lunes, 22 de junio de 2020

"El libro como acceso al mundo" por Stephan Zweig


El movimiento que apreciamos en la tierra se apoya esencialmente en dos invenciones del espíritu humano: el movimiento en el espacio se basa en la invención de la rueda, que gira vertiginosamente alrededor de su eje, y el movimiento intelectual guarda una relación directa con el descubrimiento de la escritura. En cierto momento, en algún lugar, un ser humano anónimo concibió la idea de doblar una madera dura, curvarla y convertirla en una rueda. Gracias a este pionero, la humanidad aprendió a superar la distancia que separa pueblos y países. De pronto era posible entrar en contacto con otras personas por medio de vehículos que permitían transportar mercancías, viajar para adquirir nuevos conocimientos y acabar con las restricciones impuestas por la naturaleza, que limitaba la obtención de frutos, de minerales, de piedras preciosas y de otros productos a zonas donde las condiciones climáticas eran propicias.
Los países ya no vivían aislados, ahora establecían vínculos con el resto del mundo. Oriente y Occidente, Norte y Sur, Este y Oeste fueron aproximándose poco a poco, a medida que concebíamos nuevos medios de transporte. El desarrollo de la técnica ha dotado a la rueda de formas muy sofisticadas—la locomotora que arrastra los vagones de un tren, los automóviles que circulan a toda velocidad o los barcos y los aviones propulsados por el giro de sus hélices—con las que acortamos las distancias y vencemos la fuerza de la gravedad; del mismo modo, la escritura, que ha evolucionado desde los pliegos más sencillos, pasando por los rollos, hasta culminar en el libro, ha puesto fin al trágico confinamiento de las vivencias y de la experiencia en el alma individual: desde que existe el libro nadie está ya completamente solo, sin otra perspectiva que la que le ofrece su propio punto de vista, pues tiene al alcance de su mano el presente y el pasado, el pensar y el sentir de toda la humanidad. En nuestro mundo de hoy, cualquier movimiento intelectual viene respaldado por un libro; de hecho, esas convenciones que nos elevan por encima de lo material, a las que llamamos cultura, serían impensables sin su presencia.
Para nosotros, hijos y nietos de siglos de escritura, leer se ha convertido en otra función vital, una actividad automática, casi física, y el libro, que ponen en nuestras manos el primer día de escuela, se percibe como algo natural, algo que nos acompaña siempre, que forma parte de nuestro entorno, y por eso la mayoría de las veces lo abrimos con la misma indiferencia, con la misma desgana con la que cogemos nuestra chaqueta, nuestros guantes, un cigarrillo o cualquier otro objeto de consumo de los que se producen en serie para las masas. Cualquier artículo, por valioso que sea, se trata con desdén cuando puede conseguirse con facilidad, y sólo en los instantes más creativos de nuestra vida, cuando reflexionamos, cuando nos volcamos en la contemplación interior, conseguimos que lo que ha llegado a ser común y corriente vuelva a resultar asombroso. En esos raros momentos de reflexión lo miramos con respeto y somos conscientes de la magia que insufla a nuestra alma, de la fuerza que proyecta sobre nuestra vida, de la importancia que hoy, en el siglo XX, tiene el libro, hasta el punto de no poder imaginar nuestro mundo interior sin el milagro de su existencia.El poder del libro para expandir el alma, para construir el mundo y articular nuestra vida personal, nuestra intimidad, suele pasarnos desapercibido salvo en raras ocasiones, y cuando cobramos conciencia de su importancia, tampoco lo manifestamos. Hace mucho que el libro se ha convertido en algo natural, en un objeto cotidiano cuyas maravillosas cualidades no despiertan ni nuestro asombro ni nuestra gratitud. Del mismo modo que no somos conscientes del oxígeno que introducimos en nuestro organismo cada vez que respiramos ni de los misteriosos procesos químicos con los que nuestra sangre aprovecha este invisible alimento, tampoco advertimos la materia espiritual que absorben nuestros ojos y que nutre (o debilita) nuestro intelecto continuamente.
Aunque estos instantes son tan escasos, precisamente por ello suelen permanecer en nuestro recuerdo durante mucho tiempo, a menudo durante años. Así, por ejemplo, sigo recordando con toda exactitud el lugar, el día y la hora en que surgió dentro de mí esa sutil intuición que me llevó a comprender que nuestro mundo interior se va tejiendo con ese otro mundo visible y, al mismo tiempo, invisible de los libros. No creo que sea una falta de modestia contar cómo se produjo en mí esta revelación espiritual, pues, aunque se trata de una experiencia personal, ese episodio memorable y revelador transciende con mucho al individuo en sí. En aquel entonces, debía de tener unos veintiséis años, ya había escrito algunos libros, por lo que conocía en cierta medida la misteriosa transformación que experimenta un sueño, una fantasía torpemente concebida, y las diversas fases por las que atraviesa hasta que, tras curiosas destilaciones y decantaciones, termina transformándose en ese objeto rectangular de papel y cartón al que llamamos libro, ese producto venal, al que le asignamos un precio y que colocamos como una mercancía más tras el cristal de un escaparate, como si no tuviera alma, cuando, en realidad, cada ejemplar, aunque se compre y se venda, es un ser animado, dotado de voluntad, que sale al encuentro del que lo hojea por curiosidad, del que lo termina leyendo y, sobre todo, del que no solo lo lee, sino que también lo disfruta.
Así pues, ya había experimentado en primera persona, al menos en parte, ese proceso inefable semejante a una transfusión con el que conseguimos que unas cuantas gotas de nuestro propio ser comiencen a circular por las venas de otra persona, un trasvase de destino a destino, de sentimiento a sentimiento, de espíritu a espíritu; sin embargo, la magia, la pasión y la trascendencia de la letra impresa, su verdadera esencia, no se me habían revelado de forma abierta, me había limitado a reflexionar vagamente sobre ello, pero no lo había pensado a fondo, no había sacado las debidas conclusiones. Eso fue lo que comprendí aquel día gracias a la anécdota que voy a referir.
Viajaba entonces en un barco, un buque italiano con el que estaba recorriendo el mar Mediterráneo, de Génova a Nápoles, de Nápoles a Túnez y de allí a Argel. La travesía iba a durar varios días y el barco estaba prácticamente vacío. Así las cosas, solía conversar a menudo con un joven italiano que formaba parte de la tripulación, un mozo que ni siquiera tenía el rango de camarero, pues se ocupaba de barrer los camarotes, de fregar la cubierta y de realizar otras tareas menores, que la gente, por regla general, no valora. Daba gusto ver trabajar a aquel muchacho, un chico espléndido, moreno, de ojos negros, con unos dientes deslumbrantes que brillaban cada vez que se reía. ¡Y cuánto le gustaba reírse! Me encantaba escuchar su italiano melodioso y grácil, una música que acompañaba siempre con vivos ademanes. Tenía un talento natural para captar los gestos de la gente e imitarlos, realizando formidables caricaturas: el capitán, balbuceando con su boca desdentada; el anciano caballero inglés que caminaba por cubierta tieso como un garrote, adelantando un poco el hombro izquierdo; el cocinero, digno y orgulloso, que después de la cena presumía delante de los pasajeros y tenía un ojo clínico para juzgar a las personas a las que había llenado la panza. Me divertía charlar con aquel chaval moreno, asilvestrado, con la frente resplandeciente y los brazos tatuados, que durante muchos años, según me contó, se había dedicado a cuidar ovejas en las islas Eolias, su hogar, una persona bondadosa y confiada como un cachorrillo. No tardó en darse cuenta de que yo le tenía cariño y de que no había nadie en todo el barco con el que me gustara hablar tanto como con él. Así que me contó un montón de detalles de su vida, con franqueza, con total desenvoltura, de modo que al cabo de un par de días nos tratábamos con la camaradería propia de dos amigos.
Entonces, de la noche a la mañana, un muro invisible se alzó entre él y yo. Habíamos recalado en Nápoles, el barco se había llenado de carbón, de pasajeros, de hortalizas y de correo, su dieta habitual en cada puerto, y luego se había hecho de nuevo a la mar. El elegante barrio de Posillipo había ido bajando la cabeza con humildad hasta perderse en el horizonte, entre las colinas, y las nubes que rodeaban la cima del Vesubio parecían las pálidas volutas del humo de un cigarrillo. Entonces se presentó de repente, con una sonrisa de oreja a oreja, se plantó delante de mí y me mostró orgulloso una carta arrugada que acababa de recibir, pidiéndome que la leyera.
Esto fue lo que pasó. Pero la auténtica vivencia, la que iba a transformarme por dentro, no había hecho más que empezar. Me tendí sobre una tumbona y dejé que mi vista se perdiera en la oscuridad de aquella apacible noche. No dejaba de darle vueltas a lo que acababa de ocurrir. Por primera vez me había encontrado cara a cara con un analfabeto, con uno europeo además, una persona que me había parecido inteligente y con la que había hablado como con un amigo. Esa idea me atormentaba. ¿Cómo se reflejaba el mundo en un cerebro como el suyo, que desconocía la escritura? Traté de imaginarme la situación. ¿Cómo sería el no saber leer? Por un momento me puse en el lugar de aquel muchacho. Coge un periódico y no lo entiende. Coge un libro, lo sostiene en sus manos, nota que es algo más ligero que la madera o que el hierro, tiene forma rectangular, toca sus cantos, sus esquinas, observa su color, pero nada de eso tiene que ver con su propósito, así que vuelve a dejarlo, porque no sabe qué hacer con él. Se detiene ante el escaparate de una librería y se queda mirando los hermosos ejemplares, amarillos, verdes, rojos, blancos, todos rectangulares, todos con estampaciones de oro sobre el lomo, pero es como si se encontrara ante un bodegón cuyos frutos no puede disfrutar, ante frascos de perfume bien cerrados cuyo aroma queda confinado dentro del cristal.Al principio me costó entender lo que quería de mí. Pensé que Giovanni había recibido una carta en un idioma que no entendía, francés o alemán, seguramente de una muchacha—era obvio que debía de tener mucho éxito entre las chicas—, y que había venido a buscarme para que se la tradujera. Pero no, la carta estaba escrita en italiano. ¿Qué quería entonces? ¿Que me la leyera? Nada de eso. Lo que quería es que se la leyera, tenía que saber qué decía aquella carta. Y, de pronto, comprendí lo que estaba pasando: aquel muchacho inteligente, de una belleza escultural, dotado de gracia y de auténtico talento para el trato humano, formaba parte de ese siete u ocho por ciento de italianos que, según las estadísticas, no saben leer: era analfabeto. Me puse a pensar y fue entonces cuando me di cuenta de que nunca había conocido a nadie como él, un ejemplar de una especie en vías de extinción en toda Europa. Hasta conocer a Giovanni no me había encontrado con ningún europeo que no supiera leer. Supongo que me quedé mirándole con asombro. Ya no le veía como a un amigo ni como a un camarada, sino como a una rareza. Luego, como es natural, le leí la carta. Se la había escrito una modistilla, no recuerdo si se llamaba Maria o Carolina. Contaba lo que las jóvenes cuentan a los jóvenes en todos los países y en todas las lenguas del mundo. Mientras se la leía, no apartó la mirada de mis labios ni un solo instante. Era obvio que se esforzaba por retener cada palabra. Arrugaba el entrecejo poniendo toda su atención en escuchar, su rostro se desencajaba tratando de recordar cada frase. Le leí la carta dos veces, lenta, claramente, para que pudiera conservarla en la memoria. Cada vez se le veía más contento: tenía los ojos radiantes y la boca florecía como una rosa roja al llegar el verano. Entonces apareció uno de los oficiales del barco, se acercó a la borda y Giovanni no tuvo más remedio que marcharse de allí.
La gente menciona a Goethe, a Dante, a Shelley, nombres sagrados que a él no le dicen nada, son sílabas muertas, voces vacías, carentes de sentido. El pobre ni siquiera se imagina el deslumbrante encanto que puede esconder cualquiera de las líneas de un libro, cuyo fulgor solo se puede comparar con el resplandor de plata que refleja la luna cuando rompe un cúmulo de nubes mortecinas, no conoce la profunda conmoción que se experimenta al comprobar que el destino del protagonista de un relato ha pasado a formar parte de nuestra propia vida casi sin que nos demos cuenta. Como no conoce el libro, vive encerrado dentro de unos muros infranqueables, sordo a cualquier reclamo, como un troglodita. ¿Cómo se puede soportar una vida así, sabiendo que entre nosotros y el universo se abre una brecha insalvable, sin ahogarse, sin empobrecerse? ¿Cómo soporta uno que lo único que puede llegar a conocer sea lo que llega por casualidad a sus ojos, a sus oídos? ¿Cómo se puede respirar sin el aire universal que brota de los libros? Estas eran las preguntas que yo me hacía. Puse todo mi empeño en imaginar la existencia de quien no sabe leer, de quien ha quedado excluido del mundo intelectual, me esforcé por reconstruir artificialmente su forma de vida igual que un erudito trata de reconstruir la forma de vida de un braquicéfalo o de un hombre de la Edad de Piedra a partir de los restos de un yacimiento lacustre. Pero no conseguí meterme en la cabeza de un hombre, de un europeo, que jamás ha leído un libro. Creo que es una empresa condenada al fracaso, tanto como lograr que un sordo se haga una idea de lo maravillosa que es la música por mucho que le hablemos de ella.

