jueves, 12 de marzo de 2020

La emergencia

Consejeros de una comunidad cualquiera de nuestras Españas. Taberna "El Pilón".

-Consejero 1: ¡Joder, presidente, qué huevos tiene! Con los micrófonos delante, les suelta a los docentes lo gandules que son, "que se olviden de quince días de vacaciones por la cara". Ni uno de Vox se habría atrevido a más, es usted la polla, ¡olé sus huevos toreros!
-Consejera 2: Es usted mi ídolo, que se enteren esos rectorcillos y maestrillos de que aquí mandamos nosotros. ¿Cómo se le ocurre cerrar la universidad sin nuestro permiso?
-Presidente: A ver si aprendéis, nenes, lo primero son nuestras falanges. Y nuestras falanges están contra los profesores, así que, ya sabéis, decidles a ellos, nuestros votantes, lo que quieren oír.
-Camarero: Hombre, lo único que ha hecho el rector ha sido tomar ejemplo de lo que pasó en Italia, para no cometer los mismos errores.
-Consejera 2: Eso, que ahora vosotros, los del sector servicios también sabéis de emergencias. Sírveme otro pacharán y tira para la barra.
-Consejero 1: ¡Hostias, presidente! Que acaba de recomendar Sánchez el cierre de los centros educativos. ¿Ahora qué hacemos, después de lo que ha dicho esta mañana?
-Presidente: Se va a enterar Sánchez. Yo cierro los centros, pero la culpa no es mía. La mierda para él. Nuestras falanges ya saben de qué lado estoy y a este niñato le voy a calentar la cara otra vez delante de los micrófonos.
-Camarero: Pero él habrá seguido las instrucciones de la autoridad sanitaria.
-Consejera 2: ¿La autoridad sanitaria? Anda, tira. Si no sabes ni poner dos hielos en el cubata.
-Presidente: Tú sírvenos otra ronda, que vamos de comparecencia. Dos en un día y sin sacarla, soy un semental.    

Pandemia

Esta obsesión por la exhibición permanente
a la que la sociedad moderna
nos somete cada día.
Esta obsesión por opinar,
juzgar
y luego linchar.
Este placer por degollar
la lógica, el humanismo,
por no acariciar
las palabras,
la belleza,
los trazos delicados del artista.
Esta obsesión por acumular
papel higiénico
y sacos de lentejas,
por no quedar como tonto
o como el último de la fila.
Esta pandemia de la idiotez
que ha invadido los despachos,
las calles, los bares, las universidades,
los prostíbulos, los campos de fútbol
y las tiendas de comestibles.
Esta incuria de la razón,
sometida, como siempre,
al imperio de la supersstición,
del miedo,
de las vírgenes en andas.
Esta insania de ahora
y de siempre,
que sorprende,
porque no se alivia con los siglos.

sábado, 22 de febrero de 2020

"La edad de la penumbra", Catherine Nixey


Demoledor ensayo sobre el papel del cristianismo en la pérdida de la cultura clásica. Catherine Nixey desarrolla un trabajo bien documentado sobre los primeros siglos del cristianismo en el Imperio romano (desde Constantino hasta el siglo VI). Cualquiera que esté familiarizado con la literatura y la cultura clásicas se sorprende de la brecha entre el mundo clásico y la Edad Media y sospecha que algo extraño debió ocurrir para semejante retroceso. Nixey nos da las pruebas (las pocas que han subsistido) y enhebra un relato entretenido sobre la labor de acoso y derribo del mundo clásico. Sí, en los monasterios y conventos se preservó parte de la cultura clásica, la pequeña porción que no había sido esquilmada por la misma Iglesia en siglos precedentes. Como la autora repite, había que hacer desaparecer al demonio, y el demonio se encontraba en cada estatua de Atenea, en cada templo dedicado a Zeus, en cada libro escrito por paganos, en cada fiesta lúbrica dedicada a Dionisos. Se prohibió, se quemó, se derruyó, se asesinó, se persiguió con saña y con un plan preconcebido a todo lo que oliera a paganismo griego o romano. Lo raro es que haya quedado algo de ellos (según Nixey, menos de un diez por ciento de sus producciones artísticas). Es conmovedor el relato de las piras de libros, el asesinato de Hipatia, el abanderamiento de la ignorancia o la obsesión por dictar decretos de demolición contra una cultura superior. Sí, hubo un tiempo en que cristianismo y Estado Islámico compartieron consignas.

Algunos extractos de la obra:

"En el siglo II d. C. el cristianismo podía considerarse a sí mismo como la única verdad, pero para la mayoría de la gente era un culto oriental excéntrico y con frecuencia irritante".

"Celso no solo estaba irritado por la falta de educación de esa gente. Era mucho peor que, de hecho, celebraran la ignorancia. Declaraban, escribió que "la sabiduría es abominable y la ignorancia un bien", una cita casi exacta del libro de los Corintios".

"La expansión del cristianismo es la historia de una conversión forzosa y de una persecución gubernamental. Es una historia en la que se destruyeron grandes obras de arte, se profanaron edificios y se suprimieron libertades. Es una historia en la que se consideró fuera de la ley a quienes se negaron a convertirse, se los acosó a medida que la persecución se intensificaba y hasta fueron ejecutados por unas autoridades fanáticas. Las breves y esporádicas persecuciones romanas de cristianos palidecen en comparación con las que infligieron los cristianos, incluyendo a sus propios herejes. Si esto parece inverosímil, tengamos en cuenta un simple hecho; en el mundo actual hay más de dos mil millones de cristianos, pero no hay ni un solo auténtico pagano".

"La literatura clásica no solo cuestionaba la realidad de los seres divinos, sino que con frecuencia se reía de ellos. Las obras de filosofía griega y romana estaban llenasd e chistes incisivos que se burlaban de la religión".

"Basilio animaba a quemar las obras clásicas, según él esa censura eclesiástica era una forma de amor. Así como Agustín defendía golpear a los herejes con varas como forma de cuidado parental".

"Quemar libros era algo aprobado e incluso recomendado por las autoridades de la Iglesia. (...) La costumbre cristiana de quemar libros gozaría de una larga historia".

