1. Ascetismo.
En el zaguán donde encontré el cadáver, se respiraba silencio y aspereza. El ambientador de frambuesa endulzaba la pestilencia de las vísceras aún calientes. Una joven de escayola yacía sobre una mesa de matarife. El asesino la había colocado allí con medida crueldad, para contemplarla como a un Cristo martirizado. La abuela descubrió a su nieta sobre ese altar: derrengada sobre la madera, las tripas fuera y los ojos absorbidos por las vigas del techo. El secretario de mi juzgado se echaba mano a la boca, como un turista en la India, extraña repulsión para quien trastea con cadáveres.
“Prueba en un pueblo. Verás qué alivio: todas las mañanas pasea la muerte por las aceras sin que nadie le preste atención. Allí está de más el asesinato. En cuanto vivas en uno de esos lugares olvidados por el correr de la sangre, recuperarás los nervios y la sombra. Nunca ocurre nada: las horas pasan tan lentas que es necesario avivarlas con un abanico para notar su aliento”. Al ver el cadáver de la chica, recordé las monsergas de Servando. La muerte siempre llama la atención, ama el protagonismo y le da igual el escenario. Le pone que la adoren en sus más descaradas poses. La muerte no pasa inadvertida, ni siquiera en un pueblo adormecido por campos de brasas. Allí estaba, frente a mí, obscena, profanando el cuerpo de una adolescente que abría su vientre de par en par como un baúl revuelto.
Era mi primer caso de sangre en el nuevo destino. Una semana llevaba allí cuando comprobé lo poco que sabe Servando sobre la muerte y sus costumbres.
La mañana de autos me había resistido a la sed de alcohol. Salí del bar mucho antes de lo que pedían mis temblores de manos. Un cielo recién estrenado me recibió, sobrio, sin estridencias. Solo se oía en la calle el rumiar del carro del barrendero y el zureo de las palomas. Una de ellas presentó sus credenciales sobre mi traje de lino y me condecoró el hombro con una gelatina que estuvo a punto de provocar mi vuelta al bar Miami. Mal augurio, pensé, con tino. Pasé mi pañuelo de tela sobre la cagada. Quedó un leve rastro que eliminé tras empapar el moquero en saliva libre de burbon.
El café con leche no me proporcionó el ánimo necesario. Siguiendo los consejos de Servando, evité la barra del bar para curarme del resto del día. “La España negra y profunda ya no existe. Es un invento de los medios. En el pueblo no te atragantarás con asesinatos, como mucho lidiarás con peleas de mozos, accidentes de tractor, mujeres maltratadas o con inmigrantes apaleados por el aburrimiento del fin de semana. Nada que pueda quitarte el sueño. Las tragedias rurales no se meten entre los dientes, como las hebras de esas carnes fibrosas y urbanas”. Era lunes, llevaba en el pueblo una semana, y, confiado en las promesas de Servando, esperaba no toparme con más escenarios criminales. Siete días resistiendo los copazos mañaneros suponían un logro para quien había copiado los hábitos de los detectives de telefilme. No solo había dejado los juzgados de Plaza Castilla, también la imitación del mal cine. Me empeñé en abandonar antiguos vicios. El ascetismo era la solución para purgar mi hígado y mi mal gusto televisivo. El ascetismo. Estaba iniciándome en él, lejos de la ciudad, de las coctelerías, de los asuntos criminales, del bullicio urbano, de la civilización, solo, sin tentaciones, sin Servando.
No llevé nada bien estar sobrio en el lugar del crimen. El paisaje era tan desencantador como los de la capital. Gracias a mi lucidez, me golpeó con dureza el espanto de la mirada adolescente, la violencia de los arañazos y cardenales; el vaho de las entrañas calientes… Hacía muchos años que no escarbaba en un cadáver con tanto esmero, que no sentía pasar la saliva tan espesa. La muchacha, con los ojos desgarrados por el pánico, miraba el techo con arrobo de beata, extática, tendida sobre una superficie maltratada por el cuchillo y el soplete. Recordé el testimonio de un matachín de cerdos del barrio de San Blas, que desolló a su esposa sobre una mesa parecida porque sentía nostalgia del oficio perdido. Hacía ya muchos años de ese caso.