sábado, 20 de junio de 2020

Un nuevo curso, un viejo curso

En los encuentros que los responsables de educación en Castilla-La Mancha están manteniendo con los equipos directivos se plantean una serie de cuestiones sobre cómo empezar el curso que viene, pero se deja de lado la fundamental: las ratios. Según declaraciones de la Consejera de Educación: “El objetivo de todos estos encuentros es garantizar la máxima presencialidad del alumnado al inicio del próximo curso, pero siempre en entornos seguros y saludables”. El cupo ya ha sido establecido por la Administración y, como se preveía, es el mismo que el del curso anterior, así que no sé cómo van a ser esos "entornos seguros y saludables". ¿Qué quiere decir esto? Pues que las ratios de 15, 20 o hasta 25 que recomiendan las autoridades sanitarias e incluso las propias administraciones educativas no se pueden cumplir porque han enviado el cupo con ratios de 30, 35 y 40 alumnos. 
Eso sí, en las primeras instrucciones, descargan la responsabilidad en los equipos directivos. Para que lo entienda cualquier lego en estas componendas. Imaginemos que somos parte del equipo directivo de un centro, tenemos 40 alumnos de 1º de bachillerato y nos asignan profesorado suficiente para esos 40, sin posibilidad alguna de desdoblarlos en dos grupos. Además, en la mayoría de los centros tampoco hay espacios para alojar a esos 40 alumnos en dos clases distintas. ¿Cómo se arregla esta contradicción? Bueno, pues la responsabilidad es del equipo directivo, así que ellos sabrán. Si metemos a los 40 en un aula estamos yendo contra los consejos más básicos de los especialistas sanitarios, pero no es la Administración la responsable, sino los equipos directivos. ¿Asunto solucionado? Sí, para la Administración este tipo de soluciones son las habituales, mientras los escándalos no trasciendan a los medios.

