una literatura de desafío al laberinto»: Italo Calvino ya pensaba lateralmente. 

El homenaje

Kafka nos introduce en la transformación de Gregor Samsa, y no nos entrega la llave para salir de aquella parábola enclaustrada. Sin lenguaje, Gregor pierde el reconocimiento social, su identidad se fragmenta: «Gregor Samsa, el hombre que no grita, renuncia a todo vínculo con los otros, porque el grito es el último lazo que nos une a nuestros semejantes. Por eso puede decirse que Samsa se vuelve un insecto: porque no grita; de haber gritado, es muy posible que la espantosa alucinación que lo asalta a primeras horas de la mañana se hubiera evaporado», escribe Fabio Morábito en su brillante ensayo El idioma materno (Sexto Piso, 2014). El grito, su ausencia, es la alteración que posibilita el homenaje. Este se fundamenta en la complicidad con el lector (con el espectador, si pensamos en las películas de Tarantino), en el reconocimiento de la cita, en su visibilidad. 

En noviembre de 2019 se publicó en Inglaterra The Cockroach (La cucaracha), donde Ian McEwan le guiña el ojo a Kafka. El primer párrafo proporciona la dirección de lectura: «Aquella mañana, Jim Sams (…) se despertó de un sueño intranquilo para encontrarse transformado en una gigantesca criatura». Y descubrimos que, en este caso, la metamorfosis es inversa: el insecto se ha transformado en ser humano, es el primer ministro. La novella de McEwan es una sátira absolutamente contemporánea, dictada por la ironía mordaz y la urgencia por debatir la política británica. Otra desconstrucción para dilatar la interpretación.

La constricción

«La constricción es un problema; el texto una solución»: Jacques Jouet explicaba, contundente, el dinamismo de la limitación. Las propuestas de OuLiPo, el Taller de Literatura Potencial, confirman el valor (técnico, poético, creativo) de la contrainte, en la interrelación entre artes y matemáticas, estructura y libertad. De la poesía a la novela y al teatro. Y de allí al cómic. Matt Maden, en 99 Ejercicios de Estilo (Sinsentido, 2007, traducción de Lorenzo Fernández Díaz), utiliza la repetición del impulso narrativo para graduar la variación de su concreción, textual y visual. Cada uno de los ejercicios de estilo reproduce la misma situación: Matt está trabajando en su ordenador, se levanta para ir a buscar algo a la nevera. Desde el piso de arriba, su mujer, Jessica, le interrumpe y le pregunta la hora y, cuando llega a la nevera, Matt ya no recuerda qué había ido a buscar. Cada página incluye ocho viñetas. Y, sin embargo, cada ejercicio, cada forma de contar la misma historia, es distinta. Porque distinta es la mirada, en la doble dirección: de escritura y de lectura, y al revés. 

La inversión

Es de noche. Una calle, un árbol y dos vagabundos, Estragon y Vladimir, que conversan entre ellos: están esperando a Godot. Llega un hombre, Pozzo, con su sirviente, Lucky (a quien lleva atado con una cuerda al cuello) y conversan con los dos que esperan. Cuando ya es noche avanzada, un chico avisa de que Godot no llegará hoy, sino mañana. El día siguiente, en el mismo sitio y a la misma hora, los dos vagabundos esperan. Otra vez tiene lugar el encuentro con Pozzo, ahora ciego, y con su sirviente. Otra vez aparece el chico anunciando que Godot no llegará. Los dos vagabundos piensan en irse, pero no se mueven. Y no dejan de hablar. La inmovilidad del lenguaje contra la espiral del tiempo.

La espera de Godot acontece en el transcurso cíclico de día y noche, invierno y primavera, salud y enfermedad, visión y ceguera, risa y llanto, discurso y canto. En la atemporalidad del texto y en el presente de la representación —a través de la relación entre texto y escena, actores y espectadores— la percepción del tiempo se suspende. Y se fragmenta, se multiplica, se dilata: ocurre la magia. Beckett descompone los códigos hasta la máxima alteración: Godot no llega, nunca termina de decir lo que tiene que decir. Seguimos esperando.

¿Por qué? Porque «el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación», como dijo Borges. Y un clásico bebe de la memoria y se nutre de la imaginación, para reinventarse, adaptarse, expandirse. Ahora vuelve a tu clásico, acaricia su piel y encuentra los intersticios que unen vuestras moléculas, las reescriben, las traducen, laberínticas, les rinden homenaje, las constriñen, las invierten.

