lunes, 7 de marzo de 2022

Realismo sucio I: retratos de profesores según sus alumnos



En el servicio de caballeros alguien ha tirado de la cadena. Podría apostar de quién se trata, a pesar de conocer a más de 60 profesores del instituto (la mitad de ellos varones). Se abre la puerta del excusado y aparece la figura de quien esperaba, ¡bingo! El oráculo de Delfos lo tenía más difícil que yo. La taza del váter, seguro, está regada de sus “golden pearls” (así las llamaría él). La señora de la limpieza está encantada de rebañar el zumo dorado (se lo he oído comentar). Lo veo alejarse con parsimonia pasillo adelante, con un sobre importantísimo entre las manos (exámenes de la evaluación final). Se los ha pedido el director a instancias de dos padres que han solicitado verlos. El cultivador de las “golden pearls” no tiene como costumbre enseñarnos los exámenes, entre otras cosas porque no tiene tiempo de corregirlos. Él sabe perfectamente qué nota va a sacar cada uno de nosotros y poco va a ganar revisándolos. El resultado numérico que aparecerá en las actas será el mismo, los corrija o no. Hoy está feliz porque el Atlético de Madrid ganó su partido de Champions y lo comenta con el conserje animadamente. El sobre sigue en sus manos. Sabe que debe garrapatear el examen antes de que el padre se presente a por él, pero una buena charla sobre fútbol le pierde. Su cabeza pétrea se mueve con el mismo ritmo que sus piernas, apenas gesticula, y los brazos no parecen estar del todo articulados. A primera vista, es un hombre de lo más normal, pero esconde muchas más “golden pearls” de las que aparenta. Habla con una cadencia sosegada, con gravedad de sabio griego, aunque la mirada ovina y el contenido de lo que dice desmontan enseguida la potencial profundidad de sus palabras. Se acerca una y otra vez al jefe de departamento, al jefe de estudios y al director para plantear dudas un tanto chocantes: “¿Se firma encima o debajo del nombre?”. Esta pregunta trascendental la hace a todos los compañeros con los que se encuentra a su paso. No sabemos si está elaborando una encuesta o si necesita un quórum de diez personas para tomar una decisión tan trascendente. 
Lo veo aproximarse hacia nosotros quince minutos tarde, con el sobre entre las manos. Llenar la botella de agua en el baño más alejado del aula cuesta lo suyo. No se consigue así como así. Hay que colocar la boca del recipiente en el grifo y esperar pacientemente a que se llene. Si rebosara, habría que vaciar el contenido y proceder otra vez a llenarla para que no gotee en el pasillo. Si de camino a clase, te topas con alguien a quien no has preguntado sobre el lugar en el que hay que firmar, debes hacerlo para no quedarte con la duda. Cuantas más opiniones, mejor, para dedicar tiempo a reflexionar sobre tan interesante cuestión. Las gafas de pasta no le restan profundidad a su rostro. Mira desde lejos como quien no ve bien el horizonte, y abre los ojos, como si tuviera miedo de que se le fueran a pegar los párpados. Casi está ya en el aula, pero no se decide a entrar. El escándalo dentro es considerable. Han transcurrido veinte minutos desde que sonó el timbre de cambio de clase. El asunto de la firma no le ha quedado claro y vuelve sobre sus pasos en busca del secretario, a quien todavía no le ha preguntado. Conforme se aleja de nosotros, el bullicio se va amortiguando y él se tranquiliza. Qué lástima que el Atlético no tenga una defensa tan firme como la del año pasado. Podríamos ganar la Champions. La carpeta ya no la lleva entre las manos, seguramente se ha quedado en el baño. Habrá que volver a por ella.

"Volver la vista atrás" de Juan Gabriel Vásquez



Estoy leyendo una muy buena novela, escrita con mano firme y de prosa rica y fluida. Cuando esto ocurre, uno se embebe en la historia y le cuesta salir de las vidas de los personajes, se las lleva al instituto, le rondan por la cabeza mientras da clase y se incrustan en algunas de las anécdotas que se cuentan a los alumnos. Volver la vista atrás de Juan Gabriel Vásquez es una de esas narraciones de las que cuesta despegarse. Todavía no la he terminado y me queman los dedos por hablar de ella. La trama tiene todos los ingredientes para hacerla atractiva, sin embargo, el gran acierto, como siempre, reside en la habilidad literaria de su autor, en el manejo de una prosa que no apabulla, que no cansa, sino todo lo contrario, es golosa y apetece rebañarla con los dedos. No había leído nada hasta ahora de Juan Gabriel Vásquez y me alegra descubrir nuevas voces (aunque no sean tan nuevas para otros). 

El preciosismo de muchos narradores latinoamericanos se pierde a veces en la inanidad de los argumentos o en una ausencia de peripecia que, a menudo, vuelven tediosas sus creaciones. No ocurre así con Volver la vista atrás. El narrador recoge lo mejor de Vargas Llosa y de autores americanos como Philip Roth. De hecho, en algunos momentos de la historia he pensado en la distopía (esta palabra hay que incluirla siempre en cualquier reseña actual que se precie) de Roth, La conjura contra América, pero no. Vásquez solo relata hechos contrastados con la realidad y no por eso es menos meritoria su narración. Todo hecho real hay que transformarlo en literatura si queremos que sea atractivo para el lector. Partir de lo real o de la imaginación a veces lleva al mismo camino, a la habilidad para cautivar o no al receptor. Los protagonistas de esta novela, el director de cine Sergio Cabrera y su hermana Marianela, se convierten en personajes literarios redondos porque van evolucionando a lo largo de las peripecias (innumerables) en las que se ven envueltos. No sé si se corresponden o no con los de carne y hueso (la verdad es que me trae al pairo), pero ya tienen vida propia en la historia de Vásquez.   

jueves, 3 de marzo de 2022

Chéjov y el pueblo ruso

Chéjov es uno de mis autores de cabecera, sobre todo por sus cuentos. La ironía, la inteligencia, el buen humor, la ausencia de juicios morales, la piedad y la sencillez con que están construidos sus relatos son razones de peso para tenerlos siempre cerca del regazo. Dostoievsky es de otra pasta, es profundo y angustioso, agudo y descarnado. Los cuentos de Chéjov eran del gusto de Tolstoi, el pope de la literatura rusa del XIX, pero no su teatro. A mí me ocurre algo parecido. La brillantez de su prosa breve no la veo en sus dramas, aunque bien es verdad que solo una vez he visto el teatro de Chéjov representado sobre el escenario(y no con la mejor técnica). 

Maiakovski, Turguéniev, Pushkin, Gógol, Gorki, Pásternak, Bulgákov, Ajmatova... son autores rusos con los que he mantenido relaciones literarias de calado, todos ellos apasionados, azorados por una suerte de maldición que ha rondado siempre sobre su pueblo, asolado por regímenes sanguinarios y sufridor como pocos en Europa. A partir de la lectura de todos estos autores y, sobre todo, a partir de la lectura de Chéjov, se ha imprimido en mi imaginario un estereotipo del pueblo ruso: triste, abrumado por sus gerifaltes, de espíritu profundo y de ojos tan transparentes como enigmáticos. Como todos los estereotipos, seguro que es falso y seguro también que si hubiera olido de cerca su realidad borraría este dibujo inmediatamente. 

En Guerra y paz, Pierre Bezújov me provoca una lástima intensísima, la misma lástima que me provoca ese pueblo ruso, apaleado, zarandeado, señalado por el mal fario. Los pueblos, por supuesto, no son sus dirigentes, es más, hay algunos pueblos que han sufrido especialmente a sus gobernantes, todos los padecemos. Los artistas, los escritores (sobre todo los rusos) han sabido plasmar en sus obras el producto de ese individuo golpeado y machacado por la realidad, por la consciencia y por el poder. Raskólnikov padece el fuego interno del arrepentimiento; los Karámazov, la maldición del padre enfermo; los personajes de Chéjov, una insatisfacción nihilista no exenta de bondad. Una tristeza pavorosa, indiscernible, ronda constantemente a los personajes de la literatura rusa. Se entregan al alcohol, al sexo, a la muerte porque la vida no les ofrece escapatoria. Chéjov veraneaba en Crimea, murió de tuberculosis, era un hombre bueno, solidario, que sintió de cerca la pobreza del campesino e intentó aliviarla. Chéjov, para mí, siempre será Rusia. Otra cosa es todo esto. 

lunes, 28 de febrero de 2022

Benicia y Putin

"Benicia tiene los pezones como castañas", así empieza Mazurca para dos muertos de Camilo José Cela, creo. La lluvia pega recio en Galicia y el refugio de las ubres de Benicia es tan agradable como una habitación caldeada con estufa de leña. En esa novela, si no recuerdo mal (y no voy a consultar Google), se van dando las nueve señales del "hijoputa". Una de ellas es ser pelirrojo y de pelo ralo; otra, la mirada huidiza; otra más, las palmas de las manos sudorosas...  No he forzado nada, miro a Vládimir Putin a través de la televisión y veo al personaje de Cela, completo, como si se hubiera basado en él para construir su definición de "hijoputa". Mientras tanto Benicia y su amante retozan entre las sábanas calientes, ven la lluvia arrugando los cristales y es posible que oigan, allá al fondo, el retumbar de los truenos o de los misiles, quién sabe.      