martes, 16 de junio de 2020

"La sabiduría trágica de Nietzsche" por Rafael Narbona



Es imposible concebir una interpretación definitiva de la filosofía de Nietzsche, pues se trata de un pensamiento que postula el perspectivismo como la única visión genuina del pensar y el existir. La doctrina del devenir es incompatible con cualquier cadena de conceptos que pretenda sistematizar el potencial creativo de una obra con un dinamismo intrínseco e inagotable. La filosofía de Nietzsche nunca se transformará en saber académico. Nietzsche nunca se cansará de confundirnos con infinitas máscaras, deslizándose sin tregua por el hilo que reúne y separa la identidad y la diferencia, la palabra y el ser, lo uno y lo múltiple, la virtud y la decadencia. Nada podrá acallar esa explosión de libertad que sueña con reinventar la moral y la política para reconciliarnos con nuestra finitud y liberarnos de quiméricos trasmundos.
Heidegger afirmaba que Nietzsche pertenece a la categoría de los pensadores esenciales, porque su filosofía constituye una meditación sobre el ser del ente. Gilles Deleuze percibe en su obra la melodía de la diferencia. Pierre Klossowski interpreta su pensamiento como una descripción de la realidad basada en el mito: el mundo solo es una fábula, “algo que se cuenta”, una narración que adquiere formas distintas, pero sin otra trascendencia que la mera relación de lo que acontece. Clément Rosset afirma que no se puede hablar de Nietzsche sin mencionar las palabras “beatitud”, “alegría”, “júbilo dionisíaco”. Sus obras son una manifestación de gratitud hacia el ser, una aprobación incondicional de la vida. De todas estas imágenes (y la lista podría ser mucho más prolija), ¿cuál es la que mejor refleja el rostro de un pensador que amaba el disfraz y asociaba su nombre a catástrofes sin cuento, verdaderas conmociones que removerían la historia de la humanidad?
Rüdiger Safranski considera que la filosofía de Nietzsche se condensa en un concepto: Ungeheuer, lo monstruoso, lo informe, lo que desborda cualquier límite y no puede acotarse con formas definidas. Se trata de una noción algo imprecisa, pero es la que mejor se ajusta a la naturaleza del ser, una marea desbordante cuyo flujo y reflujo dibuja un movimiento interminable. La esencia de esta corriente, que solo retrocede para volver con más fuerza, se identifica con el espíritu de la música. Safranski cita el aforismo de Nietzsche, según el cual “sin música la vida sería un error”. No se trata de una reivindicación de carácter estético, sino de un programa filosófico. La metafísica solo podrá expresar el ser en la medida en que se adapte a la música. La filosofía de Nietzsche quiere “hacer música con el lenguaje”, los pensamientos y los conceptos, pues entiende que una visión del mundo que no se exprese como un canto, solo nos proporcionará una imagen momificada de lo real. De ahí que cuando hacia 1889 una sirvienta lo descubra bailando desnudo en su habitación de Turín, su euforia no deba interpretarse como los primeros síntomas de un desarreglo mental que ya había advertido Lou Salomé, la “rusa” que encendió su pasión y rechazó sus reiteradas peticiones de matrimonio. Nietzsche baila desnudo porque “su alma estaba hecha para cantar”. Además, si nos atenemos a la lectura de Klossowski, su locura no es algo casual, sino la consecuencia inevitable de una filosofía orientada hacia la destrucción de la idea de sujeto. La identidad personal solo es una ficción más o, mejor dicho, la ficción que posibilita la culpa, el resentimiento y la reprobación de la vida. El desorden mental es la patología que disuelve una imagen del mundo basada en la impugnación del devenir. Es una experiencia antisocial, pero es la única vivencia que reproduce la esencia del ser: un azar que se emboza en leyes para esconder su absoluta gratuidad.
El hombre que conoce la ley del devenir ya no construye teorías, sino que danza enloquecido. Se pueden interpretar sus movimientos como un arrebato irracional, pero es algo mucho más serio. Detrás de cada paso, se esconde la sabiduría más profunda: la del niño que juega, amontonando cosas y dispersándolas a manotazos. Su proceder no es pueril. Cada gesto reproduce la tensión del ser, sus configuraciones y sus dislocaciones. Es un rito solemne que espanta al tedio, la experiencia más fúnebre del nihilismo. Al jugar, nos liberamos de la metafísica que desdobla lo real en mundos opuestos (lo verdadero y lo aparente), para adentrarnos en la matriz de la sabiduría trágica: la que extrae sus lecciones de la fisiología, de ese laboratorio de ideas que es el organismo, cuyas funciones más elementales (rumiar, digerir, masticar) producen pensamientos más refinados que las especulaciones más abstractas. 
Nietzsche se inspira en sus propios procesos fisiológicos. De ellos extrae su filosofía. Al observarse, descubre que la propia existencia se puede transformar en relato. Escribir sobre uno mismo, transformar la propia vida en una narración, es lo que posibilita seguir escribiendo. Lo inmediato pierde su insignificancia para convertirse en el material que prepara “una significación futura”. El “yo” es un postulado de la gramática, pero lo que cuenta no es el sujeto al que se atribuyen predicados, sino la corriente de pensamiento que fluye a partir de la reconstrucción del instante. Lo que nos acontece ha de vivirse como un experimento que posibilita la comprensión futura. Al concebir nuestra existencia como un proyecto, convertimos nuestra mismidad en un eco de resonancia del ser, donde lo que deviene forma o figura se fragmenta en múltiples facetas que ponen de manifiesto que eso que llamamos verdad solo es una perspectiva, una visión parcial o, más exactamente, una interpretación. Al convertir nuestra biografía en escritura, reproducimos la aventura del ser, sus tensiones y contorsiones, pues el lenguaje se retuerce en metáforas y asociaciones imposibles porque sabe que persigue algo irrealizable: la cristalización de lo que, por su esencia, no admite ninguna configuración definitiva. Es como intentar imprimirle una forma al agua. Sólo conseguiremos observar cómo se escurre entre nuestros dedos. La relación entre las palabras y las cosas no es muy distinta. Las redes del lenguaje persiguen fantasmas y solo reproducen sombras. Sin embargo, no podríamos vivir sin esas proyecciones. La filosofía transforma estos reflejos en conceptos y elabora sistemas, pero solo está perpetuando esa necesidad de fijar lo monstruoso, de encapsular lo que no tolera límites ni definiciones. Cuando el lenguaje se aleja de su raíz musical, la conciencia y el ser se escinden. La conciencia, incapaz de asimilar lo ilimitado e informe, abraza una perspectiva unilateral del ser, ignorando su diversidad. 
El ser se despliega como un conflicto inacabable. Esa es la lección de Heráclito. Cuando se intenta desactivar esa tensión, se produce la decadencia. Nietzsche identifica ese declive con el progreso de la civilización. La única forma de recuperar las energías dionisíacas que impulsan la vida es reactivar las fuerzas que han ido engendrando las diferentes formas de cultura. El Estado griego es la cima de la cultura. Su signo distintivo es el genio militar. La guerra es lo que fecunda la cultura. La sangre que producen las luchas entre los pueblos es ese subsuelo fértil que posibilita la aparición del genio. Por eso, Nietzsche repudia el socialismo y la democracia, justificando la esclavitud y las medidas eugenésicas que impiden la propagación de esas enfermedades (la compasión, el igualitarismo), cuya fuerza corrosiva invierte la moral natural, ahogando la excelencia. La entrada de las masas en la política horrorizaba a Nietzsche, pues opinaba que todo lo que sonaba a “cuestión social” constituía una amenaza contra la preservación de la cultura. La redistribución de la riqueza y el amparo de los débiles impiden el fin último de toda formación cultural: el desarrollo de las grandes personalidades. Por solidaridad con la miseria, malogramos lo que justifica la vida: el canto del arte, pura superficie que certifica la profundidad de lo aparente y la inexistencia de cualquier ultramundo. Es evidente que la apología de la guerra y el darwinismo social resultan inaceptables para la moral contemporánea. Tal vez la única excusa que se puede alegar a favor de Nietzsche es que los prejuicios de su época contaminan su pensamiento, pero desgraciadamente no se trata de simples sedimentos, sino de principios fundamentales de su filosofía. Nietzsche no creía en la libertad ni en los derechos humanos. Y, por supuesto, no ocultaba su racismo, su antipatía hacia los débiles o su desprecio hacia mujeres, tenderos, obreros, socialistas, comunistas y liberales.
Nietzsche oponía el concepto de cultura al de civilización. La civilización es simple decadencia. Nos impide escuchar el canto de la tierra. El nihilismo es el fruto más aciago de la civilización. Vuelve estéril la poesía y nos convierte en sordos para el hermoso y terrible estruendo de la vida. Nietzsche admiraba a Wagner por su genio intuitivo, una virtud contra la que atenta el progreso de las ciencias. La intuición es superior a la mitología de la razón porque organiza el caos mediante mitos que recrean la oscura melodía del ser. Ahí reside la grandeza de la cultura griega. Nietzsche apreciaba la filosofía de Max Stirner porque percibe el yo como un vacío, como una “nada creadora”. El yo solo es un espacio teórico donde se articulan las fuerzas de la vida. Los griegos así lo entendían y por eso usaban máscaras en sus representaciones. Sabían que el yo no es identidad, sino pura transitoriedad sobre la que se escribe el alfabeto de la vida. No hay nada más profundo que la música, que es algo evanescente, un “canto de cisne” donde se manifiesta lo sagrado. La música, el yo, el lenguaje, solo son los portavoces de la insignificancia del ser, un juego que nos utiliza para ir mostrándose y ocultándose, fluyendo y refluyendo. Nada refleja mejor este proceso que la música y el animal que hace música es el animal metafísico, pues sabe que la escucha solo se consuma cuando se percibe el silencio, el “cesar” que una y otra vez se intercala en el despliegue de la vida, mostrando que no hay nada más allá de lo que se oye, o, mejor dicho, de lo que no se oye, ya que la nada no es el reverso del ser, sino el polo dialéctico que posibilita el tránsito del no-ser a la frágil provisionalidad de la apariencia.
El saber debe revolverse contra el saber para enseñar que no hay verdad; solo interpretaciones. Esta sabiduría ha de alcanzarse por medio del mito y el conocimiento intuitivo, pues la razón solo produce ficciones útiles que nos permiten explotar la naturaleza y alumbrar doctrinas salvíficas que inficionan los cuerpos sanos de las culturas incapaces de resistirse a sus promesas de trascendencia. Ese es –según Nietzsche–, el caso del cristianismo, “una ética horrorosa” que ha extendido por el mundo una moral de resentimiento y odio a la vida. Sin embargo, si la doctrina cristiana pudo invertir el concepto clásico de virtud, ¿qué impide una nueva transmutación, donde la virtud recupere su sentido original o, lo que aún sería mejor, produzca esa superación de lo humano que es el superhombre? La sabiduría trágica reconoce la crueldad de la vida, pero no retrocede ante ella. Es el pesimismo de los fuertes, que no temen al eterno retorno de lo mismo. Conviene recordar que esta idea, apenas desarrollada por Nietzsche, solo es una figura, una ficción, cuyo sentido es manifestar la adhesión incondicional a la vida. Para Nietzsche, no hay sustancia; solo existe el devenir y eso es lo más enigmático de todo. Lo que existe solo es pura transitoriedad que emerge de la nada y regresa a ella para volver a aparecer y desparecer, sin que este proceso implique una causa eficiente basada en una racionalidad oculta.
La metafísica del artista de El nacimiento de la tragedia identificaba el arte con la verdad. Nietzsche rectifica esta tesis unos años más tarde. El arte no expresa la esencia del mundo, el en-sí postulado por las metafísicas de inspiración platónico-kantiana. El arte es una representación y nada más. Si identificamos el arte con la verdad, abrimos la puerta que habíamos cerrado a la superstición religiosa, a la idea de un trasmundo mucho más real que la pura inmediatez de lo que se muestra. Tampoco la música es el en-sí de lo real. Sólo es un “ruido vacío” impregnado de sentimientos. No es extraño que Cósima Wagner, al conocer la evolución del pensamiento nietzscheano, escriba: “Aquí ha triunfado el mal”. ¿Dónde se encuentra entonces lo numinoso, lo que nos redime de la banalidad de vivir? En la realidad concreta del singular: “Lo totalmente cercano y lo totalmente lejano son lo sublime, lo abismal, el misterio”. Lo contingente es tan inagotable e inefable como lo era Dios, pero su misterio se agota en la superficie. Solo los griegos advirtieron esa paradoja y por eso eran tan profundos. ¿Cuál es entonces la filosofía del futuro, lo que devolverá a nuestra mirada la sabiduría trágica del que ya no experimenta temor ante la contingencia porque ha renunciado a la esperanza? Según Nietzsche, tenemos que orientar la mirada hacia dentro para que se produzca la apertura al mundo. Entonces descubriremos que el mundo es un don que se renueva a cada instante. Esta es la tarea del superhombre, cuyo poder creador le permite “participar en lo monstruoso del ser”. El tiempo es un círculo sin salida y debemos encontrar la fuerza para aceptar que no podemos abandonarlo. El tiempo es como una serpiente y solo conseguiremos vencer el miedo que nos inspira cuando logremos morderle su cabeza. “El mundo ha de mostrar su carácter monstruoso” y el hombre ha de renunciar a su vieja aspiración de impregnarlo de sentido, transformándolo en su hogar. Ese es el mensaje de Zaratustra: deshumanizar la naturaleza, naturalizar al hombre. Aceptar que solo hay “puntos de voluntad que constantemente aumentan o disminuyen su poder”. 
Safranski recrimina a Nietzsche que su filosofía identifica la voluntad de poder con un principio biológico y materialista, no muy alejado de la idea de una causa primera. De este modo, “el crítico del trasmundo metafísico se deja seducir por los trasmundos de las ciencias naturales”. Por otro lado, al hablar de un partido de la vida que se ocupe del “cultivo de una humanidad para un destino más alto, incluida la aniquilación sin contemplaciones de todo lo degenerado y parasitario”, Nietzsche, que admiraba el código de castas de la India, ofrece una inmejorable plataforma teórica a la biopolítica que aplicó la dictadura nazi durante su nefasto mandato. No hay que olvidar que Hitler consideraba que sus medidas tenían un carácter profiláctico, cuyo sentido era la preservación de una cultura superior.
Para Heidegger, Nietzsche sigue estando prisionero de la metafísica en la medida en que consuma, de una determinada manera, la tendencia fundamental de ésta. Al interpretar el ser como valor, al convertir los problemas ontológicos en problemas axiológicos, recae en la perspectiva platónica de la metafísica, que identifica el ser con lo ente. Eugen Fink opina, no obstante, que cuando Nietzsche concibe el ser y el devenir como juego no se encuentra ya prisionero de la metafísica; tampoco la voluntad de poder tiene entonces el carácter de objetivación del ente, sino una dimensión apolínea. El superhombre es un jugador, no un déspota o un gigante que se apropia del mundo mediante la voluntad de poder. El superhombre participa en el juego del mundo y asume todo lo que acontece. No acepta la fatalidad, sino que participa en el juego del devenir. Su actitud es lo que los estoicos llamaron amor fati. El amor fati es la armonía cósmica entre el hombre y el ser en el juego de la necesidad. La idea del eterno retorno borra la oposición entre pasado y futuro. La voluntad ya no está abocada a querer hacia delante; ahora puede querer hacia atrás. El tiempo revela su secreta fecundidad: el pasado está abierto al porvenir y el futuro disfruta de la consistencia de lo que aconteció. Es el gran sí a la vida. 
No podemos fijar una imagen definitiva de Nietzsche. Su pensamiento es una fronda sumida en una penumbra espesa. A veces, llegamos a un claro y nos deslumbra su sabiduría solar, pero apenas nos alejamos un poco reaparece la negrura. Nietzsche intenta desmontar el edificio de la metafísica occidental, pero carece de un lenguaje capaz de culminar con éxito la operación. De ahí que invoque la música y la poesía como únicas expresiones con el poder de expresar la verdad del ser. El ser es el único Dios que el superhombre puede adorar. Nietzsche opone la figura de Dionisos a Cristo. No habla de redención, sino de amar el sufrimiento, pues es inseparable de lo único santo: la vida. Por eso, la idea del eterno retorno es “el gran pensamiento educador”, que significa la presencia de lo infinito dentro de todo lo finito. La muerte de Dios representa el reconocimiento del tiempo como dimensión verdadera de todo ser. Frente al idealismo, Nietzsche quiere restituir la conexión fundamental entre ser y tiempo. El cuerpo es lo único real. Somos tierra y el crimen más horrendo es delinquir contra la tierra. Como afirmó Max Scheler, Nietzsche dio a la palabra “vida” una resonancia áurea; fundó la “filosofía de la vida”. Su filosofía política no es nada original. Solo encierra los prejuicios de su época. Su negación de Dios no es tanto un asalto contra la esperanza como el anuncio de una nueva aurora, donde la muerte, lejos de ser un acontecimiento negativo, revela su fertilidad. Nietzsche se rebeló contra la idea de una eternidad que implicara la continuación ilimitada de lo existente, pero no contra un infinito que garantiza la pervivencia del ser. La vida es eterna; nosotros no. La sabiduría trágica de Nietzsche nos revela nuestra condición de centauros: mitad animales, mitad dioses, nuestro destino es deambular por esa tierra fronteriza donde la vida y la muerte se fecundan mutuamente.

