sábado, 11 de abril de 2020

Oda al pangolín


Ya está bien de tonterías y payasadas. Voy a centrarme por el camino más serio: el de la poesía de Facebook. Os he compuesto nada menos que una oda en quintillas en honor al Pangolín. Ahí va mi nueva identidad de hombre cabal y consciente de la situación. Chúpate esta, Marwan:

Pangolín de mis entrañas,
pangolín de mis amores,
¿por qué asuelas las españas
con los fieros sinsabores
de quien no puede ir de cañas?

Pangolín, déspota y rudo,
pangolín, saca la plaga,
estoy cansado de estar mudo,
y me veo alguna llaga
de andar por casa desnudo.

Me han rapado la cabeza
como a una oveja las lanas,
parpadeo con pereza,
los días ya son semanas
y siempre la noche empieza.

Pangolín, vete a tu casa,
se acabó el papel higiénico,
las mascarillas, la gasa,
solo consuela el arsénico
mezclado con argamasa.

Déjanos que respiremos,
tu garra de encima quita.
Prometo que sacaremos
en andas a tu abuelita
y tu raza adoraremos.

Pangolín de mi desvelo 
no aguanto la teleclase:
los alumnos son de hielo
no hay ninguno que desfase
y yo parezco medio lelo.

Devuélvenos la pizarra,
el cañón estropeado,
a David, que está en la parra,
y a Jorge, medio fumado.
Quiero volver a dar Larra,

Shakespeare y Lope también,
aunque solo uno me escuche,
aunque suenen como cien
aunque cierren el estuche,
sin que nadie lo haga bien.

¡Ay, Pangolín!, desmedido
es este castigo salvaje.
Desde el balcón yo te pido,
que nos dejes ir de viaje,
no a las Maldivas ni al Lido,
a un bar frente a mi garaje.

viernes, 10 de abril de 2020

La gran historia de la pandemia 6 (basado en sucesos reales)


Jueves Santo y por fin en casa. No pienso moverme de aquí, os lo prometo, aunque me asalten los deseos más acuciantes, aunque los efectos de la telerrehabilitación me trastornen. Voy a amarrarme al sofá con una maroma de barco y nadie podrá sacarme a la calle. Viajaré con la imaginación, como hacen los aficionados a la lectura y al consumo de estupefacientes. Puedo, por ejemplo, contaros qué haría yo hoy si no estuviéramos confinados, cuáles serían las actividades de esta jornada en unas Pascuas normales. 

9:00 de la mañana: mi asistenta austriaca me lleva el desayuno y el periódico a la cama. 
10:00 de la mañana: me reúno con Shakespeare para arreglar uno de los actos del Rey Lear. No tiene claro si hacer morir a Cordelia o no. 
11:00 de la mañana: recibo al camello en mi casa, quien me proporciona el éxtasis y las metanfetaminas que necesito para pasar el día. 
12:00 de la mañana: escucho el Ángelus.
13:00: aperitivo en la Posada del Reloj de San Clemente, cañas y tertulia con Javi, Juanan, Joaquina, Conchi, Mª Luisa, Pedro Pablo, Rosa y Luis con los cofrades del Santo Tequila. 
14:00 de la tarde: comida en Casa Baltasar de Aliaguilla. Alma pide cochinillo; Eva, solomillo al Idiazábal; Juanan, cerveza; y yo un gintónic. 
16:00 de la tarde: tertulia en el café Español de Madrid con Valle-Inclán, Antonio Machado, Lope de Vega, Quevedo, Nietzsche, Juan Luis Galiardo y José Luis Cuerda. Reparto la mercancía.
19:00 de la tarde: concierto de Las Grecas y los Talking Heads. De teloneros, Siniestro Total y Caballero Reynaldo. Reparto los restos del material.
22:00 de la noche: cena en Lavapiés con los que aguanten después del concierto, incluidos los compañeros de Iniesta.
24:00 de la noche: paseo nocturno por el Barrio de las Letras, con paradas en las tascas más oscuras.

El que echa de menos la libertad es porque ha perdido el número de teléfono de su camello.  
  
     

jueves, 9 de abril de 2020

La gran historia de la pandemia 5 (basada en sucesos reales)


La tontería de la pedrada me costó una segunda condena y, claro, como ya había copiado el Quijote completo, ahora me tocaba otro libro dictado por la misma profesora plomo. Le supliqué a los guardias que por favor me cambiaran la pena por cualquier otra: tortura física, limpieza de letrinas, enculamiento... No transigieron. Allí estaba yo, de nuevo, en el calabozo, copiando como un poseso el Quijote de Avellaneda, encima eso, el Quijote apócrifo. Creía que no iba a poder con tanto, pero lo superé, no sin secuelas. 
Ya había comprobado que la telerrehabilitación tenía sus consecuencias y no quería imaginar lo que supondría haber copiado en dos días el Quijote de Avellaneda. Pronto lo supe. 
Los propios nazarenos guardiaciviles me condujeron hasta mi casa. Como era Miércoles Santo simulamos un vía crucis para preservar las tradiciones y, con esa excusa, me cargaron con el mástil de la bandera (no encontraron una cruz adecuada). Desde los balcones nos cantaban saetas y algunos nos arrojaban piedras al grito de "madrileños go home". Llegué a mi casa deslomado y marcado por cintarazos y pedradas. Me sentía Brian (el de la Vida) y noté una pulsión irresistible a hacer algo que me traería muchos quebraderos de cabeza. Sin quitarme la sábana blanca con la que me habían vestido, cogí un bote de pintura dispuesto a pintarrajear la fachada del Ayuntamiento con el siguiente lema: "La telenseñanza es un invento del demonio".  

miércoles, 8 de abril de 2020

La gran historia de la pandemia 4 (basada en sucesos reales)


De nuevo en el cuartel de la Guardia Civil, rodeado de nazarenos.
-Bueno, ¿y usted por qué ha destrozado la cristalera de Mercadona con una piedra?
-Pues no sé, tengo mucho tiempo libre.
-¿Y ya está?
-También se me ha revuelto aquí abajo (le señalé el bajo vientre) un rencor antiguo, de otro tiempo.
-¿Qué rencor ni qué niño muerto?
-Pues eso, que mi padre tenía una tienda de ultramarinos, un comercio local, como lo llaman ahora, y nos creció un odio visceral hacia los grandes monopolios de supermercados cuando se instalaron en el pueblo. Y se me ha removido aquello, sabe usted.
-Y cuando se instalaron estos supermercados, ¿su padre tuvo que cerrar, claro?
-No, ¡qué va!, si el negocio sigue yendo muy bien. ¡Dígaselo a mi hermano!
-¿Entonces?
-Pues nada, que les tengo asco a los monopolios. 
-¿No querrá que ponga esta sarta de gilipolleces en el informe de atestados?
-Bueno, también dicen que en estas grandes superficies trafican con carne de pangolín, con papel del culo y con sangre de cajeras? 
-¿Con carne de qué?
-Sí, hombre, ¿no lo ha oído usted?, el pangolín, un animal muy simpático cuya carne fue el origen de la peste. 
-Dicen que fue la mordedura de un murciélago.
-Sí, y también dicen que había un laboratorio en Wu Jan donde trapicheaban con virus de todas clases.
-Sí, y mi compañero dice que lo generó el gobierno para no pagar a los viejos.
-¿Qué gobierno?
-Mi compañero no entiende de política. Un gobierno.
-Y dicen que viene otra catástrofe peor.
-Sí, dicen que un meteorito está a punto de caer sobre Tébar.
-¿Sobre Tébar?
-Sí, es el pueblo de mi abuelo. 
-¿Y hay Mercadona en Tébar?
-¡Qué va! La destrucción no va a ser muy grande si cae allí el meteorito. Lo peor será la onda expansiva.
-Y dicen que...
Y así pasé la tarde en el cuartelillo, conversando del pasado y del futuro sobre toda clase de hipótesis, hasta que nos dieron las diez y nos llamaron para cenar. No pregunté de qué era el guiso, pero me lo podía imaginar.   