"Los monjes medievales, en una época en la que el pergamino era caro y el aprendizaje clásico se consideraba despreciable, cogían piedras pómez y raspaban los últimos ejemplares de las obras clásicas de arriba abajo (...) La prueba de los manuscritos supervivientes es clara, en algún momento, alrededor de 100 años después de que el cristianismo llegara al poder, la transcripción de los textos clásicos se reduce drásticamente (...) Estaba teniendo lugar u lento pero devastador borrado de la literatura clásica. Lo que aseguró la casi total destrucción de las literatura latina y griega fue una combinación de ignorancia, miedo y estupidez (...) Se ha estimado que menos de un diez por ciento de toda la literatura clásica ha sobrevivido. En el caso del latín es aún peor, solo se conserva un uno por ciento de toda la literatura latina. Si esto era preservación -como a menudo se ha afirmado-, entonces se llevó a cabo con asombrosa incompetencia".

"Los pastores cristianos, fervorosos y controladores como eran, decían que el teatro era basura. Basura pecaminosa y demoníaca, una "depravación", una "peste", una "deformidad", una "locura obscena"".

"Con el tiempo, la desaprobación de los clérigos se vio reforzada por la ley. Los festivales paganos, con su exuberante alegría y sus danzas, se prohibieron. El rechazo a estos había estado presente durante décadas; el propio Constantino había mostrado su desdén por los festivales de los impíos paganos llamados "religiosos" y por las ebrias y desenfrenadas fiestas en las que "bajo la apariencia de la religión, sus corazones se dedican al disfrute libertino".   

jueves, 20 de febrero de 2020

"Qué quieren las mujeres?" por Carlo Fabretti


En 1925, mientras Freud psicoanalizaba a la princesa Marie Bonaparte, se produjo una súbita inversión de roles y fue el analista el que mostró un retazo de su lado oscuro —lo que él llamaba «el inconsciente»— al proclamar: «La gran pregunta sin respuesta a la que yo mismo no he podido contestar a pesar de mis treinta años de estudio del alma femenina, es la siguiente: ¿qué quieren las mujeres?».
Lo que Freud debería haberse preguntado, y con él millones de hombres, es: «¿Por qué no puedo hallar la respuesta a esa pregunta?», o incluso: «¿Por qué me hago esa pregunta?»; pero seguramente tales metapreguntas no tenían cabida, hace cien años, en la cabeza de un hombre inmerso en la lógica patriarcal, aunque la cabeza fuera tan grande como la de Freud.
Y sin embargo «la gran pregunta sin respuesta» ya había sido respondida muchas veces, y desde hacía mucho tiempo. Por ejemplo, en una leyenda artúrica que le oí contar, hace muchos años, al gran narrador oral británico Tim Bowley, recientemente fallecido. Una leyenda que contiene una gran verdad; una de esas verdades tan grandes que a duras penas caben en las historias reales y buscan acomodo en el más vasto territorio de la imaginación:
Cuando el rey Arturo era joven, se adentró sin darse cuenta en los dominios del Caballero Oscuro, que lo capturó y lo amenazó con matarlo si en el plazo de un año no encontraba la respuesta a una pregunta, y la pregunta era: ¿Qué es lo que realmente desean las mujeres? Arturo buscó la respuesta por todas partes y encontró muchas, es decir, ninguna: amor, belleza, seguridad, prestigio, fortuna, hijos… Al final, cuando estaba a punto de expirar el plazo, le dijeron que había una bruja que conocía la verdadera respuesta, y Arturo fue a consultarla. Y la bruja, que era horriblemente fea, le dijo que solo le revelaría la respuesta si Galván, el más noble caballero de la Mesa Redonda, se casaba con ella. Galván aceptó para salvar a su rey y amigo, y la bruja dijo que lo que las mujeres deseaban realmente era decidir sobre su propia vida.
El Caballero Oscuro quedó satisfecho con la respuesta, Arturo se salvó y Galván se casó con la bruja, tal como había prometido. Y la noche de bodas, en la cámara nupcial, la bruja se convirtió en la más hermosa de las mujeres y le dijo a su esposo: «Esta es mi verdadera naturaleza, pero solo podrás disfrutar de ella la mitad del tiempo. Puedo ser fea de día, a la vista de todos, y hermosa de noche, en la intimidad. O hermosa de día y fea de noche, elige». Y Galván contestó sin dudarlo: «Elige tú lo que prefieras». Y entonces ella dijo: «Esa es la respuesta correcta, y como premio por respetar mi voluntad seré hermosa de día y de noche».
Las mujeres, al igual que los hombres, quieren elegir. Así de sencillo, así de difícil. No en vano las primeras feministas organizadas como tales fueron las sufragistas, que reclamaban el derecho a votar, es decir, a participar en las «elecciones» por antonomasia. Reclamaban su derecho a decidir, a elegir entre las distintas opciones.
Y en otro orden de cosas, no es casual que Corín Tellado sea la escritora española más leída después de Cervantes. La clave del extraordinario éxito de sus novelas románticas (mejor dicho, «rosa»: nada que ver con Werther) es que en casi todas ellas la protagonista se debate entre dos pretendientes. En un mundo y en un terreno en el que las mujeres son —o no son— los objetos de deseo de los hombres, sujetos principales y a menudo únicos, las «chicas de Corín» pueden elegir y han de afrontar la responsabilidad y el riesgo de hacerlo, lo que las convierte en verdaderas protagonistas y las conecta con el deseo profundo de las lectoras. La respuesta que Freud aún no había encontrado a los setenta años, ya la conocía Corín Tellado a los diecinueve, cuando publicó su primera novela.
Y la fórmula sigue funcionando, a pesar de los avances conseguidos por el feminismo en las últimas décadas. No importa que los galanes en liza sean un vampiro y un licántropo, como en la saga Crepúsculo: la chica es la que elige, la autora es una mujer y el público es eminentemente femenino.
Pero tanto Corín Tellado como sus numerosas epígonas seducen a sus congéneres más ingenuas con el señuelo de una elección sucedánea, pues elegir entre dos hombres no es mucho mejor que ser elegida por uno, y la aparente liberación no es más que una puesta al día de la antigua sumisión. «El destino de la mujer es el hombre» sigue siendo el mensaje, por más que se le añada al proceso subordinatorio un grado de libertad. Y de ahí una de las consignas históricas del feminismo más combativo: «El hombre es el pasado de la mujer».