"Tejedor de mitos: de eros, tiempo y poesía" por Natalia Carbajosa


La juventud y la belleza que entran por los sentidos, sostenía Boccaccio, contribuyen a la perfección de las facultades del alma. Lo sensorial y lo perecedero nos llevan de la mano hacia lo espiritual y lo inmortal. En principio, y solo en principio, parece ser el camino a la inversa el recorrido por Gustav von Aschenbach, el atormentado e inolvidable héroe de Muerte en Venecia. Nada tan esclarecedor o tan ambiguo, en este sentido, como la ensoñación por la que el protagonista de la novela de Thomas Mann se transforma en un Sócrates apócrifo dirigiéndose a su discípulo Fedro. Aunque el extracto ha sido ya referido una y mil veces, retomo aquí sus primeras palabras: «Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, solo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu».

Maravillosa afinidad de pensamiento entre los jóvenes boccaccianos y el intelectual decadente nos resulta este comienzo. ¿Por qué entonces, al continuar leyendo, advertimos que los argumentos de Aschenbach se apartan de esta incipiente confluencia para llevarnos, precisamente, a su contrario?: «Pero, ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que este es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; (…) ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos?».

Se han escrito comentarios y análisis sin fin sobre el sentido de este extracto y su relación con el resto de la obra y, en concreto, sobre la verdadera interpretación del alma de Aschenbach. A mi juicio, ese «abandono la decisión a tu criterio» hace vano cualquier conato de conclusión definitiva. Pues, como mínimo, el lector se preguntará: ¿le es posible al poeta crear algo sublime y digno de ser recordado, sin ese extravío que lo vuelve como mínimo inapropiado para la aceptación social? Sin la sombra de Eros cerniéndose sobre su propia sombra mortal, ¿puede obrarse ese milagro? ¿Y no existimos todos los demás gracias a esas obras que le ponen visión, música y palabras a lo que sentimos, soñamos y anhelamos también más allá de la versión socialmente aceptada de nosotros mismos?

