domingo, 14 de enero de 2018

"La fecundidad de lo mundano, o cómo Proust inspiró a Sorrentino" por Andrés Galán


Ahora que se acaba de estrenar la nueva serie de Paolo Sorrentino (The Young Pope, 2016) muchos somos los que ante el abismo inicial que, por norma general, abren las películas del director italiano, hemos sentido la necesidad de recurrir a comparativas inútiles que sirvan de asidero a la hora de emitir un juicio acerca de lo visto y oído. Pero las películas de Sorrentino, ya sea por su condición de obra de arte cerrada y misteriosa, ya sea por su condición de fraude mayor (esto depende del talante del espectador), aparecen refractarias a la taxonomía. El espectador que se enfrenta a The Young Pope está perdido y, a todas luces, esa confusión probablemente provenga de la incapacidad del espectador para emitir con ligereza el postrero juicio de gusto. Por eso, lo habitual entre algunos aficionados al cine es recurrir a la que hasta hoy, es la película más célebre del director (La Grande Bellezza, 2013), en lo que se muestra como un perezoso ejercicio de odiosas comparaciones. Aquella, aunque repleta de símbolos y misterios, consiguió una unanimidad de la que, hasta donde sabemos, la serie todavía no goza.

Gep Gambardella, el flâneur protagonista de La Gran Belleza, tenía mucho de personaje proustiano. De hecho, si en algo se asemejaba al autor de Á la recherche du temps perdu era en la querencia que éste mostraba por la mundanidad. Me explico: Marcel Proust fue durante la mayor parte de su vida un derrochador. Un especialista en perder el tiempo. Casi todos los biógrafos coinciden en describir al novelista como un individuo de existencia banal, aficionado al chisme y la fiesta de sociedad. Proust es un joven de familia pudiente (a decir verdad la madre del escritor era inmensamente rica) que no tiene que preocuparse por el sustento ni por el qué será de mí. De hecho, el escritor dilapida la juventud entre eventos ceremoniosos en el Ritz cuando no deambulando por salones de Pasos Perdidos. Conoce y es ampliamente conocido por casi todas las princesas de París, a quienes obsequia con halagos y ostentosos ramos de flores. Gambardella, que también lleva años coqueteando con la rancia y decadente aristocracia romana, tiene el privilegio de pasearse por los palacios nocturnos de la ciudad eterna gracias a este talento innato para la zalamería y la palmadita en la espalda. Sin embargo, y a diferencia de Gambardella, el embrujo desplegado por el joven Proust no es, en el fondo, otra cosa que una capacidad desarrollada a fuerza de necesidad. La débil salud que lo acompaña hasta el final de su vida, hace que el escritor adquiera no pocas habilidades en el arte del saber estar.

Como enfermo crónico que es, lo único que puede hacer un burgués sin oficio ni beneficio del calibre de Proust, es zascandilear y reverenciar. Y sin embargo, muchos nobles de jeta arrugada y traje impecable se preguntarán todavía quién demonios es el jovencito pomposo y amanerado, no demasiado agraciado, que aparece todas las noches en las fiestas de esta aristocracia crepuscular. André Gide reconocerá años más tarde que rechazó el primer manuscrito de En busca del tiempo perdido en parte, por la mala impresión que le había causado Proust durante aquellos años. Nadie sabe, empero, que la enfermedad que padece este niño de papá, expresada en los constantes ataques de asma que le desgarran el pecho desde la niñez, lo ha empujado a desarrollar un extraordinario talento para la observación. Y es que un rasgo fundamental lo diferencia del resto de millonarios que cada noche bostezan víctimas del taedium vitae; de madrugada, y ante la imposibilidad de conciliar el sueño, Proust rellena cuartillas enteras en las que apunta todo lo visto y oído. Sin saberlo, está dando forma a la gran obra sobre la Nada que Gambardella siempre quiso escribir. Pero a principios del siglo pasado, todavía se ignora la influencia que Proust va a ejercer en la literatura y el pensamiento filosófico posterior. Deleuze y Adorno dedicarán varios ensayos a esas cuartillas garabateadas que se amontonan rápidamente en la habitación del Boulevard Haussman donde Proust se recluye durante los últimos años para dar forma a la catedral literaria por la que hoy es recordado. La transformación es total. De pronto, el que antes fuese considerado el gran vividor, el niño mimado de papá, artista mayor en el arte de la procrastinación, se convierte de la noche a la mañana, y dominado por un espíritu de fuego, en el novelista francés más importante (con permiso de Céline) del siglo XX.

No hay nada que hacer contra quien adopta este giro copernicano de la literatura. El rey de los mundanos exprime al máximo el poco tiempo que le queda y, poseído por un atávico espíritu de la creación, ordena a su ama de llaves cubrir las paredes de corcho a fin de no ser distraído de la gran empresa que lo convertirá en inmortal. Atrás quedan ya las fiestas y el pavoneo ridículo. Atrás quedan los escarceos homosexuales con chaperos inmundos del centro de París y el coqueteo con princesas venidas a menos. Marcel Proust, el famoso rey de los mundanos, acaba de meterse en la cama, salvoconducto que lo situará en el olimpo más alto del arte; en el panteón de los divinos artistas. Desde allí ordenará y dará forma a las miles de notas recogidas durante estos años de mundanidad. En busca del tiempo perdido es, en parte, un retrato de la trasnochada aristocracia parisina, pero no solamente eso. Por sus páginas, salpicadas de una ya célebre prosa serpenteante y acróbata (en el colegio, el joven Proust solo destacó en Lengua, donde sus redacciones llamaban la atención por las largas oraciones), se despliega todo un aprendizaje constituido a partir de la interpretación de los signos. Así, al menos, lo considera el filósofo francés Gilles Deleuze, para quien el texto proustiano se revela como un aprendizaje consistente en “interrogar vivamente los signos”.

¿Pero qué quiere decir Deleuze con “interrogar a los signos”? En Por el camino de Swann, primero de los libros de Á la recherche… su protagonista inicia un amplio recorrido por las contradicciones, ambigüedades y decepciones del cortejo amoroso. Este camino por el que Swann irá entretejiendo las ideas que, acerca del amor, tendrá el hombre de madurez, es un sendero que aparece salpicado de signos codificados. La vida se manifiesta más o menos de este modo, y, en cierto sentido, todos somos un poco Swann cuando de lo que se trata es de desgranar el significado de determinados gestos o acontecimientos. El enigma del mundo aparecerá encarnado en el personaje de Odette, la cocotte de quien Swann se enamora. Decía el filósofo Arthur Schopenhauer que los primeros cuarenta años dan el texto, los siguientes treinta: el comentario. En el caso de Swann, la relación que éste establece con Odette, construida a partir de desavenencias, desaires y falsas promesas, es como ese intrincado texto de bachillerato ante el cual el alumno poco habituado a la lectura está inerme. Mediante este aprendizaje de los personajes, convertidos de sujetos ingenuos a intérpretes por necesidad, Proust va elaborando un bellísimo y profundo texto donde la forma y el contenido se funden para solidificar en obra de arte.

¡Quién iba a sospechar que aquel medio judío, tan elegante como insulso, el cual casi se deja matar en duelo tras unas acusaciones de homosexualidad, estaba gestando la que sería una de las obras literarias más importantes del siglo XX! ¡Cómo el genio artístico puede alojarse en individuos tan remotos! ¿Acaso era Proust un snob o, del mismo modo que Gep Gambardella, solo asistía a las fiestas de sociedad empujado por una misteriosa morbosidad? La misma morbosidad que lo lleva a no perder detalle de todo lo que acontece entre bastidores; los signos ¡otra vez los signos! La diferencia entre Gambardella y Proust es direccional. Mientras el primero escribe su gran novela durante la juventud para después perderse en el decrépito pero hermoso territorio de la mundanidad, Proust malgasta los primeros treinta años de su malograda existencia para después comenzar el comentario al que hacía referencia Schopenhauer. Pero el escritor francés sabe que no dispone de mucho tiempo. Tiene la certeza del enfermo crónico, ése que presiente la fosa oscura en la que finalmente pasará la eternidad, aquella que lo empuja a trabajar con una inquietante laboriosidad antes de que la enfermedad se lo lleve por delante. El 18 de noviembre de 1922, Marcel Proust muere en París víctima de una neumonía. Años más tarde, un joven napolitano fascinado con el cine y la literatura, de nombre Paolo Sorrentino, leerá el extenso comentario de texto que, sobre la vida y todo lo que ésta contiene (amor, celos, arte, literatura, muerte…), dejó escrito el autor a quién André Gide no quiso publicar. Luego piensa: «Un día tengo que hacer una enorme película sobre la Nada. Su protagonista, del mismo modo que Proust, será un mundano destinado a la sensibilidad. Un mundano destinado a convertirse en escritor».

sábado, 13 de enero de 2018

Diarios de jefatura: la historia sagrada de Cristo.