Putin y su ama de llaves



Putin y su ama de llaves antes de la crisis ucraniana.

SEÑORA.- Perdone, señor Vládimir, no quedaba "Hemoal" en la farmacia. Le he comprado estos supositorios. Me han dicho que es lo mejor contra las almorranas. Pero, ¿por qué llora, alma de cántaro?

PUTIN.- Se nos acaba de morir Irina, ¿no la ves flotando? ¡Qué vamos a hacer ahora!

SEÑORA.- Espere, que a lo mejor no es nada, espere que le cambie el agua. Ya verá cómo revive, no me llore usted que se le pone muy cara de alcachofa... ¡Huy, pues no!, parece que ha muerto de veras, no se mueve.

PUTIN.- ¿Qué voy a hacer ahora, Olga, qué voy a hacer? Irina era la única en la que confiaba, la única que se alegraba de verme cuando llegaba a casa, la única que me tiraba besitos desde la pecera. Siempre que la miraba, siempre. Este mundo no merece la pena sin ella. 

OLGA.- (Acariciándole la calva sudorosa) No se preocupe, señorito, podemos comprar cien irinas, mil irinas, para que le echen besitos desde el fondo de la pecera.

PUTIN.- No, Olga, no. Me ocurrió lo mismo cuando se murió Antón, mi caballo percherón. Nunca más he podido montar a otro. Soy hombre de tradiciones férreas e inamovibles, ya me conoces. No sé qué voy a hacer ahora. La vida no tiene sentido sin ella. Me pasaba el día en el Kremlin pensando en el recibimiento que me haría al volver, ¿ahora qué?, nada, es el fin. Pásame el mapa mundi, a ver si me consuelo... 

OLGA.- ¿El antiguo o el moderno?

PUTIN.- El moderno, el moderno. Dime una letra del abecedario, Olga, la primera que se te ocurra.

OLGA.- No sé, señorito, ¿la "U" por ejemplo?

PUTIN.- Me sirve, esa está bien y no está muy lejos de Moscú. Con algo nos tendremos que aliviar los grandes mandatarios.  

martes, 22 de febrero de 2022

Kafka y la bomba atómica

El día 2 de agosto de 1914 Kafka escribió lo siguiente en su diario: "Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, he ido a nadar". Hoy, aún más que en ese siglo XX, tan aciago, sería más fácil que nunca encontrar declaraciones de este tipo si en Ucrania, uno de estos días, estallara una guerra de destino bastante predecible. En cualquier estado de Facebook o de Instagram o de Twitter podríamos, un día de estos, encontrar afirmaciones parecidas a la de Kafka: "Rusia le ha declarado la guerra a Ucrania. Por la tarde me hice un selfi. Se vienen cositas". Lástima que esas "cositas" puedan ir desde una fiesta de pijamas a una guerra atómica. La frase de Kafka es un testimonio fiel de que nuestra vida cotidiana parece transcurrir al margen de los hechos históricos, pero no es así. Nuestra vida depende de las decisiones de los hotentotes que nos gobiernan (y estoy insultando a un pueblo indígena inocente, lo sé, pero "hotentote" contiene una carga fonética irresistible y monstruosa). Decía que nuestra vida depende, por desgracia, de jerarcas ridículos, ahítos de poder y locura, y de qué manera. Aterra pensar que, después de desayunar o al salir de clase, tras decirle a un alumno la tarea que debe entregar al día siguiente, nos enteráramos por el móvil que una guerra mundial ha comenzado y que, posiblemente, mañana, ese chico no podrá completar el trabajo, no porque su perro se lo haya comido, sino porque la onda expansiva de una bomba de hidrógeno lo ha disuelto en nada. Y, a pesar de la noticia terrible de la guerra, muchos no podríamos dejar de caer en la tentación de escribir en Facebook: "Rusia apunta sus misiles atómicos contra las capitales europeas de la OTAN. Por la tarde, leo el trabajo de A. sobre Macbeth".   

lunes, 21 de febrero de 2022

"El simulador más potente del mundo" por Rebeca García Nieto



El primer artículo que publiqué en Jot Down trataba del suicidio. Quería hablar de un tema que, pese a ser una realidad cotidiana —en España se suicidan diez personas al día—, sigue siendo tabú. Y quería hacerlo fuera de los foros especializados: el suicidio nos atañe a todos, y si solo hablamos de él en revistas científicas, difícilmente vamos a acabar con el estigma que lleva asociado. Poder hacerlo en un medio que desde el principio ha apostado por la divulgación y los contenidos de calidad, procurando, además, que el lector pase un buen rato leyendo, era todo un lujo. El artículo tuvo muy buena acogida, también entre los profesionales de la salud mental; no obstante, hubo algún compañero de profesión que cuestionó algunos aspectos. Uno dudaba que una revista cultural fuera el medio más apropiado para hablar del suicidio. Otro criticó los autores en los que basaba mi «aproximación»: Ramón Andrés (autor de Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente), Simon Critchley, Primo Levi, Marek Bienczyk, Sylvia Plath, Peter Handke… «Ese Ramón Andrés, ¿qué estudios tiene?», me preguntó un compañero. «Es ensayista, poeta… Publica en Acantilado». «Pero no es psiquiatra, ¿no?».

También hubo quien dijo que el artículo estaba bien, aunque era «muy literario». Sospecho que estos peros superficiales eran una forma de criticar el artículo sin entrar a debatir el fondo de la cuestión. En el texto aportaba una perspectiva histórica, humanista, del suicidio, pero también cuestionaba la postura que mantiene buena parte de la psiquiatría actual, que defiende que detrás de cada suicidio, salvo en muy contadas excepciones, hay siempre una «enfermedad mental». Tras esas objeciones, había, además, muchos prejuicios.

Han pasado cinco años desde aquel artículo, y ahora que vuelvo a recordarlo, no puedo evitar preguntarme: ¿cómo hemos llegado a esta situación?, ¿desde cuándo que algo sea literario es un defecto? Hubo un tiempo en que médicos y filósofos recurrían a la literatura para apuntalar sus ideas. Uno de los textos más conocidos de Freud trataba de Dostoievski; Derrida no dudó en combinar la lectura de Hegel con la de Jean Genet; la forma de escribir de Lacan recuerda por momentos a Mallarmé… Pero, sobre todo, hubo un tiempo en que no había un abismo de distancia entre «las ciencias» y «las letras». La división entre ciencia y humanidades, además de artificial, solo contribuye a aumentar nuestra, de por sí preocupante, estrechez de miras.

En 1933, Walter Benjamin publicaba un artículo en el que afirmaba que una nueva forma de indigencia había «caído sobre el hombre». Coincidiendo con una época de «enorme desarrollo de la técnica», el ser humano se había vuelto más pobre en experiencias, así como en la forma de hablar de ellas. Pese a los innegables avances tecnológicos, el ser humano estaba perdiendo parte de su humanidad por el camino: «Nos hemos vuelto pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeños por una centésima parte de su valor, y ello para que nos den a cambio un poco de la calderilla de lo “actual”».

