martes, 21 de agosto de 2018

"John Steinbeck, la balada de Tom Joad" por Rafael Narbona


Peter Bogdanovich afirmaba que Henry Fonda poseía un talento dramático inigualable: “Cuando dice algo lo crees… Esta es una cualidad de las verdaderas estrellas y nadie la tiene más que Fonda”. Cuando John Ford escogió a Henry Fonda para interpretar el papel de Tom Joad en Las uvas de la ira, estableció un vínculo indisoluble entre el actor y el personaje literario. Es difícil pensar en Tom Joad sin evocar el rostro de Henry Fonda, despidiéndose de su madre. Ambos saben que no volverán a estar juntos, que se trata de un adiós definitivo. En mitad de la noche, sus rostros palidecen en la penumbra, como llamas que luchan contra la oscuridad. Aunque el neorrealismo aún no ha irrumpido en escena, la secuencia reúne todos los rasgos del estilo cinematográfico que surgirá en la Italia de la posguerra de 1945: puesta en escena minimalista, fotografía de estilo documental, primeros planos hondamente introspectivos. Tom Joad recita su famoso parlamento: “Estaré en todas partes…, dondequiera que mires. En donde haya una pelea para que los hambrientos puedan comer, allí estaré. […] Estaré en los gritos de la gente enfurecida y estaré en la risa de los niños cuando están hambrientos y saben que la cena está preparada. Y cuando nuestra gente coma los productos que ha cultivado y viva en las casas que ha construido, allí estaré”. Tom Joad no es un personaje literario más, sino un símbolo, casi un mito. Encarna la dignidad de la clase trabajadora, luchando contra cualquier forma de opresión o explotación.

La extraordinaria fotografía de Gregg Toland capta su drama interior, que implica la renuncia a las ambiciones individuales para asumir metas colectivas, como la justicia, la igualdad y la solidaridad. Toland se inspiró en la obra de Dorothea Lange, famosa por sus desgarradoras y precisas fotografías de la Gran Depresión, para imprimir en las imágenes un aspecto arenoso, sucio y realista. En su célebre entrevista con Peter Bogdanovich, Ford destacó el ingenio y la creatividad de Toland: “Trabajó estupendamente en la fotografía, cuando no había nada, pero nada, que fotografiar, ni un sola cosa bonita. […] Parte quedará en negro, le advertí, pero vamos a correr un riesgo y hacer algo que resulte distinto”.

La versión cinematográfica de John Ford elude el trágico final que había concebido John Steinbeck para su novela. Después de trabajar febrilmente unos pocos días en la recolección del algodón, unas lluvias implacables anegan el campamento donde se ha establecido la familia Joad. La tromba de agua les obliga a refugiarse en un cobertizo. Abandonada por su marido en mitad de su embarazo, Rose of Sharon acaba de dar a luz. El recién nacido había muerto en su vientre y su estado era tan lamentable que ni siquiera han podido determinar su sexo. Rose no repara en la importancia de la leche que lleva en su seno hasta que se topan en el cobertizo con un niño famélico y su padre moribundo. Ma Joad mira a Rose of Sharon, invocando su instinto maternal. La mujer es como un río que fluye sin descanso. Tiene el don de la vida en sus entrañas y en su espíritu. No puede mirar hacia otro lado ante la desdicha ajena. Ma Joad y Rose of Sharon se entienden sin necesidad de hablar. La joven se acerca al moribundo y se descubre el pecho, sujetando su cabeza con las manos. La leche que no sirvió para alimentar a su hijo salvará la vida de un hombre desahuciado.

John Steinbeck atribuye a la condición femenina un sentido más profundo de la solidaridad y una determinación más firme. Los ojos de color avellana de Ma Joad parecían “haber sufrido todas las tragedias posibles y haber remontado el dolor y el sufrimiento como si se tratara de peldaños, hasta alcanzar una calma superior y una comprensión sobrehumana”. Aunque ha sufrido una injusta postergación durante siglos, la mujer siempre ha ejercido un liderazgo silencioso, proporcionando la fuerza y la ternura necesarias para afrontar los tiempos de crisis. “Una mujer puede cambiar mejor que un hombre –afirma Ma Joad–. La mujer tiene la vida en los brazos. El hombre la tiene toda en la cabeza”. El hombre vive a sacudidas. No tiene visión de futuro. En cambio, la mujer mira hacia adelante. Sabe que el mañana siempre es una promesa abierta. La sequía, las tormentas de polvo y los tractores expulsaron a la familia Joad de su granja en Oklahoma, pero siempre hay un porvenir por el que luchar. Ma Joad no fantasea con el paraíso, sino con una comunidad donde nadie se parapete en el bienestar de su familia para labrar la desgracia de los demás. Sus escasos estudios le impiden hablar abiertamente de fraternidad o conciencia de clase, pero su mente ha interiorizado que la clase trabajadora sólo podrá mejorar su vida mediante la solidaridad y el compromiso. No conocía las huelgas, pero ahora sabe que protegen a los más débiles, combatiendo los abusos de los ricos y poderosos.

“Antes la familia era lo primero –reconoce Ma Joad–. Ya no es así. Es cualquiera. Cuanto peor estemos, más tenemos que hacer”. Su duro viaje hacia California, que no era la tierra de “leche y miel” que habían soñado, le ha enseñado a ampliar su concepto de la familia. La familia no se restringe a los más próximos, a los que comparten nuestra sangre. La familia está compuesta por la totalidad de la especie humana. Un ser humano en solitario no puede hacer nada. Sin embargo, cuando se funde con otros su fuerza se multiplica y adquiere una misteriosa trascendencia, una especie de inmortalidad impersonal, muy diferente –y quizás más valiosa– de la que prometen los predicadores. Los hombres mueren, pero las ideas perduran. Mientras se despide de su madre, Tom Joad evoca las palabras de Jim Casy, el antiguo predicador que les acompañó desde Oklahoma. Casy dejó de creer en Dios cuando las familias perdieron todo y emigraron forzosamente. No era un predicador ejemplar. Bebía alcohol y perseguía a las mujeres, casi siempre con éxito. Sus debilidades no pesaron tanto en su crisis de fe como la impotencia y el desamparo de las familias expulsadas de sus hogares por los bancos. Después de su viaje a California, repleto de penalidades e injusticias, adquiere una nueva fe. Ya no cree en Dios, sino en el hombre. Su transformación interior le convertirá en un agitador político, en un “rojo”, por utilizar la expresión de los policías y las patrullas de vecinos que acosan a los emigrantes, quemando sus campamentos y, en ocasiones, golpeándolos hasta la muerte. Joad recoge su legado y se compromete a transmitirlo: “Decía [Casy] que una vez se fue al desierto a encontrar su propia alma y descubrió que no tenía un alma que fuese suya, que él sólo tenía un pedacito de una enorme alma. Decía que el desierto no servía de nada porque su pedacito de alma no servía a menos que estuviera con el resto, y estuviera entera”. No hay esperanza para los humillados y ofendidos, si no caminan juntos, como un solo hombre: “Trabajar juntos por nuestra propia causa…, trabajar por nuestra propia tierra”. O dicho de otro modo: transitar del “yo” al “nosotros”, superando el estéril egoísmo.