Sin el efecto narcótico del alcohol, con la única defensa de una magdalena y un café con leche, escocía el espectáculo de la muerte joven: el cabello rubio teñido de sangre, los ojos de cristal, el rastro de las lágrimas en las laderas de la nariz, los labios de corcho… Quemaba aquel vientre de matadero.
Ante la ausencia del médico forense, el secretario y yo nos enfrentamos solos a la escena del asesinato. Demasiada crudeza para él, aún más que para mí: se sujetaba la tembladera en la manga de mi americana. Me contó entre dientes que esperara poca cosa del médico, que ojalá enviaran a alguien de la capital. El secretario no confiaba en él, “será mejor que tomemos nota nosotros mismos si queremos acabar pronto con esto”. Me ofreció su apoyo, aunque le delataban las ganas de escapar de allí cuanto antes. Tartamudeaba, temblaba, quería salir del zaguán y sepultarse de nuevo bajo los legajos del juzgado. Un mes antes, en Madrid, yo no habría reparado en su conmoción, ni me habría abrumado así el escenario del crimen. El ascetismo no iba a resultarme de fácil digestión.
Le pedí al secretario un cuaderno, un bolígrafo y una cámara fotográfica. Tardó en traerlos una eternidad y, al entregármelos, se le cayó la libretilla sobre el pecho de la muchacha, que alguien pudoroso –posiblemente la abuela- había cubierto con un mandil. Mi ayudante no soportó el accidente, rompió en sollozos mal disimulados en cuanto palpó el cadáver. La frialdad de la piel muerta siempre impresiona. Es una experiencia más traumática que la vista de cualquier atrocidad. El tacto de la muerte se pega a los dedos y la desazón no desaparece al lavarte las manos. Es como si dejara un recado en la caricia: “Esta áspera frialdad pronto será tuya”. Siempre que toco la piel de un cadáver, entablo una relación íntima con la muerte, con quien me poseerá sobre la cama o, peor, sobre las sábanas acartonadas de un lecho de hospital.
“Tatiana llegó al pueblo hace bastante. Era una muchacha rusa que terminaba sus estudios de bachillerato sin contratiempos. Su familia y ella llevaban en España más de ocho años y hablaba perfectamente nuestro idioma”. Esas fueron las primeras noticias que tuve de la chica, farfulladas por el secretario entre hipidos, aún conmocionado por la escayola destripada del cadáver. Él la conocía. La observaba de reojo, con aprensión, evitando la atrocidad del vientre abierto. No soportaba su mirada, colgada entre las vigas; ni su cuerpo destrozado.
Examiné las heridas con escrúpulo, sin embargo, no me sentía seguro de mi labor. El escalofrío de la crueldad atravesaba mi columna con pericia, como un cirujano viejo que abre por enésima vez el cuerpo de un enfermo terminal. Era difícil mantener una postura fría, ajena a los humores que desprendía el cadáver. Me empapaba de espanto a través de la nariz, de los oídos, de la boca, de la piel.
“La madre de Tatiana no vivía con ella durante los días laborables. Trabaja en una ciudad costera y solo viene por el pueblo los fines de semana. El padre nunca salió de Rusia y su abuela, con quien más tiempo pasaba la chica, fue trasladada a un hospital próximo, destrozada por la tragedia”. El parte del secretario -a pesar de la turbación- se ordenaba con claridad. Me lo dictaba sin asomo de retórica y sin los gerundios de los plomos policiales. Al día siguiente, cuando recibí el informe del propio Luis Felipe Capacho, pude confirmar que el secretario se había visto afectado personalmente por la muerte de Tatiana. Aquello era algo más que una mera instrucción. Se percibía una emoción mal contenida y un reparo mal disimulado al describir las lesiones. Luis Felipe no mencionaba el enorme boquete por donde rebosaban las entrañas de la rusa. Pasaba por alto la crudeza de la escena. No se atrevía a describir aquella atrocidad porque ensuciaba la adoración que sentía por ella. El retorcimiento del estilo desnaturalizaba el escenario. Andaba enamoriscado de Tatiana -ella rozaba los dieciocho años y él no tenía más de 27-. El secretario colaboraba en la redacción del libro de las fiestas y quiso homenajear a la joven. Convirtió el informe en un panegírico dedicado a su amor platónico.
