¿Qué ofrece más peligro en Nápoles, la camorra o los motorinos de reparto? No lo dudéis, los motorinos. He visto algunos que se lanzan de frente por el carril contrario y cuando están a punto de impactar con el coche que va hacia ellos, lo esquivan balanceando la moto a uno y otro lado. No me extraña que haya imágenes de pilotos en los escaparates y que compitan en popularidad con Maradona. Una vez que te acostumbras al peligro, es un entretenimiento ver cómo son capaces de pasar entre un camión de cerveza y un todoterreno por un hueco imposible a velocidad de escándalo.
De los muchos entretenimientos que nos brinda Nápoles, uno importante es el del teatro. Por aquí cerca nació la Comedia del Arte y eso se palpa en el ambiente. Aquí todo el mundo improvisa; los pilotos de motorinos, los de coches, los camareros, los caseros, los pescaderos, los militares (están por todas partes) y, como no, las ratas y los traficantes. La máscara de Polichinela también compite con los pilotos de motos y con Maradona en toda tienda que se precie. Se aproxima el Carnaval y en Nápoles se celebra por todo lo alto. Los vendedores ambulantes ofrecen pequeños cuernos rojos (cornicello) con los que remediar la falta de dinero, contra el mal de ojo y también para paliar la impotencia sexual.
Paseamos por las callejuelas del barrio de los Españoles. Están atestadas de gente y de puestos de mercado. Las cigalas y el rape se mezclan con las tripas de vaca, quesos pantagruélicos, bragas de segunda mano, dulces árabes y pizzas de todos los tamaños. Es una algarabía, un zoco oriental. Callejuelas del barrio de los Españoles, poco recomendadas en las guías, llenas de basura, comida, gritos y vida, mucha vida. Que estamos en este barrio nos lo certifica uno de los vendedores: al identificarnos, nos llama emocionado, "¡españoles!, los napolitanos también somos españoles, mira, mira -se señala un escudo en la manga-, el escudo real de Aragón, ¡viva el rey!". No sabemos a cuál se refiere, si a Carlos III, al emérito o al vigente. Es un placer comprobar que hay ciudades europeas que todavía conservan su sabor, sus olores, a pesar de todos los inconvenientes. La gente es amable, dicharachera, dispuesta a dirigirse a ti sin ninguna traba social.
En el puerto el aspecto de la ciudad cambia. Las fachadas de los hoteles caros sí las han remozado, deslumbran, después de ver la cochambre del barrio del que venimos. Y ya parece que nos falta algo. Es cierto que disfrutamos de una taberna al sol, con vistas espectaculares al Vesubio y a la Bahía, pero echamos de menos el bullicio. Lo compensamos en parte con una pasta fresca sabrosísima. Por la tarde nos espera, por fin, el "funiculí-funículá". Baja y sube de la Vía Toledo a lo más alto de la ciudad, hasta un castillo fortaleza, San Elmo, tan sólido como anodino. Las vistas, eso sí, son envidiables. Nápoles ha dado poca opción a la naturaleza. Otra vez el Vesubio amenaza con su copa recortada, allá, al fondo, donde se pierden las luces de la ciudad.
Hay mono de callejuela y optamos por volver en taxi. Enseguida la jauría del tráfico napolitano nos envuelve en un periplo de navegantes. El taxista, muy juicioso, nos explica su técnica para no volverse loco: "Hay que tener ojos en todos lados y olvidarse de los semáforos. Los más peligrosos, los inconscientes son los repartidores en moto. Me esperan mi mujer y mi hija (habla como si su salida diaria fuera una travesía por el océano) y juega el Nápoles contra el Sasiolo". Justo en ese momento se nos abalanza un jinete del diablo, parece que se va a comer el coche, pero no, gira inverosímilmente hacia un espacio que no existe.
Otra vez en el laberinto, de noche, cada vez más gente bulle entre los adoquines, las losas, los palacios y los grafitis. Hemos vuelto a la ubre materna, al lugar de la vida, al infierno. En el restaurante jugamos a adivinar cuál es la camarera operada, porque sí, en todos los sitios de comidas donde hemos parado había una chica con retoques un tanto extravagantes. Y sí, la encontramos también. De todas formas, siguen siendo cercanas y afables, con y sin retoques.
Los días son tan intensos como el viaje de Dante, a quien volvemos todas las noches y le rendimos pleitesía. Margarita, la rata, también lo hace.