martes, 7 de abril de 2020

La gran historia de la pandemia 3 (basada en sucesos reales)


Eufórico, tras la exitosa aventura del balcón, entré en casa con el propósito de tragarme todos los especiales informativos que emitían a cualquier hora en la tele, en la 1, en A3, en Cuatro, en Telecinco, en La Sexta y en Disney Chanel (la 2 no, demasiado cultural). Apuntaba las estadísticas de muertos, contagiados, confinados, curados, exfoliados, rapados, deprimidos, parados..., en España, en las comunidades, en los países europeos, en América, en Tébar. Hacía gráficos de barras, de líneas, de círculos, de caja y bigotes, árboles de levas... El trasiego era frenético, zapping a lo Usain Bolt: un tertuliano hablaba del origen del virus; una epidemióloga, de cómo tirar de la cadena sin peligro; un funambulista recomendaba hacer gárgaras con agua hirviendo; una chica explicaba cómo hacer una mascarilla con una compresa; todos somos héroes; quédate en casa; esto es una gripe fuerte; es un castigo de Dios; todo va a salir bien; viva la Virgen del Rocío; esto es una conspiración contra los viejos; felaciones a diez euros (esto es spam)..., y yo anotaba lo que podía (que era bastante), con el ritmo de copia conseguido en la cárcel. 

Al poco, noté que algo no iba bien en mi cabeza. Junto a los gurús de la televisión, comencé a oír, en estéreo, la cadencia talmúdica de la profesora de Lengua dictando el Quijote. Los datos comenzaron a cruzarse: "En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme vivía un hombre en casa encerrado desde hacía más de 23 días con cien rollos de papel higiénico", "la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, España acaba de superar a China, somos los segundos", "él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días los empleaba en sacar al perro más allá de los 200 metros permitidos",“Esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo, guardad la cuarentena porque así los linces podrán fornicar sin medida"... Me asusté bastante. Nunca había tenido episodios de esquizofrenia, y, en principio, el cruce de voces lo identifiqué con uno de los síntomas que los psicólogos televisivos auguraban como propios de un encierro continuado. Apagué la televisión, se acalló también la voz de la profesora de Lengua y se me encendió el chivato de los descubrimientos: esto, en realidad, era causa de la telerrehabilitación. Creía que no me había hecho efecto, pero sí. Igual que al protagonista de La naranja mecánica le obligan a asociar una cierta música y la violencia con una sensación de angustia, a mí me habían hecho fundir la voz de martillo pilón de la profesora con las de la televisión. La apagué y dormí dieciséis horas seguidas, ¡qué paz!, mis aventuras cuartelarias y eróticas no pedían menos.

lunes, 6 de abril de 2020

La gran historia de la pandemia 2 (basado en sucesos reales)


Me empeñé en cumplir la condena cuanto antes, apurado, porque el ambiente del cuartel era angustioso. Estábamos dentro de un convento medieval o en el prólogo de una película porno albanesa, con los guardias vestidos de capuchinos, las guardias de teja y mantilla y mis compañeros con apariencia de reos de la Inquisición. Además, el dictado paranoico de la profesora de Lengua se me hizo insoportable. Debía esmerarme en la copia antes de perder el oremus. Mi pena era doble, por lo que tuve que transcribir la primera y segunda partes del Quijote, 52 + 74 capítulos. Se asombró el guardia cuando le entregué el escrito sin faltas y leyó la palabra final, "Vale". Un piloto verde se iluminó en la puerta de salida y lloré de alegría, mientras me sujetaba el hombro para que no escapara del tronco.
Me dieron la libertad, un cirio y una mascarilla no homologada, pero conmigo no funcionó la telerrehabilitación. Llegué a mi casa con otra idea fija en la cabeza, cumplir la segunda obsesión de mi adolescencia: follar en un balcón. A mi mujer le plació la idea y salimos dispuestos a darlo todo, con tan mala suerte que, justo en el momento del clímax, dieron las ocho de la tarde. Los vecinos salieron también a sus respectivos balcones y comenzaron a aplaudir con estrépito. En ese momento, fuera de mí, pensaba que lo estábamos haciendo muy bien, pero me caí del caballo al oír que los vecinos entonaban a coro "Resistiré", en clara referencia a una situación que posiblemente no podría evitar. Esta pandemia está sacando lo mejor de nosotros mismos, resistí.    

domingo, 5 de abril de 2020

La gran historia de la pandemia 1 (basada en sucesos reales)