Indefectiblemente, volvemos en este asunto, una y otra vez, a la casilla de salida: belleza y juventud. Y cuando ambas se han perdido, como en el caso del héroe de Mann, expresado en versos del poeta argentino Roberto Juarroz, «solo queda un recurso: / convertir la pérdida en pasión». Pasión y muerte del artista.

Hace tiempo escribí el siguiente poema:

Edades

¿Desde cuándo envejecen? ¿Desde cuándo
translucen todas sus edades superpuestas?
En aquel
que hoy habita en un traje de viejo
¿por qué al mirar despacio asoma el hombre
que treinta años atrás pisaba el mundo
con el brillo y la apuesta hechura
de la madurez,
sin el vaho que encorva y vuelve opaca
la médula del deseo? ¿Y por qué
—elocuente a su pesar—, y tantos juntos
en todos los rostros sobre el mismo
van trazando el esbozo
gastado y a la vez recién marcado
en este colosal, pues colectivo
lienzo?

Se trata de un poema fácilmente comprensible, clásico en su composición, que descansa sobre el ritmo endecasílabo, y de filosófica factura: se lamenta el paso del tiempo detectado en uno o varios rostros cualesquiera, como los que nos cruzamos a diario por la calle, máxime en este mundo occidental en el que cualquier ciudad atestigua el envejecimiento de su población. Esta anécdota inicial, individual (miradas que se cruzan momentáneamente entre desconocidos), acaba convirtiéndose en un lamento «colectivo»: cada rostro es parte de un lienzo o sudario universal, impersonal, que acaba o acabará envolviéndonos a todos.

Solo después de dar por buena esta versión del poema, advertí que el verso que lo divide en dos mitades más o menos proporcionadas (en la primera se constata el envejecimiento de los rostros vistos al azar; en la segunda se establece esa extrapolación con el común envejecer), contiene una expresión que, más que dividirlo, lo hace sangrar: «la médula del deseo». El suyo es un tajo, una herida que casi adquiere relieve, tal como si apareciese destacado en negrita y en color frente a la monocromía del resto de la composición. Todos los demás elementos, anteriores y posteriores, se convierten en merodeos para llegar o regresar a ese centro doliente.

Envejecer se convierte, así, en algo mucho más trascendental que los achaques, la decadencia corporal o las arrugas. Envejecer es dejar de desear, física (la médula) y espiritualmente (del deseo). Envejecer es pasar, de aquella «ola de la vida, impersonal e inmortal» de la que hablaba Kathleen Raine, a la ola de la muerte, impersonal… y, fuera de toda duda, mortal.

Tomemos ahora el siguiente poema del nobel sueco Tomas Tranströmer:

Garabatos a fuego

En los meses sombríos centelleaba mi vida
solo cuando hacía el amor contigo.
Como la luciérnaga se enciende y se apaga, se enciende y se apaga
—uno puede seguir a ratos su trayecto
en la oscuridad de la noche, entre los olivos.
En los meses sombríos el alma estuvo hundida
y sin vida
pero el cuerpo iba derecho a ti.
Mugía el cielo nocturno.
Nosotros ordeñábamos el cosmos a escondidas y sobrevivíamos.

He aquí un caso curioso de salvación del alma por el cuerpo: cuando se ha perdido la fe en la vida, son los gestos del cuerpo y, entre ellos, aquellos que escenifican el acto amoroso, los que toman las riendas de ese sujeto escindido; diríase que de forma mecánica y, sin embargo, en este poema en concreto, se transmite una ternura a prueba de toda automatización. El sujeto se pliega a una hibernación temporal de su mitad esencial; de ahí la luz intermitente de la luciérnaga y la repetición de «en los meses sombríos», que lleva implícita la idea de que han de volver los luminosos. Pero no renuncia al «nosotros» que, a falta de una mayor capacidad de entrega, envía al cuerpo en su precaria embajada. El único «yo» sobre el que empezar reconstruirse, en este ejemplo extremo, es por tanto el cuerpo, aunque no estático y en soledad: el cuerpo en tanto materia viva en busca del encuentro con el cuerpo amado.

La pérdida de la fe que abruma a esa alma «hundida / y sin vida» del poema me lleva, indefectiblemente, a las siguientes palabras de Claudio Magris en su ensayo y libro de viaje El Danubio: «No es necesaria la fe en Dios, basta la fe en las cosas creadas, que permite moverse entre los objetos persuadido de su existencia, convencido de la irrefutable realidad de la silla, del paraguas, del cigarrillo, de la amistad. Quien duda de sí mismo está perdido, al igual que quien, temiendo no conseguir hacer el amor, no lo consigue. Se es feliz junto a las personas que hacen sentir la indudable presencia del mundo, así como un cuerpo amado proporciona la certidumbre de esos hombros, de ese seno, de esa curva de las caderas y de su onda que sostiene como un mar. Y quien no tiene fe, enseña Singer, puede comportarse como si creyera; la fe vendrá después».

El poema de Tranströmer actualiza el «como si creyera» de Magris y Singer. Todo el mundo se reconoce, en algún momento de su vida, en esa dolorosa desconexión. Entonces no se percibe el mundo de los sentidos como un engaño ni como un extravío, sino todo lo contrario: como el único mundo posible; el único camino de vuelta a casa, por el que el cuerpo solo tiene que ir abriéndose paso hasta que, cuando sea la hora, le dé alcance el alma descreída y vuelvan a ser una sola materia/esencia. En ausencia de fe, el cuerpo es la única fe posible.

Año 2035


Año 2035, Miguel Bosé es presidente de España. Desde que se demostró que la conjura de Bill Gates contra el mundo era real, los españoles nos volcamos con el excantante y le rogamos que formara un partido político para salvarnos de la ciencia. Ganó las elecciones, hizo derruir los hospitales y se rodeó de una curia religiosa santificada para acabar con el demonio. Sí, el demonio sigue acechando en 2035, a pesar de que el moderno tribunal de la Inquisición regido por el cardenal Cañizares ha hecho una gran labor por expulsarlo de España. La mano derecha de Cañizares, el exministro Fernández Díaz, fue el que consiguió atrapar a Bill Gates y, tras una tortura tradicional (qué gusto volver a la tradición), le hizo confesar su participación en la creación del coronavirus y en el impulso de la firma de moda lanzada por Sergio Ramos en 2030. 
Tanto Fernández Díaz como Cañizares rozan los 100 años. Su longevidad está determinada por el acuerdo que han firmado con el Santísimo para erradicar al demonio de la piel de toro. Hasta que no acaben con él no morirán. Son los únicos que pueden hacerlo y el Señor los conservará en formol cuanto sea necesario. En los presupuestos de 2035 se contempla la organización de procesiones diarias en petición de clemencia para la patria; la contratación de chamanes, que sustituirán a la malhadada Seguridad Social; y la financiación de coros de niños cantores ataviados con toga rojigualda y birrete del Real Madrid. Se exigirá un salvoconducto para salir a la calle, un tatuaje grabado en las nalgas con el lema, "Vade retro", infalible para apartar de nosotros al Maligno.     

domingo, 14 de junio de 2020

"Marco Aurelio tiene la vacuna" por Francesc Arroyo


Estatua de Marco Aurelio en Roma.

Poco antes de morir el emperador Marco Aurelio escribió: “Se buscan retiros en el campo, en la costa y en el monte. Tú también sueles anhelar tales retiros. Pero todo eso es de lo más vulgar, porque puedes, cuando te apetezca, retirarte en ti mismo”. Para él, como para sus maestros estoicos, la felicidad y la libertad se hallaban en el interior del hombre, en aceptar una vida conforme a la naturaleza. Una naturaleza, creían, que es racional, aunque no siempre el individuo sea capaz de la visión global; de ahí que interprete algunos hechos como un mal. Quizás la voluntad de serenidad de los estoicos sea una de las razones para que, durante el confinamiento, muchos hayan acudido a sus textos. En los países anglófonos la venta de sus escritos ha aumentado un 28%, según explicaba el editor de Random House a The Guardian; en España, Gredos (principal editorial de clásicos) también ha notado una subida de la demanda, sobre todo de uno de los autores: Marco Aurelio.

El estoicismo nació en Grecia hacia el años 300 antes de Cristo y mantuvo su vigencia hasta la caída del imperio romano, aunque su influencia se alcanza a Montaigne, Spinoza o Kant. Toma su nombre del pórtico (stoa en griego) bajo el que se reunían para aprender y charlar. Era un edificio situado cerca del Ágora. El primer estoico fue Zenón de Citio, nacido en Chipre y que se instaló en Atenas poco después de las muertes de Alejandro el Magno y Aristóteles (323 a. C.) y Demóstenes (322). La desaparición de estas figuras certificaba el fin de una época, la de las ciudades Estado, y el inicio del llamado periodo helenístico, que se prolonga en Roma. Los ciudadanos de Atenas o de Corinto se habían sentido dueños de sus destinos, capaces de influir con la palabra o la escritura en la organización de la convivencia, en la búsqueda de la felicidad, en la regulación de las costumbres. Y eso había terminado. El nuevo poder era ahora lejano, inabordable. Nada tiene de extraño que intentaran adaptarse. Las nuevas escuelas filosóficas buscaron la felicidad en lo individual, elaborando una ética a la medida del individuo. A veces al margen de la sociedad (cínicos) o creando pequeñas comunidades (epicúreos). Los estoicos intentaron una síntesis que conciliara individualismo y colectividad.