Este nombre no es ficticio, ni se me habría ocurrido nunca por muchas historias con personajes estrafalarios que hubiera inventado. Cristo está acojonado, literalmente. “Me dan ganas de llorar y muchas”. “No te cortes, desahógate”. Cristo es un mártir, una víctima de la mala suerte. Es la primera vez que se escapa. Apenas tiene alguna falta de asistencia y se ha estrenado con los dos porreros del instituto. “Ellos han sacado una cosa verde y se la han fumado, pero le juro que yo no sabía lo que era”. A Cristo lo ha registrado la policía y no se ha meado encima porque es joven, atlético y aún retiene bien los esfínteres. No le han encontrado nada, pero él sigue angustiado. “¿Qué me va a pasar? ¿Qué van a hacer conmigo?”. “El paredón o la cárcel”, estoy a punto de decirle, pero me reservo la broma. El muchacho me da verdadera pena. Cristo es repetidor de 2º de ESO, pero nunca ha pasado por jefatura. “Trabaja poco en clase, pero no molesta”, esta es la declaración de los profesores que lo conocen. La mayoría se apiadan del pobre Cristo, mártir y a punto de ser crucificado mucho antes de los treinta y tres.    
Al día siguiente de la aventura porrera, justo cuando me dirijo a almorzar aparecen por el despacho Cristo y su madre. Esto, dicho así, sería motivo de investigación eclesiástica, pero ni Cristo es Cristo ni su madre es la Virgen. Cierro el despacho y comentamos lo ocurrido el día anterior. La madre me escucha para cotejar mi versión con la de su hijo. Al comprobar que coinciden, le recrimina a Cristo haberse escapado del centro y, encima, con gente que conocía poco o nada. La colombiana se apasiona en el discurso y al chico le brotan las primeras lágrimas. “Tu padre medio muerto, mihijo, y tú escapando de clase. Yo limpiando el culo a las viejitas y tú, mihijo, registrado por la policía. No ves que podían haberte degollado o haberte pegado dos tiros”. La Virgen, perdón, la madre de Cristo habla de la peligrosidad de las calles como si todavía se encontrara en algún barrio de Cali o Medellín. “¿Y si se hubiera presentado la policía en casa para registrarla por si escondemos droga? ¡Ay, mihijo, esto no lo merecemos! Somos pobres, pero decentes y yo solo quiero que seas bueno. Como tu padre, el pobrecito, que se está muriendo”. Ella también arranca a llorar y le dice a su hijo que el instituto es su segunda casa y nosotros sus segundos padres. Me conmueve. Cristo, vestido de chándal blanco impoluto, no aguanta las lágrimas de su madre. Apenas puede articular palabra. La mujer, más bajita que el chico, se abraza por fin a Cristo. Suena el timbre que indica el fin del recreo y finaliza la sesión con un “muchas gracias por sus cuidados” que me da de almorzar. 

sábado, 6 de enero de 2018

Farsa y salvas del rey Campechano: "El monarca y la eslava" (retablo valleinclanesco)


CUADRO PRIMERO
“EL MONARCA Y LA ESLAVA”
Ecos de erotismo aéreo
(A la manera de Valle)


En el jet privado de Iberia, una noruega de escarnio [bíceps de mancuerna, blonda y resuelta] se calza los zapatos de tacón junto al soberano de las Españas. Mete la mano el monarca en la trasera del pantalón crujiente de la ninfa eslava.

El monarca hurga y husmea,
con trompa de oso hormiguero
baja su hocico y babea,
el dedo enreda en el cuero,
sube el canal de la nalga
arrastra torpe la uña,
se finge ofendido y habla,
gangoso, mete la cuña:

-MONARCA: Niña, ¿no llevas el tanga?
-LA ESLAVA: Se perrdió en la rrefrriega.
-MONARCA: ¡Quiá!, lo llevo en la manga.

El soberano se estrangula a sí mismo en el intento de sacarse la guerrera, suenan los medallones chocando contra el cristal de la ventana. Enseña por fin la braga y la entrega a la ninfa con mano sudada y cara de escualo.

LA ESLAVA: ¿Sabéis que casi me llega?
MONARCA: Debe de ser la cadera,
es de platino del bueno,
eso dijo la enfermera.
LA ESLAVA: Si es de orro me entrra de lleno,
solo le falta el metal
en lo blando de su verrga
y medio kilo de zotal,
parra rrociarr el esperrma
de Su Excelencia…
MONARCA: ¿Y para qué tanta purga?
LA ESLAVA: Ya sabe su señoría,
cuando está hurrga que te hurrga
su bicho en la porfía…
MONARCA: No te entiendo, rica mía.
LA ESLAVA: ¡Que salen los hijos lelos!
MONARCA: No lo dirás por mi tía,
ni tampoco por mi abuelo.

Llegan las azafatas, bandeja de plata con riego de güisqui escocés y pipermint de garrafa.

MONARCA: Deja que me beba esto
y verás que no hacen falta
metales “pa” echar el resto
y aunque me vengas muy alta
te espoleo…

Tintinea el hielo en la copa real de pipermín de garrafa y tiñe de tabaco el vaso el escocés de la ninfa. 

LA ESLAVA: Brravo es mi rrey de palabrra.

Le palpa el buche con el pipermín en bochinche y una lágrima verde le recorre la barbilla.

MONARCA: De palabra y de cintura.

Se levanta el soberano con chirrido de metales y bamboleo de tentetieso.

MONARCA: Echa a estos que te abra.

Se corre un telón en mitad del avión y desaparecen tras él las dos azafatas y el secretario.

ESLAVA: No sé yo si a esta altura
su excelencia tendrá empuje.
La presión es enemiga
de todo lo que os cruje
como el viento de la espiga.

En el pasillo, el soberano piruetea, los pantalones por las corvas y los calzoncillos lacios. Cae de bruces sobre el suelo y gime como un infante. La ninfa lo recoge y le besa la nariz de berenjena, que le sangra. Le tiñe de azul los labios de mentecato.

LA ESLAVA: No llorre mi buen monarrca,
la niña de las Norruegas
le darrá frriegas de marrca
y un besito en las talegas.

La ninfa cura su herida y besa el calzoncillo blanco del monarca, que trina metálico como maraca de acero. El telón se abre y las azafatas y el secretario asisten conmovidos a la escena de un rey en pañales que gime desnarigado con labios en sus genitales.

"Cara de Plata: Valle-Inclán hacia el esperpento" por Rafael Narbona



Después de leer la Sonata de estío, Ortega y Gasset pensó que Ramón del Valle-Inclán era un condotiero del Renacimiento, con aficiones bárbaras y crueles, un Borgia capaz de doblar una barra de acero o “romper de un puñetazo una herradura, como cuentan del hijo de Alejandro VI”. Su especulación se derrumbó cuando se entrevistó con el escritor, descubriendo que era un hombre “delgado, inverosímilmente delgado, con largas barbas de misteriosos reflejos morados, sobre las que se destacan unos magníficos quevedos de concha”. Publicado en La Lectura en febrero de 1914, el artículo de Ortega y Gasset deploraba que Valle-Inclán recreara el espíritu del Quattrocento con un estilo afectado y tristemente anacrónico. Admitía que su prosa era “bella como las cosas inútiles”, con sus princesas moribundas, sus mirtos centenarios y sus donjuanes demoníacos. El filósofo entendía que las proezas estéticas producen el mismo asombro que las piruetas temerarias sobre un alambre, pero carecen de trascendencia. Detrás no hay nada profundo, ni genuinamente humano. La apreciación de Ortega no es disparatada, pero sí extemporánea, pues no reconoce la autonomía del hecho literario, cuyo rasgo diferencial es la singularidad verbal. Imbuido en la última ola del romanticismo, Valle-Inclán concibe la expresión literaria como lujo, provocación y desperdicio. Esa perspectiva, irreverente y maldita, se complejiza con el esperpento, donde las calidades modernistas se funden con destellos goyescos, innovaciones expresionistas y retruécanos inspirados por la jerga de la germanía. Cara de Plata, la primera entrega de la trilogía que componen las Comedias bárbaras, refleja esa transición, anudando lo diabólico y decadente con lo absurdo y grotesco. 