Aprovechando la soledad de las calles, pensé en llevar adelante una de mis ilusiones de la adolescencia y que nunca creí poder cumplir: correr desnudo por mitad del pueblo. Aprovechando también que lucía el sol, me quité el pantalón de chándal, la sudadera y los calzoncillos y salí, muy emocionado, a rondar las aceras como mi madre me trajo al mundo (si no tenemos en cuenta las zapatillas). Estuve deambulando, eufórico, por los alrededores de mi barrio, corriendo, brincando, haciendo cabriolas, hasta que me crucé con el aguafiestas del domingo. Iba vestido de capuchino, con capirote en la cabeza y cirio en la mano. Se puso delante de mí, se levantó ligeramente el capuz y me pidió la documentación. Yo le pregunté que quién era él para pedirme los papeles, me explicó que la Guardia Civil y la Policía Municipal habían tenido la feliz idea de vestirse de capuchinos para que las tradiciones no cayeran en el olvido, que si no oía los partes del Ayuntamiento. Lástima que no se les hubiera ocurrido esta idea en Fallas, porque ver peinados con moñetes a los miembros del cuerpo no habría tenido precio. El número de la Guardia Civil no sabía si multarme por romper el confinamiento o por escándalo público. Le planteé un dilema: "¿A qué público estaba escandalizando yo? Se cabreó conmigo, me tapó las vergüenzas con un capote antiguo conservado entre naftalina y tomó una determinación: "¡Al cuartelillo!" 
Hacía muchos años que no pisaba el cuartel de la Guardia Civil, aunque tampoco entonces hice un tour por sus dependencias, como habría sido mi deseo. Nada más llegar, me encerraron en un calabozo junto a otros que, como yo, habían incumplido las normas de confinamiento. De las cuatro celdas que había allí, tres estaban ocupadas por gente que había perdido el sentido común; y la mía, por irresponsables como yo. La pena que debíamos pagar los de nuestra celda me la explicó un muchacho que llevaba allí la friolera de diez días: "Han contratado a una profesora que nos dicta el Quijote a través de Meet. Para eso tenemos pantallas de ordenador. A ella no la vemos, porque su ritmo de lectura es tan rápido que no damos abasto a copiar todo lo que va dictando. No podemos levantar la cabeza del papel. Paramos para desayunar, comer y cenar. Por la noche, un guardia revisa nuestro trabajo y nos pone nota. Ayer salió el primer recluso, después de haber copiado entera la primera parte sin faltas de ortografía, 52 capítulos con sus puntos y comas. Acabó con la muñeca dislocada y un hombro fuera de sitio. Acabas de entrar en la telerrehabilitación, que te aproveche". Poco después pude confirmar esta realidad y os puedo asegurar que es agotador copiar al dictado con mascarilla y guantes (con razón se quejan los telestudiantes). Pregunté por los presos de las otras celdas y se me informó con minuciosidad: "Ahí están encerrados los que han perdido el sentido común durante esta peste: charlatanes que opinan como si fueran tertulianos de radio y televisión, supuestos expertos en pandemias, agoreros de esta y otras tragedias, sepultureros de gobiernos, salvadores del mundo, videntes y algún que otro salvapatrias... Es curioso, pero el método de rehabilitación que utilizan con ellos funciona, porque he visto salir a más de uno transformado en el mismo Antonio Machado, el abrigo lleno de manchas y quemaduras de cigarro, proclamando los beneficios de la humildad y soltando sentencias a la manera de Juan de Mairena. No sé qué les harán".CONTINUARÁ

jueves, 2 de abril de 2020

El día después


Mis pies todavía no se creían que esa pasta negra fuera el asfalto de la calle. Supongo que Armstrong (el astronauta, no el ciclista) también experimentó la misma sensación: el placer de arrastrar las pisadas sobre un suelo virgen, casi no hollado. La diferencia es que yo devoraba un aire sin usar, de paraíso, y no como el astronauta, con su escafandra claustrofóbica y su oxígeno de lata. La hierba, la mierda de los gatos y el polen de los chopos se registraban en mi nariz como experiencias sensoriales de un planeta por explorar, un aluvión de aromas que se agolpaban en la entrada de mis narices, como adolescentes en un festival de música. Estaba cerca, muy cerca. Me pareció oír, antes de verlo, el trajín inconfundible de las copas sobre el aluminio y la conversación animada de los selenitas. Estaba cerca, muy cerca. Ya atisbaba el toldo, tendido, intentando paliar los estragos de un sol que comenzaba a herir los tejados, las fachadas, los árboles, los edificios a medio construir, las aceras, los vidrios, los charcos, las tonsuras, las nucas. Sí, mi oído no me había engañado. La persiana estaba arriba, las mesas en la terraza y un enjambre ansioso abrumando sus alrededores. Armstrong clavó una bandera y yo sorbí la primera cerveza con la misma emoción, con la pasión del que bebe cráteres desconocidos. Sí, allí estaba de nuevo, el bar, el bar, la luna, la luna. No nos atrevíamos todavía a agolparnos ni a besarnos, ni a abrazarnos, ni siquiera a echarnos la mano, pero yo estaba allí, apoyado en la barra del bar, sorbiendo mi bandera como si estuviera en la luna y alguien, no sé quién, pudiera quitármela y encerrarme de nuevo en la cápsula metálica del Apolo XI.     

martes, 31 de marzo de 2020

"Temo luego existo" por Tsevan Rabtan


En el mes de agosto de 1944, nosotros, internados cinco meses antes, nos contábamos ya entre los veteranos. Como tales, nosotros, los del Kommando 98, no nos habíamos asombrado de que las promesas hechas y el examen de química aprobado no hubiesen tenido consecuencias: ni asombrados ni demasiado tristes: en el fondo, todos teníamos cierto temor a los cambios: «Cuando se cambia, se cambia para peor», decía uno de los proverbios del campo. Mas en general la experiencia nos había demostrado ya infinitas veces la vanidad de toda previsión: ¿con qué objeto esforzarse en prever el porvenir cuando ninguno de nuestros actos, ninguna de nuestras palabras lo habría podido influenciar en lo más mínimo? Éramos viejos Häftlinge; nuestra sabiduría consistía en «no tratar de entender», ni imaginarse el futuro, no atormentarse por cómo y cuándo acabaría todo: no hacer y no hacerse preguntas.