"Profesor de instituto" por Antonio Muñoz Molina

El terrorismo nunca es ciego. El que padecimos nosotros en el País Vasco y en muchos otros lugares de España ejerció su cirugía maléfica apuntando a cada uno de los pilares del Estado democrático: los defensores de la ley, los representantes de la soberanía popular, las voces intelectuales solitarias que se alzaban en los medios contra la resignación a la barbarie. Al terrorista su fanatismo no suele estropearle la puntería: el 16 de octubre, en Francia, un islamista le cortó medievalmente la cabeza al profesor de instituto Samuel Paty, que daba clases de Historia y Geografía, y de valores cívicos, y que en un debate con sus estudiantes sobre laicismo y libertad de expresión les había mostrado, entre otros materiales, las caricaturas de Mahoma de la revista Charlie Hebdo. El primitivismo mental de los fanáticos es perfectamente compatible con las tecnologías de la modernidad. Los apóstoles del 5G y de las redes sociales llevan ya décadas predicando, con un fervor que en algunos casos podía parecer ingenuo pero que a estas alturas ya solo es descarado y cínico, las múltiples bondades que esos inventos están esparciendo por el mundo, rompiendo barreras, favoreciendo la creatividad, la hermandad entre los seres humanos. Gracias a las redes sociales, o a las redes fecales, como tal vez convendría empezar a llamarlas, padres de alumnos hostiles al profesor Paty organizaron una campaña de odio contra él: en Facebook, en Twitter, en WhatsApp, en YouTube. El más activo fue el padre de una estudiante que según se supo después ni siquiera estaba en la clase. En un vídeo que se hizo rápidamente viral en medios extremistas musulmanes, este padre ultrajado aseguraba que el profesor Paty había mostrado una foto de un hombre desnudo diciendo que era Mahoma.

La libertad de expresión y de crítica es un derecho fundamental en las sociedades democráticas, y ninguna ideología ni religión puede estar a salvo de ellas, explicaba cada año Samuel Paty a sus estudiantes, con ese entusiasmo vocacional que parece un don reservado a los profesores de instituto, y que tiene la virtud, si cae en terreno fértil, de espabilar para siempre a una inteligencia joven. Aprovechándose de esa misma libertad, padres de alumnos y militantes islamistas empezaron a llamarlo canalla, enfermo, blasfemo, propagandista de la pornografía. A quienes vivimos del uso libre de las palabras nos provoca un rechazo visceral cualquier intento de ponerle límites, incluso cuando se usan para mentir e insultar. Pero los enemigos del profesor Paty, además de bravatas e insultos, también difundieron por las redes sociales su foto, y la dirección del centro en el que enseñaba. Las palabras son inocuas hasta que llega el momento en que se convierten en actos. Un viernes por la tarde, el profesor Paty salió del instituto con el cansancio físico de varios días de trabajo escolar y la perspectiva tan grata del fin de semana. Se fue despidiendo por el camino de los alumnos, y al llegar a la puerta puede que no se fijara en que alguien lo señalaba con el dedo a un desconocido también muy joven pero que no tenía pinta de estudiante. La fe religiosa y el interés tampoco tienen por qué estar reñidos: al alumno o alumna que señaló a su profesor el asesino le pagó 350 euros.

Un poco después el cuerpo decapitado del profesor Paty yacía en una acera sobre un charco de sangre. Al asesino, al justiciero, solo le quedaban unos minutos de vida, pero tuvo tiempo de tomar una foto con el móvil de la cabeza del infiel y subirla a su cuenta de Twitter. Estuvo recibiendo alegres visitas y parabienes hasta que por orden del juez fue cancelada.

Samuel Paty tenía 47 años, y un hijo de cinco. Quienes lo conocieron recuerdan a un profesor entusiasta, enamorado de su trabajo, orgulloso de haberlo ejercido en barrios de trabajadores e inmigrantes, en los que la enseñanza pública cobra su máxima relevancia como instrumento de formación y de ciudadanía, como uno de los pilares de lo que en Francia se llama con reverencia y solemnidad la República. A nosotros todo lo solemne nos despierta rechazo, o burla, porque nuestra idea de la solemnidad la asociamos tristemente al autoritarismo eclesiástico y cuartelario de la dictadura, también porque nuestra sórdida tradición de sectarismos y discordias políticas nos han privado de instituciones o símbolos merecedores del respeto de la inmensa mayoría. Pero cuando se ven las imágenes del homenaje nacional al profesor Samuel Paty en el patio de La Sorbona, su foto sostenida en el escenario por un oficial de la Guardia Republicana con uniforme de gala, o cuando se leen los discursos pronunciados en la ceremonia, uno no puede no sentir cierta envidia, una profunda melancolía civil y española: hay ocasiones supremas en que la democracia ha de ser solemne, y afirmar explícitamente sus valores con sobria elocuencia, y honrar a quienes los defienden y los enseñan. Al ensañarse con un profesor de un instituto de barrio los islamistas están revelando el valor de lo que hace, la importancia que ese trabajo en apariencia tan común tiene en el orden de la vida democrática. Eligiendo La Sorbona para la ceremonia de homenaje, se está reconociendo a la enseñanza secundaria lo que muchas veces no se aprecia, el rigor de un ejercicio intelectual y de un proceso de transmisión y aprendizaje que con mucha frecuencia influye más en el porvenir de las personas que su paso por la universidad.