No es casual que Benjamin vinculase la riqueza de nuestras vivencias con el lenguaje. Antes, los mayores contaban historias a sus hijos y nietos, pero «¿quién encuentra hoy personas capaces de narrar como es debido?», se lamenta en un momento del artículo. El filósofo escribió este texto tras la conmoción que produjo la Primera Guerra Mundial. En las trincheras el hombre se quedó sin palabras. Y después llegaron el hambre, la hiperinflación y la pobreza. Tal vez por pura supervivencia, el ser humano fue perdiendo la costumbre de hablar en profundidad de los temas que siempre le habían preocupado. Las divagaciones sobre la muerte, el suicidio, el alma, la culpa, etc. pasaron a ser temas más propios de las novelas del siglo XIX que de las conversaciones habituales.

Por supuesto, por mucho que anhelemos liberarnos de las experiencias internas, como decía Benjamin, la culpa, el miedo a la muerte, etc. siguen estando ahí, en el fondo de nuestras mentes. Lo que ocurre es que ahora, debido a esa tiranía de lo actual que ha reducido nuestro horizonte al «aquí y ahora» de una forma dramática, tendemos a buscar «soluciones» fáciles e inmediatas a nuestro malestar. A Benjamin le llamaba la atención que, pese al enorme desarrollo de la técnica de la época, hubiera un auge de la astrología, la quiromancia o el espiritismo. Algo similar ocurre ahora con los negacionistas, los terraplanistas o la pseudociencia. Hace poco un «experto» aseguraba que había resuelto el problema de la mortalidad. Según él, en un par de décadas todos seríamos inmortales y la muerte dejaría de ser inevitable para convertirse en una elección personal.

En el ámbito de la psicología, la «calderilla de lo actual» se manifiesta en la irrupción del coaching y, en buena medida, el mindfulness. Esta psicología barata, que se conforma con la calderilla, tiene su correlato en una literatura que está al mismo nivel. Lo que está ocurriendo con la poesía es un buen ejemplo de ello. Mi compañera Bárbara Ayuso escribió un fantástico artículo en esta misma revista donde decía que «la poesía ha sido la disciplina más rápidamente devorada y bastardeada por este coaching de lo artístico». Esta «bastardización», claro está, no es exclusiva de la poesía. La gran mayoría de las novelas que se publican en la actualidad son totalmente prescindibles. Mircea Cărtărescu afirmaba en una conferencia que el noventa y nueve por ciento de los libros que se publican ahora «son libros escritos por dinero, leídos por voyerismo y arrojados luego a un túmulo tan alto como el Gólgota». Simple y llanamente, son libros de usar y tirar. Para el gran escritor rumano, vivimos «la ruina de una civilización, quizá la propia ruina del hombre», entre otras cosas, porque ya no sabemos leer —la lectura literal se está convirtiendo en la variante dominante de lectura— y pronto no sabremos ya escribir. Pese a ello, concluye, la literatura debe continuar.

Y lo hará. La literatura es un poco como el ataúd de Moby Dick: no solo se ha salvado de todos los naufragios hasta la fecha, sino que además ha ayudado a que muchas personas se mantengan a flote. Para explicar esta supervivencia de la literatura contra viento y marea, hay dos aspectos que Cărtărescu menciona de pasada en su conferencia y que para mí son claves.

Uno es esa alusión al placer voyerista de la lectura (más adelante volveré a este punto). Y el otro es el hecho de que la literatura, y en especial la ficción, permite al lector vivir una experiencia única, una experiencia aumentada, por así decir, que se opone a esa experiencia empobrecida de la que hablaba Benjamin. El libro tiene más en común con una película o un videojuego de lo que pensamos. Para Cărtărescu, «un libro es una hiperpelícula, porque de él no emanan imágenes pasivas, sino que estas son creadas por tu cerebro a partir de tus recuerdos, tus sensaciones, tus sueños y tus lecturas». También Gonzalo Suárez, excepcional escritor y cineasta, ha dicho en alguna ocasión que «la literatura será siempre la más extraordinaria realidad virtual, porque la imagen no la condicionará nunca». La imagen del «simulador» es algo más que una idea bonita apuntada por dos escritores geniales. Quien tenga curiosidad puede leer los estudios de Keith Oatley, profesor de Psicología Cognitiva en la Universidad de Toronto que ha publicado varios artículos sobre el funcionamiento de este «simulador de realidad social».

Pero, además, esta peculiar forma de vivir a través de otros es muy placentera. Cărtărescu hablaba en su conferencia del voyerismo implícito en la lectura: «Leemos para descansar tras largas horas de trabajo, para satisfacer el vicio de la aventura, el voyerismo social o erótico…». Cărtărescu no critica —y yo tampoco— esta forma de leer por puro placer. Al contrario. Pensamos que está presente en todos los lectores, incluidos los escritores «literarios», y lo está porque satisface una necesidad humana básica. Hay otros placeres asociados a la lectura —el que produce leer un texto bien escrito, el que se deriva del propio lenguaje, los juegos de palabras…—, pero ese placer primario siempre está ahí y me atrevería a decir que es la base de todos los demás.

No creo que leer nos haga necesariamente mejores personas, ni que las personas que leemos literatura seamos superiores en ningún sentido a los que no leen. Pero sí creo que la ficción ofrece un espacio único, y absolutamente libre, para pensar. Y, sobre todo, creo en el placer de la lectura. El hecho de que una revista como Jot Down, que lleva diez años cultivando ese placer, siga al pie del cañón me hace pensar que no estoy ni mucho menos sola. Como decía Lope, quien lo probó lo sabe.

jueves, 17 de febrero de 2022

Escribir sin medida

Voy a ir contracorriente y no de forma intencionada. Lo que quiero comentar nace de una impresión real y del cotejo de datos, poco tiene que ver con conjeturas y, menos, con la tendencia, irresistible a veces, de llevar la contraria por el mero capricho de llamar la atención. De un tiempo a esta parte vengo observando en los alumnos una habilidad cada vez mayor para desenvolverse con la creación de diálogos o con la elaboración de textos dramáticos propios. Este año lo he comprobado en diferentes niveles, 3º de ESO y 1º de bachillerato. Cada vez les cuesta menos recrear una conversación, meterse en la piel del personaje o desarrollar una historia inventada. Se está demonizando constantemente y, a veces con mucha razón, el abuso del uso del móvil y del ordenador. Es más, no se puede negar que cada vez nos cuesta más prestar atención durante un tiempo prolongado (algo que no solo le ocurre al alumnado juvenil). Ahora bien, el hecho de escribir continuamente (con mayor o menor corrección), en guásap y en las redes sociales, seguir "hilos", comunicarnos por escrito mucho más que antes, está despertando en los alumnos, creo, mayor habilidad para desenvolverse en el diálogo escrito y en la creación literaria. Otro día hablaré de la sintaxis.  

miércoles, 16 de febrero de 2022

El miedo

En Macbeth se oye el miedo, se saborea, se ve, respira en la nuca, clava alfileres en la punta de los dedos y en el centro del cerebro. El miedo nos acompaña desde la infancia, a través de la oscuridad, de lo desconocido, de la casa extraña, del matón del colegio, de la figura de un padre agrio..., qué sé yo. El miedo nos abraza en la adolescencia como un compañero traidor, siempre apegado a la duda, al titubeo, a la indecisión, a la exposición pública, al qué dirán, a la soledad. El miedo de la madurez, el miedo a la pobreza, a la incuria, al rechazo, a la intemperie, al despiadado paso de los años. El miedo a la enfermedad, al otro, a mí mismo, a la pérdida de la vitalidad, al dolor, a la conciencia de estar vivo, a la desaparición, a la inanidad de la existencia, a la eternidad. El miedo, aun sin la viscosidad de la sangre, sabe rancio y huele a noche, cruje entre los dientes como una tortilla de ceniza y brasas encendidas.    

martes, 15 de febrero de 2022

"Bertín: una introducción" por Adolfo Valor



Bertín Osborne está a punto de aplastar el escenario del Benidorm Palace con sus kiobas de la talla 48 cuando llega detrás del telón y le da por improvisar. “Mejor salgo entre las mesas del público”, piensa, “eso las vuelve locas”.