Cara de Plata se publicó en 1922. En esas fechas, ya habían aparecido Divinas palabras (1919), la primera versión de Luces de bohemia (1920) y Los cuernos de don Friolera (1921), que formulaban desde distintos ángulos la estética “sistemáticamente deformada” del esperpento. Cara de Plata no es un esperpento, sino una “comedia bárbara”, como Águila de blasón (1907) y Romance de lobos (1908). El orden de publicación no coincide con el orden narrativo, pero esa anomalía no menoscaba la unidad de la trilogía. Sin embargo, sí hay ciertos cambios significativos. En ningún caso se cuestiona la sociedad arcaica y patriarcal exaltada en Águila de Blasón y Romance de lobos. Por entonces, Valle-Inclán ya flirteaba con el anarquismo, sin hacer ascos al incipiente fascismo italiano, nostálgico de las virtudes heroicas de la antigua Roma. Su apego sentimental al carlismo había facilitado su acercamiento al credo anarquista. Ambas ideologías albergaban el mismo odio al liberalismo, cultivando la ensoñación mítica de una Edad Media, donde los fueros protegían los derechos de campesinos y artesanos. Para Valle-Inclán, no hay figura más execrable que el burgués, cuyas notas dominantes son la timidez, el individualismo, el pragmatismo, la prudencia y el espíritu comercial. Por el contrario, Juan Manuel de Montenegro, personaje principal de las Comedias bárbaras, encarna los valores del feudalismo reacio a cualquier forma de modernidad: coraje, fiereza, orgullo, paternalismo. Su espíritu justiciero y hospitalario convive con el despotismo, la violencia, la promiscuidad, el egoísmo, la egolatría y la arbitrariedad. Es un Caballero, un poderoso Mayorazgo que yace con quien le place, apalea a quien le molesta y se muestra compasivo cuando se le antoja. Es un hidalgo, pero con una salvedad: en Galicia, la herencia cristiana se diluye en un primitivo y arraigado paganismo que concibe la naturaleza como una fuerza viva, saturada de dioses y demonios, donde el sexo no es algo pecaminoso, sino un vigoroso instinto que sortea todos los convencionalismos. El sentido castellano de la honra nunca echó raíces en la sociedad gallega.

No hay, pues, en Cara de Plata un giro ideológico, pero sí formal, estilístico. La estructura social permanece intacta, pero la caracterización de los personajes, divididos en señores y criados, poderosos y desvalidos, progresa de la estampa prerrafaelista al cuadro expresionista o, dicho de otro modo, del manierismo -con su deformación luminosa y dulcemente cromática-, a lo esperpéntico, con sus hipérboles, excesos y dramáticos contrastes. Esta evolución se aprecia claramente en las tres jornadas en que se divide Cara de Plata. La anécdota es mínima. Juan Manuel de Montenegro niega el paso por su mayorazgo a nobles y villanos tras un pleito que ha cuestionado sus privilegios. La servidumbre de paso es un derecho legal, pero las leyes se muestran impotentes ante la insolencia de los señores que se niegan a ceder un ápice en sus prerrogativas seculares. Miguelito, su segundón, es un joven apuesto y altanero, al que todos llaman “Cara de Plata”. Su carácter es idéntico al de su padre. Pendenciero y orgulloso, niega el paso al abad de Lantañón, que lleva el viático a un agonizante con el alma en peligro de condenación. “Cara de Plata” alega que no actuaría de otro modo, si se tratara del mismísimo rey. El abad se enfurece, pues mantiene una estrecha relación con la familia Montenegro. Cedió la custodia de Sabelita, su sobrina, a don Juan Manuel, y no esperaba ser tratado de esa manera. Su ansia de venganza desembocará en una mascarada sacrílega que coincide con el furor parricida de “Cara de Plata”. El segundón está encaprichado con Sabelita y no soporta la idea de que su padre le arrebate el privilegio de desflorar a la inocente e inexperta doncella.

Valle-Inclán se mantiene fiel al tono perverso y satánico de las Sonatas, presentando a Juan Manuel de Montenegro como una versión bárbara, rural y atávica del decadente y refinado marqués de Bradomín: “Soy el peor de los hombres. Ninguno más llevado de naipes, de vino y mujeres. Satanás ha sido siempre mi patrono. No puedo despojarme de vicios. Me abraso en ellos. Nunca reconocí ley ajena para mi gobierno. […] ¡Tengo miedo de ser el Diablo!”. El telón de fondo permanece impávido, pero el estilo se oscurece progresivamente. Don Juan Manuel de Montenegro es “hombre de almenas” dominado por la vanidad, la cólera, el narcisismo y los apetitos carnales. Vive en el Pazo de Lantañón, símbolo de una época que declina. Sus venerables piedras cobijan un atrio de limoneros y solanas con augustas arcadas, pero lo más preciado para el Caballero no son los blasones, ni la arquitectura centenaria, sino la frágil y hermosa Sabelita. Valle-Inclán describe a la joven con la delicadeza de una tela prerrafaelista: “De pechos al arambol, rubia de mieles, el cabello en dos trenzas, la frente bombeada y pulida, el hábito Nazareno”. Don Juan Manuel lamenta su recato y prudencia. Al contemplar sus ojos, exclama: “¡Maldita costumbre de monja, tenerlos siempre por tierra!”. Sabelita es una figura lánguida, melancólica, como la Ophelia de John Everett Millais: “Tiene la niña esa expresión triste que tienen las dalias en los floreros”. Su inocencia se esfuma cuando padre e hijo se la disputan, convirtiéndose en una “Madalena despeinada”, una nueva María de Magdala, pero que ha recorrido el camino inverso. La pasión incestuosa del Caballero, que no se aquieta porque Sabelita sea su ahijada, altera el juicio de la joven, sumergiéndola en un mundo de deseos impuros. Se condenará con su padrino, aceptando ser su concubina.

Las acotaciones de Valle-Inclán despuntan como textos independientes. A veces, se inscriben en la estética modernista: “En la penumbra verde de los limoneros, la nota morada es un grito dramático”. Otras, reflejan el giro expresionista hacia un mundo más oscuro con fulgores goyescos y estridencias solanescas: “Medio postigo alcahuete entorna sobre el camino la luz del zaguán tabernero. Un quinqué de latón, rajado el tubo y el cuerno de la luz amarillo y negro, alumbra colgado sobre el mostrador que rezuma olores de vino y aguardiente”. Valle-Inclán exhibe sus creencias teosóficas (“el mundo es armonía y concierto pitagórico”), pero al mismo tiempo la narración transmite desorden, turbulencia. El equilibrio del cosmos parece resquebrajarse en el ruido y la furia de las pasiones descontroladas. Esa transición hacia lo sombrío y caótico se manifiesta en la descripción y conducta de los personajes. El abad invoca al Enemigo para vengarse de los agravios de “Cara de Plata” y su padre, el terrible don Juan Manuel. Abad, mayorazgo y el hijo segundón aceptan perder el alma para saciar sus impulsos, ya sean homicidas o lascivos. El tonsurado parece un “pájaro negro”, con “brazos de sombra” y un bonete que agita sus cuatro cuernos bajo el cielo nocturno. “Cara de Plata” no es una criatura tan demoníaca, pero también alienta el sueño fáustico de rebelarse contra el poder divino. Cuando una coima que bebe los vientos por sus besos y abrazos lo compara con el legendario bandolero Diego Corrientes, responde desafiante: “Soy más”.

Fuso Negro, un loco, encarna la fusión del modernismo con el expresionismo, reuniendo en su lúcido y chispeante delirio el misterio de las viejas leyendas campesinas y la perspectiva cenital del esperpento. “¡Touporroutóu!”, grita una y otra vez, una exclamación gallega sin un significado concreto. Parece la mejor definición de un mundo absurdo, sin lógica, finalidad o propósito. Fuso Negro baila en los tejados, grita por las chimeneas, cruza constantemente las piernas, saca la lengua. “Una nalga negruzca le palpita entre jirones de remiendos”. No es el bufón que acompaña al Rey Lear por el páramo azotado por la lluvia, esculpiendo sentencias filosóficas, sino el artista loco que escupe disparates y blasfemias. Valle-Inclán no es Shakespeare, escrutando la naturaleza humana con una mirada compasiva y doliente, sino un aprendiz de demiurgo que escarnece el desorden del mundo, sembrando nuevas paradojas y dislates. Ortega y Gasset no comprendió a Valle-Inclán, ni a Gabriel Miró. Alabó su prosa, pero les reprochó su preciosismo, supuestamente estéril y huero. Es una objeción sorprendente en un filósofo que denunció el agotamiento de la novela, afirmando que se habían explorado todas las tramas y la literatura ya sólo podía justificarse por la forma. Cara de Plata es teatro, pero puede aplicársele el mismo razonamiento, subrayando que la pieza es un clásico no por la originalidad de su argumento, sino por su deslumbrante despliegue formal. Los adjetivos aparecen en los lugares más inesperados, las frases centellean como notas musicales, la gramática se contorsiona y disloca. El coro trágico de los secundarios imprime a los personajes principales una plasticidad sonora y visual que estalla en el escenario, alumbrando un espectáculo lleno de vida, tensión y cromatismo. El teatro de Valle-Inclán no es irrepresentable. Eso sí, constituye un reto. No es fácil representar la totalidad de sus elementos: diálogos afilados y vertiginosos, numerosos y complejos escenarios, infinidad de personajes. En cierto sentido, se parece a una ópera moderna, con su extraña belleza destemplada. O a una obra cinematográfica que encadena planos inauditos, captando el caudaloso movimiento de la vida.