Yo recuerdo uno por uno a los profesores, hombres y mujeres, que tuve en mi bachillerato superior, en un instituto público. Eran mucho más jóvenes de lo que a nosotros nos parecían entonces, antifranquistas, respetuosos, como adelantados de un país que aún no existía, y que ellos empezaban a hacer posible al abrirnos los ojos. Sabían mucho, y casi todos lo explicaban muy bien, pero no solo aprendíamos de sus especialidades: también del hecho simple y novedoso para mí de compartir la clase varones y chicas, y de que fueran también voces de mujeres y no solo de hombres las que nos incitaban al conocimiento, y las que se dirigían a nosotros con un respeto exigente y cordial. Dijo Macron en su discurso en La Sorbona: “Daremos a los profesores la autoridad y el lugar que les corresponden, los formaremos, los consideraremos como se merecen, los apoyaremos, los protegeremos en todo lo que haga falta”. Palabras semejantes agradecerían escuchar los colegas españoles de Samuel Paty, dichas con algo de solemnidad y vehemencia.

jueves, 29 de octubre de 2020

Juan Bonilla, Premio Nacional de Narrativa 2020

El flamante Premio Nacional de Narrativa 2020, Juan Bonilla (¡enhorabuena!), ha prologado la Antología de Cuentos que aparecerá próximamente en la editorial "El Paseo". Yo participo como finalista con un relato, "Manual de estilo". Un lujazo.

sábado, 24 de octubre de 2020

"Por una crítica literaria del compost" por Nadal Suau



Caramba, caramba: han pasado doce meses y el jurado del premio Planeta ha vuelto a simular concienzudamente que deliberaba a conciencia. Claro que este año el sainete tradicional nos ha pillado con el pie del sarcasmo cambiado, resacosos del penúltimo after: el ESPASAesPOESÍA concedido al publicista fantasma Rafael Cabaliere hace un mes ya provocó muchos artículos reactivos, en ocasiones estupendos (como el de Juan Marqués en The Objective, origen parcial del que están leyendo), que para mí fueron, sobre todo, la pared en la que rebotaron algunos tuits muy divertidos de Carlos Recamán, @Elias_Tarsis en la red social, persona millenial según la procesión de etiquetas sociológicas que convierten a cada generación en ™ y cliché. En su recepción de la recepción, Recamán nos recordaba que discutir sobre premios literarios es soooo 2015: hay que saber cuándo topamos con una realidad irreformable y además irrelevante. Ahora, dejen que les relate dos anécdotas del lejano 2019. Como las del bombero en La cantante calva, estas anécdotas de crítico son «auténticas y vividas», y demuestran que no existe oficio inmune al método de ensayo y error.


Yo hacía una crítica (no tan) moderna

Me daría una pereza órfica escribir sobre premios tramposos si no fuera por imperativo profesional. Pero ese imperativo existe, y las dos últimas veces que reseñé negativamente novelas galardonadas bajo el signo de la polémica o el chafardeo, las reacciones fueron reveladoras. En un caso, nadie le concedió el atorrante don de la viralidad a mi reseña y apenas obtuve un tardío mensaje privado en el que su muy respetado autor finalista desarrollaba for my eyes only una genealogía del crítico resentido con el escritor de éxito (formada por Damián Tabarovsky, Ignacio Echevarría, y yo: un linaje escueto), antes de concluir que ganar premio semejante es una forma de ayudar «a la literatura», y criticarlo en prensa, «lucrarse» a su costa. Fue, cuanto menos, curioso. Pero el otro caso, el del Biblioteca Breve para Días sin ti (Seix Barral), me brindó toneladas de aplausos (Elvira Sastre = Enemigo Fácil) y dos aisladas, vigorosas collejas de Saúl F. Borel en la revista Oculta Lit y del propio Recamán, que me parecieron muy oportunas y ante las que inclino la cerviz con humildad (admitamos que ambos jugaban con ventaja: ¡no leer un libro facilita en extremo no desesperarse con él!), sobre todo desde que constaté en algunos muros e hilos la utilización de mi texto como supuesto testimonio en una causa general contra toda una generación de escritoras. Esta causa persistente está alimentada por equívocos como creer que Sastre es una novelista (no he escrito «una poeta», porque eso no lo sé) representativa de su edad, cuando su debut fue una novela esencialmente antigua; pero sobre todo la alientan el paternalismo y el instinto territorial de siempre, justo los mismos elementos que Borel y Recamán recriminaban a mi reseña, en la que advertían la exhibición de una crueldad que ningún suplemento español grande dedicará jamás a un consagrado. Que Sastre sea mujer, joven, lesbiana y sentimental (¡y que, no como otros, encaje las durísimas críticas sin responder con alegatos privados, porque no cree que se le deba algo! Puntazo de elegancia estoica a su favor) la convertía en víctima propiciatoria de tanta alegría despreciativa.