En cuanto pude, abandoné el salón donde yacía el cadáver. Las vigas crujían y me advertían de mi soledad en el zaguán. Luis Felipe había huido entre mocos y lágrimas. El médico no había llegado todavía y la guardia civil ordenó que nadie me molestara hasta que no finalizara la inspección. Tomé nota de poca cosa. Estaba demasiado despierto para enfrentarme a una realidad tan macabra: oía el gemido de las vigas; olía el ambientador de frambuesa mezclado con la corrupción de las vísceras; veía las muescas del machete en la madera, las lágrimas secas estampadas en las mejillas; y palpé de nuevo la piel de yeso. Su tacto me despertaría por la noche para hundirme en el desasosiego del insomnio. Salí sin atender a los requerimientos de guardias y curiosos que esperaban en la puerta. Di permiso a la guardia civil para que analizara el lugar del crimen, les pedí que llamaran con urgencia al médico y pregunté a los empleados de la funeraria si llevaban la bolsa reglamentaria para trasladar el cadáver hasta el depósito. Me miraron como dos colegiales a los que se les hubiera cogido en falta.
-¡La bolsa, coño!, ya te dije que se nos olvidaba algo -volvieron al coche fúnebre y salieron derrapando.
Al día siguiente, sin apenas haber dormido, bajé a la calle, sometido por las mismas angustias que me empujaban siempre a los mismos sitios. Pasé por delante del bar Miami. Lo evité. Pronto dejé atrás el pueblo, diez minutos andando y ya las viviendas escaseaban. Ante mí, el campo desangrado, expuesto al sol con el mismo impudor que el vientre de la rusa. Seguí la umbría de un camino bordeado de cipreses, hasta desembocar en la entrada del cementerio. De los muros encalados colgaban coronas de flores marchitas que recordaban a antiguos fusilados sin olvido. Traduje el lema latino que flanqueaba la cancela: “Por esta puerta se pasa a una nueva vida”. La muerte me acompañaba a todos lados: me abordó en el caserón de las rusas; y, ahora, ululaba en el cementerio, entre las ramas de los cipreses. La leyenda de la puerta ironizaba sobre mi proyecto de ascetismo.
Volví sobre mis pasos. Era inútil seguir un camino que conducía a una infinita paramera de rastrojos. Se imponía el regreso al alcohol. Las circunstancias no acompañaban a la regeneración. La muerte y el paisaje se reían de mis proyectos de cambio. Alguien con mucha retranca, no cabía duda, había grabado en el cementerio la inscripción en latín con muy mala intención: “Hic novae vitae porta est”. Humor negro y lenguas muertas, son proverbiales en esos lugares donde nunca pasa nada. El páramo se burlaba de mi destino.
Resistí. Al entrar de nuevo en Almente, me topé con una fachada que me iluminó: los colores de la bandera francesa rompían la monotonía del paisaje. El anuncio de una barbería reafirmó mi recién estrenado ascetismo. Sobre la puerta destacaba el clásico cilindro de peluquería, dentro del cual giraba la espiral del blanco, el azul y el rojo. Una invitación para entrar en un refugio donde adecentarme y salir nuevo al mundo. Entendí el signo de inmediato, para algo me habían servido mis pinitos en semiótica -otra ocurrencia de mi colega Servando, la de inscribirnos en cursos de verano-. El mundo nos ofrece en cada esquina algo que descifrar, una señal que concierne a nuestro destino. Así suelo ver la vida desde que asistí a ese cursillo: como una página cifrada en la que está descrita nuestra fortuna, solo hay que empollarse el código para estar atento a los cruces peligrosos y a las curvas sin peralte. La espiral tricolor que subía y bajaba sin interrupción ocultaba un mensaje: nada se destruye, todo se transforma, todo gira en el interior de una cápsula cilíndrica, dios es un barman nihilista que agita un cóctel cromático… Estos mensajes los apliqué a mi circunstancia: no podía rendirme, debía seguir con mi propósito de cambio, debía aprovechar esa peluquería redentora y tomarla por el Leteo, el río mítico donde se bañan los héroes para ahogar en el olvido sus preocupaciones. Era necesario sumergirme allí para limar las costras del sol y aligerar el peso de la muerte.