La Biblioteca Castro acaba de publicar un nuevo volumen de su cuidadísima edición de la obra completa de Valle-Inclán, hasta hace poco inviable por los desacuerdos entre sus herederos. Sólo queda un último tomo para concluir un proyecto que contempla cinco volúmenes. Por fin el autor gallego cuenta con una edición a la altura de su genio. Como destaca Margarita Santos Zas en su espléndido prólogo, Valle-Inclán escribió sin ataduras, ignorando las preferencias del público de su tiempo y borrando las fronteras entre los distintos géneros literarios. Me atrevo a añadir que escribió para la posteridad, lo cual es una forma de decir que su obra le sobrevivirá largamente, corroborando su condición de demiurgo burlón afincado en las alturas.

viernes, 29 de diciembre de 2017

29 de diciembre, seis años después


Hoy, 29 de diciembre de 2017, tengo mal cuerpo y no solo por la fecha (y todavía me quedan 24 años por vivir, porque en mi familia todos morimos a los 78). Si la descomposición sigue en aumento, no sé si podré cumplir las expectativas. Hoy, 29 de diciembre de 2017, hace seis años que murió mi padre, cumpliendo rigurosamente los plazos establecidos por nuestra genética, 78 años había celebrado en septiembre de 2011. Tengo mal cuerpo y no es por la fecha, no solo por eso. 
El tiempo amortigua el dolor, como un colchón neumático que se hincha con el paso de los años. Todo lo mezcla y lo confunde, el tiempo, digo. Todo lo enreda. Esta mañana mientras dormitaba, me he trasladado a la tienda de ultramarinos de mi padre. Al verano de 2011. Hablaba con él distendidamente, como pocas veces lo hicimos. Me contaba sus peripecias de adolescente en el almacén de coloniales donde pasó su juventud. Yo lo anotaba todo. Me documentaba para escribir mi segunda novela, Bilis. Mi padre solo pudo leer el borrador de las primeras páginas. Lo hizo junto a mí, detrás del mostrador donde sacaba las cuentas. Cuando terminó, se metió en la trastienda sin decir nada. Quizás no le había hecho ninguna gracia que en las primeras páginas recreara la muerte trágica de su propio padre (él tampoco cumplió la premisa de la genética por fuerza mayor). Pero no. Salió restregándose los ojos por debajo de las gafas con un pañuelo. Era la primera vez que lo veía llorar (bueno, recuerdo ahora otra, cuando se sacó él mismo una muela con unos alicates). 
La única bondad que le conozco al tiempo es la de restañar heridas, ninguna más. Y nunca las cierra del todo. Es un cirujano voluntarioso al que le falta delicadeza. Solo hay que verlo cuando colabora con los espejos. Se mezclaban en el recuerdo las imágenes de mi padre joven, maduro y viejo, como si se tratara de una conversación que hubiera durado toda la vida (la memoria es más considerada que el tiempo). En realidad solo fueron unos días, los que precedieron a su muerte. El destino es así de caprichoso. Lo que entonces vi como una crueldad (que mi padre muriera al poco de terminar la novela) hoy lo veo como una suerte, se fue el 29 de diciembre. Si hubiera muerto en enero, no habría podido conversar con él.       

jueves, 28 de diciembre de 2017

"El estreno del joven Valle" por Nuria Azancot



“A pesar de que en su tiempo le consideraban un autor antidramático, Valle amaba profundamente el teatro”, explica la profesora Santos Zas, coordinadora de las Obras Completas del escritor que edita la Biblioteca Castro. Tras la aparición de los tres primeros volúmenes, dedicados a la narrativa y el ensayo, estos días aparece el cuarto tomo, consagrado al teatro, en el que se reúnen sus once primeras piezas (dramas, comedias, farsas) siguiendo un orden cronológico y según la versión editada exclusivamente en librería, “ya que la que se difundía en los periódicos y por entregas solía estar llena de errores de transcripción”, explica Santos Zas. 

Comenta la editora que la pasión de Valle por el teatro fue tan constante como temprana: aunque luego firmó junto a otros escritores una carta en protesta por la concesión del Nobel a Echegaray, en su juventud Valle-Inclán le admiró casi tanto como a Zorrilla, cuyo Don Juan Tenorio era capaz de recitar completo y que tanto tendría que ver con futuros personajes valleinclanescos como el marqués de Bradomín. Además, vivió un tiempo en Pontevedra, una de las primeras ciudades españolas donde pudo disfrutarse el cinematógrafo (1897), tan vinculado a su dramaturgia, y en la que solían actuar las compañías teatrales más famosas de la época, como las de María Guerrero y Díaz de Mendoza, la de Carmen Cobeña, Rafael Calvo o Antonio Vico. 

Un debut desafortunado

A finales del XIX, y tras una breve estancia en México , Valle-Inclán marchó a Madrid en abril de 1895 con el sueño nada secreto de hacerse un nombre en el mundillo teatral. Frecuentó tertulias, polemizó con autores y llegó incluso a escribir en 1897 a Pérez Galdós, entonces dramaturgo de éxito, confesándole su deseo de ser actor. Finalmente debutó en el teatro de la Comedia, en noviembre de 1898, interpretando el papel de Teófilo Everit en La comida de las fieras de Benavente. En esa función, además, compartió las tablas con Josefina Blanco, su futura esposa, pero su actuación recibió muy malas críticas. 

Peor le fue tras interpretar un papel en la adaptación de Alejandro Sawa de Los Reyes en el destierro. Con todo, no fueron las críticas las que le obligaron a abandonar la interpretación, sino las consecuencias de un duelo con su amigo Manuel Bueno, que en julio de 1899 le convirtió en manco obligándole a volcarse en la producción, adaptación, dirección y, sobre todo, en la creación. Así, ese mismo año debutó como director con una versión de La fierecilla domada, de su admirado Shakespeare, aperitivo de su estreno como autor el 12 de diciembre de 1899 con Cenizas. Drama en tres actos. 

Representada por el Teatro Artístico, una agrupación creada por dramaturgos jóvenes liderada por Jacinto Benavente, y que intentaba hacer patente su disidencia respecto del teatro de su época, Cenizas fue dirigida por el futuro Nobel, que interpretó también un papel, pero la obra volvió a sufrir la incomprensión del espectador. Al día siguiente, se podía leer en la prensa que el público “no pudo premiar al dramaturgo pero sí celebrar el fino trabajo del escritor”, lo que sería una constante para el Valle dramaturgo. 

“En general -subraya Margarita Santos- la crítica solía reconocer la altura literaria de sus obras pero sus acotaciones resultaban imposibles para las puestas en escena de la época. También escribía piezas rompedoras con la estética de la escena española su tiempo, obras antirrealistas en una época en la que sobre nuestras tablas imperaba el realismo, el melodrama y el humor populachero. Y las obras con pocos personajes, cuando en las obras de Valle intervenían decenas...” 

A pesar de tanto rechazo, entre 1899 y 1914 Valle escribió once obras de todo tipo (dramas, comedias) con un éxito cada vez menor. Los empresarios acabaron rechazando textos como Voces de Gesta, o postergando los estrenos hasta que en 1914, tras escribir La cabeza del dragón -la obra que cierra este volumen-, Valle-Inclán padeció una profunda crisis personal y como autor, rompió con las principales compañías teatrales, que cerraron las puertas a sus obras hasta 1931, y abandonó el teatro. Incomprendido, menospreciado, no entendía la cerrazón del mundillo teatral a lo que estaba intentando. Conocía bien el simbolismo, la poesía, la modernidad, y quizá por eso la escena costumbrista, grandilocuente, que triunfaba en España, le espantaba. 

Solo dos años antes de su abandono temporal del teatro, en 1912, cuando le preguntaron en una entrevista por la puesta en escena de La marquesa Rosalinda, declaró que ninguno de los actores la había entendido, y que “apenas si María Guerrero dijo los versos como yo los escribí. […] en boca de los intérpretes, mis rimas parecían una mala prosa”. Su desdén hacia los actores era tal que también afirmaba no haber “escrito nunca, ni escribiré para los cómicos españoles”. Los empresarios no le merecían mejores palabras: “si Lope de Vega viviese hoy, lo más probable es que no fuese autor dramático, sino novelista. ¡Habría que oír al Fénix cuando los empresarios le hablasen de las conveniencias de escribir manso y pacato para no asustar a las niñas del abono…!”