No hemos venido a inmolarnos: sé muy bien con qué argumentos puedo defenderme, claro. Pero lo significativo para mí entonces y para el lector de este artículo ahora, si hay algo, es la parte de razón que tenían mis dos detractores, que no me juzgaban a mí sino a un texto, la porosidad que delataba al ruido ambiente, sus consecuencias sobre otros textos. Quién sea yo cuando estoy en casa leyendo a Audre Lorde, ni lo sabían, ni les incumbe. Y ese texto, sin desearlo e incluso aspirando a evitarlo, estaba contaminado por los mecanismos del privilegio y el prejuicio, que son más fuertes que la voluntad individual, a menudo autocomplaciente, de sofocarlos. No afectaban al juicio final sobre el libro o el premio, de los que no me he movido por razones obvias (a saber: 1, he leído el libro y 2, sé aproximadamente lo que pasó en el premio), sino a ciertos procedimientos básicos. El mejor argumento lo dio Borel, lanzándose contra la que quizás parecía la idea más ingeniosa de mi lectura: frente a la afirmación de que yo no podía «dialogar» con la novela («es impermeable a una argumentación crítica porque las decisiones lingüísticas, estructurales e ideológicas que la animan no tienen ninguna raíz crítica», escribí), él replicaba una evidencia, a saber: con decir «es mediocre», ya habría dialogado. ¿De verdad no merecía ni eso una debutante en el género? Mejor, ¿no suponía esa declaración una renuncia a mi trabajo? Aunque yo pretendía (o creía pretender) subrayar el carácter intrusivo de ese libro en un contexto «serio», el resultado fue lo bastante discutible como para merecer esas discrepancias. En fin, lo que trato de decir es que Borel y Recamán provocaron en mí una incomodidad más provechosa que la euforia indudable de verme aplaudido por otros, y que esa incomodidad tuvo que ver con que detectaron el acomodamiento de mi escritura en un sesgo de generación y poder, por mucho que podamos discutir si grande o pequeño. Que el lector esté de acuerdo con el Nadal Suau de marzo de 2019, con el actual o con ninguno, es lo menos importante: esta es la clave de lo que intento decir aquí.

Empacharte a propaganda

¡Basta de batallitas, abuelo! A falta de algo que decir sobre Sandra Barneda y La isla de las tentaciones (otra cosa será el día que toque hablar de First Dates, asunto en el que llevo trabajando con esmero desde hace mucho), volvamos al Espasa, tan carente de importancia como divertido de evocar. Otra sospecha que el Twiter de Recamán arrojó sobre nuestro sistema cultural a propósito del asunto, en convergencia con las tesis de Marqués aun a su pesar, fue que Cabaliere ha sido otro enemigo fácil, uno de esos chivos expiatorios de consenso que resultan cómodos a todo el mundo: venezolano y no español, desconocido y no poderoso, descaradamente no-poeta y no un simple mal poeta que sabe espolvorear detalles homologables en sus versos. Tenía parte de razón también en esto, como demuestra la nula reacción al premio Espasa de ensayo, obtenido por Carlos del Amor. Es cierto que en el caso de este periodista español no existía el estimulante factor de las hipótesis bot o fake; a cambio, lo que se celebra es una forma de entender la realidad y el discurso en torno a ella que lleva años operando e influyendo desde una televisión pública, una muestra como tantas otras del sustrato ideológico que alimenta el éxito de retóricas como la cabalierana. Del Amor es un cronista de cultura entregado a los turgentes brazos de lo sentimental. También es una persona simpática, dicho sin ironía: cuando alguien le preguntó en un chat qué opina de quienes lo acusan de «cursilería», contestó «que llevan razón. Tengo que mirármelo. ¡Un abrazo!». Aunque agradecemos y devolvemos ese abrazo, el problema reside en que lo cursi no me parece inofensivo. De hecho, lo considero uno de los caballos de Troya de eso que, a principios de los años dos mil (ahora, ¡ay!, lo dudo), Félix de Azúa llamaba «totalitarismo simpático» del capitalismo.

Para hacernos una idea del trabajo de Carlos del Amor, cuya carga ideológico-viral probablemente no sea calculada puesto que la trasmite de cliché en cliché, asomémonos a su pieza televisiva más popular en Youtube, Los días raros, sobre el confinamiento decretado en marzo. En ella, escuchamos que las calles vacías presentan una «sensación de irrealidad» en la que «se echa de menos madrugar e incluso comerse un atasco», y también «se echa de menos acabar la jornada e ir al cine». Sin embargo, «nos hemos acostumbrado y eso habla bien de nosotros». ¡Tenemos que aprender algo de esta oportunidad, amigos! Concretamente, la voz en off nos propone memorizar este amable imperativo: «Cuando vuelva la normalidad, valoremos las pequeñas cosas que ahora no tenemos». De pronto, me acuerdo de Están vivos (1988), película festivo-panfletaria en la que unas gafas especiales permiten ver los mensajes de sumisión que una raza alienígena inserta subliminalmente en todos los rincones de las ciudades americanas: Consume, Obedece, etcétera. Pues bien, una traducción que el director John Carpenter y el guionista Ray Nelson juzgarían razonable para los cinco pasajes delamorianos que he citado entre comillas es esta: «¡Ay, con lo bien que estábamos antes, en LA REALIDAD! No empecemos a hacernos preguntas sobre alternativas colectivas, ¿eh?»; «Si lo piensas, la educación sentimental de Díaz Ayuso no iba tan desencaminada: los atascos y la polución hacen moderno y próspero, ¡hacen metrópolis!»; «Trabajo en un ente pagado con los impuestos de todos, pero me dirijo a unos espectadores que en febrero de 2020 tenían trabajo y tiempo y dinero para ocio, ¿es que acaso no estaba todo el mundo en esa situación?»; «¡viva la obediencia!»; y, por último, el credo: «En lo sucesivo, habrá que ir conformándose con lo que nos echen». De todos modos, no se tomen nada de esto muy en serio: a fin de cuentas, las contradicciones son gratas al hombre emocionado, y otro día resulta que Rafa Nadal gana Roland Garros y «la realidad» se convierte, a ojos de nuestro cronista, en algo de lo que conviene escapar gracias al tenista, a quien debemos «habernos salvado de trece posibles naufragios» [sic].