¿Conozco el miedo? Me lo pregunto seriamente por no acumular más palabras inútiles y por no perpetrar nuevos énfasis. Primo Levi, en Si esto es un hombre, tarda pocas páginas, las mismas que le llevan a Auschwitz, en decir «Ya no teníamos miedo». No creo que mienta, aunque más tarde utilice la palabra miedo varias veces. Su narración es un work in progress. El mismo Levi lo explica mejor, lo pienso desde mi ignorancia, en el párrafo que comienza este artículo. El miedo se enraíza en la previsión. Lo hay cuando hay futuro.
Suelo mencionar una frase maravillosa de Polibio que conocí en la inigualable obra de Basil Liddell Hart, Estrategia: la aproximación indirecta, y que viene a decir que para el ser humano lo más insoportable es la incertidumbre y que, una vez ha tomado una decisión, es capaz de arrostrar las más terribles dificultades. La incertidumbre y el miedo fueron paridos por la misma madre. Los seres vivos somos extravagantes centros de disipación, aceleradores de la muerte térmica, estructuras transitorias, mejoradas por un impulso destructor. Y la muerte es la cuenta que nos trae la naturaleza después del festín.
Hay quien dice que no tiene miedo a la muerte. Incluso parecen existir pruebas circunstanciales de ello, aunque nunca conoceremos la verdad sobre tan interesante cuestión: los únicos testigos válidos no pueden ser traídos al tribunal porque están muertos. Admitamos como hipótesis verosímil que la frase «peor que la muerte» no solo sea un lugar común: cómo es posible que nos dé más miedo lo que pueda sucedernos que el propio hecho de dejar de existir y que, pese a ello, admitamos tanto para seguir viviendo.
Levi, en uno de los lugares más espantosos que pueda imaginarse, incurre en una aparentemente paradójica contradicción: afirma que tenían miedo al cambio, porque siempre era para peor, para luego afirmar que supieron de la vanidad de la previsión y decidieron no atormentarse por cómo y cuándo acabaría todo.
Creo, con una convicción llena de dudas, que la fuente principal del miedo es la incertidumbre. Es también la fuente de nuestro placer. Así, en cierto sentido, nuestro miedo sería producto de nuestro afán por ser felices. Las religiones, esas adormideras, lo saben bien: siempre intentan asegurar un estado final inmutable. No es que esa eternidad lo sea de felicidad por alguna cualidad añadida. Llaman felicidad a la ausencia de miedo. A la parálisis. A la nada. Al todo. A esas metáforas en las que fluimos hacia la quietud eterna. La manifestación más extrema de esta perversión se encuentra en el budismo, enemigo del yo.
Nuestro afán por el placer es tan poderoso que siempre hay quien explora caminos nuevos. La cultura es «lamarckiana»: los aciertos, tanto los imaginados como los insospechados, pueden ser retenidos. Y llegamos a deshacernos voluntariamente de lo que nos es absolutamente inútil, sin acumular órganos vestigiales. Los avances y la acumulación son resultado de la tensión entre el miedo a lo nuevo y la búsqueda de la felicidad.
Levi dice que tenían miedo al cambio porque siempre era para peor. Vivían y no querían dejar de vivir. No, al menos Levi, ni aquellos que no se quitaron la vida. Sin embargo, poco después afirma que su sabiduría consistía en no querer prever el futuro. No imagino nada más angustioso que saber que cada futuro segundo está en las manos de decisiones ajenas a toda racionalidad. Que no sirva para nada decidir hacer o no hacer, que cualquier cálculo sea inútil. Pese a ello, Levi afirma que se «acostumbraron». Que crearon en su mente una rutina que consistía en no tener rutina alguna. Que para no tener miedo al cambio excluyeron que el comportamiento arbitrario de sus verdugos se incluyera dentro del cambio. Es como si sus guardianes se convirtieran en el fondo, en el paisaje, como fenómenos naturales, como lo que los anglosajones llaman «actos de Dios». Es como si en las mentes de esas pobres gentes los nazis ya no fueran hombres.
A nosotros nos parece terrible. Nos atemoriza físicamente un lugar así, porque es imposible, sin sufrir el mal en grado tan extremo, alcanzar el estado psicológico de los que sí lo sufrieron, hombres para los que el futuro era ese lugar en el que no cambiaba nada, en el que su vida solo consistía en estar vivos, porque se les había privado de la oportunidad de escoger.
Por eso creo que vivir sin miedo es imposible. Hay placer y miedo, como ruido de fondo, en el simple hecho de poder actuar, es decir, de estar vivos. 
Avanzamos a tientas, intentando sucesivamente distinguirnos y camuflarnos. Cada decisión es la apertura de oportunidades para el error y el dolor, pero es la única manera de vivir. Y cada estructura creada, cada regla moral, cada costumbre, cada ley, son pasos sobre sagrado, mosquetones que aseguran las cuerdas con las que nos asomamos a los abismos. Somos conservadores por miedo. La incertidumbre es la fuente del miedo porque nos impide prever el futuro. Cuando repetimos caminos conocidos lo hacemos porque son los que nos permiten calcular las consecuencias de manera más fiel. Sí, lo sabido y perfectamente anticipado nos puede dar miedo o placer, pero de forma trivial. Lo prueba la disminución progresiva del placer y del dolor cada vez que recorremos el camino trillado. El éxito de las disciplinas dirigidas a controlar el miedo, a minimizar sus efectos, se basa precisamente en replicar situaciones que generan el estado mental que se pretende dominar. Es decir, se basa precisamente en la previsión y la repetición. No me extrañaría que alguien que busca controlar el miedo a toda costa tenga un miedo insensato por el miedo mismo, por dejarse llevar por él.
El miedo no mata la mente. A la mente solo la mata la muerte. Temes, luego existes.

domingo, 29 de marzo de 2020

Me despido del apocalipsis


No es nada atractivo ser protagonista, ni siquiera actor secundario de una historia apocalíptica real, nada, nada. Así os lo digo. Nadie nos llamó para el casting del coronavirus y aquí estamos, actuando en primera línea de plató, sin haber recibido ninguna justificación por parte del director de la película. Tampoco la ha dado la seleccionadora del reparto. Nunca he querido ser actor, nunca me ha apetecido la perspectiva de morir en el escenario, ni en un plató, y menos participar en una película en la que muchos secundarios van a desaparecer o a vivir situaciones dolorosas. Prefiero ser espectador, salir de la pantalla y apoltronarme de nuevo en el sofá para contemplar las desgracias de entes de ficción y regodearme en mi abúlica realidad. Quiero escapar de las páginas de este guion macabro en el que algún autor malicioso nos ha incluido sin habérselo pedido y en el que llevamos todas las de perder, y sin satisfacción artística alguna. 
Prefiero ser lector, sí, seguir disfrutando de las peripecias del doctor Rieux en Orán, sin mancharme las manos de sangre y pus. Prefiero disfrutar, desde la distancia de siglos, de los chascarrillos eróticos del Decamerón, sin ser yo uno de los diez amenazados por la peste. Prefiero quedarme aquí, en el sillón de lectura o en el sofá, aunque me llamen ataráxico o estoico, no me importa. No quiero participar en esta película o en esta novela de peste y apocalipsis. Estos domingos eternos que vivimos los actores principales y secundarios, estos rodajes interminables yo no los había pedido. Nunca he tenido afán de personaje distópico. 
Solo he asistido una vez a un rodaje y no me quedaron ganas de volver. Lo que duró casi doce horas solo correspondía, en el metraje de la película, a siete minutos. El protagonista murió en la escena treinta y cinco veces, de maneras diferentes, pero murió; aunque, eso sí, al terminar la jornada, se levantó y se fue a casa en metro. Ahora, en nuestra actuación de secundarios forzosos, el tiempo se ha estirado como en aquel rodaje: los siete minutos son doce horas, y doce horas son... sacad la cuenta. El problema es que si mueres, no vuelves en metro, sino en furgona acristalada, y no te lleva a casa. 
Insoportable hastío. Y el director pide más y más muertos, más y más escenas terribles, más y más acciones heroicas, más y más efectismos, más y más traidores que remuevan la trama. 
Me canso, me despido, no quiero participar de esta producción de serie B. Es grosera, tediosa y sin un guion coherente. Ahora comprendo las horribles actuaciones de algunos buenos actores cuando participan en una trama cuyo director ha perdido los papeles.       