La excelente película de John Ford, premiada con dos Oscar (mejor director y mejor actriz de reparto), tampoco recoge el momento en que tío John deposita en un arroyo el cadáver del recién nacido, cuyo ataúd es un simple cajón de fruta. El tío John, un hombre débil y atormentado, decide no enterrar el cuerpo para que todos vean la miseria de los emigrantes. “Ve río abajo y díselo [comenta con amargura]. Ve hasta la calle y púdrete y díselo de ese modo. Esa es tu manera de hablar. Ni siquiera sabemos si eras niño o niña. No lo averiguaremos. Baja ahora y yace en la calle. Quizás entonces se den cuenta”. Estrenada en 1940, las salas de cine estadounidenses no estaban preparadas para digerir tanta dureza, pero eso no significa que la película no recoja su espíritu de denuncia. John Ford se identificaba con la familia Joad, pues era hijo de emigrantes y había crecido en un modesto barrio de Portland. En esas fechas, aún no había girado hacia las posiciones conservadoras que abrazaría al final de su carrera. Desde luego, no simpatizaba con las ideas marxistas de John Steinbeck, pero sí con las políticas sociales de Franklin Delano Roosevelt. Quizás por eso imprimió a su versión de Las uvas de la ira un acento épico, que se reflejó en el discurso final de Ma Joad, interpretada a su pesar por Jane Darwell: “Estamos vivos y seguimos caminando. No pueden acabar con nosotros, ni aplastarnos. Saldremos siempre adelante porque somos el pueblo”. John Ford consideraba que el estilo interpretativo de Jane Darwell era demasiado afectado y sentimental para el personaje, pero la Academia le quitó la razón, premiando su actuación. Ciertamente, Darwell hizo una gran interpretación, combinando la fortaleza de carácter con la dulzura maternal. Se conmueve con el hambre de los niños, pero sabe contener sus emociones para no desmoralizar a su familia. Cuando cruzan el desierto de Arizona con la abuela en un estado agónico, conserva la calma, logrando convencer a los agentes de aduanas de que sólo se trata de una indisposición. Sabe que la abuela morirá pronto, pero no comparte con nadie esa certeza. Sólo al llegar a California, comunica que la abuela ha muerto esa noche, mientras viajaban por el desierto. El rostro de Jane Darwell muestra convincentemente la combinación de dolor y entereza del personaje, capaz de endurecerse para sobrevivir, pero nunca de deshumanizarse. La rabia no debe desembocar en el nihilismo, con su carga de odio y desesperación. Ma Joad conocía a la familia de “Pretty Boy” Floyd, el famoso gánster. No era un mal chico, pero pasó una temporada en la cárcel y, al salir, ya no era él, sino un animal furioso, que sólo pensaba en hacer el mayor daño posible. Tom ha pasado cuatro años en prisión por matar a un hombre en un baile. Un borracho intentó clavarle una navaja y él se defendió con una pala, golpeándole en la cabeza. Ma Joad no quiere que su hijo siga el camino de Floyd, enloquecido por los malos tratos y las humillaciones.

Entre 1932 y 1939, la sequía devastó las tierras y llanuras comprendidas entre el Golfo de México y Canadá. El suelo, desprovisto de humedad, levantó terribles ventiscas negras cuando el viento comenzó a soplar con fuerza. Los remolinos de polvo y arena escondieron el sol. Se llamó al fenómeno Dust Bowl y provocó que tres millones de personas perdieran sus granjas. Medio millón se desplazó al Oeste. Los bancos desahuciaron a miles de familias y comenzaron a emplear tractores, privando a los braceros de su medio de sustento. La familia Joad sufrirá ese trágico destino. Oriunda de Oklahoma, comprará un Hudson “Super-Six” de segunda mano para recorrer la famosa Ruta 66, que originalmente partía de Illinois, Chicago, y finalizaba en Los Ángeles, un trayecto de casi cuatro mil kilómetros. Durante el camino, soportarán toda clase de agravios. Los policías no cesará de hostigarlos, impidiéndoles acampar, y trabajadores y comerciantes cada vez se mostrarán más agresivos. No les consideran sus compatriotas, sino intrusos, casi tan indeseables como los negros del Sur. “Nos odian porque nos tienen miedo –comenta un emigrante–. Saben que un hombre hambriento va a conseguir comida aunque la tenga que robar”. Se generaliza el término despectivo de okie para referirse a las familias que huyen de la pobreza. John Steinbeck afirma que el responsable último de tantas desgracias es el sistema capitalista, un “monstruo” que enfrenta y divide a los hombres con sus injusticias. Desde su punto de vista, se trata de un gigante con los pies de barro, que podría ser fácilmente derribado: “En las almas de las personas las uvas de la ira se están hinchando y cogiendo peso, cogiendo peso para la vendimia. […] Y un día los ejércitos de amargura desfilarán todos juntos y de ellos emanará el terror de la muerte”. Steinbeck destaca los gestos de solidaridad que surgen entre los emigrantes. Cuando muere el abuelo al principio del viaje, una pareja de desconocidos les cede su tienda, un colchón y una manta para cuidarle durante su agonía. No es simple caridad, sino un gesto de afecto que brota de compartir el mismo estado de vulnerabilidad.

Steinbeck cree en el hombre. El “monstruo” ha sido creado por el hombre y puede ser destruido por el hombre. Para hacerlo, sólo necesita una idea y la determinación de morir por ella. Steinbeck escribe en 1939, cuando la Unión Soviética aún despierta ensoñaciones utópicas. No sospecha entonces que el comunismo se revelaría años más tarde como un nuevo “monstruo” dispuesto a triturar seres humanos. Las uvas de la ira disfruta de hace mucho tiempo de la consideración de obra clásica, pero su estilo directo y sencillo ha impulsado que muchos lectores situaran sus méritos por debajo de novelas más innovadoras, como El sonido y la furia, de William Faulkner, o el Ulises, de James Joyce. Las comparaciones son absurdas en este terreno, pero no está de más apuntar que la prosa de Steinbeck, transparente y lírica, nos ha dejado poderosas metáforas, como la imagen de la tortuga que camina obstinadamente hacia el sureste. Tom Joad se encuentra con ella en un camino y la recoge para regalársela a sus hermanos pequeños. Decide dejarla en libertad cuando descubre que su familia ha abandonado su granja. No sospecha que su éxodo hacia California en el Hudson “Super-Six” será tan lenta, tenaz y penosa como la del inofensivo reptil. John Ford prescindió de esa metáfora, pero el plano subjetivo del Hudson “Super-Six” avanzando por un paupérrimo campamento de emigrantes, evoca el espanto de transitar por un camino sin salida y la voluntad de llegar más allá. En una época caracterizada por las grandes migraciones y el renacer de la xenofobia, debería ser obligatorio leer Las uvas de la ira, pues nos enseña que no hay seres humanos ilegales, sino grandes calamidades que ponen a prueba la fibra moral de una sociedad.

sábado, 18 de agosto de 2018

Slavoj Zizek

Interesantes reflexiones del filósofo y humorista Slavoj Zizek sobre las máscaras, sobre nuestro comportamiento de cara al exterior y sobre la identidad.