En definitiva, los premios industriales solo sirven para saber por dónde navega el sentido común ortodoxo en cada temporada.

Como se han publicado hace apenas tres días, lamentaría que no sonara displicente confesar que no hemos leído los libros de Cabaliere y del Amor, aunque sí conocemos sus títulos, respectivamente Alzando vuelo y Emocionarte, que propiciaron tuits tan memorables como este de Álex Mendíbil: «Me encanta que su ensayo se titule como la peluquería PelArte, la tienda de marcos EnmarcArte, regalos EmpapelArte, golosinas EndulzArte, los centros de depilación DepilArte, el restaurante de milanesas RebozArte, AmueblArte de muebl…». Aquí hablamos, pues, de lo que estos creadores han hecho hasta ahora, que es la razón por la que han obtenido el premio, y no el manuscrito que presentaron a concurso: y bien, ¿por qué me molesto en invertir tiempo escribiendo contra el estilo edulcorado de Carlos del Amor en la televisión? ¿Por qué los textos de Cabaliere en Instagram o Twitter son «mala literatura» o, mejor, no son literatura? ¿Es porque su autor utiliza un vocabulario exiguo? Agota Kristof no manejaba más. ¿Es porque, como dijo alguien cachondo, su idea de hacer versos es darle al intro cada cuatro palabras? ¿Porque no se le percibe tradición alguna, porque son tontos y populistas, obra de un listillo que vio un nicho, etcétera? ¿Porque se publican en redes? Para mí, todo eso es compatible con la literatura, con distintas formas de literatura. De hecho, un perfil de Instagram programado para repetir tópicos ante una audiencia de otros perfiles inexistentes sería una genialidad. No, lo único incompatible con la literatura es la obediencia.

Que una obra haga lo que quiera respecto del poder de su época: burlarse, aprovecharse, conquistarlo, temerlo, practicarlo, robarle, colonizarlo, olvidarse de él, parodiarlo… Pero ese entregarse con entusiasmo, esa servidumbre voluntaria tan típica de lo cursi comercial que tiene como motor el cinismo (no el cinismo de la picaresca o del artista sino el del orden, el mismo cinismo autosugestionado que practican multinacionales publicitarias encantadas de presentarse ante el mundo como voces ecuménicas)… Eso es lo único realmente incompatible con la literatura y, ya puestos, con cualquier cosa que yo pueda respetar. La literatura no puede ser «márquetin con valores», esa estrategia puntera que hermana a las marcas globales con las ONG: cada producto, una manera de vivir, un estilo solidario, un subidón de buena conciencia, cinco céntimos destinados a África. Tampoco puede ser coaching de la sumisión, sucesión de recetas emocionales para ir tirando sin afrontar nada en serio. Por ejemplo, pensemos por un momento en el escritor como publicista, en la plana mayor de nuestra literatura canónica como publicistas de la España institucional (y de ellos mismos), reunidos en hoteles de cinco estrellas, preguntándose por el ser de Europa («¡Oh, Marcel, clochard genial al que conocí en el París del 68!», etc.), ajenos al aroma a obsolescencia que desprenden para cualquier olfato educado en un siglo XXI precario y desconcertante. ¿Por su edad o su ideología? No: por su incapacidad para entrar en contradicción con la cuota de poder que atesoran. Con mejores ventas, menor prestigio y ninguna cita de Walter Benjamin, pensemos ahora en Carlos del Amor como publicista de la felicidad neoliberal bajo sus nuevas y extravagantes encarnaciones, esas que te susurran «Keynes» y «solidaridad» al oído como preliminares de una noche que, como siempre, sabes que acabará mal; del Amor auspiciando el realismo capitalista bajo el paraguas del sentimiento como incurable coquetería anti-intelectual, un deportista de élite emocionándose por todos nosotros… Hay felicidad en estas servidumbres de «la cultura», sincera convicción de limpieza moral, un no sé qué epifánico. Hay motivación, a esto se viene con ganas. Bueno, y hay algo de dinero, el poco que circula en asuntos de letras. Y, a fin de cuentas, ¿qué publicita Carlos del Amor? Nada. Su propio anuncio. Es publicidad de publicidad.