miércoles, 25 de marzo de 2020

"El regreso del conocimiento" por Antonio Muñoz Molina



Por primera vez desde que tenemos memoria las voces que prevalecen en la vida pública española son las de personas que saben; por primera vez asistimos a la abierta celebración del conocimiento y de la experiencia, y al protagonismo merecido y hasta ahora inédito de esos profesionales de campos diversos cuya mezcla de máxima cualificación y de coraje civil sostiene siempre el mecanismo complicado de la entera vida social. En los programas de televisión donde hasta hace nada reinaban en exclusiva charlistas especializados en opinar sobre cualquier cosa en cualquier momento, ahora aparecen médicos de familia, epidemiólogos, funcionarios públicos que se enfrentan a diario a una enfermedad que lo ha trastocado todo y que en cualquier momento puede atacarlos a ellos mismos. Cada tarde, a las ocho, sobre las calles vacías, estalla como una tormenta súbita un aplauso dirigido no a demagogos embusteros sino a los trabajadores de la sanidad, que hasta ayer mismo cumplían su tarea acosados por los continuos recortes, la falta de medios, el desdén a veces agresivo de usuarios caprichosos o quejicas. Ahora, salvo en los reductos consabidos, no escuchamos eslóganes, ni consignas de campaña diseñadas por publicistas, ni banalidades acuñadas por esa especie de gurús o aprendices de brujo que diseñan estrategias de “comunicación” y a los que aquí también, qué remedio, ya se llama spin doctors: engañabobos, embaucadores, vendedores de humo.
La realidad nos ha forzado a situarnos en el terreno hasta ahora muy descuidado de los hechos: los hechos que se pueden y se deben comprobar y confirmar, para no confundirlos con delirios o mentiras; los fenómenos que pueden ser medidos cuantitativamente, con el máximo grado de precisión posible. Nos habíamos acostumbrado a vivir en la niebla de la opinión, de la diatriba sobre palabras, del descrédito de lo concreto y comprobable, incluso del abierto desdén hacia el conocimiento. El espacio público y compartido de lo real había desaparecido en un torbellino de burbujas privadas, dentro de las cuales cada uno, con la ayuda de una pantalla de móvil, elaboraba su propia realidad a medida, su propio universo cuyo protagonista y cuyo centro era él mismo, ella misma.
Yo iba por la calle y me fijaba en que casi todo el mundo a mi alrededor se las arreglaba para vivir dentro de su espacio privado, exactamente igual que si estuviera en el salón de su casa, en su dormitorio, hasta en su cuarto de baño: la diadema de los cascos gigantes para no oír el mundo exterior y estar alimentado a cada momento por un hilo sonoro ajustado a sus preferencias; la mirada no en la gente con la que te cruzas, sino en la pantalla a la que miras; la voz que habla en el mismo tono que en una habitación cerrada, tan descuidada de los otros que era habitual asistir involuntariamente a conversaciones íntimas embarazosas, a peleas, a estallidos de lágrimas.
Pero entre nosotros la experiencia había perdido cualquier valor y todo su prestigio, y el conocimiento provocaba recelo y hasta burla. Cuando todo ha de parecer ostentosamente joven y asociado a la última novedad tecnológica, la experiencia no sirve para nada, y hasta se convierte en una desventaja para quien la posee; cuando alguien cree que puede vivir instalado en la burbuja de su narcisismo privado o de ese otro narcisismo colectivo que son las fantasías identitarias, el conocimiento es una sustancia maleable que adquiere la forma que uno desee darle, igual que su presencia personal queda moldeada por los filtros virtuales oportunos. Y la política deja de ser el debate sobre las formas posibles y siempre limitadas de mejorar el mundo en beneficio de la mayoría para convertirse en un teatro perpetuo, en un espectáculo de realidad virtual, no sometido al pragmatismo ni a la cordura, una fantasmagoría que se fortalece gracias a la ignorancia y que encubre con eficacia la cruda ambición de poder, el abuso de los fuertes sobre los débiles, la propagación de la injusticia, el despilfarro, el robo de dinero público.“Usted tiene todo el derecho del mundo a sus propias opiniones, pero no a sus propios hechos”, escribió el gran senador demócrata y activista cívico Patrick Moynihan. Lo dijo antes de que un portavoz de Donald Trump acuñara el término “hechos alternativos”, y de que la penuria económica de los medios de comunicación los llevara a alimentarse de opiniones más que de hechos, ya que siempre será mucho más caro, más trabajoso y hasta más arriesgado investigar un hecho que emitir una opinión. Se suma a esto una difusa hostilidad colectiva, que los medios alientan, hacia todo lo que parezca demasiado serio, pesado, poco lúdico. El entrevistador no disimula su impaciencia ante el invitado que suena premioso en cuanto se esfuerza en una explicación. Lo interrumpe: “Dame un titular”. Investigar con rigor y explicar con claridad requiere conocimiento y experiencia, que es el conocimiento más profundo que solo se obtiene con el tiempo y la práctica: son las cualidades necesarias para ejercer una tarea pública comprometida, desde asistir a un enfermo en una sala de urgencias a mantenerla limpia, o conducir una ambulancia, o montar de la noche a la mañana un hospital de campaña.


Curiosamente, en España, la izquierda y la derecha se han puesto siempre de acuerdo en echar a un lado o arrinconar a las personas dotadas de conocimiento y experiencia en el ámbito público, y someterlas al control de pseudoexpertos y enchufados. Maestros y profesores de instituto llevan décadas sometidos al flagelo de psicopedagogos y de comisarios políticos; los médicos y los enfermeros en la sanidad pública se han visto sometidos al capricho y a la inexperiencia de presuntos expertos en gestión o en recursos humanos cuyo único talento es el de medrar en la maraña de los cargos políticos.En España, la guerra de la derecha contra el conocimiento es inmemorial y también es muy moderna: combina el oscurantismo arcaico con la protección de intereses venales perfectamente contemporáneos, que son los mismos que impulsan en Estados Unidos la guerra abierta del Partido Republicano contra el conocimiento científico, financiada por las grandes compañías petrolíferas. La derecha prefiere ocultar los hechos que perjudiquen sus intereses y sus privilegios. La izquierda desconfía de los que parezcan no adecuarse a sus ideales, o a los intereses de los aprovechados que se disfrazan con ellos. La izquierda cultural se afilió hace ya muchos años a un relativismo posmoderno que encuentra sospechosa de autoritarismo y elitismo cualquier forma de conocimiento objetivo. Ni la izquierda ni la derecha tienen el menor reparo en sustituir el conocimiento histórico por fábulas patrióticas o leyendas retrospectivas de victimismo y emancipación.

Nos ha hecho falta una calamidad como la que ahora estamos sufriendo para descubrir de golpe el valor, la urgencia, la importancia suprema del conocimiento sólido y preciso, para esforzarnos en separar los hechos de los bulos y de la fantasmagoría y distinguir con nitidez inmediata las voces de las personas que saben de verdad, las que merecen nuestra admiración y nuestra gratitud por su heroísmo de servidores públicos. Ahora nos da algo de vergüenza habernos acostumbrado o resignado durante tanto tiempo al descrédito del saber, a la celebración de la impostura y la ignorancia.

martes, 24 de marzo de 2020

"Albada" por Philip Larkin


Trabajo todo el día, y por la noche bebo.
Despertado a las cuatro, miro la calma oscura.
Tendrán luz las cortinas, despacio, en sus extremos. 
Miro mientras lo que hay ahí sin duda:
la muerte infatigable, hoy un día más cerca,
que no deja pensar más que de qué manera
y dónde y cuándo moriré yo mismo.
Árido interrogante: pero el miedo
a morirse, a estar muerto,
aterroriza y siempre está encendido.