Slavoj Zizek

lunes, 13 de agosto de 2018

Universo Saunders: "Pastoralia"

El universo Saunders es un festival de humor, parodia y disparate. El universo de George Saunders es particular (como el patio de mi casa) y desconcierta por su densidad y originalidad. Los cuentos de Pastoralia son universo Saunders. Lugares en los que se funde la prehistoria con los parques temáticos, los zombies con los estríper, los seres patéticos con sus ridículas esperanzas de gloria. En los cuentos de Pastoralia nos asaltan seres enfermos, de existencia mezquina, abocados a la miseria y al ridículo por una sociedad despótica. Y sobre este paisaje desolador no dejamos de reír. El ingenio lingüístico con el que Saunders construye a todos estos personajes sin suerte los dota de un carácter guiñolesco que conturba, porque tras el divertimento trasciende el fétido hedor de una sociedad despiadada. Cierto, es la sociedad Saunders, el universo Saunders, pero cuesta poco relacionar estos mundos disparatados y patéticos con escenarios reales americanos. 
Hay episodios desternillantes, inusuales: ese peluquero cincuentón y soltero, que tiene que divertir y servir a las amigas ancianas de su madre; esa pareja de empleados de un parque temático prehistórico que debe recoger su propia mierda; esa tía mayor que muere y vuelve a la vida con un talante muy agrio con el que intenta cambiar la vida de sus dos sobrinas descerebradas y su sobrino estríper... Todos estos personajes sorprenden y cautivan a pesar de su mediocridad, y sobre todo divierten, por el ingenio desmesurado de su creador, que sabe enredar y cautivar al lector con situaciones estrambóticas (no menos que las reales). 
Algunos se nos presentan así: "La noche anterior, por primera vez en mucho tiempo, se había sentido alguien diferente del tipo que se hace pajas en un taburete de ordeñar en la despensa de su madre." O así: "-¡Tienes suerte, tío! -dice mi hermana-. Acabaste el instituto. Te sacaste el puñetero título. Nosotras no. Por eso tenemos que hacer esta mierda del graduado escolar. Si tuviéramos el título, podríamos ver la tele sin distracciones." Y las reflexiones de sus personajes tienen este calado: "La cuestión era: ¿ella lo querría? Era viejo. Tirando a viejo. Cuando se ponía de pie demasiado deprisa se le descolocaban las articulaciones de las rodillas. Últimamente habían empezado a sangrarle las encías. Y además no tenía dedos de los pies."  
Ya sabes, no te pierdas el universo Saunders: fama, religión, dinero, desamor, cobardía, sexo y escatología, mucha escatología ingeniosa.  

domingo, 12 de agosto de 2018

"La culpa ahogada en una pinta de Guinness" por Manuel Vicent


Cuando en 1967 realicé mi primer viaje a Dublín, acababa de leer Retrato del artista adolescente, de James Joyce, e imaginaba a aquel alumno del colegio Belvedere en la penumbra de la capilla durante los ejercicios espirituales, oyendo la voz cavernosa del padre jesuita que describía minuciosamente los estertores de la agonía, la putrefacción del cuerpo pasto de los gusanos y el merecido castigo del fuego eterno. Esas pláticas habían dejado el terror consolidado en su alma, solo atemperado por el sabor dulzón del confesonario, donde el adolescente era acariciado por un confesor meloso con suaves pescozones en las mejillas con los que le ayudaba a liberar sus pecados de la carne.

Ese légamo cenagoso del que el escritor extrajo las mejores páginas de su literatura se lo aplicó al alma de Leopold Bloom, el protagonista del Ulises, una novela contra la que yo libraba una batalla siempre perdida en una infame edición argentina de tapas amarillas. Algún día conseguiré terminar este maldito libro –me decía– como quien logra superar una grave enfermedad, hasta el punto que yo entonces no lograba distinguir a Leopold Bloom del propio Joyce porque los sentía unidos bebiendo la misma pinta de cerveza Guinness en el pub Davy Byrnes, en Duke Street, cuya espuma les tostaba a ambos el bigote. Desde entonces llevo asociada la culpa y el remordimiento a la cerveza negra. Cuando entré por primera vez en el pub Davy Byrnes, también pedí, como Leopold Bloom, un sándwich de queso gorgonzola y una pinta de Guinness y la bebí junto a unos parroquianos que abrevaban con furia católica acodados en una barra rematada con una curva femenina de art déco.

Para llegar a esta primera parada tuve que atravesar el bullicio de Grafton Street, llena de mujeres pelirrojas como las que había visto en las películas del Oeste disparando desde las carretas contra los indios o haciendo tartas de calabaza y de hombres semejantes a aquellos granjeros con calzones de felpa y tirantes, a quienes los cuatreros sorprendían siempre arreglando el tejado de casa. Estos tipos en los pubs de Dublín cantaban y empuñaban con el mismo ardor una pinta de cerveza Guinness que al día siguiente en la iglesia de santa Teresa de Ávila abrían el misal de cantos dorados con las manos rudas llenas de pecas.

En los salones del hotel Shelbourne, frente al parque de Saint Stephen's Green, donde a la hora del té se extasiaba lo más elegante de Dublín, una camarera me dijo que había estado en España.

—Fui siguiendo al padre Peyton, que promovía el rosario en familia. Encontré que en Madrid había una gran libertad de costumbres. Me pareció que era Babilonia comparado con Dublín. Aquí los sábados, todavía los hombres siguen emborrachándose solos y las mujeres se quedan en casa limpiándoles los zapatos para ir el domingo a misa.

La accidentada lectura del Ulises me llevó a recorrer algunos lugares del circuito del protagonista, la torre Martelo, la tienda Brown Thomas, la farmacia Sweny's, donde Leopold Bloom compraba jabones en forma de limón para ir a unos baños públicos, la Biblioteca Nacional, que era Scylla y Charybdis. En el restaurante The Bailey, frente al pub Davy Byrnes, se conservaba la puerta original de Ecles Street 7, la casa de donde el 16 de junio de 1904 Leopold Bloom inició su periplo de 24 horas, durante el cual este hombre vulgar, que se había desayunado con un riñón de cerdo asado y que llevaba una patata en el bolsillo de la chaqueta, iba liberando un fluido de la conciencia como un excipiente de sus sueños inconfesables, ese fondo cenagoso que sustenta la vida de cualquier ciudadano corriente, mientras su mujer, Molly Bloom, le esperaba en la cama hasta altas horas de la madrugada con el deseo palpitando como una babosa.

Molly podía ser Nora Barnacle, la mujer de Joyce, una chica de Galway que trabajaba en el hotel Finn's junto al Trinity College, a la que encontró mirando un escaparate de la calle Nassau. Sin duda, el Dublín actual ya es otro, pero de aquel primer viaje guardo una sensación de tedio provinciano, ahogado cada sábado en un río de cerveza Guinness que desembocaba en la misa del domingo con la admonición del cura desde el púlpito. Uno podía fácilmente convertirse en un alegre explorador de iglesias y de pubs, McDaids, O'Donoghue's, Mulligan's, The Long Hall, Keogh's y, de nuevo Davy Byrnes. En la discoteca Rumours, tal vez estaría la camarera del hotel Shelbourne besándose en la oscuridad con su novio, sudorosa y reprimida, bajo la voz aterciopelada de Neil Diamond. Dadle duro, muchachos, que mañana domingo os espera el padre Purdon en el confesonario.

viernes, 10 de agosto de 2018

"La madre" de Máximo Gorki



El comienzo de La madre de Máximo Gorki es demoledor. Se describe con crudeza naturalista el paisaje de los obreros de principios del siglo XX: su situación de alienación, esclavitud y embrutecimiento. El relato está inspirado en los movimientos prerrevolucionarios de 1905 en San Petersburgo. Esta novela supone un ejercicio de memoria muy interesante para recordar de dónde procede el capitalismo, cuáles son sus medios y a qué monstruo se enfrentaban sus primeras víctimas. No hay mejor manera para comprender la Revolución Industrial y los movimientos obreros que acercarse a obras como esta. También es una buena forma de ver el desgaste de palabras como "socialista" y de comprobar por qué es necesaria la educación y por qué son inevitables las revoluciones. Que luego tiranos y asesinos se aprovechen del sacrificio del pueblo, es una maldición eterna. 