Esperaba encontrar en la peluquería a un barbero viejo, charlatán y bonachón, que amueblaría la conversación con sabiduría. Un demiurgo-rapador al que entregar mi cabeza para purificarla y despejarla. Decidí afeitármela al cero para comenzar mi nueva condición de asceta.
En el estrecho habitáculo, apenas cabía una mesa camilla, un perchero, un sillón de barbería y la nariz de cuervo de Mario Vélez, un peluquero que recibía a los clientes con la humillación propia de las aves carroñeras cuando escarban entre las vísceras. Nadie esperaba turno, tampoco el viejo que custodiaba la mesa camilla y me observaba de reojo.
-¡Buenos días!, este no va a raparse –me aclaró Mario-. Solo viene aquí a alcahuetear.
El amigo del peluquero se entretenía con una revista de chicas desnudas, arrugadas por la antigüedad del papel. Marcos alternaba la atención entre la foto de una rubia que en ese tiempo andaría por los 60 y el nuevo cliente. El nacimiento del pelo casi se fundía con sus cejas, lo que le daba un aspecto aún más silvestre. Ese detalle terminó de animarme al rapado completo.
-Pero, hombre, ¿cómo va usté a juzgar así? Permítame que le haga un arreglo de navaja y verá cómo le luce.
-¡Ah!, ¿me conoce?
-Hombre, claro. Usté es don Javier Castrado, el nuevo juez, el que va a lidiar el asesinato de la rusa. No somos muchos aquí, ¿sabe? Las noticias vuelan.
-Ya, ya veo.
-Entonces, ¿no lo rapo al cero, verdad? Con ese traje claro tan elegante no le pegaría nada ir así. Además, le quitaría, ¿cómo le dicen ahora?
-Glamur, le dicen glamur –dijo Marcos sin levantar la cabeza de la revista.
-Eso, ¡glamur!
¡Que me quitaría glamur ir rapado!, no era mi día de suerte. Esperaba encontrar un hombre sabio, prudente, un guía espiritual; en cambio, las palabras del barbero enseguida me despertaron del sueño mitológico para devolverme a la grosera realidad. Quizá lo que daba glamur en ese pueblo era la cortinilla con la que Mario intentaba cubrirse la calavera: cuatro pelos aceitados, tendidos sobre la calva para disimular la alopecia y la decrepitud. El guardián mitológico del Leteo era un personaje de cómic.
El viejecillo de la frente escasa seguía en la silla de anea sin decir nada, sonriendo con picardía, no sé si a causa de la lubricidad de la revista o imaginando a los reos muertos de risa ante un juez sin glamur. Encima de la cabeza de Marcos Rémora, una imagen de la patrona del pueblo y un póster de la selección española de fútbol disimulaban las mataduras de la pared. El elevado volumen del radiocasete le restaba gravedad a la conversación. La música sincopada de la máxima actualidad discotequera modernizaba la rusticidad del local. Me hacía sonreír mi imaginación: veía al peluquero y a su amigo -cuando faltaran los clientes- convulsionándose al son de los ritmos juveniles.
-¡Que me rape, haga el favor!
-El señor manda, pero si va a parar mucho por aquí, le repito que yo no lo haría. Se respeta más a la gente con glamur.
Ni mi tono más autoritario, ni la violencia de una nueva pieza de percusión cibernética, fueron suficientes para detener la cháchara del barbero.
-¿Y qué me dice de esa muchacha?, ¡menuda desgraciada!
-Pues no le digo nada, porque los casos en los que trabajo no los voy comentando por ahí.
-No se preocupe, ya le digo yo. En cuanto amaneció por el pueblo, sabía que no terminaría bien. ¿Es así o no, Marcos, lo dije o no lo dije? –el viejo asintió con indiferencia y pasó la página de la revista con dificultad, forcejeando contra la humedad y el tiempo, para disfrutar del póster central-. Estas extranjeras que amanecen por aquí no se dan cuenta de que trastornan al personal. No estamos acostumbrados a las rubias naturales y menos de ese nivel, ¿es verdad o no, Marcos? –sonrió con la complicidad del amigo, mientras seguía sonando la cacharrería de una música estrepitosa que apenas permitía entendernos.