Ahora que se ha publicado el nuevo ensayo de Cynthia Ozick, Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios (Mardulce, 2020), en el que esta extraordinaria narradora norteamericana reclama una crítica ambiciosa capaz de comunicar entre sí las mejores novelas de un momento histórico para definirlo a través del continuum textual que conforman, tal vez darle la vuelta a la receta sería algo más que una muestra de ingenio: ¿qué pasaría si buscáramos esa misma definición en las peores producciones exitosas de cada época? España, 2020: si hacemos ese experimento, sospecho que siempre encontraremos en el fondo la obediencia, y en la forma, lo cursi. También sospecho que esas producciones se cuecen no menos en la RAE (sirva como metonimia ardorosa) que en las redes. Y cuidado, porque las garras de este dueto virtuoso aspiran a destripar toda esperanza: para comprobarlo, el lector puede acudir a los ejemplos que Jorge Freire expone en Agitación (Páginas de Espuma, 2020) de «experiencias» expedidas como producto mediante retóricas del entusiasmo que, en realidad, solo ocultan una obligatoriedad de la nada. O, en otro extremo ideológico y metodológico, que recupere Empoderamiento trans: marca registrada, el magnífico artículo que Leo Albuquerque dedicó en Pikara Magazine a la campaña publicitaria de una empresa de trabajo temporal que convertía el tránsito de género en espectáculo emprendedor ejemplar. Un secuestro del potencial emancipador de lo transversal, no por el dogma identitario o narcisista (esas hipótesis que tanto temen muchos, perdidos en una confusión de categorías alentada por el recuerdo del siglo XX), sino por el muy eléctrico cosquilleo que provoca el stream of conscious delamoriano: «vente para acá, ya seas el arte, una persona no binaria, el miedo o el nuevo paradigma: voy a hacerte no-raro y rentable, ‘emocionante’».

Puestos a proponer: una crítica del compost

Al principio, insinué que el artículo Vigencia y añoranza de la crítica de Juan Marqués participaba del origen del mío. Me refería, sobre todo, al momento en que su autor dice echar de menos «una crítica literaria panorámica, que no se fije en libros sino en fenómenos, y que intente hacer espeleología cultural para llegar a las causas y las intenciones». Estoy de acuerdo y entiendo la plegaria (naturalmente, desatendida) de Marqués, que por otro lado me ha llevado a pensar en la importancia, no solo de los temas que trate la crítica, sino más bien de la estrategia, estructura, estilo y poso teórico que aplique. Es hora de desbordar las formas tradicionales del género, aunque solo sea para no aburrirnos y aprovechar que ya no importa demasiado a nadie. También, digámoslo en voz baja para no parecer panolis, por responsabilidad: ofrezcamos desborde frente a obediencia, complejidad frente a cursilería, direcciones múltiples frente a circuitos de señalética unívoca. 

Así, como divisa general en estos «días raros» de 2020 y en los que vendrán, tal vez sea mejor no abandonar la sensación de irrealidad puesto que es muy dudoso a qué nos referimos con tal término; no acostumbrarnos a nada salvo a la voluntad de entender y de revisar lo que creemos entender (a quiénes creemos entender), para luego obrar en consecuencia; no conformarnos con valorar las pequeñas cosas, no al menos hasta que todo el mundo goce de ellas. Y en lo concerniente a la crítica, conviene que se empeñe a fondo en la tarea de desvelar qué trampas esconde lo que escribimos, porque así será de una utilidad muy modesta, pero tangible. Una utilidad que trascienda lo literario sin abandonarlo nunca, bajo la convicción de que la literatura no es solo una artesanía para el like y el dislike. Y, desde luego, es urgente que inflijamos esas críticas, en primer lugar, a nuestros propios textos. ¿Qué es la crítica, sino autocrítica? ¿Y qué es la autocrítica, sino discutirnos a nosotros mismos hasta los cimientos, no en aquello que podríamos mejorar para ser más nosotros mismos, sino en aquello que cuestiona lo que creemos ser, lo que nos tranquiliza creer que somos? No tanto empeñarnos en «alcanzar nuestros sueños» como preguntarnos cuáles son su consistencia y sus derivas. O, por parafrasearme a mí mismo, reivindicando un poco mi ingenio ahora que ya estamos en confianza: que nuestra escritura se sustente sobre unas raíces que favorezcan la contraargumentación. Que exija dialogar. Que se preste a ser desobedecida, e incluso que nos desobedezca por su cuenta y riesgo. Una escritura no-propaganda. De ahí que todavía necesitemos recepción de la obra y sus circunstancias, y recepción de la recepción, y revisión de esa otra capa, y… De ahí que no podamos eximir a nuestros textos de discutir entre sí. Apropiándome de algunas ideas de la bióloga y teórica feminista Donna Haraway en libros como Seguir con el problema (Consonni, 2019) o Como una hoja (Contina Me tienes, 2018), que admiten un elegante traslado al territorio que nos ocupa, diré que debemos pensar textos que combinen «pasión e ironía en grado máximo»; que generen parentescos raros, renuncien al miedo y practiquen un cinismo bueno y pícaro cuando haga falta. Que se rían un poco de nosotros quienes los concebimos, y estén en lo cierto al hacerlo. Que aceleren y desaceleren. Que sean flor entre la vía, panza de burro, reinados precoces, animales feroces, hijas e hijos e hijes del compost «multibichos» en que se ha convertido tanto agotamiento civilizatorio, terrestre, lingüístico, biológico. Hay que buscar una crítica que dé placer, se enrede con palabras de muchos y colabore con la lectura de otros tantos, pero que no nazca para consolar, nunca. Quizás, así, contribuyamos a que llegue el día en que «emoción» o «experiencia» vuelvan a significar algo que no sea una puta mierda.