La obra se llama “Mellizos”. La parió al alimón con Arévalo una noche que se fueron de putas con Carlos Herrera. El cómico sugirió que deberían hacer una obra de teatro juntos. ¿Teatro? Eso son palabras mayores. Aunque fue una vez y le gustó, sobre todo la parte en que Marlenne Mourreau enseñaba las tetas. Herrera encendió su Partagás, espetó que podrían hacer de gemelos y se rió con lo tronchante de la premisa. Pero a Bertín le parecía poco creíble que Arévalo y él poseyeran rasgos univitelinos, así que decidieron dejarlo en mellizos. En los meses previos al estreno, Arévalo se lanzó a la carretera, recorrió casinos y salas de fiesta, verbenas de pueblo y teles autonómicas, escribiendo y reescribiendo cada chiste, cada punchline, cada acento regional. Hacía años que no generaba nuevo material, pero el que tuvo retuvo. Sus chistes de gangosos mariquitas seguían matando de risa. Mientras tanto, Bertín se distrajo con su recién adquirida pasión: disfrazar a sus caballos de personajes históricos y soltarlos por el campo para asustar a los labriegos.

Ahora Bertín está al fondo de una sala llena de mil seiscientas personas que han pagado treinta euros por una cena-espectáculo (cena no incluida). Ese es su público. Los conoce como si los hubiera parido. Le quieren, le adoran, le desean. Ha visto cómo Arévalo ha arrancado una risa tras otra en los veinte minutos con los que ha calentado al personal. Ese loco bajito no ha perdido su toque. Es el Messi del humor. Gangosos mariquitas, ¿por qué no se le ocurriría a él? Menuda mina de oro. Los cheques de SGAE por sus cassettes de gasolinera siguen llegando en fila india. Pero, claro, él tuvo que ir a lo fino, a las rancheras. Se folla más, cierto, pero esto es otra liga, amigo. Esto es TEATRO. Shakespeare, Ozores, y ahora… Osborne. Siente la presión. Comprueba cuán despechada lleva la camisa. ¿Tres botones? Perfecto. ¿Quién necesita guión cuando se tiene el pecho como una alfombra persa? Arévalo se golpea la boca con la palma de su mano, emulando una botella de champán al descorcharse, porque eso es lo que hacen todos los gangosos. Esa es la señal. A por ellos, tigre. Bertín se tambalea por entre las mesas. El del cañón de luz no tarda en localizarle, un focazo cegador le nubla la vista. Se lleva el micro a los labios, “Quítame eso, que no veo un coño”. Primera línea improvisada, primera carcajada. Sigue siendo el rey. ¿Cómo ha podido ponerse nervioso? Esto del teatro es pan comido. ¿Fernando Fernán QUIÉN?

Bertín llega al escenario donde le espera su falso hermano y un pianista, único salvavidas que exigió antes de embarcarse en este transatlántico. Arévalo le choca la mano y, tras un par de referencias a lo gracioso que resulta ser mellizos cuando uno es alto y otro es bajo, se dan el relevo como dos corredores keniatas. Hay que ver cómo corren los negros, los jodíos… Pero no hay tiempo para distracciones. Arévalo se ha ido, el escenario es todo suyo. La gente quiere teatro, quiere arte. Y lo van a tener. Pero antes hay que allanar el terreno, no puede entrar a calzón quitao. Se gira al pianista y le pide un acorde. Su voz de barítono rompe la noche: “Buenas noches, señora; buenas noches, señora…” orienta el micro hacia el público. La mitad de jubiladas de España responden salivantes: “Hasta la vista…” Juego, set, y jaque mate. Chúpate esa, Luis Merlo. Un par de rancheras más y el público está en el bolsillo. Ahora podría leerles el BOE y seguirían amándole. Pero es hora de su monólogo.

“Monólogo mis huevos”, le dijo a Arévalo cuando éste le sugirió que contratase a alguien para que le escribiera un texto. El texto es para maricas. Él contará una anécdota. Una anécdota real. No se ha pegado una vida acojonante para ahora callarse las anécdotas. Además, él las cuenta muy bien, con su sus pausas y sus cosas. Coño, ¿ya nadie recuerda Contacto Contacto? ¿Nadie recuerda cuando le invitaban a Tómbola? Los primeros diez años de Canal 9 se nutrieron de sus anécdotas y mira qué bien les ha ido. Hoy opta por una que nunca le ha fallado: cuando aprendió a esquiar. Lo tiene todo: romance, aventura, paisajes exóticos, humor, giros inesperados…Y lo mejor: ese aire de galán cateto que le ha pagado tres casas, tres range rover y tres piscinas con forma de espuela. Comienza a contar su historia: risas, risas, risas… Pero no nos confiemos, para contar esta anécdota necesita los cinco sentidos. Primer giro de la trama: cuando se subió al telesilla y le tocó al lado de una señora gorda. Siguiente giro: cuando apareció la jamelga del mono fucsia, here comes the girl. Tensión sexual, chascarrillo, otro chascarrillo… ¿Qué venía ahora? ¿Cuando no había esquís de su talla o cuando el profesor le enseñó a ponerse en cuña y a él se le escapó un pedo? Mierda, está perdiendo el hilo. ¿Cuánto tiempo lleva hablando? ¿Puede cantar otra ranchera? Mira su rolex de reojo. ¿Cinco minutos? Calor. La garganta le raspa. Le gente ha terminado el primer plato. La moqueta de la sala empieza a llenarse de cabezas de gambas. No nos volvamos locos, saltemos al tercer acto: cuando empieza a tirarle cacho a la jamelga y aparece el marido. ¿Había dicho ya que ella estaba casada, no? Me cago en… esto no le pasaba en el Gran Prix. Y encima nadie se acuerda de que él presentó ese programa, sólo se acuerdan de Ramón García. Vuelve para atrás, a la parte del telesilla. Si lo vende bien, colará como un flashback. El flashback es cuando las cosas en vez de ir para alante, van para atrás, como en las repeticiones de los toros. Cómo echa de menos a Antoñete. Una señora empieza a toser. Señora, no me joda, que está en el teatro. ¿Usted tosería en mitad de Cinco horas con Mario? Él nunca ha visto esa obra, pero Carlos Herrera dice que está muy bien. El cabrón de Carlos Herrera, esto le pasa por irse con él de putas. De pronto, Bertín oye algo. Algo que no ha oído en ninguno de sus treinta y un años sobre el escenario: oye el silencio.

Ni risas, ni piropos, ni coros. El silencio atronador roto sólo por las pulsaciones de su alfombra persa. Siente tanto frío que se abotona la camisa. Hay que reaccionar: empieza a hacer de gangoso mariquita, pero no mide bien las cantidades y acaba pareciendo simplemente mariquita. Durante lo que parecen eones, Bertín piensa en mil posibilidades, pero ninguna lo suficientemente buena para levantar esto. Hasta que, finalmente, ve la luz. A tomar por culo. Se gira al pianista, pide un acorde: “Buenas noches, señora, buenas noches señora…” El coro griego replica “Hasta la vista”. Bertín sonríe. Los vuelve a tener en su mano. Definitivamente, el texto es para maricas.

Historia de un hincha adolescente

Un chico de la piel de Putin monta un desaguisado tras otro en su centro educativo. Solo tiene doce años, la mirada torcida, el pelo hincado y los zapatos sucios. Su madre va a ver al director y este le suelta: "¿Qué esperaba de su hijo sabiendo cómo es usted y quién es su padre?" El muchacho, obsesionado con el fútbol, roba dinero a la madre para ver un partido de la selección en la capital. No tiene suficiente, se aprovecha de la buena voluntad de un amigo y de la ingenuidad de la gente para sacar lo que le hace falta. Pues bien, ahora viene el acertijo: ¿esto es un relato extraído de la vida real de ahora mismo?, ¿el argumento de una película iraní de los 70?, ¿o el de una película neorrealista italiana de los 50? Hay datos concretos que eliminan dos de las posibilidades.       

lunes, 14 de febrero de 2022

"El oficio de leer" por Andrea Calamari



«Alguien escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas», dice Ricardo Piglia.

Barthes dice que hay libros para leer en el escritorio y libros para leer en la cama. Tener los pies en alto, dice Calvino, es la primera condición para disfrutar de la lectura.

La lectura puede medirse en páginas, en capítulos, en poemas, en minutos o en horas. La lectura veloz apareció alrededor de la mitad del siglo XX cuando la maestra estadounidense Evelyn Wood popularizó y vendió su método para leer hasta cinco mil palabras por minuto cuando lo normal son trescientas.

A razón de trescientas palabras por minuto, se calculan las horas que lleva leer cada novela: Lolita: 6:26, Madame Bovary: 8:43; El amante: 1:00; Guerra y paz: 32:63.