Más luz. La mente en blanco. No por remordimiento
-el bien que no ha hecho uno, el amor que no ha dado,
tiempo arrancado intacto-, ni depresión ante esto
de que una sola vida tarde tanto 
en rehuir sus comienzos erróneos, si es que puede;
sino por el vacío total y para siempre,
la segura extinción hacia la que viajamos
a perdernos del todo. A no estar más aquí,
a no estar en ninguna parte y
pronto. ¿Hay algo peor y más exacto?

Es un modo especial de tener uno pánico
que no hay trucos que quiten. La religión lo quiso,
brocado musical y apolillado
creado para hacer como que no morimos,
o ese rollo engañoso de que Un ser racional
cómo puede temer lo que no sentirá,
cuando el miedo -no ver, no oír- es ese,
sin tacto, gusto, olfato, nada con qué pensar,
nada que amar o con qué conectar,
la anestesia total de la que nadie vuelve.

Y así está en el umbral de la visión,
vaho borroso y breve, un frío siempre ahí,
que frena cada impulso hasta la indecisión.
Tantas cosas es raro que ocurran: esta sí.
Y su conciencia nos irrita
igual que algo que quema, si nos pilla
sin nadie o sin alcohol. Inútil ser valiente,
es decir, no asustar a otros. La bravura
no libra a nadie de la sepultura.
En la muerte da igual blando o resistente.

Poco a poco hay más luz y el cuarto se percibe.
Simple como un ropero esto que sí se sabe,
que siempre hemos sabido, que no puede rehuirse
ni aceptarse. Tendrá que irse una parte.
Los teléfonos, prontos a sonar, laten mientras
en despachos cerrados; toda la indiferencia
amanece del mundo alquilado y complejo.
Blanco como la arcilla está el cielo, nublado.
Habrá que ir al trabajo.
Van de una casa a otra carteros como médicos.

"La peste" de Albert Camus


La peste de Camus traza una historia estremecedora sobre la epidemia que sufrió Orán en los años 40. La buena literatura sirve, entre otras cosas, para ilustrarnos sobre cómo el hombre, ante la catástrofe o el amor, se desenvuelve de manera similar en el siglo III y en el XXI. Extraigo algunos fragmentos del libro de Camus para intentar comprender a qué nos enfrentamos cuando una plaga trastorna nuestra forma de vida:

1. Cuando comienza a manifestarse la epidemia de peste en Orán, a través de las ratas muertas, la mayoría de los ciudadanos no quiere creer en la plaga:

"Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar".

2. Una vez conscientes de la epidemia, la población siente una especie de exilio dentro de su misma ciudad que la lleva a un refugio, el de la imaginación :

"Era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria. Algunas veces nos abandonábamos a la imaginación y nos poníamos a esperar que sonara el timbre". 

3. Se resignan a renunciar al futuro:

"Aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado, y si algunos tenían la tentación de vivir el futuro, tenían que renunciar muy pronto".

4. Una de las primeras reacciones en la cuarentena es negar la evidencia y criticar a la organización:

"Nadie había aceptado todavía la enfermedad. En su mayor parte eran sensibles sobre todo a lo que trastornaba sus costumbres o dañaba sus intereses. Estaban malhumorados o irritados y estos no son sentimientos que puedan oponerse a la peste. La primera reacción fue, por ejemplo, criticar la organización".

5. En los inicios, el miedo casi niega la evidencia:

"Asustados, pero no desesperados, todavía no había llegado el momento en que la peste se les apareciese como la forma misma de su vida y en que olvidasen su existencia que hasta su llegada habían llevado. En suma, estaban a la espera".

6. El cambio en la ciudad:

"Por los barrios extremos, por las callejuelas de casas con terrazas, la animación decreció y en aquellos barrios en los que las gentes vivían siempre en las aceras, todas las puertas estaban cerradas y echadas las persianas, sin que se pudiera saber si era de la peste o del sol de lo que procuraban protegerse".

7. El sentimiento de desesperación comienza a aparecer ante la terrible duración y crueldad de la enfermedad:

"¡Ah, si fuera un temblor de tierra! Una buena sacudida y no se habla más del caso... Se cuentan los muertos y los vivos y asunto concluido. ¡Mientras que esta porquería de enfermedad! Hasta los que no la tienen parecen llevarla en el corazón".

8. La retórica antes y después de la plaga:

"Al principio de las plagas y cuando ya han terminado, siempre hay un poco de retórica. En el primer caso es que no se ha perdido todavía la costumbre, y en el segundo, que ya ha vuelto. En el momento de la desgracia es cuando se acostumbra uno a la verdad, es decir al silencio".

9. La risa también sufre sus transformaciones:

"No se ríe nadie más que los borrachos y estos se ríen demasiado".

10. El mal humor:

"En las paradas, el tranvía arroja cantidades de hombres y mujeres que se apresuran a alejarse para encontrarse solos. Con frecuencia estallan escenas ocasionadas únicamente por el mal humor que va haciéndose crónico".

11. El imperio de la ignorancia:

"El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad".

12. Las terribles consecuencias de la epidemia:

"Los enfermos morían separados de sus familias y estaban prohibidos los rituales velatorios; los que morían por la tarde pasaban la noche solos y los que morían por la mañana eran enterrados sin pérdida de momento".

13. La monotonía de la muerte:

"Nada es menos espectacular que una peste, y por su duración misma las grandes desgracias son monótonas".

14. La peste acaba con el futuro:

"La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes".

15. Zombis en la ciudad:

"La ciudad estaba llena de dormidos despiertos que no escapaban realmente a su suerte sino esas pocas veces en que, por la noche, su herida, en apariencia cerrada, se abría bruscamente".

16. El cansancio, un buen antídoto contra el sentimentalismo:

"A decir verdad, era una suerte que existiese el cansancio. Si Rieux (el médico) hubiera estado más entero, este olor de muerte difundido por todas partes hubiera podido volverlo sentimental. Pero cuando no se ha dormido más de cuatro horas no se es sentimental".

17. La peste se disipa después de un largo periodo de sufrimiento y muerte:

"Una de las nuevas muestras de la era de la salud, sin ser abiertamente esperada, se aguardaba en secreto, sin embargo, fue que nuestros ciudadanos empezaron a hablar con gusto, aunque con aire de indiferencia, de la forma en que reorganizarían su vida después de la peste". "La liberación que se aproximaba tenía una cara en la que se mezclaban las lágrimas y la risa".

18. Los cambios que produciría el paso de la peste por la ciudad:

"La peste cambiaría y no cambiaría la ciudad, que sin duda, el más firme de nuestros ciudadanos era y sería siempre el de hacer como si no hubiera cambiado nada, y que, por lo tanto, nada cambiaría en un sentido, pero, en otro, no todo se puede olvidar, ni aun teniendo la voluntad necesaria, y la peste dejaría huellas, por lo menos en los corazones".

