El primer artículo que publiqué en Jot Down trataba del suicidio. Quería hablar de un tema que, pese a ser una realidad cotidiana —en España se suicidan diez personas al día—, sigue siendo tabú. Y quería hacerlo fuera de los foros especializados: el suicidio nos atañe a todos, y si solo hablamos de él en revistas científicas, difícilmente vamos a acabar con el estigma que lleva asociado. Poder hacerlo en un medio que desde el principio ha apostado por la divulgación y los contenidos de calidad, procurando, además, que el lector pase un buen rato leyendo, era todo un lujo. El artículo tuvo muy buena acogida, también entre los profesionales de la salud mental; no obstante, hubo algún compañero de profesión que cuestionó algunos aspectos. Uno dudaba que una revista cultural fuera el medio más apropiado para hablar del suicidio. Otro criticó los autores en los que basaba mi «aproximación»: Ramón Andrés (autor de Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente), Simon Critchley, Primo Levi, Marek Bienczyk, Sylvia Plath, Peter Handke… «Ese Ramón Andrés, ¿qué estudios tiene?», me preguntó un compañero. «Es ensayista, poeta… Publica en Acantilado». «Pero no es psiquiatra, ¿no?».
También hubo quien dijo que el artículo estaba bien, aunque era «muy literario». Sospecho que estos peros superficiales eran una forma de criticar el artículo sin entrar a debatir el fondo de la cuestión. En el texto aportaba una perspectiva histórica, humanista, del suicidio, pero también cuestionaba la postura que mantiene buena parte de la psiquiatría actual, que defiende que detrás de cada suicidio, salvo en muy contadas excepciones, hay siempre una «enfermedad mental». Tras esas objeciones, había, además, muchos prejuicios.
Han pasado cinco años desde aquel artículo, y ahora que vuelvo a recordarlo, no puedo evitar preguntarme: ¿cómo hemos llegado a esta situación?, ¿desde cuándo que algo sea literario es un defecto? Hubo un tiempo en que médicos y filósofos recurrían a la literatura para apuntalar sus ideas. Uno de los textos más conocidos de Freud trataba de Dostoievski; Derrida no dudó en combinar la lectura de Hegel con la de Jean Genet; la forma de escribir de Lacan recuerda por momentos a Mallarmé… Pero, sobre todo, hubo un tiempo en que no había un abismo de distancia entre «las ciencias» y «las letras». La división entre ciencia y humanidades, además de artificial, solo contribuye a aumentar nuestra, de por sí preocupante, estrechez de miras.
En 1933, Walter Benjamin publicaba un artículo en el que afirmaba que una nueva forma de indigencia había «caído sobre el hombre». Coincidiendo con una época de «enorme desarrollo de la técnica», el ser humano se había vuelto más pobre en experiencias, así como en la forma de hablar de ellas. Pese a los innegables avances tecnológicos, el ser humano estaba perdiendo parte de su humanidad por el camino: «Nos hemos vuelto pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeños por una centésima parte de su valor, y ello para que nos den a cambio un poco de la calderilla de lo “actual”».
No es casual que Benjamin vinculase la riqueza de nuestras vivencias con el lenguaje. Antes, los mayores contaban historias a sus hijos y nietos, pero «¿quién encuentra hoy personas capaces de narrar como es debido?», se lamenta en un momento del artículo. El filósofo escribió este texto tras la conmoción que produjo la Primera Guerra Mundial. En las trincheras el hombre se quedó sin palabras. Y después llegaron el hambre, la hiperinflación y la pobreza. Tal vez por pura supervivencia, el ser humano fue perdiendo la costumbre de hablar en profundidad de los temas que siempre le habían preocupado. Las divagaciones sobre la muerte, el suicidio, el alma, la culpa, etc. pasaron a ser temas más propios de las novelas del siglo XIX que de las conversaciones habituales.
Por supuesto, por mucho que anhelemos liberarnos de las experiencias internas, como decía Benjamin, la culpa, el miedo a la muerte, etc. siguen estando ahí, en el fondo de nuestras mentes. Lo que ocurre es que ahora, debido a esa tiranía de lo actual que ha reducido nuestro horizonte al «aquí y ahora» de una forma dramática, tendemos a buscar «soluciones» fáciles e inmediatas a nuestro malestar. A Benjamin le llamaba la atención que, pese al enorme desarrollo de la técnica de la época, hubiera un auge de la astrología, la quiromancia o el espiritismo. Algo similar ocurre ahora con los negacionistas, los terraplanistas o la pseudociencia. Hace poco un «experto» aseguraba que había resuelto el problema de la mortalidad. Según él, en un par de décadas todos seríamos inmortales y la muerte dejaría de ser inevitable para convertirse en una elección personal.