Shakespeare leía en latín porque el inglés estaba prohibido. Walt Whitman iba al aire libre y se tiraba sobre la hierba cada vez que sentía ganas de leer a Shakespeare.

«Desocupado lector». Así empieza el Quijote, que es un libro sobre leer y escribir. El protagonista no es solo el hidalgo ingenioso de un lugar de La Mancha, sino también el narrador que no quiere acordarse del nombre de ese lugar de La Mancha.

En el mundo de Tlön se lee lo real perturbado y contaminado por la ficción. Erik Lönnrot, detective, solo cree en lo que lee y, porque no conoce otro modo de acceder a la verdad que la lectura, se equivoca y va hacia la muerte. Borges, que pensó a Tlön y también a Lönnrot, prefiere leer a escribir.

Virginia Woolf leyó todos los libros de la biblioteca de su padre, en su casa, mientras sus hermanos iban a Cambridge.

«No es apropiado que las niñas aprendan a leer y a escribir a menos que deseen hacerse monjas, porque, de lo contrario, al alcanzar la mayoría de edad, podrían escribir o recibir cartas de amor», escribió Felipe de Novara en el siglo XV.

La única referencia a la escritura que hay en Homero está en el canto VI de la Ilíada, entre los versos 165 y 170. Es una acusación contra un hombre por escribir: «Lo envió a Licia y le entregó luctuosos signos, mortíferos la mayoría, que había grabado en una tablilla doble».

Se supone que Dante empezó a escribir el Infierno en 1304, el Purgatorio en 1313 y el Paraíso en 1316. No hay evidencia. Tampoco queda una sola línea escrita por la mano de Dante, aunque dicen que tenía «una delgada y exquisita caligrafía».

Petrarca les escribía cartas a los escritores muertos. Uno de los que más le respondía era san Agustín.

Stendhal pasó diez años sin escribir. Esperaba la inspiración.

Cuando Barthes trabajaba en el campo, se distraía y no lograba la misma concentración que en su estudio en la ciudad: «Las distracciones que me suscito cada cinco minutos son las siguientes: vaporizar una mosca, cortarme las uñas, comerme una ciruela, ir a mear». A estos devaneos Barthes los llamaba mariposear.

Robert Walser escribía que no se podía escribir.

Fernando António Nogueira Pessoa publicó un solo libro en toda su vida: Mensaje. Su biografía dice que no dejó descendientes ni bienes ni testamento. No tuvo mujer ni casa ni diploma. Su certificado de defunción decía «escritor». Para ahorrarse el esfuerzo y la molestia de vivir, Pessoa inventó escritores que escribían por él: Álvaro de Campos, Bernardo Soares, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Vicente Guedes.

Gustave Flaubert pasó toda su vida haciendo frases. Las escribe, las corrige, agota semanas buscando la forma exacta. Sueña con escribir un libro acerca de nada, sin pretextos exteriores, que se sostenga en pie solo por la fuerza del estilo.

John Ashbery no corrige sus poemas; sería una pérdida de tiempo, dice. Los poemas, para Ashbery, no son sagrados y entonces los ensucia.

Kafka soñaba que leía a Flaubert. Describe el sueño en su diario: está en una sala colmada de gente en un podio, toma un ejemplar de La educación sentimental y lo lee completo en voz alta. No hay una sola interrupción.

Kafka pidió que nunca bajo ninguna circunstancia se represente con imágenes el insecto Ungeziefer en el que se convirtió Gregor Samsa.

Vladimir Nabokov es aficionado a la entomología e intenta dilucidar en qué tipo de insecto se ha transformado Gregor Samsa. Concluye que es un artrópodo. Nabokov fue siguiendo las pistas de la narración —múltiples patas, abdomen convexo, caparazón, mandíbula, espalda redondeada— hasta terminar con un boceto del insecto, una especie de escarabajo.

Gregor Samsa nunca llegó a saber que tenía alas bajo la cubierta dura de su espalda.

Después de leer Ulises y Finnegans Wake, Samuel Beckett sufrió un caso de angustia de influencia. Dejó de escribir en inglés y se pasó al francés para no tener que tocar el mismo instrumento que Joyce.

Virginia Woolf leyó a Joyce, pero no le gustó demasiado, aunque se ocupó de publicarlo en Londres. Cuando leyó a Proust se sintió desanimada: después de eso a ella no le queda nada bueno por escribir. Se cartea con Katherine Mansfield y compiten en silencio. Con Eliot compiten en voz alta.

Los amigos de T. S. Eliot hicieron una colecta para que él pueda dejar su empleo en el Lloyds Bank de Londres y se dedique a escribir. Entre sus amigos estaban Virginia Woolf, James Joyce, Ezra Pound.

Pound ayudó a Joyce con la escritura de Retrato del artista adolescente y a Eliot con La tierra baldía, un poema collage hecho de citas, referencias, restos y pedazos de otras cosas. A Ezra Pound le gusta el saqueo literario.

Los escritores amigos de Pound testificaron que estaba loco para salvarlo de la horca a la que se había acercado demasiado por su devoción a Mussolini. Vivió doce años en un manicomio, escribiendo.

William Faulkner fue piloto durante la Gran Guerra, Ernest Hemingway y John Dos Passos conducían ambulancias, Francis Scott Fitzgerald participó del desembarco del Día D.

Entre los antiguos celtas, cuando dos ejércitos libraban una batalla, los poetas de ambos bandos se retiraban juntos a una colina y allí discutían la lucha, cavilosamente.

Terminadas las guerras florecen los poetas. Natalia Ginzburg dice que después de la guerra todos en Italia creían ser poetas, pero confundían el lenguaje de la política con el de la poesía, que son dos lenguajes bien diferentes.

En la libreta de apuntes de Walt Whitman encontraron restos de su sangre, testimonio de su trabajo como voluntario durante la guerra.

Desde 1925 Adolf Hitler, en su declaración de impuestos, en el casillero de la profesión ponía: «escritor». Había publicado Mein Kampf, fue un best seller, pero con los años el autor cambió de profesión y dejó de escribir.

Albert Einstein escribió un poema en el que las estrellas, sin preocuparse por la teoría de la relatividad, siguen su camino de acuerdo con los planes de Newton.

A los treinta y un años Herman Melville llegó a la conclusión de que había fracasado como escritor.

Rimbaud dejó de escribir a los diecinueve años.

Rilke le escribió al joven poeta que solo debe escribir si la perspectiva de no hacerlo se correspondiera con la muerte: «Si tendría que morirse en cuanto ya no le fuese permitido escribir».

El joven René Guy Cadou soñaba con ser escritor, vivía obsesionado con la vida de los escritores, pero de su pluma no salía una sola línea decente. Antes de morir tomó la precaución de dejar escrito su propio epitafio y esas palabras se convirtieron en sus obras completas.

Durante el Renacimiento, Lodovico Castelvetro diseñó una máquina para estructurar argumentos a partir de cualquier premisa dada. Tenía cuatro ruedas con distintas posiciones: la rueda de los sujetos, la de los predicados, la de las relaciones y la de las preguntas. Cada punto de cada rueda podía convertirse en el punto inicial de una nueva búsqueda. La llamaban la máquina retórica.

En el siglo XV lapuntuaciónseguíasiendoerráticalaspalabrasseescribíansinseparación y las Mayúsculas se usaban de Forma incoherente.

Según los registros históricos, el 11 de marzo de 105 e. c., el eunuco Cai Lun le presentó una novedad a su emperador He de Han: el papel.

«Si, en el momento de sentarse a leer, se suspendiera la publicación de libros, [un lector] necesitaría trescientos mil años para leer los ya publicados. Si se limitara a leer la lista de autores y títulos, necesitaría casi veinte años», dice Gabriel Zaid en Los demasiados libros.

Los lectores de Fahrenheit 451 habían memorizado los libros y resistían en el bosque a la espera de momentos más propicios para la literatura.

Pessoa escribía fragmentos y dejaba espacios entre ellos para rellenarlos después con palabras, frases o párrafos enteros. Los fragmentos fueron encontrados en un baúl y los espacios los completó todos el lector, que es uno y es múltiple.

«Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual», escribió Borges en 1935.

A Borges le gustaban las enciclopedias. A Wystan Hugh Auden le gustaba leer el diccionario, decía que sería el libro perfecto para llevarse a una isla desierta. Ricardo Piglia, en cambio, creía que el único libro útil en una isla desierta sería un manual con las indicaciones para construir una balsa.