"Cada mañana, entre el humo y el olor a grasa del barrio obrero, la sirena de la fábrica mugía y temblaba. De las casuchas grises salían apresuradamente, como cucarachas asustadas, gentes hoscas, con el cansancio todavía en los músculos. En el aire frío del amanecer, iban por las callejuelas sin pavimentar hacia la alta jaula de piedra que, serena e indiferente, los esperaba con sus innumerables ojos, cuadrados y viscosos. Se oía el chapoteo de los pasos en el fango. Las exclamaciones roncas de las voces dormidas se encontraban unas con otras: injurias groseras desgarraban el aire. Había también otros sonidos: el ruido sordo de las máquinas, el silbido del vapor. Sombrías y adustas, las altas chimeneas negras se perfilaban, dominando el barrio como gruesas columnas.
Por la tarde, cuando el sol se ponía y sus rayos rojos brillaban en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba de sus entrañas de piedra la escoria humana. Y los obreros, los rostros negros de humo, brillantes sus dientes de hambrientos, se esparcían nuevamente por las calles, dejando en el aire el aliento húmedo de la grasa de las máquinas. Ahora, las voces eran animadas e incluso alegres: su trabajo de forzados había concluido por aquel día, la cena y el reposo los esperaban en casa. 
La fábrica había devorado su jornada: las máquinas habían succionado en los músculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban. El día había pasado sin dejar huella: cada hombre había dado un paso más hacia su tumba, pero la dulzura del reposo se aproximaba, con el placer de la taberna llena de humo.
Los días de fiesta se dormía hasta las diez. Después, las gentes serias y casadas, se ponían su mejor ropa e iban a misa, reprochando a los jóvenes su indiferencia en materia religiosa. Al volver de la iglesia, comían y se acostaban de nuevo, hasta el anochecer. 
La fatiga, amasada durante años, quita el apetito, y, para comer, bebían, excitando su estómago con la aguda quemadura del alcohol.
Cuando se encontraban, hablaban de la fábrica, de las máquinas, o se deshacían en ataques contra los capataces. Las palabras y los pensamientos no se referían más que al trabajo. Apenas alguna idea, pobre y mal expresada, arrojaba una solitaria chispa en la monotonía gris de los días. Al volver a casa, los hombres reñían con sus mujeres y con frecuencia les pegaban, sin ahorrar los golpes. Los jóvenes permanecían en el café u organizaban pequeñas reuniones en casa de alguno, tocaban el acordeón, cantaban canciones innobles, bailaban, contaban obscenidades y bebían. Extenuados por el trabajo, los hombres se emborrachaban fácilmente: la bebida provocaba una irritación sin fundamento, enfermiza, que buscaba una salida. Entonces, para liberarse, con cualquier excusa, se lanzaban unos contra otros con furor bestial. Se producían riñas sangrientas, de las que algunos salían heridos; algunas veces había muertos...
En sus relaciones, predominaba un sentimiento de violencia al acecho, que dominaba a todos y parecía tan normal como la fatiga de los músculos. Habían nacido con esta enfermedad del alma que heredaban de sus padres, los acompañaba como una sombra negra hasta la tumba, y les hacía cometer actos odiosos, de inútil crueldad.
Los días de fiesta, los jóvenes volvían tarde por la noche, los vestidos rotos, cubiertos de lodo y polvo, los rostros contusionados; alardeaban, con voz maliciosa, de los golpes propinados a sus camaradas, o bien, llegaban furiosos o llorando por los insultos recibidos, ebrios, lamentables, desdichados y repugnantes. A veces eran los padres quienes traían su hijo a casa: lo habían encontrado borracho, perdido al pie de una valla, o en la taberna; las injurias y los golpes llovían sobre el cuerpo inerte del muchacho; luego lo acostaban con más o menos precauciones, para despertarlo muy temprano, a la mañana siguiente, y enviarlo al trabajo cuando la sirena esparcía, como un sombrío torrente, su irritado mugir. 
Las injurias y los golpes caían duramente sobre los muchachos, pero sus borracheras y sus peleas les parecían a los viejos perfectamente legítimas: también ellos, en su juventud, se habían embriagado y pegado; también a ellos les habían golpeado sus padres. Era la vida. Como un agua turbia, corría igual y lenta, un año tras otro; cada día estaba hecho de las mismas costumbres, antiguas y tenaces, para pensar y obrar. Y nadie experimentaba el deseo de cambiar nada.
Algunas veces, aparecían por el barrio extraños, venidos nadie sabía de dónde. Al principio, atraían la atención, simplemente porque eran desconocidos; suscitaban luego un poco de curiosidad, cuando hablaban de los lugares donde habían trabajado; después, la atracción de la novedad se gastaba, se acostumbraba uno a ellos y volvían a pasar desapercibidos. Sus relatos confirmaban una evidencia: la vida del obrero es en todas partes la misma. Así que, ¿para qué hablar de ello?
Pero alguna vez ocurría que decían cosas nunca oídas en el barrio. No se discutía con ellos, pero escuchaban, sin darles crédito, sus extrañas frases, que provocaban en algunos una sorda irritación, inquietud en otros. No faltaban quienes se sentían turbados por una vaga esperanza y bebían todavía más para borrar aquel sentimiento inútil y molesto.
Si en un extraño observaban algo extraordinario, los habitantes de la barriada no lo miraban bien, y lo trataban con una repulsión instintiva, como si temiesen que influyera en su existencia, algo que podría turbar la regularidad sombría, penosa, pero tranquila. Habituados a ser aplastados por una fuerza constante, no esperaban ninguna mejora, y consideraban que cualquier cambio solo les haría el yugo todavía más pesado. 
Las gentes del barrio huían en silencio de los que hablaban de cosas nuevas. Entonces estos desaparecían, volvían al camino, o si se quedaban en la fábrica, vivían al margen, sin lograr fundirse en la masa uniforme de los obreros...
El hombre vivía así unos cincuenta años; después, moría..."

jueves, 9 de agosto de 2018

"Carmen Baroja y Nessi, una mujer del 98" por Rafael Narbona


Durante mucho tiempo, las memorias de Carmen Baroja y Nessi, hermana de Pío y Ricardo, y madre de Julio Caro, permanecieron inéditas y olvidadas. La filóloga y traductora Amparo Hurtado conoció su existencia al leer Los Baroja, la autobiografía de Julio Caro, que incluía semblanzas y peripecias de toda la saga familiar. En el capítulo dedicado a su madre, Julio se muestra partidario de “cultivar la conciencia del recuerdo”, quizás para que la muerte no devore e iguale todo lo acontecido en una descorazonadora insignificancia: “Acaso esto sea producto de una manía familiar, de la que participamos mis dos tíos y yo… junto con mi madre. Porque mi madre ha dejado, también, unas notas de recuerdo escritas en sus últimos años, que yo he leído varias veces, pero muy de prisa siempre, porque me producen gran tristeza. Por ellas sé que no fue feliz en su vida”. Amparo Hurtado leyó este comentario y experimentó el deseo de leer esas “notas de recuerdo”, pero después de realizar varias búsquedas infructuosas, descubrió que la obra no había visto la luz. Decidió entonces recurrir a la familia Baroja, escribiéndoles una carta. Julio Caro contestó enseguida, invitándola a Itzea, el caserío de Vera de Bidasoa, donde guardaban papeles inéditos de su madre. En una carpeta, aparecieron narraciones breves, reportajes, apuntes, conferencias, guiones de cine, una comedia, pero no las codiciadas memorias. Cuando ya habían perdido la esperanza de hallar el manuscrito, Julio Caro encontró por azar un sobre con papeles de su madre. Se trataba de sus memorias, encabezadas por un título elocuente, que manifestaba la adhesión de Carmen Baroja a las tesis de Azorín: “Recuerdos de una mujer de la generación del 98”. La autora había añadido su nombre con su puño y letra. A diferencia de su hermano Pío, Carmen Baroja sí creía que había existido una generación del 98, caracterizada por una ardiente vocación literaria y una concepción romántica de la vida: “Gente de café, de discusión, todos ellos algo bohemios”.