El mal gusto del público

El espectador tampoco salía bien parado: “El autor dramático con capacidad y honradez literaria hoy lucha con dificultades insuperables, y la mayor de todas es el mal gusto del público. Fíjese usted que digo el mal gusto y no la incultura. Un público inculto tiene la posibilidad de educarse, y esa es la misión del artista. Pero un público corrompido con el melodrama y la comedia ñoña es cosa perdida”. 

Él prefirió abandonar, y su silencio duró seis años. De él resurgiría un Valle-Inclán distinto, maduro, revolucionario: el de los esperpentos, Divinas palabras, Luces de Bohemia... Pero esa es otra historia. La del quinto volumen de las Obras Completas que lanzará la Biblioteca Castro en unos meses, con el resto del teatro (otras once obras) y con la poesía.

martes, 26 de diciembre de 2017

"Expiación" de Ian McEwan


Expiación de Ian McEwan es todo un novelón. Sí, un novelón de la más arraigada estirpe decimonónica, aderezado con lo mejor de la innovación narrativa del siglo XX. El propio autor nos expone su libro de estilo por boca de un editor, quien recomienda cómo pulir su obra a la protagonista. Metaliteratura de lo más digerible y muy útil para cualquiera con exceso de testosterona literaria moderna y trascendente. 
Fue un error ver la película antes de leer el libro, pero lo hice inconscientemente. Y no es que la película carezca de valor, todo lo contrario, pero habría disfrutado mucho más de la trama. La novela no solo ofrece una anécdota jugosa y llena de peripecias que mantiene la expectativa con firmeza, sino que, además, profundiza en el carácter de los personajes con maestría, lejos de esos best seller aliterarios con las costuras al aire. 
McEwan es un maestro de la narrativa. Me alegro de encontrarme con estos autores para certificar que la novela no solo no es un género en decadencia, sino pleno de vitalidad. Si a una buena historia se le une el genio y una técnica literaria impecable, obtenemos estos placeres. La estructura de la novela juega con esa protagonista-escritora que tendrá que publicar su obra póstuma para que no se querellen contra ella, a pesar de que es ella la "mala" de la historia. La habilidad de McEwan para escoger narradores y dotarlos del habla y de la personalidad necesarias es uno de sus principales logros. En Cáscara de nuez riza el rizo (un feto narra el asesinato de su padre a manos de su madre y su hermano), pero en Expiación, no se queda corto. La narradora (lo conocemos al final) es una autora de éxito que cuenta un pasaje de su vida para expiar una culpa de adolescente. La novela es un género sin fondo y algunos, como este autor inglés, saben muy bien como buscar en sus profundidades.    

lunes, 11 de diciembre de 2017

"Poesía y tiempo: la muerte del poeta" por Juan Antonio Fernández



«Las palabras nombran lo ausente, lo distante, lo que ha de venir».
Emilio Lledó, El silencio de la escritura

Aurora, alba o claror. El no-tiempo que precedió al Tiempo; la absoluta nada anterior a la gran explosión; el apeiron de Anaximandro; el verbo encarnado judeocristiano; el presocial Génesis bíblico; la oscura caverna platónica; la forma-sueño zambraniana; el Gran Tiempo de Mijail Bajtin o el Tiempo del Mito de Octavio Paz; el tránsito del venerable mythos, al reflexivo logos. Íncipit, agon, esto es, arcano conflicto de fuerzas, primera tensión que en el silencio nos hizo y, aún hoy, nos sedimenta. Porque antes de cualquier imaginable comienzo, hubo otro. El pretérito es una imagen en la que nos reflejamos; un relato que nos contamos a nosotros mismos, para sabernos.

En cierta ocasión, según explica Hugo Friedrich en Estructura de la lírica moderna, le preguntaron a Mallarmé qué hubo antes de Homero, a lo que contestó: «Orfeo». Para el poeta simbolista, Homero supuso una «aberración», que lapidaría el vuelo del canto órfico bajo el peso solemne del hexámetro. María Zambrano, por su parte, también nos advierte de que tuvo lugar: «un momento peligroso para la suerte de la poesía: el de la Épica». Fue con Orfeo y no con Homero, con quien dialogaron los nueve poetas mélicos de la antigua Grecia: Safo, Simónides, Píndaro… Siendo así, la monolítica Épica hace las veces de insondable pared, la cual nos oculta el verdadero origen material de la lírica, que no es sino el trino del mirlo; el balbuceo ininteligible del bárbaro. No es casual que, en su etimología, la voz bárbaro entrañe una onomatopeya nacida por la aglutinación del sonido bar-bar-bar, que rememora la inasible lengua de los pájaros. Porque existió un tiempo en que la incomprensión del insondable misterio fue explicada como materialización del lirismo. Atestiguan los textos bíblicos que al principio fue el verbo. Sin embargo, en términos poéticos, al inicio no fue ese verbo, −hacedor y omnipotente−, en tanto que objetivación del logos o razón platónico-aristotélica, sino que la poesía enraíza remontándose hasta phoné,−puro cántico o sencillo vagido−, el cual ya palpitaba, con anterioridad, «por de dentro» del tejido ciego que asentaron el mythos y el logos. Mientras que el cuento habita el «érase una vez…», la poesía se remonta a un orden de cosas anterior, hasta incardinarse en ese tiempo desdibujado por el eco de la oralidad.

En la noche de los tiempos, el gorjeo de un somormujo rasgó el silencio. Así brotó en nuestro mundo la poesía. El «[…] silencio se nos aparece como el lugar de la palabra poética. Un lugar al par limitado y limítrofe», dejó escrito María Zambrano. La poesía, asimismo, también está vinculada con la «virtud» (areté, en griego). Sobre esta cuestión diserta Platón, en su diálogo Protágoras o los sofistas, concluyendo que la areté, más allá de la mítica cadena de los inspirados, constituye un término sin concepto, una suerte de impulso imposible de ser enseñado o transmitido, que es inherente a quienes contemplan, interpretan y crean. Luego, poeta se es o no se es. Sin ambages. No hay grises en esta cuestión.

No obstante, bien es cierto que como en todo oficio, la poesía exige cierta orfebrería, techné, susceptible de ser transmitida y mejorada. Sea como fuere, a pesar de que el mundo helénico nos legue una imagen, ciertamente, divinizada del poeta, hemos de olvidar aquella romántica y trasnochada concepción huidobriana del poeta como «pequeño dios». Convicción que sólo colabora a la hora de hacerle el juego al capital, perpetuando la jerarquización y el elitismo, a través de una imagen inaccesible del mismo, elevándolo a una categoría superior de lo humano. A pesar de ello, el mundo griego también nos da la solución a esta disyuntiva, pues el quehacer poético, más que un «don» demiúrgico y divino, es una facultad llana, humana y terrenal, una suerte de «gracia», carites, que inclina a quien la posee al juego con la sintaxis, al paladeo de los nombres. Carites no entiende de riqueza, ni de pobreza. Pertenece al orden de la tierra y donde anida, ilumina. Sin distinciones, de forma gratuita. En cualquier caso, al margen de nociones, la poesía es, como toda literatura, una construcción ficcional eminentemente lúdica, un «como si…» donde se hace realidad, presentizándose, «lo que no es».

Como es sabido hace unos 2500 años, allá por el siglo V a. C., se produjo un notable ataque a los poetas por parte de los filósofos. Platón, sin ir más lejos, expulsa a los primeros de su polis ideal. En aquel entonces, habida cuenta de la extendida cultura oral epocal, poesía y filosofía funcionaban como dos herramientas transmisoras de conocimientos. Esto nos revela que hubo un tiempo en que ambas disciplinas estuvieron disputándose la hegemonía por ocupar el centro del espacio del saber. La condena platónica de la poesía exilia al poeta, lo expulsa la polis, condenándolo a vagar extramuros. De ahí que el poeta sea o, tal vez, esté condenado a ser un outsider proscrito que asalta la ciudad y escribe desde los márgenes del silencio: extrarradio, afueras y arrabales, para poner en cuestionamiento los aparatos de poder. En las antípodas del ruido urbano reina el silencio. El espacio del folio en blanco limita con lo silente. El silencio que rodea al acto poético es idéntico al silencio de la lectura. En este sentido, el silencio lírico es crucial, ya que violenta los ciclos del capital, quebranta la sobrexposición hiperactiva a lo massmediatico y pausa la desincronía del tiempo actual. La poesía anula el des-tiempo, esto es, colma el tiempo vacío propio de las sociedades posindustriales, referido por Byung Chul-Han, hasta trascenderlo.