"Riñas con estrambote" por Ernesto Filardi


Figúrese el lector el siguiente titular: «Compra piso alquilado para desahuciar al inquilino, a quien odiaba desde hacía muchos años». Podría ser de El Mundo Today, ¿verdad? Una mezcla tan absurda de contradicciones y mala leche es tan perfecta que solo podría ser mentira.

Bien. Figúrese ahora el lector que es cierta y que, en efecto, sucedió en España. Hay que ser miserable con la que está cayendo, pobre hombre, si es que todos los ricos son iguales. Sí, sí, pero no nos alejemos del tema: ¿dónde podría haber sucedido? Quizás en esa España profunda que a todos nos gusta colocar alejada de nosotros, uno de esos lugares recónditos en los que los tíos se casan con sus sobrinas y el párroco tiene un hijo al que llama sobrino. 

Figurémonos ahora que esta historia sucedió en el siglo XVII. Ah, bueno, entonces sí, porque en esa época eran muy brutos y tiraban a las cabras desde lo alto del campanario, menos mal que vivimos en tiempos civilizados. Pero sigamos figurándonos —total, es gratis y tenemos tiempo— que los protagonistas eran personas de honda formación humanística y con cierto trato de favor por parte de la monarquía. Vaya, esto se nos está yendo de las manos: empezamos con El Mundo Today y en pocas líneas ya hemos llegado a palacio.

Figurémonos entonces —otra vez, sí— que fue Quevedo quien compró la casa para poder echar a la calle a Góngora, que vivía casi en la ruina. Entonces claro, cómo no se me habría ocurrido antes, lo del hombre a una nariz pegado y todo eso, qué cachondo el Quevedo, qué mala baba se traía. Es muy posible incluso que el más avezado lector ya supiera esto desde la primera línea, ¿verdad? 

Bien, pues sigamos con el jueguecito y figurémonos ahora que esta historia es muy probablemente una invención, casi una leyenda urbana originada al calor de la lumbre de los ripios difamatorios con los que cada uno de ellos gustaba de zurrarle la badana al otro. Bueno, a ver cómo diablos vamos a descubrir ahora si pasó o no, total, ha pasado tanto tiempo que madre mía.

Ya por último, entonces, figurémonos que las últimas investigaciones filológicas apuntan a que la famosa rivalidad entre Quevedo y Góngora no fue para tanto. Es lo que dice, por ejemplo, Amelia Paz en su artículo «Góngora… ¿y Quevedo?», una impecable e implacable labor de investigación en la que pone en entredicho la enemistad de la que tanto nos hablaban en el instituto basándose en que no está claro que los poemas que sustentaban dicho enfrentamiento estén escritos por tan célebres rivales. La difusión anónima de estos textos, si bien era necesaria en aquella época para evitar problemas judiciales, ha sido uno de los principales escollos para esos malditos filólogos que aún tienen el trabajo pendiente de probar o denegar la autoría de tal o cual escritor. O sea, que es posible que toda la vida nos hayamos creído una mentira, hay que ver estos filololeches qué se van a inventar ahora tras tanto defender a la Real Academia con el bluyín y el cederrón. Leer las Soledades o la «Epístola satírica y censoria contras las costumbres presentes de los castellanos, escrita al Conde-Duque de Olivares…» no, que no se entienden, pero las tradiciones que no nos las quiten.

El caso es que, sea cierta o no, esta enemistad es más que creíble. Aquella época es tierra abonada para dar pábulo a todo tipo de disputas literarias por un quítame allá ese estrambote. Cual panda de tuiteros intensitos, en el Parnaso literario del Siglo de Oro uno era poca cosa si no escribía de vez en cuando unos versos satíricos en los que, por qué no, se dejaba caer que Fulanito no tenía ni repajolera idea de escribir. La misma Amelia Paz reconoce en el mencionado artículo que si hay humo es porque algo de fuego debía haber, aunque solo fuera una fogata alimentada por amigos y enemigos del conceptista y el culteranista. Y es que en una lista popular de escritores clásicos gamberros —por no decir otra cosa—, Quevedo se lleva la fama. 