Alonso Quijano se volvió loco de tanto leer.

Cuando David Markson leyó Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, se creyó loco: estaba seguro de haberlo escrito él mismo. Se obsesionó, se hizo amigo de Lowry y se mudó a México para imitar al personaje protagonista.

«No se inventa nada. Solo pequeñísimas variaciones de lo ya dicho, visto, oído, leído, escrito, olvidado», dijo Augusto Roa Bastos.

Markson pasó gran parte de su vida en bibliotecas y librerías, acumulando citas. Con eso escribió una novela que no es una novela. Su cita preferida era de Jules Renard: «Escribir es la única profesión en la que nadie te considera ridículo si no ganas dinero».

Cuando Pierre Menard se puso a escribir un libro no quería uno cualquiera, quería el Quijote. Lo quería idéntico, palabra por palabra. Para lograrlo, emprendió la tarea de olvidar todo lo acontecido entre 1602 y 1918. Y así le salió el Quijote, como si fuera Cervantes, pero sin copiarlo.

"Cuando las putas vuelven a la ciudad" por Manuel Recio



Una ciudad que rinde homenaje a sus putas es una ciudad que pervive en la memoria colectiva: al fin y al cabo, estamos hablando de la profesión más antigua y duradera de la humanidad. Por algo será. Nos adentraremos en la historia del Padre Putas, guardián de la Casa de Mancebía y remero ocasional, del jolgorio estudiantil, del desenfreno báquico y pernicioso, del pícaro buscón y de las alegres meretrices que dieron origen a una de las fiestas populares más peculiares e indecorosas que aún hoy pervive: el Lunes de Aguas, en Salamanca. Tal vez la única efeméride «oficial» que rememora el regreso de las prostitutas a la urbe para el disfrute poblacional. Casi nada.

Putas en sobrado, galápagos en charco y agujas en costal no se pueden disimular.

Puta ventanera no está ociosa por buena.

(Refranero popular).

Una garganta desnuda, que precede a un pecho escotado y voluptuoso, se contonea insinuante desde lo alto del balcón al paso de unos desprevenidos estudiantes que, carpeta en mano, deambulan ajenos a cualquier estímulo externo. Discusiones presocráticas, socráticas, platónicas o aristotélicas se ven interrumpidas. Cuando se percatan de la elevada presencia femenina se vuelven todos epicúreos y olvidan sin reparo la reciente lección aprendida en el aula para dejarse hipnotizar por los encantos mundanos de la poderosa Afrodita. Bueno, más que de diosa griega, se podría hablar de deidad andrajosa: las mejillas y los ojos pintarrajeados de mala manera apenas consiguen disimular la falta de benevolencia del creador que no puso en ella especial esmero para obsequiarla con el don de la belleza. Ya se sabe el dicho latino Quod natura non dat, Salmantica non praestat («Lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta»). Y, a ese respecto, la Salamanca medieval podía prestar efímeros placeres terrenales en correteos nocturnos a cambio de unos maravedíes, pero poco más.

… porque los maestros que muestren sus saberes, é los escolares que los aprendan, vivan sanos en él, é puedan folgar é rescibir placer en la tarde cuando se levanten cansados del estudio.

(Alfonso X el Sabio)

Cuando el rey Alfonso X el Sabio en 1254 dicta las normas para conceder el título de Universidad al Estudio General de Salamanca —fundado en 1218 por su abuelo Alfonso IX de León— establece que el lugar ha de ser «de buen ayre y fermosas salidas». En las estribaciones occidentales de la meseta central, casi lindando con el reino de Portugal, Salamanca se alza con la condecoración, usurpando el ya existente Estudio General de Palencia. Se convierte, por tanto, en la primera universidad peninsular (por aquel entonces España era aún un constructo lejano) y una de las primeras de Europa, tras Bolonia, París y Oxford. Título de «ciudad universitaria» que llevará como una losa a sus espaldas desde entonces. Difícil dilucidar a qué se refería exactamente el monarca con «fermosas salidas» o «rescibir placer en la tarde» y el motivo último por el que eligió Salamanca en detrimento de la capital palentina. ¿Acaso era el rey sabio ya conocedor del dicho popular «En Salamanca la que no es puta es manca» y eso le influyó a la hora de tomar su decisión? Los legajos conservados no dejan claro este punto. El caso es que Salamanca se transformó por completo y unió su historia para siempre a la de su universidad, tanto para los magnánimos acontecimientos trascendentales del ser humano como para erigirse en cuna del saber y la sapiencia universal. Y de la fornicación: donde había estudiantes y juventud abundaban, cómo no, las prostitutas…

Ya en el siglo XVI, uno de los de mayor apogeo de la universidad, de los veinticinco mil habitantes con los que se cree contaba la ciudad, alrededor de ocho mil eran bachilleres. Si lo comparamos con los once mil habitantes de Madrid, uno puede imaginar sin problema el ambiente bullanguero que se respiraba en las calles. Tabernas, tascas y mesones repletos de jóvenes estudiantes y sopistas despreocupados, que no solo se instruían en los saberes del intelecto, sino también en los de Baco. Además, se veían pícaros, buscavidas, buhoneros, feriantes, lavanderas, alcahuetas y celestinas junto a clérigos, nobles y rectores. Y, por supuesto, putiferio, mucho putiferio. Estamos hablando de la Salamanca literaria que inspiró obras de calado como el Licenciado Vidriera de Cervantes, la Celestina de Fernando de Rojas, o el célebre Lazarillo de Tormes. La picaresca en todo su esplendor.

Como en otras muchas ciudades de la época, en Salamanca existían burdeles públicos. Cuentan los cronistas que, junto con Valencia, la Casa de Mancebía charra era uno de los mayores prostíbulos del reino. Por eso de guardar las formas, en lugar de ubicarse en pleno centro se llevó allende el río Tormes, pasando el solemne puente romano, en una zona conocida como el Arrabal (hoy en día aún se llama así ese barrio). No se podía haber elegido mejor ubicación y nombre, desde luego: «Extramuros y alejada, en un extremo del arrabal del puente, exenta de viviendas cuyos vecinos se escandalizasen por la presencia de mujeres públicas o pudieran ser indiscretos testigos de la llegada de clientes», cita el historiador Vicente Martín Hernández en su libro Fragmentos de una historia sociourbanística de la ciudad de Salamanca.

Sin embargo, una de las características del lupanar salmantino, que lo diferenciaba del resto, era que estaba custodiado por un clérigo: el padre de Mancebía. Nombrado por el Consistorio de la ciudad, en cierto modo también para explotar los pingües beneficios de la carne, el páter tenía como misión primordial rentar la casa a las mujeres, asegurarse de que todas las candidatas gozaran de buena salud y de que no estuvieran casadas o fueran mulatas. Asimismo, entre las funciones del eclesiástico estaba mantener las instalaciones a punto: las estancias debían tener cama de dos colchones, almohadas, manta, silla, candil, botica y estera. Entre las más curiosas, velar por su vestimenta: nada de guantes, sombreros o mantos largos, solo mantillas amarillas cortas. El color amarillo, junto con un cintillo pardo en el borde de la falda, las distinguía del resto de féminas decentes. He ahí el origen mismo de la expresión «irse de picos pardos». En definitiva, en Salamanca la madame del burdel —o «mesón del infierno», según se decía en el Licenciado Vidriera— llevaba sotana y crucifijo, no era una elegante señorita, sino un hombre de Dios al que todo el mundo conocía como Padre Lucas o Padre Putas. Pero aún no hemos hablado de la más importante de sus encomiendas, independientemente de que en algún momento dado el sacerdote quisiera probar en persona el servicio antes de ofrecérselo al cliente…

Semana Santa recojan a todos los poetas públicos y cantoneros y

se les aplique tal norma como a las malas mujeres.

(El Buscón, Quevedo)

Cuenta la leyenda que su majestad Felipe II, que a la sazón sería rey del mayor imperio español, llegó a la docta y culta Salamanca, a mediados del siglo XVI, esperando encontrar una ciudad recia y austera donde desposarse con la princesa María Manuela de Portugal. Nada más lejos de la realidad. En su lugar halló una urbe desenfadada y entregada por completo a los placeres de la carne, a la algazara y al barullo, más que al estudio y al recogimiento. A pesar de la juventud del monarca —apenas dieciséis años—, su recta fe, su profunda religiosidad y su gusto por las buenas costumbres le llevaron a tomar una medida drástica: prohibir la prostitución durante el tiempo de Cuaresma. El Padre Putas pensó que podría tomarse unas vacaciones, pero en realidad le iba a tocar hacer horas extra.