La poesía es tiempo. Ya lo dejó escrito Antonio Machado en Nuevas canciones (1924): «Ni mármol duro y eterno / ni música ni pintura / sino palabra en el tiempo». Y por extensión, al igual que todo ser viviente, quien escribe poesía es un ser transido por el mismo. Lejos de la divinidad, el poeta es tan solo un individuo señalador. Su función social es deíctica, pues pone el punto de mira en aquello que ha sido reificado, plastificado y fosilizado por el sistema, hasta conseguir que todo cuanto señalado sea; refulja y cante con un color renovado. Para que ello se produzca el poeta ha de deshacerse de su identidad, permitiendo que el mundo hable a través de él. Sobre esta cuestión, el romántico inglés John Keats, en una carta fechada en octubre de 1818, que envía a Richard Woodhouse, escribe: «un poeta es lo menos poético de la existencia, ya que carece de identidad desde el momento en que se ve continuamente en la necesidad de ocupar el cuerpo de otro, el sol, la luna, el mar, los hombres y mujeres […]». Chameleon poet, escribirá en otro lugar Keats, pues el poeta, cuando habita la polis, canta por todos, vacío de sí. Por ello, después de décadas disertando sobre la «experiencia» en poesía española: mueran los poetas; olvídense, vacíense de sí.

Las palabras de Keats nos recuerdan aquellas otras que usara Sócrates, cuando hablaba de sí mismo en calidad de amante. Así las cosas, el filósofo ágrafo se definía como sujeto átopos, esto es, como no-lugar o ser sin identidad. No-ego, a la postre. El átopos socrático viene a significar algo así como «lo indefinido» o «lo inclasificable». Y, precisamente, esta indefinición es la naturaleza constitutiva del poeta, −individuo vacío de sí, capaz de eyectar su ser, en aras de colmarse del Otro−, en tanto en cuanto está atravesado por lo Otro ajeno: «el sol, la luna, el mar, los hombres y mujeres». Ahora bien, dejemos claro que el poeta solo alcanzará esta suerte de anulación del ego mediante un estado letárgico y meditativo, muy próximo a la inacción de la vita contemplativa. Someterse, por el contrario, a la neurosis compulsiva de la vita activa intrínseca al modus neoliberal y a la tiranía productiva del «estar haciendo», eliminaría cualquier rastro de lirismo. Llegados aquí es estimulante traer a colación aquel agudo artículo de Andrés García Cerdán, La poesía del desconocimiento: hacia un cántico cuántico, pues pone de manifiesto la acuciante necesidad de: « […] una poesía del desconocimiento, del descontento, de la inexperiencia, de la falencia, en la que el sujeto lírico deambule por los pasillos desconocidos de una inconsciencia poética primera, única y en flor. Amemos lo desconocido».

El no saber es germen de la lírica. Y lo inefable, es decir, aquello que no se puede fablar, su andadura. «No sé con qué decirlo / porque aún no está hecha / mi palabra» escribe Juan Ramón Jiménez al inicio de Eternidades (1918). El estatismo de la inexperiencia, que plantea García Cerdán, nos remite hasta Mandorla (1982) de José Ángel Valente, porque «escribir no es hacer, sino aposentarse, estar». Este estático recogimiento del ser, carente de acción y experiencia, choca frontalmente con la temporalidad atomizada de nuestros días.

Octavio Paz, en algún lugar de El arco y la lira, distinguió tres tipos de instantes: amoroso, místico y poético. Para el ensayista y poeta mexicano el instante amoroso es un sólo segundo en que «el tiempo no fluye colmado de sí». No obstante, como veníamos diciendo, nuestro presente no solo está vacío, sino también truncado. Habitamos un tiempo sin colmo, que no rebosa, ya que adolece de cuerpo, de anclaje, de sustancia. Así, respiramos fatigados, porque no hay esencia que nos calme. Solo un tiempo líquido tolera su desintegración y su consiguiente evaporación. Nada es asible, porque todo se diluye. El tiempo esquizofrénico, sincopado y frenético del siglo XXI expulsa de su seno a la poesía, dado que esta pide duración, demora y contemplativa espera. Los instantes amoroso, espiritual y lírico no tienen cabida en nuestro tiempo. Nuestro «ahora» no contiene tiempo alguno que los acoja.

Mientras que la poesía brota del interrogante, de la duda; la máquina no duda. Solo avanza, solo acelera. El zapping inquisitivo de nuestra sociedad elimina cualquier posible demora; toda lentitud existencial perece. Han muerto el sum y el essere filosóficos, esto es, aquel antiguo «dejarse ser» frente al mundo. El zapping quiebra la sintaxis del silencio poético. De ahí que Byung Chul-Han, en El aroma del tiempo, asevere: «La aceleración [del mundo actual] remite a la falta de fundamento, de estancia, de sostén». En cambio, por su parte, lo poético sustenta, detiene y fundamenta el tiempo, profundizándolo. «Vaciar el espíritu, liberarlo de los deseos, da profundidad al tiempo», reconoce el filósofo surcoreano. Es tarea del poeta devolvernos a la caverna, al vagido y al balbuceo del tiempo primero anterior a todo tiempo; a la pre-comprensión que en su día dialogó en el lenguaje de los pájaros. Remontarnos a las profundidades donde, desnudos y manchados por lo oscuro, fuimos criaturas primitivas, vacías de sí. Porque el silencio lírico, hoy por hoy, perdura por encima del poder, de sus aparatos. Y, sin duda, nos trascenderá, hasta que sobre la Tierra no haya más que ceniza. El silencio, ese reino que nos espera; esa sola verdad que nos acompaña, recordándonos qué somos o quiénes fuimos: lejana procesión de soles y de lunas; un antiguo rumiar del horizonte; este lento solfeo que «ni palabras pide», para llorar el tiempo.

"Troyanas" de Eurípides, en versión de Alberto Conejero y Carme Portaceli


Ver representada una obra escrita hace más de 2400 años supone, de entrada, una emoción especial. Es como asistir al desenterramiento en directo de un monumento arqueológico. Así esperábamos en la platea del teatro Español el comienzo de la obra, como si con paleta y pico en ristre nos dispusiéramos a excavar en los alrededores del Partenón o  en el teatro de Epidauro. 
Cuando aparecen sobre el escenario las seis mujeres que protagonizan Troyanas de Eurípides, el público calla y espera, expectante, a que el demiurgo pronuncie su palabra milenaria por boca de las actrices actuales. La sorpresa es mayúscula cuando se advierte que el tema de la obra no puede ser más actual y que los padecimientos que se desarrollan sobre la escena son los mismos que afligen a las mujeres del siglo XXI. Son seis víctimas de los hombres y de las guerras, seis mujeres que gritan, gimen, se desesperan y protestan por la crueldad a las que las somete el poder del hombre y su feroz comportamiento. Aitana es Hécuba, la mujer de Príamo, rey de Troya; Alba es Políxena, hija de Hécuba; Míriam es Casandra, hija de Hécuba; Maggie es Helena, amante de Paris y esposa de Menelao; Pepa es Briseida, esclava de Aquiles y raptada por Agamenón; y Gabriela es Andrómaca, esposa de Héctor. Las seis han sufrido la violencia y la muerte y lamentan su suerte ante su verdugo, el hombre; ante Nacho, Taltibio, el mensajero de los griegos, que viene a arrancar al hijo de Andrómaca para que los troyanos no tengan futuro. El paisaje devastado, sembrado de muertos, podría ser el de Troya o el de Madrid en el 39 o el de París en el 40, o el de Sarajevo en los 90, o el de Alepo o el de una ciudad del Congo en la actualidad. Las mujeres se llevan la peor parte de las tragedias y, además, se las utiliza como excusa para justificar el hambre de riquezas y poder que conduce al desastre bélico. Helena lo padeció y se lamenta de ello ante una Hécuba desatada contra ella, contra la propia mujer. Andrómaca llora el asesinato de su hijo y Hécuba la anima a vivir a pesar de todo, "no dejéis que a la injusticia siga el silencio". El trayecto es demasiado largo para repetir una y otra vez los mismos errores, para volcar sobre la mujer el cuenco ardiente de la injusticia y el terror, pero así es. La obra es tan actual como hace 2400 años, muy a nuestro pesar. El coro ha desaparecido, pero la tragedia se mantiene con una intensidad desgarradora gracias a que la desgracia femenina sigue alimentado las fauces del monstruo ya se llame este guerra, violencia, poder o simplemente hombre.      