domingo, 16 de febrero de 2020

"La épica del naufragio en el Ulises de Joyce" por Stefano Cazzanelli



Escrito entre 1914 y 1921 y publicado en 1922, el Ulises de Joyce es uno de los libros más difíciles jamás escritos. No es una novela —aunque Joyce se empeñaba en llamarla novel—, ni un ensayo; no es épica ni periodismo. Es todo esto y su superación: una confluencia de estilos, un bullir de personajes, sensaciones, lugares sin pies ni cabeza en los que todo fluye; un remolino donde perderse: la Caribdis que Homero ahorró a Ulises, Joyce nos la arroja sin ninguna piedad.

Los personajes principales, Bloom y Stephen, son antihéroes, unos vencidos; víctimas del mundo moderno en el que los grandes ideales no tienen derecho de ciudadanía y en el que triunfa únicamente la cotidianidad decadente. Paul Bourget, psicólogo y crítico literario contemporáneo de Joyce —muy influyente en las tesis de Nietzsche sobre el nihilismo—, definía como decadente aquella literatura en la que la parte predomina sobre el conjunto, la página sobre el libro. Flaubert, Stendhal o Baudelaire eran ejemplos de este espíritu decadente que Joyce retoma y relanza con una fuerza inaudita: mientras que en Baudelaire la parte se sustenta heroicamente independiente del todo, en Ulises las partes fragmentadas se precipitan al pozo sin fondo de lo absurdo en el que fluye la existencia humana. No es arte decadente, no es wagnerismo literario, sino cacofonía de significados y de estilos, de emociones e instintos, sonidos y símbolos a la Stockhausen puestos al albedrío de una conciencia sin puertas ni ventanas que discurre encerrada en su propia inmanencia.

En Ulises la realidad de Dublín, como la de sus habitantes, es descrita con una fidelidad maniática en cada detalle, tanto que se suele decir que, si la capital de Irlanda fuera reducida a escombros por algún cataclismo, gracias a la obra de Joyce se podría volver a reconstruir de manera exacta. Sin embargo, todo este realismo no está al servicio de la realidad, como si esta fuera el origen del significado de aquello que tenemos ante los ojos: es, al contrario, puesto al servicio de un simbolismo aturdido que abandona a la conciencia solipsista del yo la tarea de definir el sentido de lo que aparece. La realidad es un signo cuyo significado está determinado únicamente por la conciencia de cada uno de nosotros, una conciencia que fluye y arrastra en dirección a su «hacia-ningún-lugar» todo aquello que encuentra en su camino. El famoso stream of consciousness es por tanto el único medio estilístico que permite dar voz a la construcción del sentido de la realidad: un flujo que, como Penélope con su tela, se construye con los restos de aquello que hace un instante ha destruido.

De aquí deriva la dificultad enorme a la que el lector se encuentra sometido: intentar penetrar en la conciencia de Bloom, de Molly o de Stephen significa seguir los vuelos pindáricos de sus mentes, las conexiones bizarras de sus subconscientes (Ulises está enteramente impregnado de Freud), los flujos y reflujos de sus deseos. Pero he aquí el problema: la vida inmanente no es lineal, no es objetiva, es un zigzaguear completamente subjetivo, oscuro y terrible del que dejamos emerger solo un destilado muy pequeño de la luz del sentido comprensible y comunicable, la mayoría de las veces conformista, sujeto a valores tradicionales, religiosos, históricos, patrióticos… Bajo la punta del iceberg racional bulle la conciencia inconexa del yo, sumergida en las aguas negras de las pasiones, las pulsiones, los resentimientos, las envidias; una materia originaria informe que no se puede plasmar y que hay que limitarse a escuchar para intentar captar algún indicio, quizá el eco de un acontecimiento del pasado —una mirada, un gesto, el encenderse de una cerilla— que, enganchándose en el subconsciente, ha generado una infección que guía toda nuestra vida:

A menudo he pensado desde entonces al mirar atrás hacia aquel extraño episodio que fue aquella pequeña acción, trivial en sí misma, aquel encender una cerilla, lo que determinó todo el curso posterior de nuestras dos vidas.

En esta Dublín fluida lo ínfimo está al mismo nivel de lo sublime: el encender una cerilla puede incluso ser más determinante que la muerte de un amigo. En un universo sin criterio, sin valores, ¿quién determina lo que es bueno y lo que es malo? ¿Lo que es ínfimo y lo que es sublime? Los valores, el orden de la verdad constituida, religiosa o política, son aquello que intenta encauzar la fuerza de la corriente vital, darle un sentido. Haciendo esto, sin embargo, limitan y finalmente bloquean la fuerza expresiva del yo: la historia, la tradición y su legado, son unas sirenas que devoran nuestro progreso existencial y transforman la vida en una crisálida vacía. La vida no se puede comprender, es imposible determinarla, definirla; se puede únicamente vivir, es decir, acompañarla en sus flujos: «¿Cómo se puede ser propietario del agua en realidad? Siempre fluyendo en el fluir, nunca es la misma, que en el fluir de la vida rastreamos. Porque la vida es un fluir».