19. La peste como la vida:

"Él había ganado únicamente el haber conocido la peste y acordarse de ella, haber conocido la amistad y acordarse de ella,  conocer la ternura y tener que acordarse de ella algún día. Todo lo que el hombre puede ganar al jugo de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo".

20. La eternidad de la peste para quienes pierden a sus seres queridos:

"Para esos, madres, esposos, amantes que habían perdido toda dicha con el ser ahora confundido en una fosa anónima o deshecho en un montón de ceniza, para esos continuaba por siempre la peste".

21. El festejo después de la desgracia:

"Toda la ciudad se echó a la calle para festejar ese minuto en el que el tiempo del sufrimiento tenía fin y el del olvido no había empezado".

22. Y la expiación final:

"La mayor parte efectuó peregrinaciones sentimentales a los sitios donde habían sufrido. Querían enseñar a los recién llegados las señales ostensibles o escondidas de la peste, los vestigios de su historia". "Esas parejas enajenadas, enlazadas y avaras de palabras afirmaban, en medio del tumulto, con el triunfo y la injusticia de la felicidad, que la peste había terminado y que el terror había cumplido su plazo". "Para todos ellos la verdadera patria se encontraba más allá de los muros de esta ciudad ahogada. Estaba en las malezas olorosas de las colinas, en el mar, en los países libres y en el peso vital del amor. Y hacia aquella patria, hacia la felicidad era hacia donde querían volver".

23. Y el aprendizaje:

"Algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio".