La vía intermedia que suponen los estoicos entre el escepticismo y el dogmatismo que en su día representaban aristotélicos y platónicos, guarda cierto paralelismo con la búsqueda hoy de camino intermedio entre una posmodernidad relativista, cercana a los escépticos, y las dogmáticas de algunas escuelas analíticas.

Los hombres de los siglos III al I a. C. sentían el poder político tan lejano e inalcanzable como el hombre de hoy siente lejanos los poderes económicos globales y los políticos que se les someten (o lo parece).

Pero el hombre no sólo está sometido a la política, lo está también a una naturaleza cuyas leyes parecen determinar a todos (en la medida en que todos pertenezcan al mundo) y no siempre son fáciles de comprender. Y ello a pesar de los esfuerzos de David Deutsch por casar la mecánica cuántica de múltiples universos y el libre albedrío.

Los estoicos ofrecían una visión del mundo que permitía conciliar el sometimiento a la naturaleza, la aceptación de las leyes y la libertad individual, aportando, además, la posibilidad de una vida serena. “No pretendas que los sucesos sucedan como quieres, quiere los sucesos como suceden y vivirás sereno”.

Asumieron que la naturaleza tiene un orden racional en el que no hay efecto sin causa. Así pues, el estudio de la física era paralelo al de la lógica y sus conectores. El azar, fuente de incertidumbre, quedaba fuera del universo. Lo azaroso es lo que no se comprende. Esto dibuja un mundo en el que el individuo se ve arrojado a un destino regido por una providencia universal. Pasa lo que tiene que pasar. El hombre es libre para aceptarlo o rechazarlo, pero su rechazo sólo conseguirá turbarlo. Quien interpreta lo que le ocurre como un mal no se da cuenta de que, para la naturaleza, no lo es. El mal (la muerte, el dolor corporal, el sufrimiento) es sólo una interpretación parcial de la realidad, una visión que no percibe la armonía global. Anthony Long, en su estudio sobre la filosofía helenística, lo resume citando a Pope: “Toda discordia, armonía no comprendida; todo mal parcial, bien universal”. Además, con frecuencia esos males son ficticios: no existen más allá de la imaginación, contribuyendo a aumentar tribulaciones y pesares. “Fuera del albedrío no hay nada ni bueno ni malo; no hay que adelantarse a los acontecimientos, sino seguirlos” (Epicteto).

Hay algunas diferencias entre los primeros estoicos, en general afincados en Grecia, y los del periodo romano. Los primeros no dudaban en proponer el ideal del sabio. Cicerón, Séneca y Marco Aurelio prefirieron hablar de la tendencia a la sabiduría y el bien, reconociendo las dificultades de lograrlo siempre, por eso Marco Aurelio habla de la conducta “oportuna”. Para Séneca, el suicidio puede ser aceptable en determinados casos, pero no como norma.Los estoicos preferían hablar de sabios e ignorantes que de buenos y malvados. El conocimiento lleva a elegir el bien, a dominar las pasiones: el placer, la tristeza, la depresión de ánimo, el deseo, elementos externos que no dependen de uno mismo. Como la ira, la peor de todas, que imposibilita la serenidad. La libertad consiste en no depender del exterior. El hombre no es responsable de su entorno, pero sí de cómo reacciona al mismo. Debe ignorar la vanagloria, pues el elogio no forma parte de uno. Lo bello lo es en sí y las alabanzas en nada lo mejoran, dice Epicteto. Tampoco hace mejor al hombre lo que de él opine otro. “Mira la piedra”, sugiere, “insúltala”. ¿En qué le afecta?

Los estoicos aceptaron participar en los gobiernos. La sociedad forma parte de la racionalidad natural. El hombre es un ser natural y social, sometido a las leyes físicas y políticas. La vida social es parte del mandato natural y racional. Pero el individualismo estoico es también cosmopolita y defensor de la igualdad del género humano, Para ellos, el hombre acepta promover su supervivencia, y conecta luego con la familia, los amigos, los conciudadanos, la humanidad. La división de la tierra en naciones es para ellos un absurdo, aunque reconozcan que los vínculos pierden fuerza con la distancia. Una idea que reaparece en Richard Rorty (La justicia como lealtad ampliada) al tratar de la lealtad.

Preferir el bien está relacionado con la voluntad de una vida serena libre de las amenazas exteriores. El camino hacia el bien es el estudio y la práctica. “No hemos de hacer caso al vulgo que dice que sólo a los libres se les ha de permitir la instrucción, sino más bien a los filósofos, que dicen que sólo los instruidos son libres”, decía Epicteto.

Sus textos han llegado hasta el presente y, traducidos al inglés, al francés, al castellano, siguen sirviendo de enseñanza y consuelo. Siguen invitando a mirar al interior de uno mismo y, como Marco Aurelio, a preguntarse, “¿Me despreciará alguien? El verá. Yo, por mi parte, estaré a la expectativa para no ser sorprendido como merecedor de desprecio”. Para lo cual era óptimo practicar la benevolencia serena y lograr la imperturbabilidad, la situación menos alejada de la felicidad. Habla una vez más Epicteto: “Estás descontento. Si estás solo, a eso lo llamas soledad (,...) bastaría que le llamaras tranquilidad y libertad”.

jueves, 11 de junio de 2020

"Una semana de lluvia" de Francisco García Pavón



No hace mucho que he descubierto a Plinio, el guardiacivil de Tomelloso creado por Francisco García Pavón, y estoy disfrutando como en barra de bar estas novelas negras rurales. Lo mejor sin duda es el tratamiento lingüístico con que aborda el costumbrismo: originalidad, sorpresa y lenguaje poético siempre teñido de ironía y buen humor. Las sentencias, juicios, consejos y análisis de la sociedad en general son de una sencillez y profundidad admirables. Teñidos siempre con el dejo inconfundible de la sabiduría popular, pasada por el tamiz de un lenguaje poéticorural propio, muy característico. Son mucho más interesantes las situaciones de costumbres y los diálogos que la propia peripecia de la investigación policial.  

Lo último que he leído de Plinio es Una semana de lluvia de 1970. El detective-guardiacivil investiga el ahorcamiento de dos mujeres (una de ellas preñada) y el asesinato a navaja de un emigrado a Alemania que solo visitaba el pueblo en vacaciones. Todo sucede durante una feria en Tomelloso malograda por la lluvia. 

Es sobrecogedor (desde el punto de vista de un aficionado a la cerveza) cómo García Pavón capta el ambiente gris del exterior de la plaza con un contrapunto lírico-humorístico:

"Ante el ambiente plomo de la plaza que se veía tras los ventanales, la cerveza era un consuelo de luz". 

Y más homenajes poéticos a la cerveza, riego de gaznates tomelloseros y única luz de la triste feria lluviosa:

"-La cerveza es hermosa -dijo Recinto el exiliado alzando la jarra- porque siempre es mucha; es líquido de grandes tragos. Rubia de muchas hechuras que no cansa, hace la boca espuma, y riega muy bien toda la fisiología". 

"-La cerveza es vino hembra".

Mirad qué manera tan sencilla y tan escatológica de expresar la melancolía del exiliado:

"-Cuando estaba en América, siempre que imaginaba el pueblo lo veía con sol.

-Coño. ¿Y eso?

-Claro, igualico que los enamorados, que nunca se representan a la novia en cuclillas y haciendo fuerza, sino con los ojos tiernos y la boca húmeda".

Un juicio sobre la mujer castellana, un tanto contradictorio, porque, para alabar su fidelidad, las adjetiva con reciedumbre:

"Las mujeres de aquí, castellanas resecas, tienen poca afición a salirse de lo legal".

Una velada crítica al imperio moral de la Iglesia, aunque el cura en parte era un visionario. Hay que tener en cuenta que estamos en 1970, a punto del boom de las películas "S":

"-No crea. El cura don Simón ha dicho hoy algunas indirectillas por el micrófono. Y que hay que prevenirse, que una ola pecadora amenaza. 

-Los curas siempre están pensando en lo mismo." 

También podemos encontrar una crítica literaria contra la narrativa contemporánea de la época. ¿Se referiría al boom latinoamericano, a los experimentos de la novela europea?:

"La novelería se da más en la vida que en los propios libros... Sobre todo ahora que se escriben esas novelas tan aburridas".