El Ulises de Homero anhelaba volver a su Ítaca, emblema de la tierra patria, a los brazos de su esposa Penélope (la virtud de la fidelidad y de la continencia); su viaje tenía una meta clara y su vida unos valores incorruptibles: amistad, honor, castidad, coraje, etc. Ulises-Bloom en cambio aborrece la vuelta a su casa porque sabe que Molly, su mujer, le está traicionando. Es un desheredado, un judío errante en tierra católica, que para ganar tiempo se dispersa en lo que le rodea, en la ciudad, sin meta. Y sin embargo no renuncia a afirmar una identidad suya: sobrevive en él un deseo profundo de dar una forma a la masa caótica de la existencia; desea ser padre, ser acogido por sus amigos y compañeros del trabajo, desea una casa y una vida nueva en la que los acontecimientos y las cosas estén en sus casillas y no encerrados desordenadamente en un cajón como los muebles de su salón. Pero son precisamente estos deseos los que le vuelven ridículo y torpe, un ser patético para el que el impulso hacia el ideal es una simple ensoñación cuyo único fin es apartarle de su triste realidad: su hijo ha muerto, sus compañeros no le aguantan y se ríen de él, su casa es vieja y descuidada, las mujeres le ignoran.

Lo mismo pasa con Stephen-Telémaco, un joven idealista que busca realizarse como poeta, un chico atractivo y caprichoso que rechaza sus raíces (la fe católica representada por su madre, que muere sin que él haya atendido su último deseo), engreído cuando defiende sus tesis sobre Shakespeare, sus tesis políticas o religiosas. Como Bloom él también se dispersa en la Dublín católica, convencional, sometida a la dominación inglesa y víctima, por otra parte, de un nacionalismo ignorante. Terminará emborrachándose en un prostíbulo, golpeado en la cara por un soldado y sin dinero: justamente lo contrario de lo que deseaba.

Deseos partidos, ideales que intentan ordenar la trama de la vida, darle un sentido. Bloom y Stephen, padre sin hijo e hijo sin padre, son dos personajes que naufragan en el mar de la existencia sin sentido justamente por causa de su intento vano de llegar a una meta. Entre estas dos hipóstasis la relación es imposible. Y lo es porque buscan un ideal, una ascesis de la vida capaz de darle un valor, algo espiritual y por tanto paterno: la paternidad, de hecho, no se plasma en la carne —como la maternidad— sino solo en el espíritu. La paternidad es aquello que rompe el vínculo con la carne: el padre es el que corta el cordón umbilical, el que abre al hijo al mundo, al partir la relación cerrada con la madre. La paternidad verdadera es educación, es decir, conducir a alguien fuera de sí mismo hacia otra cosa (e-ducere) y en este sentido es lo que asigna una forma a la mera vida biológica, a la materia instintiva, pasional, carnal. Todo Ulises es la búsqueda de una paternidad imposible, de un vínculo estable que sepa encauzar lo irracional de la existencia hacia un ideal transformando la vida biológico-animal en una existencia humana heroica, en un viaje hacia el descubrimiento de uno mismo. En la Dublín de Joyce, sin embargo, la paternidad ya no está (el padre de Bloom ha muerto suicida), ya no genera (su hijo Rudy murió con solo once días de vida); el vínculo padre-hijo es irreversiblemente dialéctico.

¿Qué meta le queda entonces al hombre de Joyce? Si la épica del espíritu ya no es posible, entonces no queda otra cosa que abandonarse a la «épica del cuerpo humano» (con estas palabras Joyce definía su odisea en una carta de 1918 al amigo Frank Budgen). La síntesis entre Padre e Hijo no es el Espíritu Santo paterno, sino la Santa Madre Tierra, el abandonarse al cuerpo y a sus pulsiones, a sus tendencias fisiológicas. Bloom lo admite abiertamente cuando, en una de sus visiones, mientras se encuentra en un prostíbulo, afirma: «Ay, tengo tantas ganas de ser madre». Molly-Penélope, la esposa infiel, promiscua, licenciosa, es el único personaje capaz de domar lo irracional en la medida en la que se abandona a ello. Se podría quizá hablar de una «épica del naufragio». Su vida no tiende a un ideal, a un valor. Ella simplemente vive, afirma la vida.

El gran «sí a la vida» de Nietzsche resuena en la última frase de Ulises cuando, al final del largo monólogo, Molly Bloom afirma: «yes I said yes I will Yes».

martes, 11 de febrero de 2020

Ejercicios de desintoxicación


El domingo pasado comenzamos con los ejercicios de desintoxicación para alumnos de 1º de bachillerato. Se trata de embarcarlos en un proyecto periodístico, sacarlos de las aulas y llevarlos de aquí para allá con el fin de que ejerzan la labor de un periodista profesional. Fuimos al teatro Buero Vallejo de Alcorcón y bajo la dirección de una periodista de verdad, Mª José Celada (del programa "Hazte Eco"), se entusiasmaron con el oficio del cronista de campo. 
Se están desintoxicando de las aulas. Porque las seis horas diarias que pasan en el instituto sometidos a todo tipo de monsergas y a una pasividad de ameba, son ponzoñosas, tóxicas, abotargan. Daría igual sacarlos para ejercer el pastoreo, el cultivo de la vid, para hacer teatro, para bordar tapetes de ganchillo, para atrapar drones con cazamariposas..., cualquier actividad que suponga una emoción, una conexión directa con la vida. 
Sí, empezamos el domingo con los ejercicios de desintoxicación, el problema es no administrarlos con la asiduidad necesaria. La rutina, el plomo y el adocenamiento no son materiales dúctiles ni nutritivos, no sé por qué nos empeñamos en instruir de esta manera (bueno, algo sospecho). La Institución Libre de Enseñanza ya descubrió, hace más de cien años, que estos métodos son inútiles para formar espíritus libres. Propuso otros muy atractivos, que a la sociedad capitalista, al parecer, no le convienen: incentivan en exceso el espíritu crítico, se entusiasman y no favorecen la competitividad. Bueno, me voy a clase, debo administrar a mis alumnos la pastilla diaria para aletargarlos (a ellos y a mí). 