sábado, 9 de diciembre de 2017

"La dama boba" representada por la Joven Compañía


Los versos de Lope no necesitan otro añadido, solo decirlos bien. En esto, los que amamos el teatro clásico estamos de acuerdo. Que el texto de Lope se puede representar totalmente desnudo, siempre y cuando haya un trabajo concienzudo previo de dicción, es una evidencia. Ahora bien, si a la representación de las obras de Lope añadimos un vestuario adecuado y una escenografía efectiva, ¿pierden entonces su esencia? Es también evidente que no. Siempre que he visto una obra del Fénix representada por la Compañía Nacional lo accesorio nunca ha absorbido al texto, todo lo contrario, lo ha realzado. Por tanto, ¿qué puede aportar una representación de La dama boba como la que actualmente está haciendo la Joven Compañía? Sin vestuario, sin escenario, en una pequeña sala con muy pocas localidades. Un intento de romper esa "cuarta pared" que separa al público del actor. Me dirán que se establece una intimidad mayor entre espectador y actor, que ese círculo rodeado de sillas hace que se viva el teatro como si se asistiera a un ensayo o, yendo un poco más allá, a la vida misma, puesto que no hay distancia ninguna entre público y representantes. El verso, como siempre, fluye correcto y fácil de la Joven Compañía, la puesta en escena es dinámica y atrapa al espectador, pero a mí me sigue bullendo la idea de que no sé si aporta algo esa desnudez absoluta. Es cierto que solo la palabra es la protagonista, pero en una buena obra bien representada nunca el verso de Lope queda oculto detrás de nada.
Finea, boba al principio de la obra y sabia al final, sufre un milagro procurado por el enamoramiento. El amor la hace sabia hasta el punto de que es capaz de fingirse tonta como era antes. Es capaz de volver a su naturaleza anterior cuando ella lo desea. Muestra su bobería con el lenguaje amoroso, porque no sabe interpretar las metáforas: cree que quien ha puesto sus ojos en ella, debe quitárselos cuanto antes y que debe desabrazarla quien lo ha hecho, porque no le gusta sentirse llena de ojos ni de brazos. Su bobería, en fin, es una parodia del lenguaje amoroso petrarquista plagado de tópicos tan usados como el vino para curar las heridas. La gracia, la espontaneidad, la frescura de esta obra pervive por los siglos de los siglos. Y ya digo, pese a no creerme del todo esa desnudez con la que la ha representado la Joven Compañía. Si es por falta de presupuesto, nada que objetar. 

"Teatro de texto" por Antonio Muñoz Molina



Dice Raquel Vidales en una crónica reciente que al cabo de muchos años están volviendo a publicarse obras de teatro en España. La noticia me da alegría y hasta una cierta nostalgia, porque mi primera vocación literaria sostenida fue la de escribir teatro. Como cuenta Vidales, hasta los años setenta eran muy frecuentes, y muy visibles, las ediciones de literatura dramática, y no solo de los clásicos. Hasta en una ciudad apartada como la mía, y gracias a la biblioteca municipal, podía encontrarse una gran parte del mejor teatro del siglo XX. En Úbeda, hacia los primeros setenta, yo descubrí con asombro, con admiración, riendo a carcajadas, o quedándome completamente perdido, todo el teatro de Eugène Ionesco. Inmediatamente me convertí en autor de teatro del absurdo, con ese tajante mimetismo de la adolescencia. Un poco antes me había hecho autor de teatro lorquiano, al leer una tras otra todas las obras de Lorca, si bien esa fase creativa quedó clausurada cuando vi en televisión una comedia de Pinter —El portero, recuerdo que se llamaba— y me dediqué a imaginar situaciones como de misterio lacónico, con frases breves y grandes silencios. Cada pocas semanas cambiaba por completo la forma de mi vocación, según el autor al que hubiera descubierto. Lo que no variaba era mi amor por el teatro, la determinación de escribir cosas que acabaran cobrando una presencia física sobre un escenario, palabras que podrían existir en las páginas de un libro igual que poemas o novelas pero que solo alcanzarían su plena realidad al ser dichas en voz alta. Al final de septiembre, en la época de la feria, buenas compañías de Madrid llenaban el teatro Ideal, que el resto del año era cine. Había, desde luego, mucho teatro de consumo, que yo estaba aprendiendo a llamar burgués, pero también podíamos ver las obras velada o abiertamente subversivas de Antonio Buero Vallejo, con sus alegorías políticas y sus símbolos laboriosos que luego nos gustaba tanto interpretar. Había una urgencia, una vitalidad, una fuerza visceral en un escenario. Recién llegado a Madrid yo vi Los acreedores, de Strindberg, en el Pequeño Teatro de la calle de Magallanes, y salí trastornado, como el que ha bebido mucho y se tambalea saliendo de un bar.En las ediciones baratísimas de la colección Escelicer estaba todo el teatro contemporáneo español e internacional y una parte del gran teatro clásico europeo. Leer teatro era para mí tan estimulante, tan provechoso como leer poesía o novelas, y provocaba un reflejo inmediato, entusiasta y calamitoso de emulación. El teatro parecía la forma estética más vigorosa y la más adecuada y eficaz para la rebeldía personal y la sublevación política. No había muerto Franco y ya se publicaban y hasta se representaban, no sin sobresaltos, las obras mayores de Bertolt Brecht y Peter Weiss. Ni a Úbeda ni a Granada podían llegar el Marat-Sade de Weiss que montó heroicamente Adolfo Marsillach: pero sí los textos publicados en libros, o en la revista Primer Acto, acompañados con fotos de las representaciones que nos enfebrecían más aún la imaginación: aquellos actores imponentes, envueltos en harapos, contra fondos oscuros, con gestos de oráculos o de enajenados. Hasta Lorca, que corría el peligro de parecer anticuado por comparación, revelaba toda su cruda furia cuando se veían fotos de Núria Espert medio desnuda saltando por la lona de la versión de Yerma que hizo Víctor García.

Entre los 15 y los 20 años yo escribí teatro con una fecundidad de autor urgido por los encargos. Escribía sucedáneos de Lorca, de Ionesco, de Beckett, de Mihura, de Pinter, de quien se me pusiera por delante. Escribía a máquina, lo cual facilitaba la velocidad y la fantasía de ser un verdadero escritor. A partir de un cierto momento también escribía fumando, y eso ya me parecía el colmo de la vocación literaria. Una cima temprana de mi carrera vino cuando unos amigos que estudiaban en la Escuela de Magisterio regentada por los jesuitas me pidieron que les escribiera una función para su grupo de aficionados. Escribí, inevitablemente, una alegoría política a la manera de Buero Vallejo: en una academia privada regida por un director despótico (y sexista), unos estudiantes organizan un levantamiento, con el consiguiente final trágico. Durante meses, los de mi último curso en el instituto ensayamos la función, como una fraternidad de conjurados. La dirección de la Escuela la prohibió el día antes del estreno. El prestigio de perseguidos y censurados que esa prohibición nos concedía a nuestros propios ojos compensaba de sobra el disgusto de tanto esfuerzo inútil.

Seguí escribiendo teatro. Imaginaba que cuando viviera en ciudades con universidad encontraría oportunidades de estrenar mis trabajos solitarios, guardados en el célebre cajón en el que se aseguraba que languidecía el mejor teatro escrito durante la dictadura. Los tiempos cambiaban muy rápido, y en cuanto cayera el régimen o muriera el dictador todo aquel caudal de imaginación teatral proscrita se desbordaría en los escenarios.

Lo que ocurrió fue, misteriosamente, que cuando se pudo escribir teatro en libertad no hubo casi nadie dispuesto a representarlo, y ni siquiera a editarlo. No por nada, sino porque era “teatro de texto”, y lo que se imponía era la improvisación colectiva, el espectáculo en el que la palabra perdía su relevancia, bien la primacía absoluta del director. La última pieza que escribí no necesitó ser prohibida para no llegar a representarse nunca. Era, como las anteriores, un refrito, esta vez entre Valle-Inclán y Fernando Arrabal. Las varias copias a máquina que hice circularon durante meses por grupos de teatro independiente, tan numerosos entonces, y la respuesta que obtuve fue en todos la misma. Aquello estaba bien, hasta tenía posibilidades, me decían consoladoramente, pero era “teatro de texto”, o peor aún, “teatro de autor”.