-¿Qué quiere decir, que cuando aquí no están acostumbrados a algo se lo quitan de en medio?
-No, hombre, no. No me entienda mal. Aquí nunca ocurre nada de eso, ¿verdad, tú? Aquí nunca ocurre nada. Del último suceso casi no me acuerdo, aunque también fue sonado, sonado, y también asunto de vientres. Fue lo de Justo, el otro barbero.
-¿Explíquese?
-Justo es sordomudo, pero hablaba por los codos, como le digo, por los codos. No paraba de chapurrear y hacer cucamonas para que lo entendieran. Espantaba a los parroquianos porque cascaba como un demonio, con ellos y con su mujer, que es también sordomuda y siempre andaba por la barbería. ¡Pues no me hice yo entonces con clientes suyos!, ¿verdad, Marcos? –el amigo ni siquiera se molestaba en asentir, aunque seguía la conversación, por lo que podía apreciar a través del espejo-. Los clientes huían de la barbería a chorros por la tabarra que les soltaban el sordomudo y su mujer. A Justo le gustaba ir de putas y a ellas también les ponía la cabeza como un sonajero. Eso me lo han confirmado, no ellas, sino algún que otro putero. Al mudo no se le entiende nada, pero él cree que sí. Bueno, pues su mujer se enteró de que lo engañaba y de que se gastaba lo poco que sacaba de la peluquería en los puticlubs. Una tarde, ella esperó a que se fuera el último parroquiano y sin decir ni “mu” se tiró sobre el marido y le clavó unas tijeras enrobinadas en la barriga. Las sordomudas son muy traicioneras, ¿verdad, tú?
-¿Y murió?
-No, ¡qué va! Solo le hizo un agujero en el mandil y otro en la tripa que lo convenció para no cascar tanto y le inutilizó el aparato. El mudo volvió eunuco a la barbería, por la infección, y mucho más callado. Desde entonces, el muy cabrón me roba la clientela. Todos van a verlo para enterarse del chisme y por reírse de él; y ahora que quieren que les hable, aunque sea por señas, Justo calla y se enfada cuando le nombran a la parienta. Hasta este estuvo rondando por allí, ¿es verdad o no?
-Muy poco –salió del mutismo Marcos, cuando Mario comenzaba a enjabonarme la cabeza para rasurar el último rastrojo. Vi al hombre sin frente en el espejo y no me arrepentí de mi decisión.
-Pero aquí no andamos matando gente, ni extranjeros, ni siquiera sordomudos. Para que se haga una idea: a mí me joden los granos, les tengo un asco que no los puedo ver; y siendo barbero, tienes, quieras o no, que lidiar con ellos. Algunas veces, cuando afeito a navaja, me encuentro con uno de esos, reventones, de cabeza amarilla. Los veo muy de cerca y aumentados por las gafas. No lo aguanto, me dan ganas de rebanarles el pescuezo a quienes los tienen. Y ¿lo hago?, pues claro que no. Me aguanto las ganas porque arruinaría el negocio y porque uno tiene sesera y sabe que no puede ir cortando pescuezos, por mucho asco que le den los granos. Uno tiene principios y sabe atarse los machos y así ocurre con casi todos los que vivimos en este pueblo. Lo que pasa es que a uno no lo pueden estar provocando de contino: no sería de ley que por conocer mi manía, los chavales con granos se plantaran aquí con la mala fe de verme rabiar. Tendría que abandonar el oficio porque si no, al final, a alguno le pasaría la navaja por el galillo. No se puede andar achuchando los malos instintos de la gente. Todos los tenemos. Hace falta cuidar las formas para no prenderlos. Este pueblo ha sido siempre muy tranquilo hasta que empezó a venir gente extraña, empezando por los mudos. ¿Es así o no, tú? -Marcos seguía empeñado en la operación de separar las páginas de la revista.