martes, 4 de febrero de 2020

Una novela sobre Pérez Reverte


Después de leer "Sidi" de Pérez Reverte, se me ha ocurrido un posible argumento para una novela. El protagonista sería Arturo, armado hasta los dientes, con chaleco antibalas y casco de vikingo. Saldría a correr aventuras para enseñarles a los youtubers a manejar un machete en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Y se daría de bruces contra un mundo blando y sin redaños, que lo tendría siempre de una mala hostia continua. En la segunda salida, lo acompañaría Javier Marías, un escudero cascarrabias, encalabrinado contra la vida moderna. Los dos, montados en sendas motos de gran cilindrada, patrullarían las calles de Madrid para escupir a los idiotas (según ellos el 90 % de la gente), deslumbrar a hembras de gran tetamen y recuperar el ardor guerrero entre hombrecillos de tres al cuarto que andan sin virilidad por las aceras. Demasiados estereotipos, no. Pues sí, lo mismo que ocurre con los personajes de Sidi (de ahí la influencia). Creo que no la voy a escribir.           

viernes, 31 de enero de 2020

"La puta de Babilonia" de Fernando Vallejo


Un "panegírico" de la Iglesia, extraído del libro "La puta de Babilonia" de Fernando Vallejo:

“LA PUTA, LA GRAN PUTA, la grandísima puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó a Constantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albigenses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, a Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas; la estafadora de viudas, la cazadora de herencias, la vendedora de indulgencias; la que inventó a Cristo loco el rabioso y a Pedro-piedra el estulto; la que promete el reino soso de los cielos y amenaza con el fuego eterno del infierno; la que amordaza la palabra y aherroja la libertad del alma; la que reprime a las demás religiones donde manda y exige libertad de culto donde no manda; la que nunca ha querido a los animales ni les ha tenido compasión; la oscurantista, la impostora, la embaucadora, la difamadora, la calumniadora, la reprimida, la represora, la mirona, la fisgona, la contumaz, la relapsa, la corrupta, la hipócrita, la parásita, la zángana; la antisemita, la esclavista, la homofóbica, la misógina; la carnívora, la carnicera, la limosnera, la tartufa, la mentirosa, la insidiosa, la traidora, la despojadora, la ladrona, la manipuladora, la depredadora, la opresora; la pérfida, la falaz, la rapaz, la felona; la aberrante, la inconsecuente, la incoherente, la absurda; la cretina, la estulta, la imbécil, la estúpida; la travestida, la mamarracha, la maricona; la autocrática, la despótica, la uránica; la católica, la apostólica, la romana; la jesuítica, la dominica, la del Opus Dei; la concubina de Constantino, de Justiniano, de Carlomagno; la solapadora de Mussolini y de Hitler (y de Franco); la ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia”.

viernes, 24 de enero de 2020

La isla de las tentaciones

Sótanos de Telecinco, doce de la noche.
-Director de la cadena: Bueno, os he reunido aquí porque no quiero pasar a la posteridad como el malversador del gusto de todo un país, no quiero ser el Bustamante de la televisión. Quiero un nuevo programa que abandone la línea editorial de víscera, maledicencia y mal gusto. ¡Ideas, ideas!
-Productor: Eso mismo estaba pensando yo.
-Becario 1: Yo tengo un proyecto muy original para elevar el prestigio y el nivel cultural. ¿Por qué no recuperar el espíritu de los novelistas decimonónicos, Flaubert, Tolstói, Galdós, Clarín? Podríamos hacer un programa sobre unas modernas Madame Bovary, Ana Karenina, Fortunata y Ana Ozores. Elevaríamos el tono cultural y nos sumaríamos a la corriente feminista. 
-Director de la cadena: Excelente idea, pero no olvidéis que no hay que perder "share".
-Productor: Lo tengo, tengo en la cabeza el programa. Y el título, "La isla de las tentaciones".
-Director de la cadena: Pues adelante, a por una televisión de calidad.    

Piedra negra sobre una piedra blanca

Leo en una página de internet el poema "Piedra negra sobre una piedra blanca" de César Vallejo, estremecedor y de una belleza angustiosa. Pero al ver los comentarios de los que, supuestamente, han leído el poema, uno pasa de la angustia a la estupefacción. Aquí una selección con sus reglas de ortografía particulares: "Este poema estodo un exito xk lo hizo cesar con muxo amor para todos", "relax todo pasa la vida es asi de ahu bamos a estar en el cielo", "todo chevere ¿como me morire yo?", "espero conocer una amiga por q estoy solo tengo la edad de 15 años y bey un beso y un abrazo los q leeen esto". Los críticos literarios de internet ofrecen una vuelta de tuerca esplendorosa a la teoría de la recepción de Jauss.