En el ámbito de la psicología, la «calderilla de lo actual» se manifiesta en la irrupción del coaching y, en buena medida, el mindfulness. Esta psicología barata, que se conforma con la calderilla, tiene su correlato en una literatura que está al mismo nivel. Lo que está ocurriendo con la poesía es un buen ejemplo de ello. Mi compañera Bárbara Ayuso escribió un fantástico artículo en esta misma revista donde decía que «la poesía ha sido la disciplina más rápidamente devorada y bastardeada por este coaching de lo artístico». Esta «bastardización», claro está, no es exclusiva de la poesía. La gran mayoría de las novelas que se publican en la actualidad son totalmente prescindibles. Mircea Cărtărescu afirmaba en una conferencia que el noventa y nueve por ciento de los libros que se publican ahora «son libros escritos por dinero, leídos por voyerismo y arrojados luego a un túmulo tan alto como el Gólgota». Simple y llanamente, son libros de usar y tirar. Para el gran escritor rumano, vivimos «la ruina de una civilización, quizá la propia ruina del hombre», entre otras cosas, porque ya no sabemos leer —la lectura literal se está convirtiendo en la variante dominante de lectura— y pronto no sabremos ya escribir. Pese a ello, concluye, la literatura debe continuar.
Y lo hará. La literatura es un poco como el ataúd de Moby Dick: no solo se ha salvado de todos los naufragios hasta la fecha, sino que además ha ayudado a que muchas personas se mantengan a flote. Para explicar esta supervivencia de la literatura contra viento y marea, hay dos aspectos que Cărtărescu menciona de pasada en su conferencia y que para mí son claves.
Uno es esa alusión al placer voyerista de la lectura (más adelante volveré a este punto). Y el otro es el hecho de que la literatura, y en especial la ficción, permite al lector vivir una experiencia única, una experiencia aumentada, por así decir, que se opone a esa experiencia empobrecida de la que hablaba Benjamin. El libro tiene más en común con una película o un videojuego de lo que pensamos. Para Cărtărescu, «un libro es una hiperpelícula, porque de él no emanan imágenes pasivas, sino que estas son creadas por tu cerebro a partir de tus recuerdos, tus sensaciones, tus sueños y tus lecturas». También Gonzalo Suárez, excepcional escritor y cineasta, ha dicho en alguna ocasión que «la literatura será siempre la más extraordinaria realidad virtual, porque la imagen no la condicionará nunca». La imagen del «simulador» es algo más que una idea bonita apuntada por dos escritores geniales. Quien tenga curiosidad puede leer los estudios de Keith Oatley, profesor de Psicología Cognitiva en la Universidad de Toronto que ha publicado varios artículos sobre el funcionamiento de este «simulador de realidad social».
Pero, además, esta peculiar forma de vivir a través de otros es muy placentera. Cărtărescu hablaba en su conferencia del voyerismo implícito en la lectura: «Leemos para descansar tras largas horas de trabajo, para satisfacer el vicio de la aventura, el voyerismo social o erótico…». Cărtărescu no critica —y yo tampoco— esta forma de leer por puro placer. Al contrario. Pensamos que está presente en todos los lectores, incluidos los escritores «literarios», y lo está porque satisface una necesidad humana básica. Hay otros placeres asociados a la lectura —el que produce leer un texto bien escrito, el que se deriva del propio lenguaje, los juegos de palabras…—, pero ese placer primario siempre está ahí y me atrevería a decir que es la base de todos los demás.
No creo que leer nos haga necesariamente mejores personas, ni que las personas que leemos literatura seamos superiores en ningún sentido a los que no leen. Pero sí creo que la ficción ofrece un espacio único, y absolutamente libre, para pensar. Y, sobre todo, creo en el placer de la lectura. El hecho de que una revista como Jot Down, que lleva diez años cultivando ese placer, siga al pie del cañón me hace pensar que no estoy ni mucho menos sola. Como decía Lope, quien lo probó lo sabe.