-Explíquese mejor, me he perdido.
-Estas extranjeras pervierten a nuestras muchachas y marean a los hombres; bueno, ellas, la televisión, los móviles y el internet. Los varones tenemos esa querencia que nos empuja hacia las mujeres (como el que a mí me lleva a cortar el cuello de los que tienen granos), y nos la aguantamos hasta que no podemos más. Tenía que haber visto a la rusa pasar por aquí: menudo buche y menudas ancas. Me sacaba una cabeza (a este, tres) y siempre con unos leotardos bien pegados al culo, que le marcaban hasta el apellido. Con 18 años sin cumplir, ¿dónde coño iba? Y esa melena rubia y esos morros de perdida y ese pendiente en la ceja. Y así un día y otro, paseando arriba y abajo, por la calle Mayor, a las horas en las que se da garbeos la gente; y así un día y otro, y los hombres al acecho y las muchachas copiándolas; y así un día y otro. Lo que le digo, como si yo tuviera que afeitar cada tarde a dos o tres que hubieran pillado la viruela, pues que no me aguantaría las ganas de rajarles el pescuezo. Eso le ha pasado.
-¿Quiere decir que a la chica la asesinaron por pasear demasiado por la calle Mayor, por ser bien plantada y por llevar un piercing?
-No, no me entiende usté. Aquí tenemos chicas parecidas y hasta más extravagantes, pero no se pavonean así. No pasan por la calle encalabrinando a los hombres, no tienen ese descaro, ni se dejan ver a todas horas, ni ponen esa cara de no importarles nada. Además, no conocemos a su padre, ni a su familia. No había ninguna linde que detuviera a los hombres. Se barruntaba que no iba a terminar bien, ¿es verdad o no que lo dije, tú?
No terminé de comprender el discurso del barbero o más bien no quise entenderlo. Tampoco valoré su calidad de profeta. Sus palabras nacían de la inconsciencia o de las pocas luces o de sus perversiones o de la insalubridad del local o de la algarabía producida por el martilleo del radiocasete. Las completó con algunos detalles, tras bajar unas décimas el volumen del aparato.
-La chavala iba siempre con otra extranjera, no sé de dónde, de uno de esos países nuevos que se ha inventado la televisión. Las teníamos siempre ahí enfrente –Mario señaló unas escaleras a través del cristal empañado, que Marcos aclaró con el vello de su antebrazo-, ¿verdad, tú? Se pasaban las horas muertas ahí, en cuclillas, sin hablarse, amorradas a los móviles. Este no sabía si mirar a la revista o a la calle –señaló el barbero a Marcos, para sacarlo de su mutismo.
-A mí no me líes –lo amenazó con el dedo extendido y volvió sobre la revista.
-Desde que aparecieron por el pueblo, no hacían otra cosa. Hace una semana pasó algo, aunque ya había ocurrido antes.
-¿Qué?
-Llegaron los chulos del puticlub rascándose los huevos. Dos extranjeros mayores que ellas. Y discutieron. No sabemos lo que les dijeron, no hablan en cristiano. Este y yo estuvimos asomados a la cortina hasta que Anastás volvió la cara hacia la puerta. Se llevaron a la otra, a la Ana, creo que se llama. A la Tati le dieron un bofetón y se quedó sentada, llorando. Podríamos haberlas ayudado, pero no nos gusta olisquear en las cosas de nadie. No somos como las mujeres. Nos quedamos aquí adentro, viendo cómo lloraba la muchacha, hasta que se fue –volvió la vista hacia Marcos, pero ya no requirió su consentimiento.
La peluquería no era el Leteo. Sin pretenderlo, estaba metiéndome hasta el tuétano en la tragedia de una joven que solo querría haber tratado en la instrucción judicial. El peluquero no me había ayudado en nada, todo lo contrario: me acercó al ambiente de la víctima, reconstruyó sus peripecias y comencé a verla a través de un microscopio que siempre terminaba por dañarme el ojo.
-¿Esto se lo habéis contado a la guardia civil o a la policía?
-¿Para qué?
-Mañana os quiero en el juzgado a los dos. A partir de las doce.