"La educación popular" por Manuel Jabois



Un día, principios de los años 30, el pintor Urbano Lugrís participó en un espectáculo de las Misiones Pedagógicas en Valencia de Alcántara (Cáceres). Lugrís era un tipo grandullón que se expresaba de una forma un tanto peculiar, y eso acabó provocando la burla de una parte del público. Aquello lo consideró intolerable el escritor Rafael Dieste, que se subió al escenario para interceder por su amigo y poner al público en su sitio con un discurso que hizo que todo el mundo callase. En primera fila estaba una profesora que daba clases en el pueblo, Carmen Muñoz. En 1980, el escritor Luis Rei la entrevistó para una biografía sobre Dieste (A travesía dun século, Ediciós do Castro, 1987). Rei le preguntó cuándo fue la primera vez que vio a Rafael Dieste, y ella le contó esa historia ocurrida medio siglo antes en las Misiones Pedagógicas. Terminó de hablar dirigiéndose a Dieste, su marido, que estaba a su lado escuchándola. “Ese día, Rafael, me quedé con la boca abierta. Y no se me ha vuelto a cerrar”.
Las Misiones Pedagógicas se pusieron en marcha en 1931 con el auspicio del Gobierno de la República y la Institución Libre de Enseñanza. Se trataba de llevar el conocimiento y la cultura a pueblos y aldeas de toda España. Entre los misioneros -unos 600 durante cinco años- estaban Lugrís y Dieste (encargado de un teatro de guiñol), pero también María Zambrano, Ramón Gaya, María Moliner, Luis Cernuda, Alejandro Casona o Maruja Mallo. Se cuenta al detalle en el libro de Alejandro Tiana Las Misiones Pedagógicas. Educación Popular en la Segunda República (Catarata, 2016), donde se replica el famoso discurso de Manuel Bartolomé Cossío, alma mater de las Misiones: "Somos una escuela ambulante que quiere ir de pueblo en pueblo. Pero una escuela donde no hay libros de matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a nadie de rodillas como en otro tiempo. Porque el Gobierno de la República que nos envía, nos ha dicho que vengamos, ante todo, a las aldeas, a las más pobres, a las más escondidas y abandonadas, y que vengamos a enseñaros algo, algo que no sabéis por estar siempre tan solos y tan lejos de donde otros lo aprenden, y porque nadie hasta ahora ha venido a enseñároslo; pero que vengamos también, y lo primero, a divertiros".
Se crearon más de 5.500 bibliotecas, hubo cientos de representaciones teatrales e instalación de museos itinerante. Ni eso pudo con la oposición de la España que finalmente acabó destruyendo las Misiones y que, desde el Parlamento, vía CEDA, trataba de dinamitar las partidas destinadas. Bartolomé Cossío advirtió, frente a los ataques, que la única salvación que tenía España le vendría por la educación. Murió un año antes de escuchar la respuesta de sus adversarios, que llegó el 18 de julio de 1936.
Él entendía que al lujo de que alguien te enseñe algo que no sabes, se responde con gratitud, pues cuando eso ocurre uno dispone de la información para tener un criterio propio y poder ser quien es. Que solo cuando uno sabe, se acepta o elige; y el que no sabe, ni se acepta ni elige. Cossío también dijo: "El mundo entero debe ser, desde el primer instante, objeto de atención y materia de aprendizaje para el niño, como lo sigue siendo más tarde para el hombre. Enseñarle a pensar en todo lo que le rodea y a hacer activas las facultades racionales es mostrarle el camino por donde se va al verdadero conocimiento, que sirve después para la vida. Educar antes que instruir; hacer del niño, en vez de un almacén, un campo cultivable".
Lo dijo en un país que, como Rafael Dieste pero en sentido contrario, es capaz de dejarte con la boca abierta, y hasta hoy.

lunes, 20 de enero de 2020

"Chéjov y la revolución" por Clara Usón


En el relato Muzhiks (Campesinos), Antón Chéjov narra el regreso a su aldea natal, por enfermedad, de un mozo de hotel moscovita, acompañado de su mujer y su hija Sasha, una niña. Los viajeros llegan a la isba familiar, estrecha, negra de grasa y hollín, llena de moscas, dominada por una gran estufa. 

Ninguno de los mayores estaba en casa, todos habían ido a segar. Sobre la estufa se hallaba sentada una niña de unos ocho años, de pelo claro, sucia y con aire ausente. Ni siquiera miró a los recién llegados. Abajo un gato blanco se frotaba contra el atizador.

—¡Tsss! ¡Tsss! —lo llamó Sasha.
—No oye —dijo la niña—. Se ha quedado sordo.
—¿De qué?
—De una paliza.

La maestría de Chéjov se hace patente en este conciso diálogo, no necesita más palabras para hacernos comprender que los retornados se han topado con la admonición de Dante, «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate»… Los campesinos de Chéjov son gente miserable, en todas las acepciones que registra el diccionario para este adjetivo: son ruines, son tacaños, son extremadamente pobres, son insignificantes —carecen de la menor importancia dentro del orden jerárquico y social del Imperio ruso—, son desdichados y crueles, cabe añadir, brutos, violentos, ignorantes, todo eso son, y Chéjov los retrata tal y como los ve, se resiste a idealizarlos, por lo que incurre en la desaprobación de su maestro León Tolstói, quien desde su anarquismo evangélico condena como «pecaminoso ante el pueblo» el relato de Chéjov, y en la de los revolucionarios clandestinos de La Voluntad del Pueblo, que ven en el oprimido y puro campesino ruso al abanderado de la revolución; por su parte, la extrema derecha aplaude que Chéjov ponga de manifiesto que el campesino es el peor enemigo de sí mismo (y por tanto necesita una mano firme y autoritaria que lo controle y dirija) y los marxistas se muestran satisfechos por la forma en que muestra la degradación del campesinado por el capitalismo. 
El relato no dejó a nadie contento y desató una gran polémica, y eso, pienso, es lo que debe hacer o a lo máximo que puede aspirar la buena literatura: a incomodar, a poner el dedo en la llaga, a plantear preguntas.
La intelligentsia rusa reprochaba a Chéjov su tibieza, su ambigüedad, su incapacidad de tomar partido; le acusaban de ser un «pequeñoburgués», de no censurar a sus personajes cuando obraban mal, de no moralizar… Así se defendía Chéjov de esas acusaciones, con motivo de las críticas que recibió tras la publicación de su cuento Luces:

Usted me escribe que ni la conversación sobre el pesimismo ni la narración de Kisochka resuelven o aclaran en modo alguno la cuestión del pesimismo. No creo que sea competencia de los escritores dirimir cuestiones como la existencia de Dios, el pesimismo, etc. La misión del escritor se limita a describir en qué circunstancias, entre quiénes y en qué términos fueron discutidos esos problemas. El artista debe ser un testigo imparcial de sus personajes, no su juez.