Reflexiones filosóficas de alcance con el lenguaje propio del pueblo. Todo ocurre por mímesis social:

"Las cabezas humanas son alcancías de rarezas, que se lían y centuplican al chocar cada día con las cabezas de los otros".

Y una crítica social de certera aplicación en todo tiempo y siempre lejos de la pedantería y de la sentencia cargante:

"Es ley de vida, según parece en los siglos que van, y ya son muchos, que unos cuantos, llámense reyes antiguos, nobles menos antiguos, negociantes o empresas, vivan a costa de los demás, apoyados en la mano de obra de otros."

"A mí no me molesta que haya ricos. Lo que me jode es que los hay porque otros no comen.Que no crecen los ricos por arte de milagro, sino por el de llevarse lo del prójimo."

Un lamento sentido y precioso del paisaje castellano, casi noventayochista:

"Aquellas tierras de Castilla, tan dejadas de Dios y su natura, lloviendo encima, y con cipreses puestos, eran espejo del escalofrío ibérico, la contracara de la frivolidad. El mar tan lejos, el cielo tan alto, el suelo sin rebordes y la tierra pobre, componen un escenario de mucha melancolía y desesperanza. De una belleza patética y purgatoria."

Y, cómo no, juicios sobre el vino y consejos para mejor beberlos:

"-Estos vinos naturales, sin otra manipulación que el fermento, hay que beberlos sobre el terreno. Embotellados siempre resultan artificiales."

"-La gente no sabe que los vinos buenos son los del año. Así que les caen encima dos inviernos, ya son otro licor."

Un contrapunto humorístico a Machado, las dos Españas del fin de los sesenta, además de un anuncio de lo que va a ser la España vacía:

"Desde que llegó la invasión extranjera, invasión con soldados y soldadas en bañador, se entiende, resulta que hay dos españas. La España marítima y playera, y la España del interior: la del romero, la jara, la viña, el olivo y la paramera. En la España turística, como a la hora de la verdad ni moral ni leches, que lo que importa son los cuartos, se ha levantado la veda del conejo. Las costas españolas están preparadas para que medio mundo venga aquí a darle gusto al vientre.Y por el contrario, es esta otra España, la España quiñonera, sigue la moral antigua, y el que no fornica con su señora esposa o con algún planecillo subterráneo, pues ya lo sabe, a pasar hambre. ¿Y qué pasa? Que como las rastrojeras de aquí se enteran por los cines, los periódicos, la televisión y algún veraneo que otro, que por el Mediterráneo se pasa tan ricamente, tienen envidia y aspiran, es natural, a la liberación de sus partes (...) Y la revolución va a venir (...) Y toda esta Castilla y Extremadura, La Rioja, Aragón y otros parajes sombríos y agrios, quedarán vacíos como una plaza de toros en lunes. Ruedos infelices, habitados si acaso por viejos y mastines (...) España, de verdad, lo único que produce en abundancia es sol, y cachondeo. Y es lo que hay que explotar, es lo que estamos explotando ya."

Otro alegato social contra los "señoritos" y la Iglesia, esta vez en copla:

"Cuando los señoritos salen de misa,

los pobres dicen con contrición:

"Tienen los cuartos, 

tienen las viñas,

tienen las vírgenes, 

tienen los santos,

las cofradías

y el primer puesto 

en la procesión.

Es imposible

la revolución."

Y por último el silencio de las comadres, la maledicencia:

"Cuando Plinio iba por la calle de Socuéllamos adelante, camino de su casa, llegó ante un corro de mujeres, que al verlo se callaron."



sábado, 6 de junio de 2020

Cubierta de "La muerte en bermudas"



Ya tenemos portada, diseñada por mi hija Alma. La fotografía es de Andrés Rubio. La editorial sevillana, "Platero Coolbooks", apuesta por esta historia ácida, amortajada en el páramo castellano. ¿Qué puede salir mal?, la cubierta yo creo que no; la fiesta de puesta de largo, tampoco; el resto, lo dejo al arbitrio de vuestro buen gusto.

viernes, 5 de junio de 2020

"Guerra y paz (en casa de los Tolstói)" por Rafael Ruiz Pleguezuelos



«Todas las familias felices son iguales; cada familia infeliz lo es a su manera». La célebre apertura de Anna Karenina constata una de las grandes verdades del estudio de la literatura: muchos de los grandes autores no solamente han producido obras inmensas por su valor y trascendencia, sino que de una manera consciente o inconsciente han dejado en ellas una especie de libro de instrucciones con el que interpretar su legado. Asumiendo que esto es así, el trabajo de los que estudiamos la literatura (o de aquellos que la adoran hasta el punto de perder el tiempo interpretándola) es desentrañar esa especie de libro de claves discontinuo que han dejado oculto en la profundidad de sus textos. Cuando a principios del siglo XX algunos críticos quisieron alejar el estudio de la literatura del biografismo, amparándose en la idea de que eso haría que sus resultados fueran más científicos (como si eso fuera bueno en su totalidad), no se daban cuenta de que la mayor parte de los escritores —yo me atrevería incluso a sugerir que los mejores— componen con lo que les sobra o falta de sus vidas, de modo que entrar en contacto con su biografía supone conocer mejor los ladrillos y el cemento de sus construcciones literarias.

Los estudios culturales y feministas, en su afán por revisar la historia y poner los mitos patas arriba, han colocado en las bibliotecas un aluvión de estudios, algunos irrelevantes y miopes, pero también resulta indudable que han aportado mucho en la gestión de los mitos. Uno de sus mayores aciertos ha sido la demostración a partir de biografías entre revisionistas y justicieras del dolor que estos genios infligían a su entorno, mayormente a sus parejas. En definitiva, con nuestro cambio de mentalidad hemos aprendido a medir la genialidad del autor solamente en su campo artístico, y no caer en la tentación de extenderla de manera automática a su persona. Cada vez se toleran menos ciertas monstruosidades realizadas bajo el amparo de la genialidad. Vivimos inmersos en la moda necesaria de la creación de biografías de mujeres que han sufrido a grandes artistas, y por este rodillo de tinta y papel han pasado ya artistas como Dickens, Picasso o Rodin, y otros muchos esperan a ser pasados por la criba.

La vida de Sofía Tolstói es uno de esos ejemplos de mujeres abnegadas que vivieron el infierno en la tierra aguantando a un genio literario. Madre de trece hijos, el peso de sus tareas en Yásnaia Poliana, la finca familiar de los Tolstói, fue verdaderamente inhumano durante grandes etapas de su vida, algo que además su marido nunca pareció compensar, al menos en lo afectivo. Por si las tareas domésticas fueran poco, a lo largo de su vida Sofía vivió una especie de castigo de Sísifo en la obligación de pasar a limpio cada manuscrito del autor, en ocasiones hasta cinco veces, teniendo con frecuencia que utilizar una lupa para desentrañar la difícil letra de su marido. En un tiempo en que se encontró enferma y postrada en la cama, idearon un artilugio de madera para que pudiera seguir escribiendo desde esa posición.

Pero lo que me lleva a escribir este artículo no es revelar cuánto sufrió Sofía Tolstói, un tema que requeriría bastante más espacio y del que existen precedentes muy bien realizados (mi favorito es el libro de Alexandra Popoff, editado en español por Circe), sino compartir con el lector la fascinación que me produce el hecho de que Tolstói se crease un sistema de vida en el que todo estaba de una manera u otra controlado y regido por la escritura. Para entender bien el proceso, hay que recordar que el gran narrador ruso fue peculiar incluso para digerir la fama: al contrario de lo que ocurre a la mayor parte de los artistas, con el éxito de Guerra y paz y Anna Karenina dejó atrás gran parte de los vicios que le lastraban, haciéndose cada vez más espiritual y convirtiéndose paulatinamente en una especie de gran chamán de moral exclusiva, en la que el contacto con la naturaleza y la vida sencilla eran los pilares fundamentales.