Amparo Hurtado se enfrentó a la compleja tarea de ordenar un material compuesto por hojas de distintos tamaños y colores, páginas mecanografiadas o escritas a mano. Carmen Baroja se había limitado a escribir por impulsos, sin un plan previo y sin numerar las páginas. Sin embargo, su obra inacabada reflejaba inteligencia, sensibilidad y sentido del humor. Aunque había mantenido serias diferencias con sus hermanos Pío y Ricardo, su temperamento inconformista y mordaz reflejaba el estilo del clan, con sus brotes de arbitrariedad, su humor algo cruel y su pesimismo existencial. Nacida en Pamplona el 10 de diciembre de 1883, Carmen era hija del ingeniero de minas Serafín Baroja Zorzona, apasionado por la música y la literatura, y Carmen Nessi Goñi, una matriarca tradicional. Los frecuentes cambios de destino de su padre determinaron que pasara su infancia y adolescencia entre distintas ciudades, como Valencia -donde estudió con las monjas del Sagrado Corazón-, Madrid, Pamplona y San Sebastián. Años más tarde, se casó con Rafael Caro Raggio. El matrimonio defraudó sus expectativas románticas. Perder dos hijos pequeños no contribuyó a mejorar la relación. Durante la Guerra Civil, la mala fortuna mantuvo al matrimonio separado. Carmen pasó la mayor parte del tiempo en Itzea. Rafael no pudo abandonar Madrid. Cuando al final se reunieron en la capital, Caro Raggio era un hombre destruido por el sufrimiento físico y psicológico, con el pelo blanco, la piel gris, deshidratada, encorvado y sin dientes: “No sabíamos qué decirnos. Yo no hacía más que llorar. Julito estaba desesperado”. Carmen no simpatizó con ninguno de los bandos. La sublevación le pareció una nueva “carlistada”. Su familia siempre había apoyado las ideas liberales y le repugnaba la perspectiva de una España dominada por el ejército y el clero. En Navarra, conoció la represión del bando nacional, que incluyó actos de barbarie como la ejecución de una madre y sus hilos pequeños, arrojados a una sima aún con vida. Años más tarde, su marido, expulsado de su trabajo en Correos por ser un pequeño burgués, le narró los “paseos” por la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, donde muchas personas fueron fusiladas por el simple hecho de ser católicas y de derechas. Carmen Baroja habla con el mismo desprecio de los “rojos” y los “pollos fascistas”, movidos por un fanatismo de distinto signo, pero con el mismo fondo cainita.

La época más feliz de Carmen se corresponde con sus años en la casa de calle Mendizábal nº 34, donde se estableció el clan Baroja al completo. En 1926, surgió de forma imprevista la compañía de teatro de cámara llamada El Mirlo Blanco. Todo empezó una tarde de domingo, el Día de Difuntos de 1925, cuando se improvisó una representación de Don Juan Tenorio, con la participación de figuras tan ilustres como Valle-Inclán, Manuel Azaña y Rivas Cherif. El creador del Marques de Bradomín exhibió sus grandes dotes como histrión, realizando una interpretación inolvidable de doña Brígida. Después de esta experiencia, toda la familia Baroja –salvo Rafael Caro Raggio y la matriarca Carmen Nessi- se volcó en las representaciones. Para Carmen Baroja, las funciones no eran un simple ejercicio dramático. En Adiós a la bohemia, “Pío hizo del señor que lee El Heraldo. Ricardo, del mozo de café. No creo que jamás se pueda hacer una representación más perfecta. ¡La esencia, el alcaloide del 98…! Con toda su nostalgia, con todo su sabor”. También en 1926 se fundó el Lyceum Club Femenino, con María de Maeztu ocupando la presidencia. Carmen Baroja jugó un papel importante organizando conferencias y exposiciones. El Lyceum se convirtió en una plataforma feminista y, poco a poco, adquirió una orientación política radical, que desagradó a Carmen hasta el punto de darse de baja. La derecha y la iglesia católica atacaron al Lyceum con saña, acusando a sus asociadas de promover el ateísmo y la destrucción de la familia. Ernesto Giménez Caballero ridiculizó sus actividades en varios artículos y Jacinto Benavente declinó la invitación de impartir una conferencia, alegando que no le gustaba hablar “a tontas y a locas”. La Guerra Civil acabó con El Mirlo Blanco y el Lyceum. Una bomba destruyó el hotelito de la calle Mendizábal y el nuevo régimen cedió el Lyceum a la Sección Femenina, que lo convirtió en el Centro Cultural Medina. Carmen Baroja era una mujer de su época y entendía que su sexo debía participar en los cambios sociales y artísticos. Poco a poco, perdió la fe que le había inculcado su madre, adoptando una perspectiva que rompía con la tradición: “Tengo el Arte y la Ciencia como auténticas religiones. En el primero están mis principales santones, en la segunda mis creencias. De la religión verdadera prefiero no hablar…”.

Carmen Baroja era una mujer hermosa. Alta, delgada, rubia y con unas manos muy bonitas, solían confundirla con una inglesa. Aceptó con humor el declive de la edad: “Estoy francamente fea, se me figura que tengo un gesto trágico que haría llorar a los niños. ¡No conservo más que el tipo! Hasta ahora he sido delgada, tiro más a bacalao que a hipopótamo”. Carmen estudió francés, inglés y piano. Escribió poemas, cuentos infantiles (Martinito el de la casa grande, 1942) y ensayos sobre etnografía. Además, ganó varias medallas por sus obras de arte decorativo (repujados, arquetas, grabados). De joven, era soñadora y algo ingenua: “He sido y sigo siendo una mujer muy ambiciosa. Yo ambiciono todo, lo he deseado todo, he creído en todo. En religión, llegar al misticismo; en amor, al sacrificio; en amistad, a la fidelidad; en la vida, al lujo, y todo esto tal y como yo quería, a mi manera. La desilusión fue terrible”. Desde joven, se sintió “francamente feminista” y nunca soportó al “señorito chulo y majadero”. La idea del honor siempre le pareció “monstruosa” y sólo pudo ocultar a duras penas que se aburría mortalmente, cosiendo al lado de su madre y sus tías. Aunque quería a Pío y Ricardo, sabía que los dos eran roñosos y egoístas. Nunca simpatizó con Alfonso XIII, pero tampoco se hizo ilusiones con la República. De hecho, pensó que el cambio en la forma del Estado podría desestabilizar a un país con grandes tensiones sociales. Su opinión sobre literatos y artistas nunca fue indulgente: “Quien ha vivido entre artistas, hombres de letras, etcétera, sabe la poquísima cordialidad que reina entre ellos y la falta absoluta de amistad”. Apreció a Manuel Azaña como amigo, pero no como político, y tributó afecto a Valle-Inclán, pese a su carácter conflictivo. Admiró a María de Maeztu, a la que consideraba una gran pedagoga, e hizo buenas migas con Elena Fortún, “pequeñita, de ojos negros, ocultista, teósofa y espiritista, muy simpática, excelente persona, vegetariana, y un poco chiflada”. Ernestina de Champourcín le pareció “una muchacha un poco rara […] que se casó con un gamberro, que creo que también hacía versos y se llamaba Domenchina. ¡Pobre muchacha!”.