En palabras de Tolstói (citadas por A. Zenger), Antón Chéjov «cogía todo lo que veía de la vida sin importarle el contenido de lo que veía. Pero, una vez cogido, lo reproducía de forma sorprendentemente metafórica y comprensible, clara y minuciosa (…) Era sincero, lo que ya es en sí un gran mérito: escribía sobre lo que veía y cómo lo veía…». Chéjov aspiraba a un imposible: la objetividad; buscaba dar testimonio imparcial, reflejar lo que veía y oía sin modificarlo ni de ninguna forma actuar sobre ello, quería desaparecer como autor y ser solo un ojo, un oído; por supuesto, era mucho más (y también mucho menos, no hay testigo objetivo ni imparcial), pero ese ejercicio de asepsia, de contención voluntaria y suspensión del juicio, rindió sus frutos: la lectura de su obra narrativa nos permite hacernos una idea aproximada de cómo era la Rusia imperial en sus postrimerías.
Chéjov no ofrece soluciones ni apunta a posibles vías de salvación, se limita a presentarnos una descripción sincera y descarnada de una sociedad en descomposición, de un edificio podrido desde los cimientos que se resquebraja y amenaza con derrumbarse con gran estrépito: en la planta baja malvive una masa ingente de campesinos pobres, abandonados a su suerte, algunos de los cuales expresan su añoranza por los tiempos de la servidumbre; ahora son libres, pero la miseria no les permite disfrutar de esa libertad ni progresar gracias a ella, son esclavos del hambre, la enfermedad y la ignorancia; tras su liberación, los mismos aristócratas que los poseían continúan explotándolos, pero ya no tienen la obligación de velar por ellos ni alimentarlos; en la primera planta, la burguesía languidece, paralizada, consumida por la insatisfacción y las dudas; el burócrata gubernamental de Chéjov, el pequeño propietario, el tío Vania se desesperan ante el retraso y la bruticie de la sociedad rusa, anhelan un cambio, una democracia parlamentaria como las europeas, quizá, una mejora en las condiciones de vida de los campesinos que les alivie la mala conciencia, un debate político libre, sin censuras, pero no saben cómo llevar a cabo estas reformas y terminan por resignarse, por dejarse llevar con indolencia por la corriente de la vida; y en el piso de arriba, la nobleza sufre mal de altura, incapaz de detener las fuerzas del cambio que amenazan con trastocar el orden feudal y despojarla de sus privilegios.
En la escena final de su última obra teatral, El jardín de los cerezos, Liubov Andréievna Ranévskaya, una terrateniente endeudada, abandona para siempre su mansión entre mohines y lágrimas, mientras en la lejanía retumban los primeros hachazos que anuncian la tala de sus queridos cerezos por orden del nuevo dueño, el comerciante Lopajin, un hombre hecho a sí mismo que desciende de siervos, como el propio Chéjov. 
Se da la paradoja de que el régimen soviético salvó de la purga cultural al escritor pequeñoburgués por excelencia, Antón Chéjov; sus obras siguieron representándose en el Teatro del Arte de Moscú y su viuda, Olga Knipper, gran actriz, continuó encarnando a Madame Ranévskaya hasta 1943. Para el poder soviético, El jardín de los cerezos era un reflejo fiel del corrupto sistema de la Rusia prerrevolucionaria; Madame Ranévskaya encarnaba a la aristocracia decadente y caprichosa, Lopajin, al burgués destructivo y rapaz, y Trofimov, «el eterno estudiante», joven de ideas radicales, a la esperanza de la revolución… Por supuesto, otra vez malinterpretaron a Chéjov, convirtiéndolo en heraldo del bolchevismo.

¿Qué pensaba Chéjov de los revolucionarios? 

Hacia el final de su vida, el escritor fue distanciándose de antiguos amigos y valedores, como el editor y magnate de la prensa Suvorin, a quien debía su carrera literaria, disgustado por su conservadurismo, su hipocresía y su antisemitismo, y se acercó a jóvenes escritores marxistas como Gorki, a quien apadrinó, pero, aunque concordaba con los revolucionarios en la denuncia del estado de cosas, no creía que la respuesta se hallara en la revolución.
En el libro de recuerdos Sobre Chéjov, de A. Serebrov (Tijonov), se recoge esta reacción del escritor: 

—Disculpe… No lo entiendo…—me interrumpió Chéjov con la desagradable amabilidad de una persona a quien le acaban de pisar un pie—. A usted le gusta El albatros y La canción del halcón… (Obras de Gorki) ¡Ya sé que me dirá que es política! Pero ¿qué política es? «¡Adelante, sin miedo y sin dudas!»: esto aún no es política, porque, ¡no se sabe hacia dónde es adelante! Si dices adelante, hay que indicar el objeto, el camino y los medios. En política nunca se ha hecho nada solo con «la locura de los valientes». No solo es superficial, sino también peligroso…

No, Chéjov no era ningún revolucionario, aunque le repugnara la injusticia de un sistema en el que millones de personas, los campesinos, vivían en condiciones infrahumanas. Él, de familia humilde, nieto de un siervo, los conocía bien, como médico los trató en innumerables ocasiones sin cobrarles, edificó escuelas para sus hijos y dejó de escribir para dedicar su tiempo a organizar medidas contra epidemias de cólera que amenazaban con devastar aldeas enteras, y por eso, porque los conocía y compadecía, no los idealizaba, a diferencia del gran Tolstói, el viejo aristócrata que disfrutaba disfrazándose de mujik y jugando a ser zapatero o yendo a segar con sus siervos, tras lo cual, agotado por el «purificador» trabajo físico, se echaba sobre la cama y ordenaba a un sirviente que lo descalzara. (Todos somos contradictorios, hasta los genios como Tolstói, eso es algo que aprendemos leyendo a Chéjov).
En 1894, Chéjov escribió a Suvorin: «Quizá porque ya no fumo, la moral de Tolstói ha dejado de emocionarme; en lo más profundo de mi alma siento hostilidad por ella, cosa que, evidentemente, no es justa. Fluye en mi interior sangre de mujik, y no me verás con virtudes de mujik. Desde la infancia he creído firmemente en el progreso, y no puedo no creer en él, ya que la diferencia entre la época en que me azotaban y la época en que dejaron de hacerlo ha sido terrible. (…) La filosofía tolstoiana me emocionó profundamente, se apoderó de mí seis o siete años, y no me afectaban los planteamientos generales que ya conocía antes, sino la manera tolstoiana de expresarlos, la sensatez y, probablemente, una especie de hipnotismo. Ahora, en mi interior, algo protesta, la razón y la justicia me dicen que en la electricidad y en el calor del amor al hombre hay algo más grande que en la castidad y la abstinencia de comer carne. La guerra y la justicia son como demonios, pero de esto no se deduce que tenga que caminar en zuecos y dormir sobre una estufa al lado de un trabajador, su mujer y toda la compañía. Pero esta no es la cuestión; no es el estar “a favor o en contra”, sino el hecho de que, de una forma u otra, para mí Tolstói ya ha desaparecido, no está en mi alma, ha salido de mi interior diciendo: dejo vuestra casa vacía».