Por esa época cayó en mis manos una edición de El Aleph. Fue una iluminación. A diferencia de las palabras del teatro, aquellas de Borges no habían necesitado, para llegar a mí, la mediación de un director investido con poderes de gurú que quisiera cambiarlas o suprimirlas a su gusto, ni las de unos actores que pudieran desfigurarlas, convertirlas en gritos, hacerlas inaudibles, cambiar su sentido con una entonación. En la página impresa se celebraba en soledad y en silencio la irrupción de la palabra escrita en la imaginación del lector. Una tarde, con mi obra manoseada y rechazada bajo el brazo, saliendo de otro encuentro sin fruto, decidí que no escribiría teatro nunca más. Lo que había escrito hasta entonces no tenía ningún mérito, pero el esfuerzo y la paciencia de llegar a ser mejor no valdrían la pena.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

"El poeta y lo divino" por Rafael Narbona



La poesía es revelación, aurora, epifanía. Revelación de lo extraordinario, aurora de lo inesperado, epifanía del misterio. La palabra del poeta descubre lo inaudito en lo cotidiano, el prodigio en lo insignificante, lo maravilloso en lo supuestamente banal e insípido. Gómez de la Serna descubrió que “a las tijeras le sacaron los ojos otras tijeras”, que “un reloj no existe en las horas felices” y que “la X es el corsé del alfabeto”. Unas tijeras, un reloj y una letra del alfabeto son mucho más de lo que aparentan, pero sólo la intuición poética es capaz de multiplicar sus significados mediante analogías, contrastes, elipses, metáforas, paradojas, repeticiones, simetrías, hipérboles. “Nadie ha dicho que las cosas vivan: las cosas sueñan”, apunta Gómez de la Serna, componiendo una antítesis perfecta. Supuestamente, las cosas son pura inercia, objetos que ocupan un lugar en el espacio y soportan calladamente el paso del tiempo, sin manifestar ningún signo de vida interior. No sueñan; padecen. Sin embargo, el ingenio de Ramón -que nunca transigió con los convencionalismos, ni con la autocomplacencia del lugar común-, nos hace ver que las cosas realmente sueñan y que sus sueños rebasan los diques de la razón, transformando un agujero en inquietante mirada; un reloj, en paradójica ausencia; y una letra, en prenda que alimenta fantasías eróticas. Lo ordinario esconde maravillas que sólo el poeta puede desvelar, utilizando la pirotecnia del lenguaje. La greguería es un matiz, pero un matiz silvestre, imprevisible, espontáneo, que le da la vuelta al idioma y descoloca nuestras expectativas, insinuando que nuestra forma de ver el mundo, sólo es un burdo tapiz tejido por una hilandera ciega. La greguería nos abre los ojos; la razón, los llena de barro y legañas.

Si “las cosas sueñan”, los cuerpos bailan en la cuerda de lo impensable. Lezama Lima nos enseña en su poema “El abrazo” que un abrazo es “tierra descifrada”, donde los amantes pueden “sudar como los espejos” y presentir que “los pellizcará una sombra”. En el abrazo, “dos cuerpos desaparecen” y “giran / en la rueda de volantes chispas”, hasta que “se unen en el borde de una nube”. Después de estas filigranas, “los dos cuerpos ceñidos, / el rabo del canguro / y la serpiente marina, / se enredan y crujen en el casquete boreal”. Los cuerpos pueden realizar estas proezas –que subvierten las nociones más elementales de la lógica- porque vencen a la muerte, porque resucitan, porque se adentran en el misterio, en lo imposible, en lo incondicionado. Al igual que Platón en sus diálogos, Pablo de Tarso recurre a la imaginación poética para justificar la expectativa de la eternidad. El hombre es como el grano. Nuestra carne es semilla que sólo conocerá su plenitud, tras superar el letargo de la muerte. Escribe San Pablo en su Primera Epístola a los Corintios: “Se siembran cuerpos corruptibles y resucitarán incorruptibles; se siembran cuerpos humillados y resucitarán gloriosos; se siembran cuerpos débiles y resucitarán llenos de fuerza; se siembran cuerpos puramente naturales y resucitarán cuerpos espirituales. Porque hay un cuerpo puramente natural y hay un cuerpo puramente espiritual” (15, 42-44). Por el contrario –advierte Lezama Lima, católico impregnado de orfismo y neoplatonismo- “el árbol y el falo / no conocen la resurrección, / nacen y decrecen con la media luna / y el incendio del azufre solar”. El abrazo preludia la eternidad, el regreso a la unidad original; la soledad, en cambio, desemboca en la muerte, en la dispersión, en el no ser. El árbol y el falo son metáforas del deseo que solo percibe al otro como objeto, no como complementario, como alteridad que salva nuestra identidad y posibilita su trascendencia.

No se puede ignorar la dimensión mística de la palabra poética, sin rebajarla a mera función lingüística. Cuando Pablo de Tarso afirma que “el último enemigo en ser destruido será la muerte”, no denigra o menosprecia la materia, sino que exalta la vida en toda su complejidad. La derrota de la muerte significará la consumación de la unidad del ser, la reconciliación entre el cuerpo y el espíritu, la naturaleza y la historia. José Ángel Valente ya señaló que “no hay experiencia espiritual sin la complicidad de lo corpóreo”, especialmente en la “mística cristiana, en cuya extrema aventura espiritual ha de situarse la aventura extrema del cuerpo, del cuerpo resurrecto, el escándalo de la resurrección” (La piedra y el centro, 1982). La encarnación del Verbo convierte el cuerpo en morada de lo divino. Cuando en el Libro de la Vida Teresa de Ávila refiere cómo un ángel atraviesa su corazón con “un dardo de oro largo”, señala que la criatura tenía “forma corporal”, que “no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, con el rostro tan encendido…”, que “era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos”, que “no es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto”. El cuerpo de Teresa de Ávila es inseparable de su peripecia mística, centro y cenit de su existencia. Primero, una grave enfermedad la sitúa al borde de la muerte, cuando su vocación es débil y poco exigente; después, la vía ascética abre el camino al impulso reformista, que engendrará escritos y fundaciones, concertando la vida interior con la intervención en el mundo. Por último, la restitución de la regla primitiva del Carmelo creará las condiciones para las iluminaciones y las levitaciones, que implicarán a los sentidos. En esas experiencias “no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza”.

No hay que interpretar las experiencias místicas de Teresa de Ávila como hechos objetivos, sino como vivencias extraordinarias que evidencian los límites del lenguaje. La imagen del corazón atravesado por una flecha era un recurso habitual en las novelas de caballerías -que tanto deleitaron a la reformadora en su adolescencia-, las novelas picarescas y el teatro clásico. Es indudable que el ángel armado con un dardo de oro largo es una versión del romano Cupido. Se puede decir que el ángel de la carmelita descalza es una metáfora, pero no una invención o una elaboración neurótica. Fue real y afectó al cuerpo y al espíritu, pero se recreó literariamente, conforme a la herencia cultural y las posibilidades del idioma. Como observa Joseph Pérez, poco aficionado a dislates y exageraciones, “entre los místicos, las metáforas son, pues, modos imperfectos de decir lo que es indecible; se imponen cada vez que no hay medida común entre la palabra y la sensibilidad, cuando se experimenta fuertemente un sentimiento, pero no se encuentran palabras para decirlo” (Teresa de Ávila y la España de su tiempo, 2007). Pérez completa su explicación con una cita de Antonio Machado, pues sabe que lo indecible no es materia de historiadores, sino de poetas: “Si entre el hablar y el sentir hubiera perfecta conmensurabilidad, el empleo de las metáforas sería no solo superfluo sino perjudicial a la expresión” (Los complementarios, 1957). La poesía se hace epifanía al enfrentarse con lo que apenas puede expresarse, pero no cesa de convocarnos: la muerte, el ser, el amor, lo infinito. Son ideas que pasean por el filo del lenguaje, límites infranqueables que no producen conocimiento objetivo, pero que nos proporcionan un saber más esencial. Un saber poético que se alimenta de intuiciones, visiones, premoniciones, correspondencias, antinomias, ambigüedades, incongruencias, aberraciones lógicas. La transverberación de Teresa de Ávila nace de una visión, pero el cuerpo del ángel que atraviesa su corazón quizás sólo fue una herida de Amor divino perpetrada por la palabra poética. En su más alta acepción, la palabra poética es un cuerpo que hace posible lo imposible, que “hace existir lo indecible en cuanto tal” (Valente), rescatándolo de su oscura ininteligibilidad. Lo indecible es una forma de referirse a lo divino, que casi siempre se manifiesta de forma oscura, hermética, como sucedía en el santuario de Delfos, cuya pitonisa hablaba de forma enigmática. Sócrates escuchó sus palabras y las descifró, asumiendo que su éxito hermenéutico no era obra de su buen juicio, sino de su daimon o voz interior.

Los grandes poetas son grandes místicos, como Teresa de Ávila o Juan de la Cruz. O como William Blake, Lautréamont, Rimbaud o Artaud, místicos de lo insondable y lo terrible. O como Rilke y Antonio Machado, que experimentaron la inminencia de una revelación. Machado se preguntaba si hablaba solo porque esperaba hablar a Dios un día, y Rilke presumía que la muerte representaba el punto de encuentro con lo divino: “Dios, que se nos escapa en el cielo, volverá a nosotros desde el seno de la tierra”. La poesía apunta al corazón de lo divino, pues ahí está su origen y su destino. Una poesía que le dé la espalda a lo sagrado en todas sus formas –amables o terroríficas- es una higuera estéril, palabra desarraigada y perecedera, incapaz de captar la vibración más profunda del cosmos.