Durante la guerra, crió cerdos y trabajó en la huerta de la casa de Itzea para contribuir al sustento de la familia. No le desagradó el trabajo físico: “La cuestión de la labranza confieso que me gustaba y me sigue gustando apasionadamente. Allí está divinamente comprendida, las tierras son pequeñas, se dominan con facilidad, no es lo mismo que en Castilla”. La Guerra Civil le dejó una sensación de “asco, una náusea, que todavía y a pesar de los años sigue y perdura”. En Navarra, los requetés quemaron libros y fusilaron sin tregua. Muchos fueron pasados por las armas por tener fama de ateos o nacionalistas. No le pareció menos horrible la violencia del otro lado. En ambos bandos, proliferaron las denuncias, las venganzas personales y la corrupción. Al poco de regresar a Madrid, se quedó viuda, pero el afecto a sus dos hijos, Julio y Pío, le proporcionó felicidad y sosiego. Al igual que su hermano Pío, Carmen formula unos juicios feroces y descacharrantes sobre sus contemporáneos y conocidos. Ortega y Gasset le parece “el colmo de la cursilería”. Sus discípulos –no menciona a ninguno- son aún peores: “Todos estos pollos fascistas son sus legítimos herederos, amamantados con sus teorías, y siempre con la cara vuelta a la última moda, o sea, al sol que más calienta”. Describe al pintor José Gutiérrez Solana como “uno de los hombres más brutos que he conocido” y a Gómez de la Serna como un tipo ridículo y amargado: “parecía una de aquellas señoras que se disfrazaban de hombre en el Carnaval, de las que tienen un culito redondito y unas caderas salientes”. Carmen Baroja no se muestra especialmente comprensiva con la literatura de Pío, que considera superficial y triste: “Nunca vio ni le interesó lo que había a su lado. Gran desacierto para un escritor, no porque lo cercano fuera interesante, sino porque era suyo”.

Carmen Baroja es realmente una mujer de la generación del 98, con su prosa fresca y chispeante, preocupada por la realidad circundante y con la sensibilidad concertada con los cambios estéticos y sociales. Descartó el papel de matriarca que le correspondía, prefiriendo situarse en un plano de igualdad con sus hermanos y su marido. Según su hijo Julio estuvo a punto de casarse con un diplomático chino del régimen imperial. Simpatizó con la bohemia, pero no con la penuria y los excesos. Con los años, creció su escepticismo religioso, pero agradeció el funeral católico que se organizó en Vera de Bidasoa cuando murió su madre, pues le mostró la solidaridad de los vecinos y le distrajo de su dolor: “Acaso toda esta serie de ceremonias no fueron del agrado de algunas personas, no sé; a mí me parece que rodean a la muerte de algo muy dulce, mitigando lo más trágico y desolado”. Julio Caro Baroja describe a su madre como una mujer dulce, comprensiva y cariñosa: “No hay día en que no piense en ella”. Admite que se preparó para su pérdida, sabiendo el gran vacío que dejaría en su vida. Cuando la veía sobre el piano con una sonata de Haydn, pensaba que algún día evocaría ese momento desde la soledad. Y así fue. Eso sí, le ayudó a soportar el dolor su peculiar filosofía de la existencia: “Desde muy joven, he considerado que medir la vida en términos de felicidad o infelicidad es un hábito que conviene desterrar de la mente”. Quizás la insatisfacción de Carmen Baroja se hubiera aplacado, interiorizando esta reflexión de su hijo. Tal vez la reflexión de Julio sólo es una enseñanza indirecta de su madre, que forjó su carácter y le despejó el camino hacia el saber, la meditación y la serenidad.

martes, 7 de agosto de 2018

"Solenoide" de Mircea Cartarescu


La novela de Cartarescu es un relato singular, con demasiadas pretensiones. El interés del lector asciende en ocasiones hasta los límites que suele ofrecer la mejor narrativa y cae en otras en la abulia de la absoluta desatención. No es una obra difícil, tampoco un elaborado mecanismo metaliterario, ni un experimento lingüístico, nada de eso. Bebe directamente de la prosa de Proust, eso sí, y se enreda en una trama fantástica que une con los sueños del protagonista, un profesor y escritor frustrado. Desentraña con detalle la ciudad de Bucarest, la convierte en mitología literaria y la integra con el decadente intelectual que nos sirve de narrador. La prosa es brillante, siempre, incluso en esos fragmentos en los que uno se despega de la trama y del discurso del personaje. Quizá el deseo demasiado ambicioso de abrazar la fantasía, la realidad, los sueños, la introspección psicológica y la metaliteratura malogre en parte la intención del autor, pero Solenoide se lee con la esperanza de recalar en fascinantes remansos literarios como los que siguen, casi todos ellos relacionados con las reflexiones sobre la actividad del protagonista, profesor de enseñanzas medias:

La impresión de un profesor sobre su cometido: "Serás torturado durante una hora y luego escaparás. Durante una hora serás provocado, retado, burlado, por seres que, aunque te llegan al pecho, son demasiados y atacan en oleadas. No puedes enfrentarte a ellos con la infinidad de tus conocimientos sobre el mundo. Tu mundo no es el suyo. Tu autoridad cesa en la puerta de la clase, donde comienza la suya."

Los libros: "Cada libro era una ranura por la que veía el interior del cráneo de un hombre."

El juicio de los exámenes: "Qué fuera de lugar estoy yo, situado por encima de ellos y obligado a juzgarlos, como un dios ridículo, con mi obscena pluma de tinta roja."

Las salas de profesores: "El paso de los años uniformiza a los que comparten una sala de profesores hasta que todos llegan a parecer polillas secas en un viejo insectario."

Cuestionamiento de la educación: "¿Por qué había que domesticarlos durante años y años, para transformarlos finalmente en seres como nosotros? ¿Solo para no ser devorados por ellos?"

Métodos de enseñanza: "La loca de Agripina, a la que los críos temían casi tanto como a Gionea, utiliza un único método para enseñar literatura: les dicta a los chavales comentarios literarios de diez o doce páginas y después les obliga a aprendérselos de memoria palabra por palabra. Pobres de aquellos que no los recitaran como papagayos cuando les tomaba la lección: les llovían cuadernos a la cabeza, les arrancaba las patillas y el sello les dejaba unos moretones como manzanas."

sábado, 4 de agosto de 2018

"Clásicos veraniegos (I): Pasolini, el artista detrás del mito" por Juan Sardá


Figura fundamental de la cultura europea del siglo XX, el italiano Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975) destacó como poeta, novelista, ensayista, articulista y director de cine. Me voy a centrar aquí en su faceta cinematográfica aunque su importante obra ensayística también haga acto de presencia.
Hijo de un capitán del ejército y de una maestra, Pasolini creció en la región de Friuli, al noreste del país, y allí fue donde surgió su profundo amor por la vida campesina y la clase trabajadora. Estos dos elementos, la reivindicación de la tradición propia de los desfavorecidos y su crítica contundente a los abusos del poder frente al sufrimiento de los débiles, marcaron a fondo su obra.
Un cine vivo y colorista, en el que se mezclan de una manera asombrosa el retrato apasionado de la jerga y la espontaneidad casi escatológica de la clase baja italiana con la gran tradición cultural y humanista europea. Esa es la paradoja, y quizá la fuerza de Pasolini. A la vez que conecta el “arte nuevo” del cine con la tradición humanista, cultural y artística del universo grecolatino, revelando al esteta pero también al cineasta intelectual y cultísimo, el director sitúa como protagonistas de esa tradición no a los ricos o a sus odiados “pequeñoburgueses” sino a personajes prácticamente analfabetos muy alejados del estereotipo de la exquisitez. En una entrevista de 1958, él mismo lo expresaba así: “El mundo parecía no uno sino dos, dividido y especialmente dividido en clases sociales. No tuve dudas en tomar la opción: y esa opción por la clase dominada y explotada ha sido pues el hecho que ha influido mayormente en mi fuerza creativa”.
Debuta en el cine Pasolini a una edad ya madura, pues contaba con 39 años, con la soberbia Accattone (1961), película que se inscribe de manera clara en el neorrealismo italiano, del que formaron parte grandes directores como Vittorio de Sica o Rossellini. Situada en los suburbios de Roma, lugares en construcción que el cineasta refleja como “no places” que destruyen y deshumanizan la cultura ancestral popular italiana, el actor Franco Citti, uno de sus grandes musos, interpreta a un proxeneta sin escrúpulos y con pocas luces que destruye todo lo que toca y supone un peligro alarmante para sí mismo como para los demás.
Accattone, un desgraciado en toda regla, es un personaje trágico de estirpe griega, víctima de sí mismo y de una sociedad que ofrece a los suyos sueldos de miseria y jornadas agotadoras. El cineasta consigue lo imposible, que sintamos emoción y afecto por el mayor de los ruines en una película en la que la influencia del arte italiano, quizá el más importante del mundo, comienza a ser notable. Pasolini es el director que hubiera tenido el imperio romano si entonces hubiera existido el cine. Sobre su icónica opera prima, el director ha dicho: “Concebí Accattone en un momento de pesimismo, de desesperación, de descorazonamiento. Transcurre en el tiempo del bienestar neocapitalista pero el problema no está afrontado explícitamente. Queda encarnado y emplastado en la propia vicisitud del protagonista” (Todos estamos en peligro. P.P. Pasolini, Editorial Trotta).