En un momento de su vida abrazó un pacifismo absoluto (que el gobierno ruso de la época siempre vio con recelo) e intentó llevar una vida tan austera que se cuenta que llegó a fabricarse sus propios zapatos. Cuando nos referimos a León Tolstói, no solemos recordar que esa paz sobria llegó después de una juventud plagada de excesos, que acabó cuando la escritura entró plenamente en su vida. Para conseguirlo el autor ruso ideó y puso por escrito una larga lista de reglas que debían gobernar su comportamiento a partir de ese instante, máximas encaminadas a evitar que volviera a caer en la vida disipada que había conocido hasta que cumplió los treinta y tantos. Al tiempo que dejaba que estas normas gobernaran su vida, se acostumbró a escribir un preciso y pormenorizado diario de ocupaciones, en el que apuntaba cuanto hacía casi minuto a minuto, incluyendo cada debilidad moral que hallaba en su comportamiento. En definitiva, su escritura actuaba como una especie de policía de sí mismo. Hay que reconocer al escritor ruso que tuvo la fuerza necesaria para cumplir la mayoría de estas normas, y las reglas funcionaron el resto de su vida como una especie de gran cárcel en la que Tolstói encerró sus vicios. Repasar dichas normas hoy es un ejercicio divertido, pues incluyen desde cuestiones prácticas (evitar el azúcar, dormir durante el día no más de dos horas y estar en cama a las diez y despertarse a las cinco), éticas (ayudar a los pobres, no tener en cuenta ninguna opinión de los demás que no esté basada en la razón) hasta algunas bastante llamativas (no dejar volar la imaginación más que cuando sea necesario, no visitar un burdel más de dos veces al mes).

Como una prueba más de que León Tolstói tenía más confianza en lo que escribía que en lo que era capaz de verbalizar, siempre he disfrutado otra anécdota suya relacionada con los diarios en la que se cuenta que la noche previa a contraer matrimonio con Sofía (ella tenía entonces dieciocho años y él treinta y cuatro), León Tolstói obligó a su mujer a leer todos sus diarios de juventud, en los que daba detalles explícitos de todas las correrías previas a conocerla. El contenido no debía ser poca cosa, pues dos semanas después de su lectura, el 8 de octubre de 1862, Sofía escribía en su diario que «el pasado de mi marido es tan horrible que no creo que pueda aceptarlo nunca».

Pero de entre todos los textos en los que uno puede hurgar para recrear la existencia del escritor y las relaciones con su entorno —ese libro de instrucciones al que me refería al principio—, no hay ninguno que proporcione una sensación de realidad más escalofriante que la que ofrece el diario del matrimonio, hasta el punto de que bucear en sus páginas con frecuencia parece más una violación de la intimidad que un proceso de lectura legítimo. No es exagerado afirmar que conocer las fuerzas internas del matrimonio de León Tolstói con Sofía Behrs a través de su diario supone realizar una especie de viaje al subconsciente de ambos, dado el grado de detalle, aparente sinceridad y hasta violencia con el que realizaban cada entrada. Hablo de ambos diarios como si fueran uno porque durante gran parte de su vida en común los Tolstói compartían diario, y además utilizaban las entradas de cada día para comunicarse cuestiones que no habían sido capaces de decirse cara a cara o no habían encontrado el tiempo para verbalizar. Como una bella paradoja más en esta historia de dominio de lo escrito sobre cualquier forma de comunicación, encontramos el hecho de que dos personas que vivían en una finca aislada del mundo se comunicaban mediante un cuaderno, mostrando hasta qué punto en Yásnaia Poliana se había sublimado la comunicación escrita.

Si uno revisa los diarios, obtiene con frecuencia una especie de repertorio de quejas conyugales, que ilustran mejor que ningún biógrafo el deterioro de la pareja: al parecer, según el carácter de Tolstói se hacía más elevado en lo espiritual, perdía interés en lo que la relación con su familia pudiera aportarle. Aun asumiendo la diferencia cultural de un periodo histórico tan alejado del nuestro (estamos estudiando con ojos del siglo XXI un matrimonio de finales del siglo XIX y principios del XX), la relación de León Tolstói con su esposa es una muestra modélica —por lo desgraciada— de lo que los estudiosos del comportamiento llaman poder negro, y que es nombrado popularmente como la cara oculta del genio. Las quejas de Sofía presentes en los diarios normalmente van dirigidas a la frialdad con la que León la trataba. Hay un momento desgarrador y que viene muy bien para ilustrar esa difícil convivencia del genio y la persona a la que me refería anteriormente, cuando Sofía menciona que «si tuviera conmigo una pizca de la comprensión psicológica que demuestra en sus novelas, habría entendido el dolor y la tristeza en la que vivo» (2). Uno vibra al leer en más de una ocasión a Sofía mencionando el suicido (en diario compartido, no lo olvidemos) como una salida a su matrimonio. Tolstói, normalmente más alejado en su diario de las cuestiones domésticas, también dedica de cuando en cuando alguna entrada a quejarse abiertamente de su mujer, como en la entrada del 8 de enero de 1863: «Por la mañana, su ropa. Ella me desafió con que objetara algo, y entonces lo hice, y a partir de ahí, todo lágrimas y explicaciones vulgares. […] No estoy nada contento conmigo en esas ocasiones, especialmente con los besos —son parches falsos…—. Siento que estoy deprimido, pero ella más. […] Ella me dice que soy amable. No me gusta que me lo digan».

En los diarios hay además un dato curioso que refleja el progresivo distanciamiento entre ambos: en algún momento de su relación, Sofía deja de referirse a su marido en estos textos privados como Lyova (término entendido como familiar o cariñoso) para nombrarle a partir de ese momento Lev Nikolaevich, con el distanciamiento que conlleva la referencia del nombre completo. La aventura del diario en común no duró toda su vida matrimonial. En algún momento de su vida, el autor ruso pareció aburrirse del juego de la información común, y después de veinte años de diarios compartidos, Tolstói comenzó a esconderlos de Sonia, y se cuenta que durante mucho tiempo ella los buscó de manera incesante y casi paranoica, sin dar con ellos.

Prácticamente todos los biógrafos de la pareja coinciden en afirmar que el periodo más feliz del matrimonio entre Sofía y León Tolstói fue la época en la que el escritor trabajaba en sus dos obras maestras, Guerra y paz y Anna Karenina. A partir de este hecho podríamos pensar, dejando volar algo nuestra imaginación, en una plenitud artística que empapara la personal, o al revés. El escritor murió en la estación de tren de una pequeña localidad llamada Astapovo de la complicación de una neumonía. Tenía entonces ochenta y dos años, y acababa de abandonar a su esposa tras cuarenta y ocho años de matrimonio. Antes de marcharse, como no podía ser de otra forma, le dejó una nota escrita. En ella contaba en un tono de escritura aparentemente sereno, casi gélido, que «Estoy haciendo lo que los hombres de mi edad suelen hacer: dejar la vida mundana para pasar los últimos días de mi vida en soledad y silencio».

lunes, 1 de junio de 2020

La vida como un poema medido


El lenguaje poético tiene su base en las coincidencias, en las correspondencias, en el ritmo de las repeticiones. Hay veces que la vida misma se vuelve lírica y establece coincidencias, correspondencias y ritmos, como si un autor travieso y omnipotente jugara a ser poeta con nuestras trayectorias. Sentir la vida como carne lírica, sentirla como si uno fuera un poema al que alguien añade referencias y rimas no es muy habitual, pero cuando ocurre, un escalpelo te rasga la piel siguiendo la trazada del espinazo. 
Hoy me ha abordado en la calle un señor en silla de ruedas. Se ha bajado la mascarilla y me ha contado una sucesión de historias (ahora sí voy a utilizar el tópico) que me han erizado el vello (el que dice vello, dice también cerdas como alambres) y me han hecho pensar que nuestras vidas, a veces, muy pocas veces, son carne lírica. El hombre parecía salido de un libro de Galdós, patillas entrecanas unidas al bigote y ojos azules profundos, con reflejos de entusiasmo. Me confiesa que se ha leído mi última novela publicada y que se la está leyendo también su hermana, que, ¡oh, casualidad!, vive en Clermont Ferrand. La trama de Te negarán la luz comienza junto a la catedral de Clermont: el papa Urbano II lanza desde allí la proclama que desencadenaría la primera cruzada.  
Pero ahí no queda la cosa, el personaje de Galdós también leyó mi segundo libro, Bilis, inspirado en la estancia de mi abuelo Urbano en la cárcel durante la posguerra. Su abuelo (seguimos con las correspondencias emocionales) también pasó parte de esa etapa en otra cárcel, San Miguel de los Reyes. Hace poco transcribí el diario de un preso que vivió una fracción de su vida carcelaria en este penal. 
Y, por si fueran pocas coincidencias, me informa de que su otra hermana hizo una exposición artística el año pasado en la Fundación Antonio Pérez de San Clemente. Yo he pasado 13 años de mi vida profesional allí y la novela que voy a publicar este mes, La muerte en bermudas está inspirada en parte en ese pueblo manchego. 
Y el estrambote del poema, la coda final, es que el señor es de mi edad, y me conoció hace muchos, muchos años en Alcalá de Guadaira. Estaba yo cumpliendo el servicio militar y me saludó al pasar al cuartel cuando estaba haciendo guardia. Los dos coincidimos en Sevilla en 1981.
Quien sea amante de la poesía sabe que el ritmo lo impone la sustancia emotiva del poema, el devenir de los versos lo marcan las correspondencias de las sensaciones. Así la vida, en contados episodios.