sábado, 21 de marzo de 2020

"Miedo al Quijote" por Andrés Trapiello


Hay tres maneras más o menos fiables de saber si alguien ha leído o no el Quijote
Se refiere uno, claro, a personas que por una u otra razón muestran algún interés por la lectura, se trate de un best seller, de una novela de Baroja o de En busca del tiempo perdido. Plantear esta cuestión entre quienes no leen nunca ninguna clase de libros no tiene ningún sentido. 
La primera de estas maneras de saber si alguien ha leído o no el Quijote suele tener lugar en ambientes de cierta confianza o intimidad, entre personas cercanas, colegas, parientes o amigos. Sucede cuando alguien, en un arranque de sinceridad, admite: «Yo no he leído el Quijote». 
Por lo general esta confesión no suele ser ni arrogante, ni presuntuosa, ni cínica. No es habitual que alguien añada que no lo ha leído «porque es un libro que no me interesa absolutamente nada» o «porque no voy a perder el tiempo en un libro lleno de notas» o algo parecido. Al contrario, quien admite no haber leído el Quijote suele reconocer con humildad y pesadumbre que «tendría que leerlo» o que «lo he empezado muchas veces» o que «siempre que he querido hacerlo, se ha interpuesto algo».
Las dos siguientes maneras de saber si alguien ha leído o no el Quijote son también bastante elementales. 
La primera de ellas es la más frecuente: «Yo lo leí de pequeño, en el colegio. Teníamos un profesor entusiasta del Quijote, y lo leíamos en clase».
Si uno pregunta la edad en la que eso ocurría, se encuentra con que la mayoría de los que afirman haber leído el Quijote en clase, lo hicieron a edades relativamente tempranas, entre los diez y los catorce años, lo cual tiene su lógica, porque a los catorce años la subida de testosterona hace ingobernable cualquier grupo de más de una docena de púberes. Lo único probablemente que mantendría atentos y en silencio a más de treinta chicos de entre catorce y diecisiete años sería una película porno o el funeral de un amigo.
No es difícil hacer un cálculo del tiempo que se tarda en leer el Quijote. Hay una grabación, hecha por actores profesionales, cuarenta cedés, que editó Audio Libros Paloma Negra de Turner Overlook hace diez años. Dura unas cuarenta horas. Manuel Arroyo, el editor, recuerda aún las vicisitudes esperpénticas de aquellas grabaciones y cómo los actores no entendían la mayor parte de las cosas que leían, que leían muchas veces como papagayos, pero ponían tanta pasión y énfasis al hacerlo que no se nota. Es muy agradable dejarse llevar por el sonido de sus palabras, por la música cervantina, aunque a la mayor parte de los que oigan esa grabación, u otras parecidas, les sucederá lo mismo que a los actores, porque hay tantas cosas que no se entienden y el hipérbaton y los tiempos verbales son a veces tan intrincados y alejados de los nuestros, que se requerirían muchas interrupciones o vueltas atrás para saber qué han dicho y quién lo dice. Así que, finalmente, uno sigue esa lectura como cuando vamos en la popa de un barco, prendida la mirada en la estela que va dejando y las olas que se forman a su paso para desvanecerse al poco tiempo, sin saber qué deja en nosotros y en el mar ese camino.
Yo he contado las notas que hay en la edición reducida del Quijote de Rico: cinco mil quinientas cincuenta y dos. La lectura de esas notas, sin muchas de las cuales ni siquiera un lector cultivado no especialista entiende la mitad de lo que está leyendo, supongo que se puede llevar otras cuarenta horas, y si a esto añadimos las idas y venidas del texto a las notas y de las notas al texto, y las veces que a uno se le va el santo al cielo y las que tiene que reconsiderar qué es lo que estaba leyendo, podemos decir que la lectura del Quijote se puede ir a setenta o más horas, dependiendo de esas y otras circunstancias. Si se mira bien, no son muchas. Pero las horas de literatura o de lengua por curso en los planes de estudios son muchas menos que esas. Hace mucho que no tiene uno contacto con el mundo de la enseñanza, pero recuerdo que en mi época, y aun en la de mis hijos, las clases de lengua y literatura eran tres a la semana; haciendo un cálculo somero, unas, ¿cuántas, cincuenta, sesenta?, cada curso (porque es de suponer que el Quijote se lo leerían, a esos que dicen haberlo leído en clase, profesores de lengua o de literatura, y no de química o matemáticas).
Pido un poco de paciencia al lector, porque ya sabe uno que todas las operaciones de esta índole son muy aburridas. 
Estábamos en lo de que un alumno de lengua o literatura tiene unas cincuenta horas de clase por curso. Admitamos el caso de un profesor entusiasta de literatura. Admitámoslo incluso lo bastante forofo del Quijote para querer leérselo a sus alumnos cada día de clase. Es de suponer también que, además de leérselo, dedicará un tiempo a enseñarles la asignatura. ¿Ponemos, generosamente, una media hora por clase para la lectura? De esa media, lo probable es que dedique un cuarto de hora a comentar lo leído y leer las notas mientras los chicos y chicas meten ruido, se distraen, levantan la mano y gritan «profe, profe, porfa, yo» y esas y otras cosas que se dicen a esa edad. 
Bien, tenemos, pues, que siendo muy generosos en los cálculos y poniendo «de añadidura» o propina, como se dice en el Quijote, algunas horas más, andaríamos alrededor de las veinte horas al año dedicadas a la lectura del Quijote. Por tanto, para completar la lectura del Quijote en clase se necesitarían cuatro o cinco cursos.
Y todo esto, sin haber entrado en la cuestión de fondo: ¿qué es lo que uno puede entender del Quijote con doce años, y sobre todo, qué puede uno recordar a los cuarenta de lo que le leyeron a los doce, aparte del recuerdo del recuerdo y de cierto aroma que el tiempo irá desleyendo, por muy penetrante que sea, y el del Quijote lo es sin duda?
Hay también una versión adulta de todo esto: los que aseguran que lo tuvieron que leer en la universidad para un examen, en el caso de los alumnos de Filología. No está claro si leer para un examen es lo mismo que leer. Por ejemplo, el Quijote es un libro mucho más estudiado que leído y, como la mayoría de los clásicos, mucho menos leído que venerado.
En fin, uno, en principio, cree a todo el mundo, pero sabe que la mayor parte de los que aseguran haber leído el Quijote en el colegio, y aun en la universidad, y no han vuelto a leerlo desde entonces, lo han leído, en el mejor de los casos, parcialmente y, en todo caso, es como si no lo hubieran leído en absoluto, porque ya no recuerdan nada de él, fuera de esos episodios que, en España al menos, recuerdan incluso los que no lo han leído nunca: la aventura de los molinos, la de los pellejos de vino, la de Clavileño acaso, la derrota del caballero en la marina de Barcelona. Es decir, como si dijéramos que conocemos tal o cual ciudad a la que nos llevaron de niños nuestros padres y en la que pasamos unas horas, y a la que no hemos vuelto en treinta años. Nada que vaya más allá de la corteza de la letra.
¿Y por qué este comportamiento tan extraño? ¿Por qué la gente cree haber leído el Quijote o dice haberlo hecho? Seguramente porque prefieren creer lo que no sucedió nunca o no sucedió como creen, a admitir la intolerable idea de que no haya sucedido nunca. Todo antes que admitir que no han podido culminar no ya un libro, sino un acto cívico de primer orden, pues se les ha presentado a menudo el de la lectura del Quijote como un deber patriótico del tipo de la jura de la bandera o como un deber hacia la lengua que hablamos y a la que debemos la mayor parte de las cosas que tienen que ver con nuestra vida. ¿Qué menos que devolverle a la lengua que nos permite estudiar, declarar afectos, defendernos, divertirnos, comunicar nuestros pensamientos más íntimos un poco de atención y reconocimiento, leyendo una de las obras donde ella está mejor representada?
Solo quedan, en fin, los del tercer grupo, esos que aseguran que lo han leído de forma salteada… «a trozos»; todo, pero saltando de unos capítulos a otros. Sí, basta oír a alguien asegurar que él o ella lo han leído a trozos, para saber que no han leído probablemente ni la mitad de él, pero lo expresan de ese modo porque piensan que esos fragmentos les habilitan como verdaderos lectores del Quijote, tal y como sucede, por ejemplo, con una ciudad o un museo: haber visto una parte de París o unas salas del Louvre nos da derecho a decir que conocemos París o el Louvre. Haber leído una parte del Quijote nos hace del escogido y prestigiado (y heroico) grupo de sus lectores.
Yo no creo, ni mucho menos, que la gente no haya querido leer en España ni en la América hispanohablante el Quijote. Al contrario, creo que en España, y en todos los países hispanohablantes, hay millones de personas que lo han querido leer (y nadie hasta ahora, en una sociedad que hace encuestas de todo, hasta de las mayores chorradas y cada dos por cuatro, ha querido saber cuánta gente ha leído el Quijote, acaso para no llevarse un profundo chasco), hay millones, decía, que lo han querido leer y se han dado de bruces con él, con una lengua que, al que la conoce más o menos, le parece maravillosa, y al que no, ardua y difícil. El temor de reconocer y confesar que no comprenden un libro escrito en la lengua que ellos mismos creen hablar, «la lengua de Cervantes», les lleva a silenciar que no lo han leído, o a engañarse, o a mentir.
Y todo porque nadie les ha explicado aún que no han podido leer el Quijote porque este se escribió en una lengua, el castellano del siglo XVII, que no hablamos y que, a medida que nos alejamos de él, entendemos ya cada vez menos; que no es verdad que la lengua de Cervantes y la nuestra sean ya exactamente la misma. 
Esa es la razón por la que empecé a ponerlo en castellano actual hace catorce años.
Apenas se supo lo que yo había hecho, empezaron a oírse las voces, literalmente voces, de quienes lo consideraban un crimen de lesa humanidad. ¿Qué temían?
Así como el temor de los que no han leído el Quijote es muy respetable (y por respeto a ese temor ha traducido uno el Quijote con el mayor respeto), el temor de los que piensan que yo he querido acabar con el Quijote es ridículo.
Porque no cuestionan mi trabajo (que no han podido evaluar aún), sino la sola posibilidad de que nadie ponga sus manos en ese libro «sagrado».
Hubo unas cuantas polémicas en los periódicos, y en todas ellas dije lo mismo: «No se sabe por qué los alemanes, franceses, italianos, ingleses o los de cualquier otra a la que esté traducido pueden leer el Quijote en sus respectivas lenguas actualizadas —quiero decir, que un francés lo lee en el francés del siglo XXI, no en una versión del XVII, que existe, como puede leer también a Montaigne (su Cervantes) traducido al francés del XXI, si quiere, o los ingleses a Shakespeare en inglés también del XXI—, y a los españoles e hispanohablantes se les obliga a hacerlo en esa lengua que, insisto, apenas comprenden, si no es con esfuerzo y tenacidad».
Y cuando les decía que nadie les impediría seguir leyendo el Quijote en su «prístino estado», y que podrían seguir haciéndolo, se cerraban en banda con un cerrilismo bastante exasperante, como si pensaran: «no, no, aquí todo el mundo tendría que joderse y leer el Quijote y sus cinco mil quinientas cincuenta y dos notas, como hemos hecho todos», sin duda molestos de que un compatriota suyo pueda leer el Quijote con la misma soltura y gusto con los que leemos Guerra y paz o Las mil y una noches aquellos que no sabemos ni ruso ni árabe, o como se leía el propio Quijote hace cuatrocientos años, y como han de leerse las novelas… y todo lo demás.
Yo creo que el temor de los que no hayan podido leer el Quijote, queriendo haberlo hecho, quizá se disipe, porque podrán hacerlo a partir de ahora en su lengua viva, pero el de los otros no se disipará. Encontrarán razones para seguir dando la matraca y tratarán además de meter el miedo a todo el mundo para que no lean nada que no sea el Quijote tal y como apareció en 1605 y 1615 (incluso con sus mismas erratas, ¿por qué no?, o en griego, como la Ilíada, o en latín, como la Eneida, o en inglés, como Borges), porque de lo contrario sobrevendrá a la comunidad de hispanohablantes una infinidad de plagas, propias de estos tiempos degenerados en los que ya no se respeta nada. Yo a estos puedo oírles desde mi casa clamar al cielo: «¿Adónde vamos a llegar?». A esos yo les respondería: adonde ya estábamos antes, no temáis, al Quijote.