Pero quienes cardaban la lana en esta historia eran, precisamente, los dos escritores más importantes de todo el Siglo de Oro: Cervantes y Lope. Todos tenemos clara en la memoria la imagen del primero con jubón negro, gola blanca y brazo izquierdo inutilizado por las heridas recibidas en la batalla de Lepanto. Es también sabido que fue hecho prisionero por piratas berberiscos y encerrado en Argel durante años. A su regreso a España la política de Felipe II había cambiado su foco de atención del Mediterráneo a las Indias, con lo que jamás consiguió reconocimiento alguno teniendo que subsistir desde entonces como bien pudo. Es decir, como mal pudo, llegando a escribir textos en contra del mismo monarca como hizo en La Galatea. 

En el ángulo contrario del ring, don Félix Lope de Vega y Carpio, joven arrogante y pendenciero que ha gozado tanto las mieles del éxito como las mieles de las musas y las mieles de las féminas. Como prueba de su carácter mencionaremos que, años después de lo que vamos a relatar, Lope estuvo cuatro días en prisión acusado de reventar el estreno de una comedia de Ruiz de Alarcón enterrando en el corral de comedias una redoma llena de huevos podridos. 

Cervantes y Lope debieron llevarse medianamente bien en un primer momento, como lo atestigua el hecho de que fuera testigo en cierto documento legal que favorecía a Lope. Hasta que un día, no sabemos bien por qué, este decide no incluir al otro en uno de esos textos laudatorios que tanto se estilaban en la época y que por lo general no eran más que una retahíla de nombres de buenos amigos de los que se decía lo grandísimos escritores que eran, vive el cielo. Quizás el motivo inicial de su enfrentamiento estuviera relacionado con que Cervantes y Lope fueran vecinos y por tanto supieran bastante de la vida non sancta del otro, pero esto no son más que suposiciones. Lo cierto es que poco después comienzan los disparos en forma de sonetos en los que sale a relucir la mala leche, como en esta joya dirigida a Cervantes: 

… y ese tu Don Quixote valadí
de culo en culo por el mundo va
vendiendo especias y azafrán romí
y al fin en muladares parará. 

No está tampoco demostrada la autoría de Lope en este soneto, pero que la crítica siempre haya dado esa teoría como válida nos ayuda a hacernos una idea de cómo se las gastaban en la época. A fin de cuentas, al entorno de Lope no le debieron hacer ninguna gracia las críticas al teatro del Fénix que Cervantes ponía en boca del cura y el canónigo en el capítulo cuarenta y ocho de la primera parte.

A partir de aquí, la historia es más sencilla de resumir porque todo ha quedado negro sobre blanco: Cervantes termina el Quijote prometiendo una segunda parte, pero pasaron los años y si te he visto no me acuerdo. Nueve años después, en 1614, se publica el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda. Este libro es, básicamente, un ataque tan divertido como furibundo contra Cervantes. Como el lector sabrá, hoy en día se sigue desconociendo quién diablos era ese tal Avellaneda. Hay muchos candidatos para el premio, pero realmente no es tan importante ese dato como el hecho de que seguramente gracias a él hoy podamos disfrutar del que para muchos es el mejor libro de la historia: la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, publicada tan solo un año después de que apareciera el de Avellaneda. 

Qué casualidad, ¿eh? Nueve años esperando y no parecía tener prisa el manco hasta que zas, le insultan usando a su propio personaje y poco tiempo necesitó para parir esa joya: un texto que sienta las bases de la literatura contemporánea precisamente a través de los brillantes recursos desplegados por Cervantes para echar por tierra el Quijote apócrifo. Entre ellos, el genialísimo momento meta del capítulo setenta y dos, donde don Quijote se encuentra a Álvaro Tarfe, uno de los personajes principales de Avellaneda, y le pide que firme ante el alcalde del pueblo un documento que atestigüe que él no es el mismo Quijote escrito por ese impostor.

Las enemistades literarias del Siglo de Oro estaban a la orden del día hasta el punto de que es difícil explicar esa época sin mencionar, al menos, algunas de esas disputas. No tanto por la anécdota en sí sino por aquello en lo que devinieron. Conocemos los nombres de los integrantes de los círculos literarios gracias a que algunos de los principales autores los mencionan en esos pasajes laudatorios que referíamos antes, pero la mayoría son nombres que al lector de hoy le sonarán de muy poco: Juan de Almeyda, Lope de Salinas, Marco Antonio de la Vega… Todos ellos poetas de segunda fila que, incluso gozando de cierto reconocimiento en su época, hoy han quedado relegados a los pies de página de alguna edición crítica. Por eso nos llaman tanto los desmanes de los grandes autores, las primeras plumas del Siglo de Oro. No siempre son ciertos, ya lo hemos dicho, pero poco importa: quizás haya otras épocas en la historia de la literatura tan jugosas como esta, tanto en relación cantidad/calidad literaria como en lo que respecta a enfrentamientos entre autores. Pero ninguna puede presumir de que esos odios literarios germinaran en forma de una verdadera obra maestra. Una obra que no pierde su lustre y de cuya publicación celebramos el cuarto centenario en este año 2015. ¿Qué mejor homenaje que (re)leerla?