«En días de Fiesta, Cuaresma, cuatro témporas y vigilia, no estén las mujeres ganando en la mancebía, bajo pena de dejarle el costillar hecho trizas»: las Ordenanzas de la Casa de Mancebía, que Felipe II instauró en Castilla para el tiempo de Pascua, no se andaban con chiquitas. Desde el Miércoles de Ceniza hasta el fin de la Semana Santa, las meretrices debían abandonar la ciudad y era obligado el cese de toda actividad en el prostíbulo. Para evitar tentaciones, toda carne fresca, mancebía o fresquera era enviada lejos. No parecía de recibo practicar el milenario arte de la fornicación en los días precedentes a la Pasión y Muerte de Cristo. Como reza el refrán: «antruejo buen santo; Pascua, no tanto».

El Padre Putas adquirió, pues, una nueva misión divina, nunca mejor dicho: debería acompañar a sus concubinas a las afueras de la ciudad, en concreto al poblado de Tejares, a unos kilómetros de distancia siguiendo el curso oeste del Tormes. Remos a punto, el Padre Putas atravesaba las aguas tormesinas para emprender la excursión del exilio con coimas y alcahuetas a bordo. No hay registros del número de viajes que tuvo que hacer el buen hombre, pero seguro le quedaron fornidos brazos. Empezaba el periodo de abstinencia. Los desolados fornicarios y amancebados bajaban hasta la orilla para despedirlas y augurarles un pronto regreso. Y ese regreso —convertido en eternidad para algunos— se producía el Lunes de Quasimodo o, lo que es lo mismo, el Lunes de Pascua que sigue al Domingo de Albillo, segundo lunes justo al concluir la Semana Santa con el Domingo de Resurrección.

Para celebrar la vuelta de las cantoneras, los enfervorizados mozos vestían sus mejores galas, envueltos en danzas y cánticos, y se dirigían hasta la ribera del río, bota de vino en mano. Sobraban los motivos para el festejo. Manjares y licores hacían más llevadero el último tramo de la espera. En lontananza se adivinaba el hábito del Padre Putas, rema que rema, acompañado de sus fieles damiselas. Lo que es la vida: él, que había hecho los votos para servir a Dios, y al final reducido a un díscolo —quién sabe si también pecaminoso— proxeneta. Algunos aventurados estudiantes, presos de la impaciencia, se embarcaban en esquifes engalanados para recibirlas en las mismas aguas del río. Toda una flota de embarcaciones adornadas con ramas de árboles, ramos y remos —la expresión de ramera aparece por primera vez en la Celestina— se alineaban por el Tormes en señal de calurosa bienvenida. El cachondeo era infinito, la juerga monumental y tremendísima la bacanal. Los duros tiempos de Cuaresma habían concluido. Ya hay constancia de este hecho cuando un noble estudiante florentino de nombre Girolamo da Sommaia recoge en su diario el «di di passar las aguas» el 18 de abril de 1605.

Esa actividad tan salmantina de recibir rameras a pie de río se convierte en tradición. Con el transcurrir del tiempo, el paso de las aguas se da en llamar Lunes de Aguas. De origen profano o religioso —los historiadores no se ponen de acuerdo en este aspecto— año tras año, durante el Lunes de Pascua, el ínclito Padre Putas de turno devuelve la carne a la mancebía. A partir de ese momento, la fiesta del Lunes de Aguas se recoge en citas y documentación de la historia de la ciudad. Lo mismo aparece en un tratado sobre evolución urbanística salmantina que en coplillas y canciones populares. También en la literatura. Por ejemplo, el poeta y jurista Juan Meléndez Valdés, estudiante de Derecho en Salamanca, escribe en el siglo XVIII una carta a José Cadalso titulada La gran fiesta del Lunes de Aguas: a la gran borrachera.


A la gran borrachera

de Lunes de las Aguas

primer fiesta de Baco

de nuestra Salamanca

y solemnidad ilustre

que ella tan solo guarda

en todas las aldeas

que el claro Tormes baña

donde salirse suele

a la campestre estancia

con opíparas mesas

de corderos de Pascua

y en espumantes copas

del nieto de las parras

dar a la primavera

mil bacanales salvas

brindome el capricho

tras siesta abochornada

y al punto a puto el postre

eché a correr de casa.

Pelanduscas, prostitutas, hurgamanderas, coimas, damiselas, meretrices, cantoneras, busconas, tusonas, gorronas, zorras, zurronas o rameras. El diccionario castellano es generoso en las denominaciones de la prostitución. De ahí a honrarlas en una fiesta oficial hay un trecho. En Salamanca se sigue haciendo, hasta el punto de que el Lunes de Aguas, junto con la Semana Santa, están considerados como Fiesta de Interés Turístico. Ya nadie sale en barca a recibir al Padre Putas. La efeméride se ha convertido en una excursión campestre donde se degusta un arma de destrucción masiva culinaria llamada hornazo, empanada hecha a base de lomo, chorizo y huevo. La carnaza de ahora sustituye a la carne de otrora. La borrachera no difiere mucho. Se juntan estudiantes y pensionistas, locales y foráneos, niños y abuelos vestidos con el traje charro tradicional. Charangas, charradas, dulzainas, tamboriles, bailes, vino y el susodicho hornazo ponen el resto.

«¡A por el Padre Lucas! ¡A por el Padre Lucas!» gritan hoy los niños y jovenzuelos que corren, desaforados, por las callejuelas que van a dar a la plaza Mayor los días de ferias y fiestas. Saltan, brincan, ríen y se burlan de un gigante cabezudo al que siguen los pasos muy cerca. Este se da la vuelta y con fino palo de madera propina algunos ingenuos golpes a la chiquillería. El Padre Putas sigue presente entre los habitantes a través del Padre Lucas, personaje estrella de los pasacalles de todas las fiestas patronales de la ciudad. Los más ancianos del lugar incluso llaman padrelucas a los cabezudos. Aunque todo el mundo conoce su origen, pocos hay realmente que se atrevan a comentarlo en público. No vaya a ser que alguien se escandalice. La verdad es incorrecta. El Lunes de Aguas queda como testigo inerme y enmascarado de que en la meseta también sabemos pasárnoslo bien.

sábado, 5 de febrero de 2022

"La cumbre de este día" por Antonio Muñoz Molina




En un capítulo crucial de Ulises hay una referencia a Cervantes, una intuición de algo que surge y desaparece en el gran torrente verbal: “Le recuerdan a uno a Don Quijote y a Sancho Panza. Nuestro poema épico nacional todavía tiene que ser escrito… Un caballero de la Triste Figura aquí en Dublín… ¿Y su Dulcinea?”. El capítulo es una conversación tumultuosa y a ratos exasperante en la Biblioteca Nacional de Dublín, una de esas diatribas de gandules charlatanes que atraviesan la novela, centrada en este caso en la teoría del joven Stephen Dedalus sobre Shakespeare y Hamlet, sobre la autoría y la paternidad. En la conciencia de Dedalus, sus propias divagaciones tortuosas se confunden con las voces de quienes le rodean; su brillantez intelectual, inseparable de la arrogancia juvenil, contrasta con un estado de penuria absoluta, zapatos con agujeros, calcetines rotos, pantalones prestados. Stephen Dedalus es muy pobre, muy inteligente, muy pedante. Por eso los pasajes de la novela narrados desde su punto de vista son con frecuencia los más difíciles, irritantes incluso, de la manera en que puede ser irritante una persona joven muy centrada en sí misma, embriagada de su propia agudeza verbal, recreándose siempre en el más difícil todavía de sus elucubraciones. Mientras Stephen Dedalus deja embobados a sus interlocutores con sus acrobacias eruditas, en las que sin embargo hay siempre un hilo de verdad, una figura aparece y desaparece, igual que la referencia cervantina: ha pasado por esos despachos de la Biblioteca Nacional alguien a quien se menciona pero no se nombra, una visita que el lector atento reconoce, el señor Leopold Bloom, con quien el joven Dedalus va a encontrarse muchas horas más tarde, aunque ahora ninguno de los dos lo sabe. “Ahora” son poco más de las dos de la tarde, en este 16 de junio, y el encuentro de Dedalus y Bloom sucederá bien entrada la noche.