Marcos Rémora arrojó la revista al suelo, volvió a hablar y blandió un dedo amenazador para marcharse sin más.
-¡Mecagüen tus muertos, Mario!
-No le haga caso. Tiene un pronto jodido, pero no es nadie. Y aunque lo fuera, con el metro y medio que mide no se puede permitir el lujo de ser muy hombre. No sé para qué nos quiere allí, si ya se lo he dicho todo. No sabemos nada más. Además, esas chavalas no podían acabar de otra manera: o en el puticlub o destripadas en un ribazo. Es ley de vida. Las niñas no pueden hacer lo que se les pasa por las narices, no pueden torear sin un método. El público está ahí, esperando sus pases de pecho. Los que somos de aquí lo sabemos porque hemos vivido siempre con nuestras lindes, nos conocemos, pero estas chicas de fuera no se preocupan por aprenderlas y así les va.
La Revolución Francesa no había dejado ningún legado en la barbería, excepto los colores de la bandera. La tauromaquia, sí. De puertas adentro, solo destacaban, por su modernidad, el aporreo mecánico de la música de discoteca y el póster de la selección. Los personajes y el ambiente se habían merendado por lo menos doscientos años de civilización.
La citación en el juzgado apenas alteró a Mario. Siguió con su retorcido sermón sin que el hecho de tener que declarar le intimidara lo más mínimo. Hasta que no me embadurnó de loción y me cepilló los hombros, no paró de recitar el código medieval de conducta que debía seguir quien se arriesgara a cruzar la frontera del pueblo.
El olor de la loción era molesto. Se colaba por las narices con la violencia de un aroma rancio. Me dirigí con prisa hacia la pensión en la que me alojaba. Me apetecía remojar con alcohol la cháchara del barbero, para ahogarla, para no reconstruir la vida que comenzaba a dibujarse alrededor de la malograda Tatiana, pero había que aguantar. Debía mantenerme firme en el camino del ascetismo. Me acaricié el cráneo pelado, sin glamur, para insuflarme ánimo.
El fuerte olor de la loción se filtró y me aturdió. Era como si el barbero, convertido en brujo de feria, me hubiera untado la piel con un elixir mágico que impedía la sudoración y me sofocaba. El veneno trabajaba con la eficacia del amoníaco en las superficies cubiertas por la suciedad: eliminó todo resto de podredumbre, arrastró las sustancias que me permitían desarrollar el raciocinio, y me irritó el paladar y la pituitaria. Necesitaba una ducha fría para acabar con las propiedades del ungüento.
En cuanto noté el agua tibia sobre mi cabeza pelada, me encontré mejor. Había resistido por segunda vez los envites de los tugurios y el aroma de la loción quedó desvirtuado por el poder del gel de coco. Sin embargo, no aguanté la tentación de abrir el ordenador y teclear el nombre de Tatiana Vólkova en el buscador de Facebook. La página estaba abierta para todo el mundo. No había ningún filtro, ni nadie se había tomado la molestia de cerrarla tras la muerte de la chica. A primera vista, en las fotos de su perfil, cualquiera hubiera creído que se trataba de una actriz o de una modelo. Sobre la mesa de matarife, la frescura del rostro había desaparecido, apagada por la sangría. Al observarla más sereno, me sorprendió la exótica armonía de sus facciones y sentí el escalofrío que nos sacude cuando se le añade un gesto animado a quien hemos conocido desfigurada por la violencia, el dolor y la muerte.
Su seriedad destacaba en fotos donde las adolescentes suelen afectar una alegría artificiosa, producto de la neurosis que provoca la exposición pública. Tanya -como se hacía llamar- aparecía hierática en casi todas las imágenes, exhibiendo una perfección ensombrecida por la tristeza de su mirada. Se la veía frágil y a la vez segura. Su belleza le proporcionaba un salvoconducto de autoridad entre las chicas que posaban junto a ella. Se mostraba ajena al jolgorio y a la fiesta que se vivía a su alrededor, como si hubieran colocado su imagen de manera fraudulenta entre risueñas y alocadas muchachas.