¿En qué creía Chéjov?

«No creo en nuestra intelectualidad, hipócrita, falsa, histérica, mal educada, indolente, no creo en ella incluso cuando sufre, se lamenta, ya que sus opresores salen de sus mismas entrañas», escribe en 1899 a I. I. Orlov. «Creo en ciertas personas, veo la salvación en ciertas personalidades, diseminadas por toda Rusia, intelectuales o mujiks; en ellos hay fuerza, aunque sean pocos. Nadie es profeta en su tierra, y esas personalidades concretas de las que hablo desempeñan un papel imperceptible en la sociedad, no predominan, pero su trabajo es visible. En todas partes, la ciencia avanza sin parar, la conciencia social aumenta, las cuestiones morales empiezan a agitarse, etcétera. Y todo eso se hace a pesar de los fiscales, ingenieros, instructores, a pesar de la intelectualidad en masse y a pesar de todo…».

Antón Chéjov era una de esas personas inquietas; murió en 1904, no llegó a ver cómo la revolución imponía la fuerza ciega de la masa sobre el individuo.

martes, 14 de enero de 2020

Somos sospechosos

Sospechosos, somos sospechosos. Para la Administración educativa de Castilla-La Mancha, los profesores somos sospechosos, somos mala gente, merecemos poca o ninguna confianza. El vicio y la perversión nos devoran, nos crecen las patillas del diablo y, aún peor, se nos ve el rabo. Un síntoma de esta desconfianza es la supresión de "moscosos" y "griposos" nada más comenzar el curso. El año pasado nos "regalaron" dos días de libre disposición y en 2020 nos los retiran de manera fulminante. ¿A quién se le ocurre hacer uso de dos días de libre disposición?, a unos degenerados, vagos y maleantes (lástima que ya no rija la ley franquista), sin duda alguna. En cuanto a los "griposos", casi un 3 % del profesorado, ¡un 3 %! nada menos, ha hecho mal uso de estos justificantes. 
Sospechan de nosotros con razón. Por eso no nos hacen ni caso cuando pedimos ratios más bajas o cuando abogamos por que se nos consulten las cuestiones educativas. ¿Quiénes somos nosotros para opinar en problemas de esa índole? ¿Acaso tenemos algún contacto con el alumnado? Unos caraduras que se atreven a hacer uso de los días de libre disposición y que en un 3 % han hecho mal uso de los "griposos" no tienen derecho a decidir cuestiones educativas. Para eso ya están ellos, que, como vemos todos los días en los institutos, están presentes en las clases, en los pasillos y en los patios, para velar por el bien del desarrollo educativo del alumnado.    

viernes, 10 de enero de 2020

Tercera aparición de la Virgen

La tercera vez que se me apareció la Virgen fue en Cartagena de Indias (Colombia). Corría el verano de 1994. Habíamos contratado un hotel con "todo incluido". Lo que no imaginaba es que la misma pulserita con la que me hinchaba  a cervezas y frijoles, me serviría también para ver a la Virgen después de 18 años sin noticias de ella. Así fue, el "todo incluido" del hotel valía también para una aparición de una virgen morena en mitad de la playa de Bocagrande. Iba yo paseando por la orilla del mar, asustado de las ametralladoras que se gastaban los militares del malecón, cuando se me acercó una viejecita con un cubo lleno de ostras. Me ofreció la docena a muy buen precio. La rechacé. Me desagradaba entonces la textura mocosa de este bivalvo. La mujer tenía una segunda opción: cocaína sin cortar. Más barato el tiro que una docena de ostras. Tampoco me apeteció. Tengo una nariz muy sensible. La vieja renegó de los que llevábamos la pulserita verde del hotel y, cuando aún la oía maldecir contra las multinacionales y contra el turismo de tres al cuarto, una luz cegadora me tumbó en la arena. En un principio pensé en García Márquez, pero no. Patrocinada por la cadena Meliá, sobre una palmera, se me apareció la Virgen más negra que yo hubiera visto nunca. Bailaba bachata con la gracia de una mulata y se la veía más culona que nunca. No me dijo nada. Apareció un letrero de luces de neón sobre su aura que rezaba: "Por lo que has pagado, solo se te permite verme bailar durante cinco minutos. Si fueras "premium" otro gallo te cantaría". La vi alejarse en los cielos al ritmo de Rubén Blades. Me quedé con las ganas de preguntarle por los niños de Fátima. 

jueves, 9 de enero de 2020

El halago

¡Qué difícil es controlar los efectos que los halagos producen en el ánimo! Sea sincero o falso, un elogio certero provoca la rendición crítica de la razón. Por muy mal que nos caiga quien lo dedica, por muy cuestionada que esté su labor, por muy sospechosa que sea su intención, si alguien te dora la píldora, algo de ti se muestra dispuesto a entregarse sin tener en cuenta la deshonestidad del halagador. Así nos trastorna la vanidad. Cuando una persona o, mejor, alguien en nombre de una institución o grupo social, elogia algún rasgo de nuestro carácter o de nuestra labor profesional (sea interesada o desinteresadamente), tendemos a mirarlo con otros ojos, con una amabilidad incondicional. Somos así de volubles y débiles ante quien sabe adularte con cierta habilidad. 
Si quieres que alguien se sienta bien y que cambie su opinión negativa sobre ti, alaba su trabajo o su físico o su pericia para hacer punto de cruz. Es así de fácil. No te cortes, sé baboso hasta la extenuación y verás cómo siempre encuentras un camino de cómodo acceso a los puntos más débiles del otro. Los agentes publicitarios lo saben muy bien y lo utilizan una y otra vez: "Yo no soy tonto", "Porque tú lo vales", "El desayuno de los campeones"... Cuando a uno lo adulan, pierde gran parte de sus defensas, se rinde al otro, casi de forma incondicional. Es capaz de comprar cualquier miseria que el adulador intente vender.
Aplíquese esta fórmula a la inversa cuando alguien formula una crítica contra nuestra persona o contra nuestra labor profesional.