Comunista, el director sitúa la lucha de clases en el centro de su obra primeriza. Quizá Mamma Roma (1962) sea su película más popular y accesible. Siguiendo la estela neorrealista, está protagonizada por una inmensa Ana Magnani en la piel de una prostituta que después de años de dura lucha consigue ahorrar lo suficiente como para comprar un puesto en el mercado de frutas, alquilar un piso en uno de esos barrios de la periferia romana de nueva construcción que conocemos por Accattone y recuperar al hijo, ya adolescente, que tuvieron que cuidar sus abuelos mientras ella bregaba por las calles. Desde la primera secuencia de la boda con ese cerdo simbólico hasta las devastadoras últimas imágenes, Mamma Roma supone la cima de un autor que va mucho más allá del discurso político o la dialéctica materialista para conmovernos profundamente con la peripecia de esa mujer valiente a la que la sociedad no quiere perdonar su pasado “deshonroso”. La imagen de Magnani emocionada al ver a su hijo como camarero en un restaurante es uno de los momentos más bellos e importantes del cine del siglo XX.

La cuestión del catolicismo y la religiosidad del cineasta ha hecho correr ríos de tinta. Él mismo decía que era ateo pero reconocía su fascinación por la religión y la simbología cristiana, que marca a fondo su obra. Pasolini es el más trascendente de los ateos y pocos directores han abordado desde perspectivas tan profundas el asunto. En 1964 rueda El evangelio según San Mateo, por considerar que es el más “revolucionario” de los evangelios, y nos conmociona con una película sobre la figura de Jesús en la que se retratan sus “grandes momentos” (de la matanza de niños de Herodes pasando por la bronca en el templo de los mercaderes hasta el monte de los Olivos). Se trata este de un filme en el que al mismo tiempo va al grano y logra una extraña trascendencia. El Jesús del director es un hombre más enfadado y luchador que un santón, un tipo que se pasea por Galilea despotricando sobre la sociedad de su tiempo y acusando a los hombres y mujeres que se encuentra a su paso de hipócritas, codiciosos y egoístas.
Un poco antes, en 1963, el cineasta se encarga de uno de los capítulos de la película colectiva Ro.Go.Pa.G., junto a Godard y Rossellini, y allí vuelve a abordar el cristianismo desde una perspectiva moderna para hacerse una pregunta crucial: “¿Es posible ser cristiano en un capitalismo feroz?”. Pasolini ambienta su episodio, titulado La Ricotta, en un rodaje de una falsa película de Orson Welles sobre el martirio de Cristo. Por una parte, la insalvable contradicción entre el despliegue técnico apabullante del cine para reflejar un momento de una trascendencia como la crucifixión. Por la otra, la figura de un vagabundo que participa como extra en la película al que todo el mundo maltrata, sirve como contrapunto al mensaje de caridad del profeta.
A él le gusta más el mundo antiguo que el mundo nuevo. Su cine supone una crítica demoledora a una modernidad “pequeño burguesa” que destruye las microculturas. Es un artista que da la sensación de sentirse más cómodo en el pasado, que retrata como brutal y salvaje pero también lleno de nervio y de personalidad, que en un “desarrollo” (la palabra es suya) que frivoliza y lo banaliza todo para entregarse a los brazos de la nueva religión del “hedonismo”. En 1964 dice en unas entrevista mostrando una vez más al visionario: “Lo que se dibuja ante mis ojos es un futuro trágico. Un futuro hecho de hombres reducidos a autómatas deshumanizados en la sociedad neocapitalista” (Todos estamos en peligro. P.P. Pasolini, Editorial Trotta). La crítica radical a esa modernidad consumista y amoral se convierte en objeto de sus ataques una y otra vez. En 1974, escribe: “El totalitarismo del capitalismo es peor que el viejo poder (…) El Poder ha decidido que somos todos iguales. El afán de consumo es un afán de obediencia a una orden no pronunciada. El Italia todos sienten ese afán degradante de ser igual a los demás”. (P.P. Pasolini. Escritos corsarios.Ediciones del Oriente y del Mediterráneo).

Edipo Rey (1967) y Medea (1969) son las dos adaptaciones fílmicas del maestro de los clásicos griegos. Suponen una cumbre en la estética de un director que renuncia por completo a la perfección técnica y al preciosismo para crear un cine deliberadamente feo y “mal hecho” en el que la imagen se desenfoca y los movimientos de cámara pueden ser bruscos y en el que los pobres, desdentados, con aspecto de patanes, se convierten en objeto de belleza suprema. Como en El Evangelio de San Mateo, el pasado de Pasolini no es un lugar estático y aburrido sino que está lleno de pasión y de sangre. Edipo Rey, con Franco Citti como protagonista, es una desgarradora adaptación en la que el desdichado monarca se convierte en el summum de lo trágico. En esos escenarios escarpados y semidesérticos que le gustaban, el artista nos muestra su faceta más profunda y carnal en una película que afecta al subconsciente. La historia de Medea, la reina “extranjera” repudiada por sus súbditos nos habla de la intolerancia con el otro, del choque entre un pueblo que se pretende civilizado y otro irracional pero más auténtico. Es también, o sobre todo, una historia sobre la pasión amorosa de una mujer profundamente enamorada. El final, espantoso, nunca se olvida con esa capacidad de los clásicos griegos para dirigirse a las entrañas.
Teorema (1967) fue uno de los grandes éxitos comerciales del director. Por primera vez, el cineasta ambienta su película en un ambiente burgués, una rica familia industrial del norte de Italia cuya vida vacía basada en convencionalismos y falsedades se derrumba cuando aparece un jovencito y atractivo Terence Stamp que los seduce a todos. Brilla una faceta de Pasolini que se haría muy célebre en todo el mundo y contribuiría en buena manera a su fama de “enfant terrible” del cine europeo, el director provocador y polemista que desafía la moral sexual con unas películas en las que el deseo se convierte en motor fundamental. En Teorema aparece también la homosexualidad, algo revolucionario en la época. Esa idea de la perversión alcanzó su cénit con Saló o los 120 días de Sodoma (1975), un retrato crudísimo de la dominación nazi en Italia en la que todas las variedades sexuales, algunas sumamente violentas, están representadas.
El sexo vuelve a ser protagonista en la llamada “trilogía de la vida”, en la que el cineasta adapta tres grandes clásicos de la literatura europea: El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y unas noches (1974). Una vez más, el pasado de Pasolini nos sorprende por su naturalismo y su fuerza. Rueda sus películas como si estuviera en ese tiempo y a la vez no puede evitar una cierta idealización como si nos quisiera decir que en medio del caos y la violencia también brilla una suerte de pureza que la modernidad ha plastificado. Son adaptaciones que huyen por completo de la idea de “alta cultura” en las que los personajes se comportan de manera grosera y bufa en una celebración de la espontaneidad escatológica de las clases populares frente a la exquisitez hipócrita y puritana de los ricos.