La visita en Facebook fue más larga de lo que me prometí. Leí algunas de las conversaciones, intrascendentes, y analicé las imágenes. En una de ellas, descubrí, en segundo plano, un rostro muy familiar, el de Luis Felipe Capacho, el secretario judicial. Se le veía desenfocado, detrás del grupo de chicas y chicos que alardeaban de chupitos y embebían los labios para besar el objetivo. Solo Tanya permanecía impasible, en el centro, de negro, con un rictus que no se ajustaba al desenfado de sus compañeras. Luis Felipe era testigo de la escena, un actor secundario en el que no se cae si no se le conoce personalmente.
El descubrimiento del secretario entre las fotos juveniles despertó mi enfermiza imaginación literaria. Tengo que racionarme las novelas negras, influyen demasiado en mis indagaciones. Invento tramas enrevesadas y personajes atormentados que no responden a la realidad. Copiaba el comportamiento y las investigaciones de los detectives de ficción para evitar la consternación que me produce la violencia real.
Antes de cerrar Facebook, me paseé por la corta lista de amistades de Tatiana. No estaba Luis Felipe, pero sí una tal Agnes, que aparecía en varias fotos, rubia y despótica, como la rusa. Seguramente era la Ana a la que se refirió el peluquero, la que se fue con los chulos que golpearon a Tatiana. Intenté entrar en su perfil, pero me lo impidió la prudencia de Agnes. Su página estaba encriptada y no pude visitarla.
En el imaginario se me quedó grabada la tristeza insondable de Tanya. Detrás de sus ojos limpios, casi transparentes, se escondía una intranquilidad que enturbiaba de misterio la perfección de sus rasgos eslavos. Los labios encendían con vivo color la sordidez de una juventud que no parecía tal. Aquella fijeza en la melancolía no era la de una chica de 18 años, sino de muchos más. Tanya se rodeaba de jovialidad, de locura, de juerga, pero no participaba de ellas. Quedaba en el centro de la fiesta, incrustada como una corona de flores en mitad de un cumpleaños, estigmatizada por el anillo que le atravesaba la ceja. Rotunda, magnífica, con las potencias de mujer exaltadas hasta la indecencia, pero apagada por un interruptor oculto que la desconectaba del mundo febril que la rodeaba.
El caso contenía los ingredientes de una clásica novela nórdica: víctima rubia, sospechosos exóticos, fotos con pistas escondidas y violencia sádica. Yo mismo me solía ver como un clásico protagonista de este tipo de ficciones: borracho, solo, de uñas con la vida y con deseo de cambiar de aires para no enfrentarme a mis demonios. Pero esa noche estaba sobrio, recién duchado, con olor a gel de coco y con un ligero resto de loción Floïd que se diluía poco a poco, muy poco a poco. Siempre falla algo en la puesta en escena de mis investigaciones, siempre hay algún detalle que hace inverosímil la trama y me frustra como protagonista de novela negra. El pueblo donde busqué refugio tampoco era muy adecuado para convertirlo en escenario de las historias que en Madrid me solía beber con la misma ansiedad que los cócteles.
Quería abandonar la manía de imitar a los protagonistas de ficción y evitar también que ellos me copiaran a mí. Desde que llegué a Almente no había probado las bebidas estrafalarias a las que me aficioné en la ciudad. Cuando terminábamos la jornada en los juzgados de Plaza Castilla, Servando y yo bajábamos a los bares, obsesionados por estas novelas a las que nos habíamos enganchado. Ninguno de los dos había probado el burbon, ni el Dry Martini, ni el Rose´s Lime Juice, ni otras pócimas novelescas. Nos introdujimos juntos en un mundo de ficción, atraídos por los alcoholes de fantasía.
Fue una de las causas para solicitar el traslado a un lugar tan ajeno a lo libresco como a la furia de la civilización. Yo, un urbanita de nacimiento, me arriesgué a someterme a la monotonía de la vida rural con la esperanza de abandonar los derrotes que me habían embarrado en el alcohol y el plagio. No me esperaba el escenario con el que me encontré al poco de llegar, tan similar al que había abandonado y, para colmo, tan cercano a una versión de novela nórdica, que parecía preparado por un canalla para que no pudiera levantar cabeza y para impedir mi camino hacia el ascetismo.