“Los hechos futuros proyectan antes sus sombras”, dice Joyce. Gracias a esa referencia a Don Quijote comprendemos que es Bloom el caballero de la Triste Figura que anda por Dublín vestido de negro: ha ido esta mañana al entierro de un conocido, y no puede volver a casa a cambiarse de ropa porque sabe que este es el día en que su mujer se ha citado en ella con un amante: Dulcinea tan carnal como Aldonza Lorenzo y Penélope infiel, pero no por eso menos amada o deseada, invocada a cada momento en recuerdos de una ternura antigua malograda por la pérdida de un hijo y tal vez por el simple desgaste del tiempo.
El Ulises no es un ejercicio cerebral y también impenetrable de experimentación literaria, al alcance exclusivo de escritores y críticos selectos y profesores universitarios de máxima erudición. Ulises es una novela tan populosa de personajes como Don Quijote de La Mancha o los Pickwick Papers, tan llena de voces y de peripecias como ellas, tan volcada en la celebración de lo real, aunque con una desvergüenza carnavalesca a la que Dickens nunca pudo atreverse, y en la que Cervantes se complacía como Rabelais y como Bruegel. El hiperintelectual Stephen interrumpe su paseo por la playa y sus divagaciones literario-teológicas para sacarse un moco y pegarlo en una roca. Desde la escena cervantina en que Sancho Panza, abrazado a las piernas de Don Quijote, muerto de miedo y de frío en la noche de los batanes, se afloja el cinturón y aprieta los dientes queriendo aliviar sin ruido lo que no puede esconder al olfato, no ha habido otro momento tan gloriosamente escatológico en la literatura como el de la visita del señor Bloom al retrete, llevando consigo una hoja de periódico que le sirve primero de lectura y luego como auxilio higiénico. En las bodas de Camacho, Sancho Panza se entrega a un éxtasis de la mirada y de la gula contemplando las ollas rebosantes de todo tipo de carnes sabrosas. El señor Leopold Bloom, tan moderado en sus apetitos, empuja la puerta de un restaurante barato en Dublín y queda abrumado por la densidad de los olores y por el espectáculo visual, sonoro y olfativo de los comensales que mastican, que sorben, que fuman, que escupen, que dejan en los lavabos una pestilencia de orina de cerveza.

Las palabras adquieren en sí mismas una consistencia de masticación. El estilo se modifica a cada momento según la materia que se está contando. Ulises es la novela de las vidas plebeyas y los oficios y diversiones y desventuras populares. Joyce, como Cervantes, ama todas las formas del habla y todas las de la literatura, y se complace en su parodia y en su acumulación, en la misma medida en que se complace en todo el espectáculo de los seres humanos, en este caso concentrados en el microcosmos estrafalario de Dublín, en algo menos de 24 horas, “la cumbre de este día”, dice el poema de Borges. Ulises es una novela cómica, una novela social, una novela radicalmente política desde casi la primera página, en la que la denostación del despotismo británico sobre Irlanda no es menos vigorosa que el rechazo del nacionalismo irlandés, de su sumisión a la Iglesia católica, de su estrechez identitaria. Bloom, judío errante en su propia ciudad y caballero de la Triste Figura, es uno de los personajes más llenos de sensatez y de bondad en toda la literatura de ficción. Tiene algo del Pierre Bezújov de Tolstói, algo de un caballero andante del sentido común que defiende a los débiles y corrige injusticias, que permanece tan alerta al dolor de los seres humanos como al de los animales. En medio de la miseria y el desvarío, de su propia agitación interior, Bloom confía en la racionalidad y se fija siempre en los remedios prácticos posibles que mejoren la vida. Gran parte de la novela la escribió Joyce durante la carnicería de la guerra en Europa, y con el recuerdo del levantamiento irlandés de 1916 y la sanguinaria represión británica. Muchos capítulos son de una claridad diáfana. Otros ofrecen grados distintos de dificultad, que se alivian gradualmente manejando buenas ediciones críticas y familiarizándose con otros libros de Joyce: Dublineses, Retrato del artista adolescente. La escritura está siempre cerca de la poesía: puede ser ardua, a veces revelarse poco a poco, y no agotarse nunca. Merece ser leída en voz alta. A veces una frase revela su belleza después de un estudio tan atento como el de un músico concentrado en la interpretación de un pasaje difícil. A mí lleva acompañándome toda la vida, de esa manera en que casi solo me acompañan Proust y Cervantes.

martes, 18 de enero de 2022

"Proust (2)" por Jesús Ferrero



Mientras me licenciaba en Historia, estuve trabajando de portero de noche en el hotel Marigny de París, cerca de la Madelaine. En ese mismo hotel Turgueniev había escrito Nido de nobles, en 1857, y allí iban a visitarle a veces Tolstoi y Nekrassov. Más de medio siglo después, Abert Le Cruziat, lacayo del príncipe Radziwill, transformó el Marigny en un burdel de chicos, ayudado económicamente por Proust. Muy pronto el escritor convirtió el hotel en el teatro íntimo de sus ceremonias sádicas, y fue en los sótanos del Marigny donde Proust llevó a cabo el ritual de las ratas laceradas con agujas.
Cuando yo trabajaba en el Marigny, el establecimiento distaba mucho de ser el Templo del Impudor, como llegó a ser llamado en tiempos de Proust, pero algo quedaba de su antiguo esplendor. Un alto porcentaje de sus clientes habituales eran homosexuales, y a menudo acudían prostitutas: unas eran chicas de bulevar, que abordaban a los transeúntes junto al café de la Paix y el Olimpia, y otras procedían de agencias dedicadas a la prostitución de lujo y venían acompañadas de ejecutivos de Arabia Saudita. Solían ser chicas muy hermosas, y tanto ellas como sus clientes buscaban la máxima discreción: en el Marigny la tenían asegurada. Era la norma de la casa: el que pierde palabras pierde amigos, me decía el amable y hermético propietario del establecimiento, que me trataba como a un hijo y que me dio grandes lecciones sobre el arte de vivir. Era un hombre católico pero de mentalidad luterana y estaba obsesionado con el ahorro, si bien conocía “el arte de la generosidad comedida.”
Había leído a Proust pero no sabía que el establecimiento del que era propietario había estado muy vinculado a uno de los escritores más asombrosos de todos los tiempos. Vivía en la ignorancia y estaba libre del fantasma de Marcel, tan presente todas las noches, y tan ausente.
La noche es el verdadero alambique de las pasiones, que destila lo mejor y lo peor de nosotros mismos, y es de noche cuando mejor se ve la rueda del deseo. Desde esa perspectiva, la recepción del antiguo hotel de Proust se convertía, con el caer de la noche, en el mejor mirador para observar al animal humano de la frondosa jungla de París. También era un buen lugar para desplegar tus armas psicológicas, si las tenías, y si no las tenías era el mejor lugar para adquirirlas rápido. En el Marigny vi toda clase de combinaciones posibles entre cuerpos y personas: parejas, tríos, juegos de cuatro y de cinco, relaciones escandalosamente edípicas, incesto. Se trataba de asuntos a veces trasparentes y a veces no, que te ayudaban a comprender mejor el ambiguo tejido del mundo y su alto contenido de deseo.
La imaginación se despegaba porque a menudo la mecánica de la noche la podía superar. Bastaba con tener los ojos abiertos para derivar de esa noche deseante las mejores creaciones de la imaginación, las más audaces y trasparentes, y también las más despojadas de esa mezquindad y esa falta de miras en la que a menudo ha caído la literatura realista. Todo lo dicho no convertía la noche del Marigny en una sucursal del infierno de Dante. Muy al contrario, las noches en el Marigny eran suaves como el aire de algunas novelas de Fitzgerald, y se respiraba una gran tranquilidad unida a una intimidad muy especial y a la vez muy parisina.
Proust adornó algunos espacios del Marigny con totografías y muebles de sus familiares, de modo que se sentía como en su casa, junto a la butaca de su padre y la imagen de su madre. A veces le encantaba que los chicos del hotel insultasen a algunos de los personajes de sus fotografías y los calificasen de gente degenerada y lasciva.