Pasolini, como es sabido, fue asesinado de manera brutal y espantosa un verano de hace 43 años por un jovencito con el que intentaba ligar llamado Pino Pelosi que cumplió condena por ello. Sujeto a miles de teorías conspiranoicas, la realidad es que nadie sabe quién mató y por qué al cineasta aunque su carácter libre y contestatario le granjeó tantos admiradores como detractores. Allí murió el artista y nació el mito. Pero esa es otra historia.

viernes, 3 de agosto de 2018

Loa al teléfono móvil

Adoro el móvil. No es el invento del siglo, es mucho más, le ha dado sentido completo a la humanidad. Este "Aleph" tecnológico nos permite huir de conversaciones cara a cara (tan molestas y humanas) y es el instrumento ideal para fingir vidas paralelas mucho más interesantes que las reales. Es un arma ideal para desconectarte de reflexiones interminables, historias personales, anécdotas, lamentos y todo tipo de ocurrencias de quienes están a nuestro lado (y que no le importan a nadie, no vamos a engañarnos). A los italianos, les sirve de excusa perfecta para hablar solos en mitad de la calle y, a los demás, nos libra de hacer turismo sin ningún objetivo: con el selfie, la postura para la foto y el vídeo panorámico, los viajes se han llenado de contenido. No hace falta ligar, el porno lo tienes en un clic, y te evita la molestia de la gonorrea, de un posible rechazo o de conocer a un indeseable. Y, por si todo esto fuera poco, te indica dónde comer, dónde dormir, cómo llegar a un destino, dónde comprar una lima, una puerta, un aspersor..., sin tener que perderte por las ciudades ni vagar por los callejones. 
¡Ah!, se me olvidaba, tus protectoras, las compañías telefónicas, siempre están cerca de ti, aunque sea agosto a las tres de la tarde. No, niños y niñas, ni la rueda ni la fregona han sido tan importantes, ni mucho menos. Adoro el móvil. Amo a las compañías telefónicas.   

martes, 31 de julio de 2018

Clases con Jesucristo


La segunda parte del curso europeo para profesores prometía y no ha defraudado en absoluto. El ponente, un calabrés enjuto, de buena pasta, un Jesucristo Superstar con bermudas, nos ha deleitado con tres sesiones de cultura, patrimonio, sentido delictivo, conducción temeraria y aplicaciones didácticas que difícilmente se pueden repetir en otro sitio que no sea este: la Calabria montañesa.

Jornada 3: TRAPICHEOS BAJO UN OLMO. Las polacas se han rendido, solo quedamos nosotros con este chico barbudo de la estirpe de los brettii (pueblo autóctono de la Calabria montañesa). Bajo los olmos, en la plaza del pueblo, nos reta a entrar en la mente de los calabreses a través de unas pruebas: Eva pregunta al único paseante del pueblo sobre las patate nuove, el barón que se aprovecha de los fondos europeos, las comidas comunales, las mujeres tras los visillos y el cafetino con porro y vasito de agua. Frente a nosotros, el palacio del barón de Severina, experto en criadas filipinas. 
La última prueba tiene que ver con el teatro y su aplicación en la vida cotidiana: cómo poner cara de buena persona después de haber acabado con el capo de la banda enemiga, cómo disimular lo que pica la sobrasada calabresa, cómo confesarle al cura los trapicheos con las pompas fúnebres, cómo hacerle ver al vecino que eres un pobre funcionario... Información y disimulo, indispensables si uno quiere triunfar en cualquier organización delictiva que se precie
Jornada 4: EL RÍO, LA ´NDRANGHETA Y ULISES. El curso va a más. Nos internamos en las montañas calabresas. Visitamos una aceña derruida, unos alcornocales, unos olivos milenarios y una central eléctrica, pero esto no es lo importante. Jesucristo nos nombra por fin a la bicha: por primera vez sale de sus labios la palabra, MAFIA, y, sin tapujos, teoriza sobre cómo cortar la cabeza a una cabra para utilizarla en caso de que un empresario no colabore. Nos explica qué quiere decir en su origen ´Ndrangheta: "Consejo de sabios o de hombres buenos", nada menos. De ahí a nombrar a la organización criminal más peligrosa de toda Europa, parece algo inexplicable, pero no: para pasar de la sabiduría y la bondad, al poder y la crueldad solo hay que romper un espejo. También cita la serie Gomorra (emocionado estoy) como base de nuestras fuentes audiovisuales. Los capos de la ´Ndrangheta son cabreros. Nos enseña a identificarlos y avisa de que no debemos molestarlos en las fiestas y romerías tradicionales, cuando se reúnen en mitad de las plazas de los pueblos, a la vista de todo el mundo (incluidos Carabinieri). ¿Cómo aplicar esto en el aula?, fácil: enseñanza transversal, el poderoso siempre se debe mostrar humilde y sencillo, nunca alardear de sus riquezas. Si llegas a capo, cómprate un rebaño, no un Jaguar. 
Llegamos a Tiriolo, pueblo montañés donde, según la leyenda, Ulises conoció a Nausicaa y fue agasajado por su padre, el rey de los feacios, Alcinoo. No sé si entre mitología, realidad mafiosa y competencias básicas me voy a hacer un lío, sobre todo cuando aplique en clase las bacanales y su prohibición en tiempos de la República. Bajamos de Tiriolo a tumba abierta (y esto no es un tópico, yo he visto mi tumba de par en par). Conduce Jesucristo, un bretii acostumbrado a retorcer esquinas sin pisar el freno mientras habla con la mamma por teléfono (es la tradición, qué le vamos a hacer, eso y la procesión de la Virgen de las Nieves). 
Jornada 5: PENONI, PEPERONI Y DESCUARTIZAMIENTO DE CADÁVERES. Un gato tuerto y tiñoso nos recibe, amable, en casa de Jesucristo. Vamos a terminar el curso cocinando pasta, ¡cómo no! Nos colocamos los mandiles y yo me temo lo peor cuando veo colgados en el porche las hachuelas y las sierras dentadas. Recuerdo Uno de los nuestros, los penoni con salsa calabresa y la habilidad de Joe Pesci para cometer las mayores atrocidades sin pestañear. Un lagar, un horno de leña, una huerta como la de El Padrino I (con sus tomates y sin Marlon Brando) y una comida casera elaborada por nosotros mismos que Jesucristo devora en medio minuto (no es para menos). Contar crímenes da hambre y descuartizar cadáveres en tamaño S es una actividad agotadora.

CONCLUSIÓN: pienso aplicar en clase cada una de las enseñanzas que he recibido en este curso por su riqueza y originalidad. Aunque parte de la teoría ha resultado dura y desagradable, en la práctica seguro que se convierten en actividades de trago fácil. No es lo mismo apretarle el cuello a un desconocido sobre el papel que al bicho malo de la última fila en clase. No es lo mismo conducir un Lancia Ypsilon por un carril bici con un brazo fuera que hacerlo con un Seat León por la A3, aunque también saque el brazo. Lo único que no os recomiendo del curso es la despedida, besar a un hombre con barba es muy desagradable, evitadlo.